Kitabı oku: «Sideral», sayfa 8
Escotes o visados
La experiencia de Cerdanyola ha unido al grupo. Los Impresentables ensayan los sábados en el Vallés y estudian de lunes a viernes en Sarrià.
Aleix se lleva especialmente bien con Dani e Israel.
Es otra semana que agoniza bajo los crucifijos, otro viernes que se suicida lento en el triste reloj de pared, y suena el timbre y estallan las hormonas. Quedan cuarenta y ocho horas de libertad por delante e Israel, Héctor Sin y Dani Baraldés se reúnen religiosamente en el pasillo para consumar el ritual de los viernes a las dos y media.
—Aleics, tron, vente, que la vas a flipar —le dice Israel.
Las cuatro adolescencias se concentran en la entrada principal del colegio, en la calle Carrasco i Formiguera. Todo el que quiera entrar o salir de la catedral de ladrillo tiene que pasar por aquí. El objetivo principal son los alumnos de BUP y COU y los cerebros universitarios que han entrado en el Institut Químic de Sarrià (IQS) para cursar estudios superiores. Aleix está excitado. Sabe que van a liarla, pero ignora lo que van a hacer.
—Mira, tron. Se trata de entrarle a las pijas y pedirles algo de suelto. Pa gasolina. O pa pillar el bus. Lo que te salga de la punta del nabo. La cuestión es sacarles unas perras pa bajarnos luego unas birrillas —le cuenta Israel.
—Pero si ya sabes que no bebo… ¿Tanta tontería para esta mier-da? —dice Aleix, y pone esa cara de Gioconda, de misterio en los hoyuelos, una expresión indescifrable que puede ser, alternativamente, el preámbulo de un galleto o de una carcajada. Y acto seguido se da media vuelta, chuta una lata arrojada en el suelo, simula irse, rectifica e intercepta a una rubia que tiene los dientes prominentes y un escote como el Halcón Milenario. Una rubia tetuda que estudia COU y es hija de un tiburón que fabrica betún para zapatos y nieta de un fascista que fabricaba el betún con comunistas. Y Aleix la observa, se le acerca un poco, mira a un lado, mira al otro, le mira las tetas y le dice algo. Y entonces ella sonríe, se encoge de hombros, se pone roja, se sopesa la melena, se cubre la boca con la mano, escruta el bolso, pesca el monedero, lo abre como si fuera su sonrisa y saca un billete de mil pesetas y un bolígrafo, apunta su número de teléfono y se lo encaja a Aleix en el bolsillo del culo. Despliega la coreografía calculada del derrame, como si todo esto, el colegio, la vida, el escote y la altura del marciano, no fuese real. Como si la anécdota estuviese filmada o el escritor comprado, o la realidad hubiera sido alterada.
«¡Le sacó mil pavos! A la primera. Así que te puedes imaginar el filón. Aleix tenía, entre otros talentos, el de puto recaudador, tronco. Todas las pijas le daban un pastón. Era increíble», recuerda Israel.
Aleix detesta la ebriedad, pero su mano izquierda para los escotes y los monederos de la realeza jesuítica costeará las tajas de Héctor Sin y de sus dos Impresentables favoritos hasta el final de CES.
No se sabe muy bien de dónde le viene el rechazo a la ebriedad. Adriana cuenta que Alfonso les contó de pequeños las miserias de las adicciones, la inconveniencia de las sustancias.
«Cuando éramos pequeños, el coche era el escenario de las grandes conversaciones. Ya fuera yendo al Frederic Mistral o a Cerda-nyola, a casa de los abuelos. Tan pronto nos explicaba las virtudes de los griegos, la importancia de la universidad o lo desaconsejable de tomar drogas. El discurso antidrogas funcionó, especialmente con Aleix», dice Adriana. El coche fue el lugar en que muchos niños de los ochenta padecieron largos monólogos de sus progenitores, monólogos angustiantes porque la única forma de escapar era abrir la ventana y saltar en marcha.
Alfonso les dará algunas charlas sustanciales que no impedirán que todos sus hijos, excepto Aleix, caigan en algún momento anterior a la mayoría de edad en la tentación del canuto o de la cerveza. Aleix, sin embargo, no solo no quiere saber nada del alcohol ni de las drogas, sino que algunas veces se disgusta y se entristece cuando sus amigos las consumen. Alecciona a sus hermanos sobre los peligros de la drogadicción y le escribirá una carta a Adriana, el día en que se entere de que su hermana se ha comido el primer ácido de su vida.
Aleix acompaña casi todos los viernes a Dani e Israel hasta el bar de la plaza de Sarrià, donde ellos beben cerveza y juegan al futbolín. Hoy se han venido Héctor y Sagar. Aleix pasa de jugar, se pide un Trina, sale al quiosco y se pilla un Rockdelux, cuatro Kojaks y un Sidral, y chupa azúcar y devora artículos mientras sus colegas beben y resbalan y se meten collejas y mean como cavernícolas. La tarde se desliza entre eructos y ojos como burbujitas. Héctor Sin se carga la cabeza de un delantero del Espanyol con la espuela de su bota izquierda. Tiene una elasticidad tan insultante como su juventud. Dani resbala y se pega un talegazo que le libra de la mitad de uno de sus palatales frontales. Rescata los añicos entre carcajadas y simula haber perdido la dentadura completa. Es una escena de delirio chuzo que excluye a las bebidas de naranja sin gas. Así que Aleix se incorpora, les mira con cara de resignación y les dice que se larga a casa a tocar la guitarra.
—Joé, tron, pero si falta lo mejor. No me seas aguafiestas —ex-clama Israel.
Y entonces Israel conoce el huracán ciclotímico. Aleix le encara con una seriedad desconocida, le agarra por el cuello y le amenaza.
—No intentes convencerme porque entonces voy a abrir la boca y te voy a hacer llorar, ¿lo pillas? —explota Aleix, y le suelta esa mirada polar que conecta con el hielo y te corta la respiración. Es una mirada que el tiempo alimentará, que se afilará cerca de las desgracias y de los desfiladeros del crecimiento y que dejará a un montón de víctimas con los ojos rojos y el corazón acelerado, en la desenfrenada cuneta de los noventa.
Israel, de momento, se libra de la estocada.
Aleix se larga y Héctor dice que él también. Héctor le dice a Aleix que si quiere le lleva de paquete en su Rieju trucada. Aleix accede y Dani e Israel se quedan empuñando delanteras decapitadas y fumando Ducados.
Israel lleva el catálogo del colegio en la mochila. Hoy lo han repartido entre todos los alumnos. Es un listín en el que aparecen los teléfonos, las direcciones y los nombres de los padres de todos los estudiantes del San Ignacio. De EGB, BUP, COU, CES y FP. Está ordenado alfabéticamente y resulta de lo más útil después de tres medianas. Entonces basta con pedir algo de suelto, meterse en una cabina telefónica e irrumpir en hogares sobrios como crapulines torcidos.
Llaman a una alumna que se apellida Van Campen y se ofrecen a su padre como jardineros.
—¿Señor Van Campen?
—Yo mismo.
—Le llamamos de los jardines Jesuitas. Sabemos que tiene un precioso tulipán pelirrojo.
—¿Perdón?
—No se preocupe, que nosotros le comeremos la flor del potorro a la Mónica a cucharadas —dice Israel, y cuelga antes de que le alcance el improperio del viejo.
Están borrachos y son vírgenes, tienen quince años, la edad de la eternidad suramericana, y se abrazan como cabezones vascos o como enanos catalanes, e Israel le cuenta a Dani lo mucho que le quiere y luego se tira un pedo y eructa, y le confiesa que se quiere follar a la profesora de Inglés, que quiere tocar la armónica en conciertos globales y que tienen que ir a por Aleix y hacer las paces: a falta de sexo, el único orgasmo será el pacifismo.
Y veinte minutos después, aparecen en el paseo de la Bonanova. Son las siete de la tarde de otro viernes sinuoso. La portera les deja pasar y Dani e Israel avanzan la recta que les separa de la torre de los Vergés como si fuera una espiral. Aleix está en su habitación con la guitarra colgada y le lleva dos segundos percibir el estrépito que llega de más allá de la ventana. Se incorpora, distingue a sus dos Impresentables en la cumbre de su desfachatez, se asoma y les dice que se acerquen y que aguarden un segundo. Y mientras Dani e Israel lo intentan, mientras juntan sus piernas y ejecutan sus pasos, Aleix sale escopeteado rumbo a la cocina, rellena de agua el cubo de la fregona, le mete lejía suficiente como para teñir a una manada de elefantes, sube a la habitación, se asoma de nuevo y derrama la cascada en el centro exacto de sus cráneos.
—¡Me cago en el pantocrátor y en la Virgen puta! —exclama Israel.
Dani se retuerce de la risa, se cae al suelo y se sigue descojonando. Están tan borrachos que ni siquiera notan el escozor de la lejía. Y mientras se revuelven en el suelo y reconstruyen la historia de la Virgen a la luz de la prostitución, Aleix irrumpe con un segundo cubo, esta vez rellenado exclusivamente de agua, y lo vacía de nuevo.
Un minuto más tarde, Chisca se asoma por la ventana del segundo piso y distingue las coronillas oxigenadas de Dani e Israel, y ve cómo Aleix les ofrece sendas toallas y lidera su destierro hacia un lugar mejor, acaso otro que no esté en el umbral de la consulta del ginecólogo que le parió. Son las siete de la tarde y Alfonso trabaja hasta las ocho, y una de sus clientas más populares, una actriz que ha trabajado con Almodóvar —una mujer que se llamaba Pepe cuando era menor y que se apellida Andersen ahora que se ha hecho mujer— irrumpe en mitad del pasaje justo cuando Israel decide liberar la erupción más ácida y fluorescente de la historia de sus vomitadas. Y mientras la lava verde afluye, la actriz ejecuta un movimiento digno de la Pávlova y elude el frenesí de un chorro que podría haberla dejado ciega.
Es la tarde más vibrante de su puta historia, la cumbre del rock & roll y de la adolescencia, y Aleix se siente tan embriagado como Dani e Israel, e Israel le dice a Aleix que ha venido hasta su puerta para confesarle lo mucho que le quiere y para proponerle un plan que les sobrevivirá. Y entonces hunde sus manos en su bolsa y saca un espray, y Aleix le mira con escepticismo y Dani hace ademán de usarlo como si fuera laca para el pelo. Israel le disuade y le cuenta que lo ha mangado para hacer «un grafitis». Hay que salir en busca de una pared, la que más les mole, y escribir el nombre de la banda.
—En serio, troncos, que hoy en día el grafitis es la mejor publicidad. Vosotros pensad que por cada pintada, fijo que hay doscientas treinta personas que se quedan con el nombre —dice Israel con la convicción cirrótica. Se comporta como un auténtico agente musical.
—Venga ya, Israel, por cada grafiti lo que te cae es una multa de cinco mil pelas —dice Aleix.
—Me cago en la de Dios es Cristo, tronco. ¡No me seas aguafiestas, pijomierda!
Se intercambian collejas, salen del pasaje y suben excitados por la Bonanova y la atraviesan entera con las cabezas estampadas como tapizado de leopardo. Dani tiene la dentadura retocada y la coronilla blanca. Si su madre no morirá en unas horas, cuando su hijo irrumpa en el umbral de su casa, será porque viene de una familia de corazones robustos. Cruzan en rojo, avanzan rubio platinos y llegan a Mayor de Sarrià y suben la calle. A los cinco metros descubren «la pared». Es una pared que está junto a una tienda de fotocopias y encuadernación a la que va medio colegio.
Israel lo ve claro: es el lugar adecuado. Comoquiera que tienen un grupo cuyo nombre suma cinco sílabas, deciden repartir democráticamente la redacción. Arranca Israel, le sigue Dani y luego viene Aleix. Es un viernes a las ocho de la tarde en la avenida más grande de Sarrià y el vandalismo se vuelve invisible. Aleix remata la última E con una filigrana caligráfica que Gutenberg hubiese sido incapaz de reproducir. Y entonces sucede. Los tres Impresentables se separan un poco de la pared para tomar perspectiva y leer la gloria de su nombre y descubren la belleza errática del alcohol, la juventud y la lejía: «IM PREN TA BLES». Quedará grabado para siempre en la memoria de la impresión callejera.
Primer concierto
Dani es el líder natural: tiene un don para la guitarra, es el cantante y el impulsor. Aleix no se atreve todavía a cuestionar su autoridad y procura empaparse todo lo que puede de su talento. Le observa y le pregunta sin parar. Y luego llega a casa, se cuelga la guitarra y somete los acordes y los punteos a la prueba del insomnio y de la eternidad. Toca y toca hasta que se desploma sobre el colchón con la guitarra colgada y los dedos encallecidos.
La música es el reverso de su apatía académica. Cuando no toca, escucha, y cuando no escucha, lee o se pilla vídeos de conciertos en directo. Uno de sus proyectos más entrañables es convertir a Astrid en bajista. El fracaso no le disuadirá de seguir intentándolo. Al poco, se lo propondrá a Hache. Y más adelante, a Luis, siempre con resultados igual de estrepitosos. La única que de hecho superará los dos primeros ensayos es Adriana, su hermana. «La verdad es que siempre me hacía tocar líneas de bajo muy repetitivas, casi siempre pensadas para el lucimiento del guitarrista», recuerda Adriana.
Aleix lleva desde octubre escuchando rockabilly, que es la música favorita de su hermano Daniel. La coincidencia abrirá un desacostumbrado filón comunicativo: por una vez Daniel es el que controla y el que le cuenta la historia de un sonido a su hermano. Dani e Israel le descubrirán a Buddy Holly, Eddie Cochran y a Muddy Waters. A los Rolling Stones los ha conocido él solito. Su pasión por John Lennon, por las lupas redondas, los derechos humanos y las proclamas antinucleares convive ahora con la juventud lisérgica y peluda de Keith Richards, un macaco encaramado a un mástil satánico, por quien profesa auténtica devoción. Es posible que el proceso de canonización de Keith en su vida tenga que ver con el anuncio de que los Rolling se han vuelto a juntar y que preparan una gira mundial que recalará en Barcelona al año siguiente. Será el primer gran concierto de su vida.
Cerdanyola ha servido para carburar un repertorio de versiones impregnadas por la humedad y el olor a neumático del garaje. Los más grandes empezaron igual. Aleix consulta las biografías del rockabilly en la gran enciclopedia ilustrada que preside uno de los salones de su casa. Descubre que Eddie Cochran no cumplió los veintitrés. Que murió en un taxi a las afueras de Londres. Y que Gene Vincent casi la palma a su lado. Y se queda noqueado cuando descubre que Ritchie Valens y Buddy Holly murieron en la misma avioneta. La combinación de muerte y juventud le perturba y le fascina y sofríe el repertorio de su primera banda.
Es un 19 de marzo de 1989 y huele a hormonas con jazmín y a guitarras con adolescente, y los Impresentables afinan sus instrumentos a la sombra de un pino glorioso que crece en el colegio de La Salle Bonanova cuya sombra se proyecta como un pulpo tridimensional sobre la terraza posterior de los Vergés Tramullas.
Dani, Aleix, Israel, Xavi y Carles forman un pequeño círculo, entrelazan los brazos, sincronizan sus taquicardias e invocan al Dios del Excremento. La melé se disuelve al grito de «Mucha mierda». Es una estrategia diseñada por Israel, el orquestador de todos los rituales que acompañarán a la banda de exigua biografía. Un día como hoy, de hecho, descubrirán que los directos desatan la verborrea atómica de su mánager.
Es un sábado primaveral y ayer los Communards tocaron en el Palau d’Esports, e Israel dice que el cantante, Jimmy Somerville, cantó con el culo suturado. Cuenta que hace dos semanas tuvo que ir de urgencias a un hospital muy triste de Birmingham con un cuadro de «embotellamiento anal».
—Te lo prometo, tronco: ¡le metieron una Coca-Cola por detrás! —exclama.
Dani Baraldés le mira con una expresión tan petrificada como su tupé. Ha conseguido contenerlo con cuatro quilos de gomina y ahora parece el ala disecada de un bebé velociraptor. Dani tiene quince años y los huesos muy largos y muy finos, y una Telecaster que le cuelga de su pecho enclenque como un platillo volante.
—Una Coca-Cola por el culo… ¿En serio? —le pregunta. Yo pensaba que tenía esa voz porque le habían cortado los cojones.
—Joé, Dani, tron, qué bruto que eres. No sabes todo lo que puedes llegar a meterte por detrás si dilatas lo suficiente —dice el Irra.
—Sí. Es como un parto, pero al revés. Yo lo sé porque mi padre es ginecólogo —dice Aleix.
Miente como un bellaco, pero es muy convincente, así que nadie sospecha. Y añade:
—En realidad dicen que puedes meterte por detrás el doble de lo que puedes sacar por delante —sentencia.
La incontinencia de Israel disimula un pánico más silencioso y vertical, el de Aleix Vergés, que lleva dos noches consecutivas sin dormir y que ha estado muy cerca de encerrarse en su cuarto y no comparecer.
Ahora, sin embargo, la concurrencia se apretuja frente al quinteto y todos sienten un cosquilleo más beneficioso que satánico. Los Vergés Tramullas se mezclan entre el público. Nando Cruz, Luis, Astrid, Eric y Hache también se cuentan entre los presentes. Está todo listo para empezar. Los Impresentables encaran a su público. Y de pronto Israel se da media vuelta y le dice a Aleix:
—Joé, tron. ¿Has visto Mujeres al borde de un ataque de nervios? Es una obra maestra absoluta. Vale que Almodóvar no es Billy Wilder. Pero ni falta que le hace —dice el de Sanfeta entre sudores y espasmos.
Aleix parpadea asombrado. Le mira y le dice:
—¿Te apetece ver «Jovencito patán al borde de puñetazo en la cara»? La proyectan justo ahora en mis nudillos —dice Aleix.
Y entonces Dani pilla el micro, da las buenas tardes y desgrana los primeros acordes del «Peter Gunn», el clásico instrumental de Henry Mancini. Será la canción que abrirá los cuatro directos de su historia. Luego caerán el «Bird Doggin’», de Gene Vincent, el «Summertime Blues», de Eddie Cochran, «Rock & roll en la plaza del pueblo», de Tequila, y «La Bamba», de Ritchie Valens, la primera canción que Aleix cantará en directo en su vida.
Nando Cruz no se ha olvidado de aquella tarde: «Me acuerdo de estar en el jardín de casa de sus padres. Y recuerdo perfectamente la sensación de mirarle y de pensar: llevo tres años dándole clases particulares, no consigo motivarle, no tiene paciencia alguna, es incapaz de dedicarse más de veinte minutos a algo. Y de repente recuerdo que dijeron algo así como “esta es la última”. Y siguieron tocando. Y tocando. Y Aleix, mi alumno desmotivado, desconcentrado, estaba consagrado a una dedicación. Volcado. Entregado. No había nadie que lo sacara de allí. Estaba en su salsa. Qué cabrón. Me había llamado para que fuera a verle. O más bien para exigírmelo. Tenía que ir. Y si no iba, me cortaba las cojones. O no me volvía a hablar en su vida. Siempre se le escapaba alguna amenaza. No es que me costara ir, pero tampoco tuve elección».
Ir o no ir
Israel no pierde ocasión para encajar su producto musical en el mercado. Lo cuela en todos lados, entre apretones de manos y palmaditas en la espalda. Tiene la clase de carisma que todos los políticos querrían para sí. Es entrañable y especulador. Sospechoso y contagioso. Se describe como un «enreda de Sanfeta». Sanfeta es Sant Feliu de Llobregat, su Macondo particular. Israel es igual de descacharrante e inagotable durante sus escarceos con los canutos y el pegamento como en sus charlas con adultos, a los que nadie tiene los huevos de dirigirse. Él no tiene problema. Le habla de sus Impresentables a varios tipos que llevan sotana. Lo intenta particularmente con uno que será acusado de pederastia pocos meses después. Y luego se dirige a los que visten de paisano. Habla con un catedrático de Latín muy sabio, el Pare Vila; con un tipo que lleva pajarita y esparce origamis por las repisas de las ventanas y con un genio de las matemáticas que ha fracasado en la integral del amor. Ninguno de estos últimos está implicado en un caso de pederastia.
Israel tiene quince años y es el crítico de cine de A Una, la revista del colegio. Es una revista de diseño religioso: los textos están maquetados como oraciones y parece que haya que santiguarse antes de leerlos. Hay una sección mensual llamada «Desde Cochabamba» en la que se informa de la evolución del colegio que los Jesuitas han abierto recientemente en la ciudad boliviana. A Israel se le enciende de nuevo la lucecita. Y esta vez la conecta con el interlocutor adecuado: Pepe Menéndez. Pepe es el jefe de estudios de BUP y COU y tiene una cualidad tan difícil de encontrar como un buen hombre: la empatía. Pepe es campechano y accesible, escucha a sus alumnos y descifra sus conflictos y sensibilidades. Así que a Israel le basta un segundo para sentir su onda y empezar a flotar.
«De repente, me sentí Bob Geldof y le pregunté si podíamos montar un concierto benéfico por Cochabamba. Le dije que estaría de puta madre, que funcionaría y que yo podía producirlo. Me dijo a todo que sí. Al final cobramos entrada, diría que doscientas pesetillas, y llenamos tres cuartas partes del aforo. No estuvo nada mal. El cartel lo formaban Impresentables y Sector Sur, que eran una banda que tenían hasta saxo y versioneaban a Dire Straits y The Cure. Yo estaba arriba, controlando las luces con el Iborra y fumando canutos con Dani Baraldés, mientras Xavi Baró se daba el filete con Natalia y ponía el suelo perdido de babas. Diría que fue en mayo», recuerda Israel.
Nacho y Begoña, los vecinos que se rescatan a principio de curso, serán los conductores de la gala. Begoña no se olvida de su procedencia. Ha dejado atrás la soledad del inodoro y se ha convertido en una adolescente laureada al conquistar el certamen de poesía de los Juegos Florales del colegio. Sus versos conjugan el desconsuelo adolescente y su amor platónico por Aleix, que todavía tardará año y medio en reparar en su existencia. La cita congrega a alumnos, padres, jesuitas, pederastas y matemáticos; corbatas, mocasines, billeteras que agitan talonarios y cheques que tiemblan como números impares. Al final los acontecimientos se precipitarán como una canción desafortunada de Manu Chao.
«El concierto de Impresentables por Cochabamba resulta clave para entender nuestra disolución. Hay mucho plano-contraplano: Aleix con la boca abierta y las niñas estupefactas; un solo de guitarra de Dani y el crucifijo del INRI; se ven las baquetas del Iborra y las joyas de las viejas. Y se ve a la familia. Aleix se dejó la piel. Cantó el «Great Balls of Fire» con un par de huevos. Sin embargo, al final del concierto su padre le hace un comentario sin malicia, un comentario honesto, en su línea. Le dice que le falla la voz. Que no le llega. Y Aleix se hunde», recuerda Israel.
Alfonso Vergés siempre le dijo lo que pensaba. Y siempre pensó que Aleix era un gran músico y un cantante mediocre. Quizá fue un momento inadecuado. Lo mismo, por una vez, las palabras requerían una película de eufemismos.
Aleix busca la legitimación de un padre al que admira. Es muy temprano y la adolescencia es tempestuosa, y de pronto el comentario declara la confusión de las hormonas y los pentagramas; un disturbio entre la esperanza y el vértigo. Aleix vive dentro de un cuerpo que no deja de alargarse. Se acerca peligrosamente a los dos metros y la sensación de distancia se incrementa. La adolescencia está al borde el colapso, los ríos se estrechan y su caudal se multiplica; las montañas se afilan y los cielos se vuelven tridimensionales. Aleix se derrumba.
Impresentables harán dos conciertos más antes de desaparecer. El siguiente será en la fiesta mayor del colegio Sagrado Corazón de Barcelona. Es un colegio de monjas. Entre las alumnas se cuenta la prima de Israel. Su influencia entre las esclavas de Cristo es fulminante: los hábitos sucumben también a la sonrisa de Sanfeta. Quien no lo hace es Aleix, derrotado por el miedo y la vergüenza, que inaugurará su historial de cancelaciones.
En los ensayos sucesivos al concierto de Cochabamba, Aleix se hunde. La voz se le apaga. Su eco le persigue y le avergüenza, y la música sucumbe al miedo por primera vez. Se convence de que es un farsante. De que está en el grupo porque ha puesto el local de Cerdanyola, de que Dani es mucho mejor y de que él es prescindible. Se siente eclipsado y disminuido. Se cuelga su flamante Stratocaster roja en bandolera y se mira por dentro. Ve a un estafador. Es otro pensamiento que le cruzará la cabeza en los momentos de mayor vulnerabilidad, un conflicto que plasmará en los primeros versos de su primer disco como líder y compositor de Peanut Pie en 1996:
Why are you coming at this place? / What are you watching all around? / What do you think you are going to see? / What do you thing I’m gonna do? / I wouldn’t mind if you stay or you go / You wouldn’t mind If I die or I don’t 9 .
Los primeros versos del disco de Peanut Pie plasman el pánico escénico de Aleix. Un aborto engendrado en la adolescencia que irrumpirá cuando las fuerzas flaqueen y la ilusión no funcione. Una vez se declare el miedo, estará vendido. Entonces empleará la violencia para boicotearse. La desesperación será siempre el preámbulo de las peores carnicerías mentales y, una vez encerrado en el entresuelo del pánico, solo habrá una solución: autodestruirse. La putada es que descubrirá muy pronto que la forma más exquisita e irreparable de autodestrucción consiste en destruir a los que quieres. Entonces llegas al corazón del dolor. Aleix pone a prueba sus límites y los de quienes le rodean. Y como en todo, una vez arranque el viaje, ya no habrá vuelta atrás. Le ha sucedido con sus hermanos, con Hache, con Astrid y con Luis. Y ahora le pasa con Dani Baraldés. Dinamita el ensayo con un puteo arbitrario que crece como un tsunami. Aleix se gira, la ola aumenta y la espuma se lo lleva todo por delante. Surfea en la cresta del desprecio, se recrea. No hay final en la caída, no hay descanso en el ataque. Lleva la situación hasta el límite y Dani le manda a tomar por culo con los ojos arrasados de lágrimas.