Kitabı oku: «Sideral», sayfa 9
Luz de Luna
Aleix está apoyado en la barandilla de la piscina. Es una tarde de agosto y el crepúsculo baña la bahía de Andraitx, el suelo mejor especulado de Mallorca. El apartamento de los Vergés Tramullas se levanta sobre un risco que se llama Cala Llamp. Los apartamentos están encajados en las rocas como puñetazos inmobiliarios, aunque el paisaje todavía es virgen y mediterráneo. Se escucha el frágil oleaje que rompe cinco metros por debajo de la piscina, suena remoto como un bostezo de Buda, cuyos pliegues parecen estar exactamente reproducidos en la montaña que se levanta al otro lado de la orilla. Ahora que la luz se desvanece y que el cielo se desangra, Buda parece un volcán púrpura, un monje tibetano a punto de vomitar.
Claudia Schiffer está doscientos metros al Oeste. Se la puede ver con los prismáticos. Álvaro lo intenta, pero fracasa. Le parece ver a Armani. Es un tipo con el pelo blanco que lleva un bañador blanco como su pelo. Tiene que ser Giorgio. Qué fuerte. Álvaro flipa.
Adriana Vergés le observa y sonríe. Y observa a su hermano y le sale una mueca. Tiene casi trece años y ha descubierto la falacia de París y de las cigüeñas. Sabe que los olores nunca volverán a ser los mismos. Puede oler a pinaza y a gasolina, a mar salado y a hermano triste. Es todo de una claridad violenta y arrolladora.
«Aquel verano supe que Aleix nunca sería feliz», dice Adriana.
Aleix no descansa. Disfruta y padece. No se sabe muy bien cómo respira. Es joven, muy joven, y no tiene reparos. Vive a la velocidad de la urgencia. Se siente alternativamente frustrado y poderoso. Ha conocido a una niña vasca que se llama Elena. Es una niña atractiva. Se miran con deseo, flotan en la isla, arden por las noches. Es evidente.
Aleix le toca canciones. Elena se pone las gafas de sol y las lentes reflejan el cuerpo de su trovador descamisado, las bambas agujereadas y la cabeza despeinada. Aleix le propone que salgan a trepar tejados de madrugada. Quedan a la una en la piscina, cuando los adultos ya se han acostado, y trepan las tejas de Aldea Turquesa. Elena tiene sal en los labios y luz de Luna en los hombros. Es el primer romance a más de treinta grados, la primera madrugada exterior, y Aleix rebasa otro límite que le vale un sopapo. El padre de Elena les descubre como dos gatos en celo, monta en cólera y le propina un revés de boxeador zurdo.
La caída de Troya le cuesta la prohibición del windsurf y la guitarra durante la próxima semana. Pero hay soluciones para todo. Chisca siempre está a su lado cuando las cosas se ponen peliagudas. Así que le suaviza el encierro con una buena dosis de plástica. Le ha comprado una caja de rotuladores de colores, un marcador negro y otro plateado, dos subrayadores fluorescentes y unas tijeras, y le ha dado carta blanca para utilizar su revistero, en el que se acumulan las revistas del corazón y de interiorismo de los últimos cinco años.
Aleix descubre que hay vida más allá de las velas y de las inmersiones. Sus ojos buscan estímulos todo el rato. Su cultura visual floreció durante la convalecencia de su ataque más furibundo de asma, en mayo del 79. Chisca se acuerda porque fue el día que Margaret Thatcher conquistó el poder de su imperio colonial. Entonces, mientras la Dama de Hierro comparecía en Downing Street con su familia calavera y sus caderas hercúleas, mientras las televisiones españolas retransmitían en directo la muerte del feminismo y de la maternidad, Aleix se escurrió de las sábanas, eludió la imagen conservadora, bajó al salón y descubrió dos libros que le cambiaron el parpadeo para siempre: Miró y Egon Schiele.
«Recuerdo estar frente al televisor. Era la primera mujer que gobernaba en Europa. Yo no sabía en lo que se convertiría. Estaba simplemente fascinada con que una mujer hubiese llegado a presidenta. Y, de repente, me encontré a Aleix babeando sobre las láminas de Egon Schiele. Y cuando quise separarle, vi que tenía los pies colgando de las estrellas de Miró», recuerda Chisca. Aquel día descubrió la panacea para las sucesivas convalecencias de su hijo. En lugar de enchufarle al televisor, bastaba con sepultarle bajo los libros de Taschen.
Al igual que le sucede a sus tímpanos con la música, su ojos reciben las imágenes indiscriminadamente. No importa la procedencia ni el prestigio, cualquier imagen es el principio de una reconstrucción plástica del universo.
Mientras tanto, en Mallorca, a falta de los libros de Taschen y de los catálogos de arte de Barcelona, se sirve del Hola y del Diez Minutos para inaugurar su fecunda relación con el collage. Le bastan dos tardes para convertirse en un artista pop. Le ha cercenado la entrepierna a Marta Chávarri y la ha estampado en el centro la carta que le ha escrito a Eric. Y luego ha trazado un arcoíris y ha pegado la cabeza de Juan Pablo II en su aura. Los anuncios de cosméticos, de perfumes y de moda le fascinan igualmente y serán la piedra angular del centenar de misivas pop que elaborará a la largo de los próximos cuatro veranos.
«Era compulsivo. Devoraba revistas. No le importaba que fueran de decoración o del corazón. Y siempre terminaba destripándolas», recuerda Álvaro.
Álvaro es su amigo de verano. Aleix le ha convertido en su protegido balear. Álvaro tiene seis hermanos y vive en Algorta, a las afueras de Bilbao, y cada año, a mitad de julio, él y su familia desembarcan en Mallorca y ocupan dos apartamentos de Aldea Turquesa.
Aleix admira la procedencia de Álvaro, la autoridad de su acento, su vida heroica en la otra punta, en ese rincón de España que no es España, un país que se ha hecho célebre por los coches bomba y los encapuchados. Álvaro menciona las explosiones y los disparos como si hablara de vecinos y de gaviotas, con una naturalidad achacable a la vida en el campo y a la influencia aizkolari: es como si talara los verbos con la lengua. Álvaro es de pueblo y ha sido educado en el amor y en la abundancia. Es otro individuo que confundirá a Aleix con el futuro y que, tras conocerle, se planteará la existencia de vida en Marte. O en Venus.
«Aleix y yo nos conocimos una mañana de julio del 86. Nos miramos a los ojos y ya éramos amigos. En adelante, pasaría casi todos los veranos de mi vida con él. Aleix no solo me descubrió la música, sino que se propuso educarme a muchos niveles. Sobre todo en actitud. Siempre me decía que la vida era cuestión de actitud. Desde muy pequeño. Supongo que nunca había tenido un amigo que me hablara en términos existenciales. Decía que hay que enfrentarse a la vida con determinación. Y sin miedo. Yo no he bebido ni me he drogado en la vida porque Aleix me hizo prometerle a los quince años que nunca lo haría. Es la persona que más me ha influido y le debo casi todo lo que soy. Me adoptó casi de inmediato como a un hermano pequeño y se propuso descubrirme el mundo, educarme y protegerme de un modo vibrante e incondicional, como si en lugar de ser un año mayor que yo, lo fuera seis o siete», recuerda Álvaro emocionado.
Aleix intuye el abismo que separa sus universos y se propone a sí mismo como imperativo kantiano de su flamante amigo veraniego. Aleix habla claro y sentencia categórico. Distingue entre el bien y el mal con una lucidez meridiana. Espolea a los demás a que hagan todo lo que él es incapaz de hacer. Así que pilla a Álvaro por banda y le abre ventanas y puertas. Le asoma a los balcones de la música y del collage. Y le advierte sobre los peligros del futuro y sobre los beneficios de una vida moralmente intachable. Ha hecho lo mismo con Hache y con Astrid. Y lo hará con Leire, Mariona, Laia, David, Begoña, Isabel, Israel… La lista es infinita. Su pasión por abrirle los sentidos a los demás empieza muy temprano.
Aleix sabe que sus consejos son para los otros. Sabe cómo expresarlos y transmitirlos, pero no cómo aplicárselos. Aleix habla con intuición e inteligencia, es sumamente convincente. Transmite su amor por la música de una manera inmediata y no deja de observar en ningún momento al personal. Escanea a la gente, la lee, se distrae elucubrando con sus sueños y con sus debilidades. Y luego afloja frases largas de carrerilla en las que resuenan los ecos de hombres largos y barbudos. Lo que más le cautiva es la reacción de sus amigos cada vez que les propone una solución kantiana para el desorden de su miedo o para el calvario de su adolescencia. Poco a poco, el feedback será el estímulo que señale el camino. Aleix contempla los hoyuelos que se le forman a Álvaro cada vez que le toca una canción o le cuenta la vibrante historia de sus morreos, y siente el vértigo de la empatía, el latido de una pulsión emocional y creativa. Sus amigos más tempranos y sus hermanos serán los primeros espectadores de sus sesiones, pequeños happenings cuyo objetivo primordial es transmitir, compartir y emocionar.
«Como hermana, el regalo más grande que me hizo es la música. La de veces que gritaba mi nombre y me convocaba en su cuarto para escuchar una canción. Vibraba al descubrirla, al transmitirla. Y te cambiaba la mirada», recuerda Adriana.
Para Álvaro la música también es Aleix. «Me educaba. Recuerdo que me decía: David Bowie todavía no, esperaremos al verano que viene. Siempre elegía los discos o las canciones que creía que me podrían gustar. A mí la electrónica nunca me interesó: es una música que no entiendo. Pero Aleix tenía una discoteca infinita, así que siempre encontraba el disco adecuado. Yo me iba cada verano de Mallorca con un arsenal de cintas de casete. Me las grababa para que sobreviviera a los inviernos vascos. En 1993 me regaló Un soplo en el corazón, un disco de unos tipos vascos, como yo, que se llamaban Family. Siempre me hablaba de la música con una pasión gigantesca y contagiosa. Pero creo que Family fue la banda de la que me habló de manera más emotiva», cuenta Álvaro.
Aleix ve en los vascos una evolución honesta y autoritaria del dramatismo catalán. Álvaro es la primera ventana a la idolatría del pueblo de los caseríos y el chacolí. Un sentimiento que su amiga Leire convertirá en amor, en apenas cuatro años.
11 de septiembre de 1989
Los cuatro teléfonos inalámbricos de la Bonanova suenan a destiempo. Es una noche de chanclas y aftersun, y Adriana contesta al tercer tono y le sala una burbuja de la boca tan larga como el desconsuelo de la orfandad.
—¿Diga?
—Hola. ¿Está Aleix?
—Creo que sí, ¿de parte?
—Soy Hache.
—¡Qué tal, Hache! Voy a mirar arriba y te lo digo —dice Adriana. Y desaparece. Al poco rato se pone Aleix.
—¿Hache? ¿Qué tal tío? ¿Cómo te ha ido el verano?
—Bien. Bueno. Se murió mi padre el otro día.
—¿Le mataste tú, o qué?
—Te lo digo en serio, Aleix.
—Venga ya. No me jodas, Hache.
—Salió una necrológica en La Vanguardia. El 30 de agosto. Murió el 29. Míralo.
—Vale, vale. Pásate por casa esta noche, enano.
—No estoy en Barcelona. Estoy en Salou. En una cabina.
Y, de pronto, se corta la línea.
Aleix nunca se perdonará no haber estado a la altura. Es su peor pesadilla, algo que intuye desde que es pequeño: la vida puede volverse atroz en un segundo. Y la única forma de combatirla es estar acompañado. Hache es su mejor amigo y no ha sabido estar a su lado en el peor momento. Aleix se queda muy tocado. A partir de hoy, no solo redoblará sus esfuerzos por proteger a Hache y a Astrid, cuyo padre agoniza, sino que decide convertir su vida en un desafío contra la muerte y contra la soledad. Ni estará solo ni dejará solos a los demás. Su sentido de la pertenencia se vuelve integrista como la adolescencia y combatirá con violencia a todo el que amenace su esfera de seguridad. Las charlas de su padre y las sucesivas muertes de los padres de su amigo y de su novia apuntalan el romanticismo de su arquitectura emocional.
Noventas
Es una mañana luminosa, la primera del 90, y las grúas surcan el cielo de una ciudad que todavía no tiene mascota oficial para sus juegos olímpicos. Sobran animalitos domésticos y bestias de entresuelo. Los andamios se yerguen de Este a Oeste y encubren las fachadas de la especulación. Las rondas han abierto en canal el área metropolitana: una surcará las faldas del Carmelo y del Tibidabo; la otra conectará la orilla del mar con Montjuich y el aeropuerto. A partir de ahora será más fácil entrar y escapar de Barcelona. El flujo de dióxido, cemento y dinero se multiplica tanto como el entusiasmo de la prensa. El despertar a la década es la constatación de un proyecto faraónico que está a la vuelta de la esquina y que está destinado a convertir estas nalgas provincianas en un culo bamboleante e internacional. Todavía faltan dos años y medio, y las dos montañas principales lucen estimables agujeros. En Montjuich hay un socavón obsceno. Podría ser la fosa común de toda Judaica, de todos los caídos en el Monte Judío al que apela su nombre. Pero es el futuro Palau Sant Jordi, un pabellón deportivo diseñado por Arata Isozaki, un arquitecto que se hizo adolescente justo cuando el cielo de su país emulaba la forma del champiñón. A su lado hay una estructura metálica y blanca diseñada por Santiago Calatrava. Aleix dice que le recuerda al perfil de John Travolta. A su silueta del sábado noche, con el brazo en alto y la cadera desplazada sensualmente hacia la izquierda. Se llamará Torre de las Comunicaciones. En la latitud opuesta, y a una altura más insultante, en la sierra de Collserola, justo por encima de la residencia de los Vergés, se apuntalan las bases de otro palo metálico de nombre casi idéntico: Torre de las Telecomunicaciones. Se elevará muy por encima de la Torre de las Comunicaciones. La firma Norman Foster, que es un inglés casado con una sexóloga. El preámbulo olímpico llenará la ciudad de falos, de arquitectos con proyectos cilíndricos que aspiran a fundirse con las nubes, a follarse al cielo. La auténtica puntilla la pondrá Jean Nouvel en unos años, cuando se invente una polla fluorescente para celebrar el artificio del Fórum de las Culturas, la auténtica olimpiada de la especulación, una suerte de Barcelona 92 desprovista de ingenuidad, espíritu y deporte: un negocio redondo como el anillo de Gollum. Pero todavía faltan diez años, tantos crepúsculos y todas las muertes.
El final de CES es un pinchazo en el costado. En BUP no hay delincuencia hormonal ni motos trucadas ni conciertos prohibidos. BUP es la senda universitaria y discurre por paisajes mucho más conservadores que CES, un plan de estudios diseñado para eludir los centros de reclusión de menores y estimular la Formación Profesional. Muchos de sus nuevos compañeros de clase visten camisas de rayas, calzan mocasines y juegan al pádel los miércoles por la tarde y los sábados por la mañana. El delegado de su clase, sin ir más lejos, es un tipo que se llama Carlos y está afiliado a las juventudes del Partido Popular. Israel dice que un día le meterán de hostias. Israel es lo único bueno del curso que comienza. Hasta que descubre que también está Esther, que es una jovencita turolense que quizá, si no abriera la boca, podría colar como hija de francés y vietnamita. Aleix había conocido a Esther en CES y se había enamorado de su voz, una voz que le recuerda a un muñeco televisivo muy dulce, y de su procedencia: Esther es de Ademuz, un pueblecito de Teruel. Aleix tiene muy claro que Teruel no existe y que Esther podría ser una descendiente directa de Pocahontas. Y la trata como tal, como a una criatura insuperable de ciencia ficción que le ayudará, y mucho, a superar su triste realidad académica. En unos meses, acaso nueve, Esther le propondrá a Aleix que salga una noche de fiesta con sus amigas del pueblo. Más que nada para probarle la existencia de Teruel, que es una provincia que no solo existe en su voz de teleñeco, sino también en la historia de un grupo de amigas que llevan casi todos los veranos de su vida veraneando en el margen de la existencia. Aleix acudirá a la cita y, entonces, conocerá a una amiga de Esther que se llama Eva y que le cambiará la vida.
Aleix ha regresado de Mallorca mucho más rubio. Israel se lo dice: «Joé, tron, pareces Marilyn», y Aleix amenaza con pegarle. Dice que no es teñido, sino manzanilla. Champú de manzanilla. Ahora ya mide el metro noventa y siete con el que morirá y la cabeza le brilla con una fuerza interplanetaria.
Los profesores de BUP son más inexpresivos y emplean palabras más largas y les hablan de usted, algo que solo le había sucedido con la perturbadora María Bilbao, una profesora que le intimidó y cuyo recuerdo le despierta ahora una profunda melancolía.
Dani Baraldés se ha puesto a trabajar en la pastelería de la familia de uno de los poetas más estimables de la literatura catalana: J. V. Foix. Dani es vecino y su padre conoce a la familia de toda la vida. Ha hecho desaparecer sus pasteles bajo sombreros de copa y ha alumbrado a conejos blancos entre su repostería. El padre de Dani se llama Albert y es mago. Y los Foix le adoran. Así que el día que les cuenta que su hijo quiere aprender el oficio, le ofrecen trabajo, y así termina la historia de los Impresentables.
El desconsuelo académico y la tristeza adolescente se suman al vacío musical y a los artículos inadecuados en las páginas de sucesos, la sección más ojeada de la historia de la prensa. Aleix ha leído en La Vanguardia que dos jóvenes de Móstoles se han escapado de casa. Los periódicos y los telediarios han difundido sendas fotografías desenfocadas de las dos adolescentes. Aleix observa sus retratos pixelados con entusiasmo. Se llaman Soraya y Sonia. Son dos forajidas. Dos niñas con cuatro ovarios como cuatro botafumeiros. Se imagina sus funestas iniciales bajo el sol de Marbella y siente unas ganas irresistibles de largarse. Sonia y Soraya se han tirado una semana entre Fuengirola y Estepona. Conocieron a dos alemanes que conducían un descapotable y han vivido del cuento y de los cuadrados. Pura geometría teutona.
Al final la policía las ha interceptado en Málaga. Aleix también quiere escapar. Así que diseña un plan de evasión urgente. Nada muy elaborado. Es más bien un préstamo: lo toma de Sonia y de Soraya. Solo que, en lugar de Málaga, elige Gijón. Está a trece horas en autobús, una distancia suficiente para despistar a la policía y dar esquinazo a los jesuitas. Llama al teléfono de información, 080, y le dicen que los autobuses a Asturias salen de la estación del Norte. Ida y vuelta a Gijón sale por cinco mil pesetas. Pilla diez mil del bolso de su madre, se va a la terminal, se compra dos billetes y llega tarde a clase.
Se lo cuenta a Israel, le dice que tiene dos billetes rumbo a la libertad, e Israel le mira con cara de preocupación. Aleix lleva muy mal el rechazo. Exige en los demás la incondicionalidad que él profesa. Está comprometido. A muerte. Que Israel no comparta su pulsión le parece insultante. Así que se enfadan por primera vez en su historia.
«Joé tron, cuando el Aleics se enfadaba, ríete tú de las mujeres y de la furia de los Dioses», dice Israel. Aleix está rebotado, se da media vuelta y chuta una silla, grita por dentro y simula por fuera. Y como casi siempre que se pone de morros con un colega, el gran bosque de champiñones de la vida le propone una seta alternativa. Es un robellón que lleva dos años observándole y que había perdido toda esperanza de conocerle.
À bout de souffle
Hache tampoco se atreve. Le apetece salir en las páginas de sociedad, pero tiene una hermana muy pequeña y otra que no lo es tanto y una madre muy deprimida y un padre recién enterrado. Aleix merodea el pozo psicológico de Hache y le propone rescates y arneses. Sin embargo, él también necesita que le salven. Se empieza a cansar de ser el que siempre propone soluciones. Tiene los billetes en el bolsillo e ignora que Freud lo tiene agarrado por los cojones: es el momento en la vida en que tienes que matar a tus padres. Sigmund lo escribe y Aleix lo ejecuta. No quiere saber nada de sus padres, percibe el rumor apagado de la monotonía y le parece una injusticia. Desea que el amor sea una escalera infinita y que sus padres estén en la cumbre. Pero solo ve un descampado, el escenario abandonado de una superproducción. Se siente inmensamente lejos de sus hermanos y de los jesuitas; de la música, las pastelerías, los enredas de Sanfeta, del cáncer y de la puta madre que parió a la humanidad entera. Está sulfurado, los dieciséis le bullen como cangrejos freudianos en los huevos, y sale al patio y le roba una pelota a un grupo de niños y la chuta con toda su mala hostia en dirección a una cristalera. Aleix se defendió con el básquet, pero siempre fue un jugador de fútbol abominable. Su cañardo se aleja clamorosamente del ventanal y enfila un rostro mucho más probable, el de la poesía: los ojos azules de Begoña Prat se cierran de golpe y su nariz recibe un impacto que puede que le cambie la forma del tabique para siempre. Es uno de esos pelotazos absolutos en la cara que no se olvidan. Begoña cae fulminada, y Aleix se queda pálido y acude a su rescate con los cataplines extrañados por Freud y por la casualidad. Por la violencia y por la puta negligencia.
—Lo siento mucho, de verdad… ¿Estás bien?
Begoña abre los ojos y siente que el poema ya no es ella. Observa el resplandor del rostro de Aleix y siente una ráfaga de lirismo postraumático en el aire, la promesa de un soneto insuperable alrededor del aura de su agresor. Desearía que le llovieran pelotazos eternamente, congelar su vida en este momento. ¿Morirse? ¿Por qué no?
—Nunca he estado mejor —dice Begoña—. No te preocupes, Aleix.
—¿Cómo coño sabes mi nombre? —le pregunta Aleix como si fuera él la víctima del pelotazo.
—Porque me siento dos filas detrás de ti.
—¿En serio? Tienes la cara muy roja. Lo siento —dice Aleix.
—Y tú tienes el pelo muy amarillo. Pareces Marilyn —dice Begoña.
Aleix no se siente ofendido por el comentario. De hecho, le hace gracia la coincidencia: que Begoña tenga el mismo sentido del humor que Israel, la legitima.
—¿Cómo te llamas?
—Begoña.
—¿Te apetece venir a Gijón? Me voy en dos horas y me sobra un billete —dice Aleix.
La cara de Begoña alcanza un grado todavía mayor de fluorescencia.
Begoña está abrumada. Ha pasado de ser el poema a vivir en la poesía. Estamos a finales de noviembre, a principios de los noventa, y es el último otoño de la historia de la ciudad. A partir del 92 las estaciones se volverán transgénicas, los anuncios de El Corte Inglés perpetuarán la primavera y la publicidad, y la especulación olímpica y el escaparatismo turístico incrementarán la temperatura, corregirán las nubes y recalificarán el otoño y la caducidad de sus hojas. Las cámaras parpadean, el suelo se dobla y el cielo se acristala, y los circulitos rojos delatan la amenaza de una sociedad que todo lo quiere registrar.
Hoy, sin embargo, todavía huele a castañas y a gitanas analógicas, a envoltorios precarios de papel, cemento y hojarasca chamuscada, y Begoña entra en casa de sus padres con un masái marciano, y Eduard, su hermano mayor, lo ve todo desde la ranura de su puerta entreabierta, desde su habitación, un lugar forrado con fotos de águilas y campos de entrenamiento militar desde el que contempla fascinado las Nike y la guitarra en bandolera, los tirabuzones y la libertad. Y entonces el hermano ajusta la puerta y se siente rabioso. Aprieta los dientes, piensa en acelerar su incorporación al Ejército y en abatir greñas con subfusiles. Nunca se puede generalizar. Ni decir «nunca». Ni escribir «siempre». Todo es una trampa y una exageración, y es muy probable que todo lo que pasó por la cabeza de Eduard fuera muy parecido a lo que les pasaría por la cabeza a muchos alumnos de BUP cuando se cruzaban con Aleix. Del mismo modo, es muy posible que el miedo y el Ejército también atravesaran la cabeza de Aleix cada vez que se cruzó con los alumnos de BUP. La adolescencia es un campo de minas indiscriminado, la primera ciénaga de la paranoia y de la violencia.
Begoña saluda a su hermano desde el vestíbulo, simula que va sola, entra en su habitación, mete dos camisetas y dos jerséis en una mochila, sale de la habitación, se va a la cocina, se prepara dos bocadillos de paté y pan Bimbo, los envuelve en papel de plata y no piensa que la corteza y el hígado de pato puedan encontrar un domicilio permanente en sus muelas del juicio.
La estación del Norte es un lugar que no inspira nada bueno. Uno no sabe si la gente que se acumula en los andenes —uno aquí, otro más allá, tres al fondo; el de la izquierda, la mujer triste de la capucha y el adolescente— lleva toda la vida perdiendo un autobús o si es que nacieron aquí y nunca reunieron el valor suficiente para largarse. Lo mismo se pusieron a hablar, se contagiaron el miedo y aquí se quedaron. Igual se pusieron de acuerdo y convirtieron las cisternas de los lavabos en dormitorios y vivieron una vida hecha de insomnio y de sexo desesperado e insatisfecho que sabe que siempre será prisionero. Ahora están muertos y parpadean raro y «técnicamente, son necrófilos», como dice Begoña.
Aleix y Begoña averiguan dónde queda el andén diecisiete y se suben al bus a las diez de la noche, media hora antes de que parta.
Apenas han hablado desde que se han ido de casa de los padres de Begoña. Ha sido un silencio fluido, de asentimientos, pequeñas onomatopeyas y muchas sonrisas; un silencio engendrado por la vergüenza, la timidez y la inseguridad. A fin de cuentas, no se conocen de nada y no tienen ni puta idea de lo que están haciendo ni de dónde dormirán ni qué coño les dirán a sus padres. Begoña cree que si hace preguntas, se romperá el embrujo, y Aleix está convencido de que la magia consiste en no dar explicaciones.
El bus zarpa y se sumerge en la noche como un pequeño barco a la deriva. Begoña ha llamado a sus padres al trabajo y ninguno de los dos ha contestado. Le ha dicho a su hermano que se va a pasar el fin de semana a Girona y ha dejado una nota manuscrita. Aleix quería irse sin decir nada. Le estimula imaginarse a los periodistas en la consulta de Alfonso, las cámaras en el pasaje y el gran misterio de su paradero, flotando en la enigmática noche preolímpica. Iba a largarse sin decir nada, pero se ha pasado por casa a pillar la guitarra y unos casetes con los que quiere impresionar a Begoña, y se ha cruzado con Mari Carmen, la asistenta, y le ha presentado a su cómplice. Y luego, a la salida del pasaje, se ha cruzado con su hermana Randi, que tiene nueve años y se queda con todo, y con su abuela, que tiene setenta y siete y se queda con el doble de todo. Su abuela estaba rara y Randi ha preguntado: «¿Adónde vas? El avi está enfermo», como si en lugar de una niña, fuese una madre. O una policía, que, a veces, es el uniforme de la maternidad.
Aleix les ha presentado a Begoña, «Randi, abuela, esta es Verónica». Begoña ha puesto cara de poema y entonces Aleix se ha corregido y se ha disculpado, y la situación se ha hecho doblemente extraña. Su abuelo, el avi, el padre de Chisca, lleva unos días instalado en casa. Está enfermo, no hace falta que nadie se lo diga. Es un hombre sabio e imponente que tiene una voz profunda y debilidad por el terciopelo, la poesía inglesa y las óperas de Wagner. El avi le descubrió a los Beatles y las pajaritas; las bebidas granates y las posibilidades del garaje como lugar de ensayo. Ahora el motor ruge y el autobús atraviesa las calles cuadriculadas de la ciudad, las persianas plateadas de los negocios cerrados y las barras metálicas de los bares abiertos, y Begoña ve perros muy lentos a la luz de marquesinas estropeadas. El corazón le late deprisa, la boca se le seca y piensa por primera vez que se le ha ido la olla.
Y entonces Aleix la mira y le pregunta: «¿Te da miedo escapar?».
Aleix quiere sopesar el miedo de su compañera de huida para calibrar el suyo. Begoña flipa con la anticipación de Aleix y quizá respire más tranquila. Le confiesa que hacía tiempo que sentía ganas de escapar, más o menos desde que entró en los Jesuitas, hace dos años. Le cuenta que se encerraba en el lavabo todas las mañanas de septiembre y de octubre, y que llegó a considerar «hacer algo peor». A Aleix se le abren los ojos como platos. No hay nada que le perturbe tanto como el conflicto. Es casi una pasión. Una pulsión. Lo intuye por todas partes, lo siente arraigado a su eje, y su vida es un mecanismo sofisticado para eludirlo, cuando no para invocarlo.
La Diagonal se deshace como una lágrima en la lluvia y a Aleix le parece ver a una puta a la altura del campo del Barça. Los carriles se amplían y la ciudad desaparece, y Begoña le cuenta que hace dos años tuvo una depresión, que hasta entonces su vida había sido un relámpago, una luz constante.
—¿Y te daba miedo la muerte? —pregunta Aleix.
—No. O sea, me daba más miedo pensar en el suicidio que la muerte en sí misma, ¿me explico? —pregunta Begoña.
—Sí —dice Aleix. Y el autobús se desliza ahora por una Catalunya ignota, por desvíos que tienen nombres tan improbables como Esparraguera y Collbató.
Se quedan callados un rato y Aleix le confiesa que la muerte ha sido su obsesión desde pequeño. Que la ha pensado desde todas las posiciones y desde todos los ángulos y que, a veces, el pensamiento incorpora un escalofrío que le congela los huevos y le cancela el sentido del humor. Y le dice:
—Al final me he dado cuenta de que pensar en la muerte es como hacer una llamada desde una cabina telefónica con veinticinco pesetas y pasarte la conversación pensando que el dinero se va a terminar.
A Begoña la frase le fascina. Saca su libreta y la anota. Begoña es poeta y Aleix es un dividendo del margen, una estrella que surca la parte ovalada del cielo, su límite o su curvatura. Están juntos en un autobús rumbo a una ciudad que está a tomar por culo. Y entonces Aleix se incorpora, le dice a Begoña que le acompañe, dejan la penúltima fila y se van a la séptima.