Kitabı oku: «Luis Simarro», sayfa 2

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Políticamente, la república fue un fracaso. Vivió sin un día de paz, agitada por la rebelión de los carlistas, la sublevación de Cuba, los movimientos separatistas y los intentos de implantar cantones independientes en diversos lugares de Andalucía y Levante. Hubo, además, fuertes movimientos obreros y los grupos anarquistas adquirieron un peso creciente y un fuerte arraigo entre ciertos sectores sociales. El nuevo régimen duró un año, desde febrero de 1873 al 3 de enero de 1874, fecha en la que el general Pavía dio un golpe de estado con el que puso fin al Gobierno que entonces presidía el cuarto presidente, Emilio Castelar (1832-1899), que había sido precedido en los meses previos por Estanislao Figueras, Francisco Pi y Margall y Nicolás Salmerón, figuras notables y valiosas, pero con un efímero poder.

También en este tiempo se vio el joven Simarro envuelto en las andanzas cantonales que se desarrollaron en Valencia en el verano de 1873, de forma paralela a lo que también ocurriera en Alcoy, en Castellón y en otros lugares, como Cádiz, Sanlúcar o Cartagena. Al final, el general Martínez Campos terminó dominando la insurrección y restableciendo el orden. Simbólicamente, buena parte de las murallas de la ciudad, construidas en el siglo XIV y ya en parte derribadas en 1865, terminaron por desaparecer (Barón, 1994). El cantonalismo dejaba paso, al rendirse, a la construcción de un estado nacional.

De todas esas aventuras juveniles guardó un permanente recuerdo. Todavía en 1914, en algún mitin político, hizo alusión a su presencia en las barricadas de 1869 y de 1873, así como a sus «primeros entusiasmos revolucionarios» (Simarro, 1914b: 1).

Las algaradas y las barricadas no impidieron al joven bachiller, ya estudiante de medicina, reflexionar sobre las cuestiones punzantes del conocimiento y del saber, y pensar en su futuro. Se dedicó con nuevo ahínco a su carrera.

ESTUDIANTE Y CONFERENCIANTE

Medicina era una carrera de seis años, que incluía varias materias de la Facultad de Ciencias, además de las propias de la licenciatura. En Valencia sus estudios se hacían en locales del Hospital General, pues hasta 1885 no tendría un edificio propio (Barona, 1998: 58). La facultad contaba con dos departamentos, uno de Anatomía y otro de Fisiología, y con una serie de museos y dependencias, en los que enseñaban catorce catedráticos y varios auxiliares. Los estudios se podían orientar hacia la clínica médica, la quirúrgica o las enfermedades de la mujer y el niño (Vidal, 2007: 26). Sus medios limitados no impidieron que en sus aulas se introdujeran las nuevas ideas que circulaban por Europa, aunque no sin resistencias. Así, en 1867, el catedrático de Fisiología José Ortalá fue separado de su cátedra por haber defendido en ella públicamente las tesis darwinistas, pero con la llegada de la revolución, la Junta revolucionaria acordó reponerle, prestando así apoyo a las tesis progresistas. Otra notable figura de aquel tiempo es Peregrín Casanova (1849-1919), catedrático de Anatomía entre 1875 y 1919; su obra representó un importante impulso a favor de las tesis del monismo evolutivo de Ernst Haeckel, famoso profesor de la Universidad de Jena, defensor del evolucionismo, con quien el valenciano mantuvo una buena relación epistolar. Además, sostenía la relevancia singular de la química biológica, que era para él «el verdadero ligamento… de lo inorgánico y de lo orgánico», pues en los procesos químicos veía la base de los actos y funciones biológicos (Casanova, 1877: 7). Algunas de estas ideas iban a dejar su huella en los primeros trabajos de Simarro.

Entre las figuras influyentes de la docencia de aquella Facultad se cuenta José Monserrat y Riutort (1814-1881), que promovió los estudios de química y análisis químico médico, y sobre todo, Juan Bautista Peset y Vidal (1821-1885), gran clínico práctico, que además impulsó la creación del Instituto Médico Valenciano, fundado en 1841, y el desarrollo y la mejora de la Facultad, donde promovió los estudios clínicos, la psiquiatría y la historiografía médica (López Piñero et al., 1983).

Peset poseía una mentalidad anatomo-clínica. Con un sentido claramente positivista, buscaba los signos físicos de la lesión que afectaba a la organización anatómica del paciente y generaba el trastorno patológico; llegado el caso, la autopsia post mortem habría de confirmar la corrección del juicio médico.

De esta suerte, Simarro pudo encontrar en la Facultad valenciana algunas de las ideas que iban a marcar luego su desarrollo intelectual: el positivismo científico y metodológico, y el evolucionismo biológico.

Aquel tiempo en torno a la Primera República fue, intelectualmente, una época de gran fermentación intelectual. El país, que había sufrido un grave desajuste cultural respecto del entorno europeo en los años del absolutismo de Fernando VII y había tenido solo un principio de apertura con el reinado de Isabel II, iba a alcanzar la libertad social y política en los tiempos revolucionarios. Los nuevos aires encontraron cabezas bien dispuestas –lo que alguna vez se ha llamado la «generación de sabios»– que vivían los días de su primera juventud. Eran las gentes nacidas en torno a 1840 y 1850, que entraban en el mundo histórico respirando el aire libre del republicanismo de 1873.

En este nuevo clima de ideas, habían por fin hallado medio de entrar en nuestra sociedad las doctrinas positivistas. Basadas en la creación filosófica del pensador francés Augusto Comte (1798-1857), estas ideas habían alcanzado a impregnar la reflexión de científicos y filósofos de la época. Representaban el reconocimiento de la primacía del conocimiento científico sobre las demás formas del saber. Junto a ellas, llegaban también las teorías materialistas, en franca contradicción con el espiritualismo que había venido dominando en España, apoyado en las fuertes creencias religiosas que dominaban en la sociedad; y venían las nuevas ideas del evolucionismo o «transformismo», como entonces se llamó a las doctrinas de Charles Darwin, T. Huxley, E. Haeckel y tantos más. Los nuevos datos sobre la evolución de los organismos habían conmocionado muy recientemente no solo al mundo de la biología y de la antropología, sino también a los de la filosofía y la religión, al establecer una esencial continuidad entre el animal y el hombre, cuestionando la naturaleza espiritual de este último.

En definitiva, se había levantado la veda de ideas y creencias que antes aprisionaban las cabezas de muchos jóvenes curiosos y reflexivos. Lo divino y lo humano estaban al alcance de los espíritus discutidores e inquietos, y por primera vez las dudas y discusiones sobre todos esos temas encontraban un clima de libertad alrededor. Ello no se haría sin resistencia por parte de los partidarios de las antiguas creencias. Pero aquellos que venían de las barricadas revolucionarias difícilmente podían detenerse ante el gesto censor o la reprimenda del profesor de ideas anticuadas. Era un tiempo especialmente idóneo para ir adelante sin ceder a los obstáculos.

Este aire se refleja bien en unos recuerdos juveniles del químico José Rodríguez Carracido (1856-1928), contemporáneo estricto de Simarro y uno de los más relevantes científicos positivos de finales del siglo XIX. Al referirse a su experiencia de estudiante en la Universidad de Santiago, escribe:

La revolución del año 1868 fue un poderoso excitador de la mentalidad española. La violencia del golpe político rompió súbitamente muchas trabas, y los anhelos antes contenidos se lanzaron al examen y discusión de lo humano y lo divino, pasando por encima de todos los respetos tradicionales. En periódicos, folletos y libros se publicaban diariamente las mayores audacias de pensamiento, y en multitud de círculos se disertaba con la más absoluta libertad sobre materias filosóficas y religiosas: no sólo la política, sino también la conciencia se colocaron entonces en período constituyente (Rodríguez Carracido, 1917: 273).

También Santiago Ramón y Cajal experimentó, en los días que siguieron a la Revolución, un «peligroso recrudecimiento» de lo que él mismo llamó su «manía razonadora». En sus recuerdos cuenta cómo se dio a leer las obras metafísicas que había en la biblioteca de la Universidad de Zaragoza, para hacerse por entonces un «ferviente y exagerado espiritualista» (Ramon y Cajal, 1923: 121). Y por su lado, para no ser menos, Simarro se declaró a favor del positivismo en una conferencia que fue muy sonada en Valencia y que incluso logró ver publicada de inmediato.

LA CONFERENCIA SOBRE LA CIENCIA DE 1872

Uno de sus primeros trabajos, y de los pocos suyos publicados, es una conferencia sobre la ciencia que acabó viendo la luz en una interesante revista valenciana, el Boletín Revista del Ateneo de Valencia. Tempranamente, en 1872, a sus veintiún años, Simarro dejó plasmadas sus convicciones de científico positivista, a las que ya nunca renunciaría, aunque pudiera matizar en uno u otro punto algunas tesis.

Gracias a esas páginas sabemos algo de lo que ya por entonces pensaba, así como cuáles fueron sus convicciones básicas de partida. Se trata de unas reflexiones sobre «La ciencia», que se apresuró a subtitular como «ensayo de filosofía positiva» (Simarro, 1872).

Allí se queja de que no hay una «filosofía española» que pueda servir de remate a los logros culturales y artísticos que nuestro país ha producido. Frente al pensamiento moderno de empiristas y enciclopedistas, que en el mundo europeo ha hecho adelantar «las ciencias médicas, exactas y naturales», asegura que hubo en nuestro país una política que mantuvo a «España sumida en la más profunda ignorancia y en el más estúpido fanatismo», de modo que

no sólo permanecía estraña al movimiento científico iniciado en Europa; no sólo miraba impasible los titánicos esfuerzos que por la libertad de los hombres y la dignidad de la raza humana hacía un grupo de valerosos patriotas e inmortales pensadores; no sólo dejaba de tomar parte en el himno de admiración y agradecimiento que la humanidad entonaba en honor de los filósofos del siglo XVIII, sino que despreciando los más prácticos y elementales conocimientos, por entregarse a las fútiles y ridículas sutilezas teológicas, proscribía de las universidades las ciencias útiles tan completamente, que D. Diego de Torres descubrió por casualidad existiesen matemáticas, y Blanco White, que estudiaba en Sevilla, supo con admiración que había literatura… (íd.: 75-76).

Y añade: «Imposible es de todo punto hablar de esta era de la historia española sin sentir que la vergüenza sube al rostro y la misantropía se apodera del corazón» (íd.: 76).

En estas pocas palabras, encontramos recogido y sintetizado el espíritu renovador, reformista, que animaba a Simarro y que le llevaba a criticar de modo implacable la historia moderna de nuestro país y su alejamiento de la ciencia moderna y de la filosofía. En su discurso, se anticipaba a la gran polémica sobre «la ciencia española» que se desencadenó en 1876 entre los espíritus críticos sobre la aportación científica española en la Edad Moderna. Gumersindo de Azcárate, Manuel de la Revilla y otros veían frustrada esa posible ciencia por la presión de la Inquisición y la ortodoxia eclesiástica durante la modernidad, mientras surgía la defensa a ultranza de la labor de la Iglesia católica, hecha desde posiciones conservadoras por Gumersindo Laverde y Marcelino Menéndez Pelayo. Simarro, claramente alineado con las posiciones progresistas, echa de menos una ciencia moderna y una filosofía en nuestra historia, por culpa de un potente espíritu inquisitorial que ha impedido la reflexión en libertad. Su crítica, sin embargo, salva muchos nombres que no siempre fueron adecuadamente valorados.

En efecto, en este panorama que siente como desolador, Simarro encuentra algunos nombres españoles a los que rinde tributo de admiración; entre ellos se cuentan los del P. Feijoo, el conde de Aranda, Olavide, Azara, Campomanes, Jovellanos. No obstante, lamenta que todavía haya quien alabe aquella «ominosa época» (íd.: 76). También valora positivamente la Constitución de 1812 y el liberalismo que la hizo posible, pues trajeron libertad y cultura, gracias a figuras como los «Quintanas y Esproncedas (…) los Martínez de la Rosa y Torenos (…), los Argüelles y Galianos…» (íd.: 78). Gracias al liberalismo, dirá, se logró disipar el fanatismo y la ignorancia, y ha mejorado la cultura –como lo prueban los nombres de muchos contemporáneos, artistas y políticos del mundo isabelino: Hartzenbusch, el duque de Rivas, Modesto Lafuente, Campoamor, Pi i Margall, Cánovas, Castelar y muchos más (íd.: 79-80). Hallamos aquí una sorprendente valoración positiva del tiempo inmediatamente anterior, en labios de un joven que participaba de los ideales republicanos y había andado en las barricadas.

Pero sobre todo, se queja de que no haya una auténtica filosofía española. (Era una queja importante, hecha por un joven que creía que la filosofía había de ser la coronación de una cultura fuertemente apoyada en la ciencia y el saber natural). Se ha intentado, dice el conferenciante, traer pensamiento de fuera, recurrir a la importación –tal sería el caso de «Balmes, Sanz del Río, Nieto» (íd.: 105)–, pero ha sido sin éxito. De esta suerte, en el mundo de la filosofía española no hay sino «una confusa mezcla de reminiscencias escolásticas con teorías Yoístas, de eclecticismo francés con ultramontanismo católico y de ininteligibles traducciones alemanas con el racionalismo revolucionario» (íd.: 105). Lo que hay en el fondo, dice con fórmula muy personal y sugestiva, es simplemente «el neo-platonismo y el neo-catolicismo (…) filosofía cristiana y sistema ecléctico…» (íd.: 107), dos sistemas que, en su opinión, ya habrían sido ampliamente superados en el resto de Europa. Filosóficamente, estaríamos viviendo todavía en el pasado.

En efecto, hacía tiempo ya que en Europa vino a suceder a la Ilustración una reacción espiritualista, bajo esas dos formas del «neo-platonismo» y «neocatolicismo», que ahora estarían ocupando la escena española. Considera que ambas son unas «doctrinas místicas, trascendentales e idealistas» (íd.: 108), principalmente francesas, alejadas de la experiencia real, que han dejado «en el vacío a la razón» (íd.: 109). Esta habría sido la obra de Cousin, Jouffroy, Maine de Biran y otros nombres análogos. Pero en Francia, al fin y al cabo, todas estas elucubraciones vinieron a propiciar una reacción que ha traído la vuelta al «antiguo hogar de la filosofía positiva», o sea, que ha forzado al sabio a volver al laboratorio, a los anfiteatros de anatomía y a los gabinetes de física. Gracias a ello, en Europa se ha acertado a rectificar, y con ello ha ido creciendo y avanzando el positivismo.

Para Simarro, el surgimiento de esta doctrina ha dado nueva fuerza a la experiencia y al sentido común. Se vuelve de nuevo a emplear la inducción y la observación, se razona a posteriori, se «proclama la relatividad de todas las teorías, la libertad de todas las ideas y el respeto a todas las opiniones» (íd.: 109). Ahora, además, en vez de fantasear, el filósofo prefiere «ignorar determinados asuntos» (íd.: 110) donde su método no le permite trabajar con evidencias, para no caer en el error. Este es el nuevo espíritu que la Revolución parece haber traído a nuestra patria, donde habría arrancado «de los labios de la ciencia el impío sello que la mano de la reacción colocara» (íd.: 111). Y ahora la razón «vuelve, cual hijo pródigo, por la senda del sentido común al antiguo hogar de la filosofía positiva» (íd.: 109). Este es el mensaje que el conferenciante quiere trasmitir a sus oyentes: la buena nueva del positivismo y la recuperación del espíritu positivo.

Simarro cree que este cambio no es una pura variación en el campo de las ideas, sino que es la llegada de un nuevo modo de pensar, del que se ha de beneficiar la sociedad y en general la vida española. Esta nueva manera de ver las cosas, esta nueva mentalidad, es lo que nuestra sociedad necesita, y es justamente lo que aún nos falta consolidar. Simarro recuerda las obras de los autores alemanes, como Virchow, Moleschott, Vogt, Büchner –todos ellos autores fuertemente materialistas–, y las de los pensadores franceses de la nueva escuela positivista –Littré, Comte, Fleury o Leuret–, al tiempo que critica las de nuestros pensadores místicos y espiritualistas. Estos últimos, añade con fraseología romántica, «caerán en el ridículo de los perros que ladran a la Luna si tratan de oponerse a la majestuosa marcha de la humanidad que recorre impasible la órbita de su destino» (íd.: 108).

La nueva filosofía, el positivismo científico, representa una nueva manera de ver las cosas. Es una manera de pensar que nuestra sociedad necesita implantar para estar a la altura de los tiempos. El joven intelectual valenciano, en los días inquietos de la república, se siente obligado a realizar esta labor de apostolado del pensamiento científico. La nueva mentalidad nos obliga a atenernos a la experiencia sensible y concreta, que se muestra a través de un mundo de fenómenos, por debajo del cual no sabemos, ni podemos saber, lo que hay. Se ponen en cuestión las supuestas bases metafísicas de la experiencia y se toma la ciencia como saber seguro y fundamental.

Dice el joven apóstol del positivismo:

El positivismo surge armado como Minerva del cerebro de la civilización moderna (…) brilla en sus ojos el entusiasmo de la ciencia, y en los severos contornos de sus labios parece leerse la inmortal frase de Sócrates: «sólo sé que nada sé» (íd.: 109).

Recogía así la tesis de uno de los grandes promotores de la nueva visión del mundo científico-positivo, Herbert Spencer, quien como es bien sabido, consideró como «incognoscible» el supuesto fundamento metafísico de todo lo real, algo que tal vez pensamos, pero que no podemos probar ni llegamos a alcanzar a través de nuestros sentidos (Gaup, 1930). También en Alemania otro científico famoso, Emil DuBois-Reyrnond (1818-1896), iba a afirmar casi por los mismos días que Simarro –en 1872, también– que la ciencia debía ceñirse al estudio de los fenómenos, y que, frente a todo lo que esté más allá de estos últimos, sea o no su soporte o fundamento, solo cabía decir tres palabras: «Ignoramus et ignorabimus» –o sea, que ignoramos y que habremos de seguir ignorando en el futuro–. Estas palabras de su Ueber die Grenzen des Naturerkennens (1872) se convertirían en lema del agnosticismo metafísico moderno, ampliamente aceptado por científicos e intelectuales de la época. Ahí estaba situado el joven estudiante de medicina de Valencia, y esas eran las ideas que quería ver implantarse en su país.

En esta conferencia juvenil parece que su autor había hecho suya esa mentalidad positiva que Comte y Spencer habían conseguido imponer en el mundo de la ciencia, y desde este, en el de la filosofía. De acuerdo con esos nuevos principios, él también iba a mantener que hay que «ignorar determinados asuntos», para no caer en el error de querer ir más allá de los límites que alcanzan a la experiencia y la razón. También para él los ideales intelectuales del investigador moderno se habían de centrar en el laboratorio, el gabinete experimental y el anfiteatro anatómico.

A través de estas páginas vemos que su joven autor se sitúa personalmente, dentro de este debate, a favor claramente del nuevo espíritu de los tiempos. Estará, desde entonces y en el porvenir, a favor del positivismo y del evolucionismo o «transformismo», como acabamos de ver. La declaración de principios en que la conferencia consiste la irá revalidando en sucesivas ocasiones a lo largo de su vida. Procurará atenerse a los hechos, especialmente a los hechos concretos y positivos captados mediante la observación y puestos en relación mediante la experimentación; será además partidario de una concepción causal determinista, que asuma la evolución y la complejidad creciente de la vida orgánica, regida por los valores de la utilidad y la adaptación. El relativismo de las ideas irá unido en su espíritu al reconocimiento y la defensa de la libertad personal, y todo ello le enfrentará enérgicamente a cualquier dogmatismo y fundamentalismo religioso, político y social.

El texto de aquella conferencia no llega mucho más lejos intelectualmente, pero como gesto público es una obra que da expresión a una fuerte crítica hacia las presiones censoras de la libertad de pensamiento que Iglesia y Estado impusieron en los siglos de la modernidad, y representa también una enérgica defensa de la acción social del intelectual, llamado a criticar los errores y presiones. Es una llamada a favor del pensamiento moderno que se estaba afirmando en aquellos días fuera de nuestras fronteras, así como una enérgica declaración de europeísmo, como vía para transformar la sociedad.

La conferencia trajo sin duda algunas consecuencias desagradables a su autor, por el hecho de mantener las ideas que acabamos de resumir. Muy probablemente, la familiaridad y el aprecio que aquí se descubren hacia estas doctrinas, y sin duda, el gesto público de dar a la imprenta esta proclama positivista, pudieron constituir un factor, tal vez el principal, que determinara su choque académico y personal con uno de los catedráticos más poderosos de la Facultad de Medicina valenciana, hecho que tuvo efectos.

En efecto, el joven Simarro terminó enfrentándose al catedrático de cirugía Enrique Ferrer Viñerta (1830-1891) y, de resultas de este choque, optó por trasladarse a Madrid para terminar sus estudios.

Ferrer era un gran cirujano, que además ocupaba un puesto central en el mundo académico de la Facultad, de la que fue decano muchos años. Tenía prestigio en las aulas y también en la ciudad. Ideológicamente, era un vitalista enfrentado directamente con el mecanicismo propio de las ideas transformistas. En 1872, el mismo año de la conferencia de su alumno, en pleno trasiego de ideas progresistas, ocupó la tribuna del Instituto Médico Valenciano para pronunciar una lección de tema polémico: «La vida es independiente de las leyes de la materia inerte», sin duda una defensa del vitalismo frente a los materialismos. Este mismo curso 1872-1873, el estudiante estaba matriculado como alumno libre y aprobó todas las asignaturas excepto la Clínica quirúrgica, que impartía Ferrer. El profesor vitalista y el alumno evolucionista mantenían posiciones incompatibles entre sí, no solo en lo científico, sino también en lo político. El choque trascendió los límites estrictos del aula universitaria. Simarro suspendió, irremediablemente, la asignatura de Ferrer. Un sentido pragmático le aconsejó cambiarse de facultad para terminar una carrera por la que ya sentía una atracción creciente.

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