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LA MEMORIA DE TESIS

Se trata de un trabajo breve, como lo eran muchas tesis de la época. Ocupa treinta cuartillas escritas a mano, y lleva por título Ensayo de una exposición sistemática de las relaciones materiales entre el organismo y el medio como fundamento de una teoría general de Higiene (Carpintero y García, 2002: 6-12). No tiene bibliografía, ni referencias, ni citas textuales, que son elementos clásicos de toda tesis doctoral. Aquí hay un puro discurso del autor, que piensa y expone sus ideas a propósito de las cuestiones básicas de la biología.

Este trabajo permite dibujar bastante bien el continente ideológico en el que se hallaba situado su autor en los comienzos de su carrera. Puede servirnos muy bien para aproximarnos a su personalidad científica de juventud.

La tesis, muy resumidamente, viene a decir lo siguiente: La higiene es en realidad «la ciencia de las relaciones materiales entre el organismo y el medio en que vive» (cf. Carpintero y García, 2002: 7). Como tal ciencia, busca ordenar y clasificar estas relaciones. Para construir este sistema conceptualmente, convendrá partir de aquella relación que sea elemental y básica.

Pero ¿cuál es el fenómeno prototípico del ser vivo? O sea, ¿cuál es el fenómeno vital más básico? ¿Acaso es un acto que relacione a un organismo simple con su medio específico? No, dirá este joven doctorando: el fenómeno más sencillo es la fermentación, y también el conjunto de relaciones que tienen lugar entre organismo y medio a través de la «piel» (en suma, unas relaciones en las que no interviene el sistema nervioso, ni conecta el organismo con su medio específico o milieu, sino la relación que existe entre un cuerpo material y el entorno físico que le rodea, por el hecho de estar ocupando una parte de ese medio).

Asume Simarro, en efecto, que los organismos actúan sobre su medio, recibiendo elementos y retornando otros, con una actividad que produce cambios; a la vez, el medio también influye sobre el organismo y modula las apariencias con que este se muestra.

Todas esas interacciones están regidas por la ley de conservación de la energía, pero a la hora de clasificarlas, vendrían a agruparse en dos grandes tipos: bien las que suponen intercambio de materia, como es el caso de las relaciones de alimentación y respiración, o bien aquellas otras en las que lo cambiado es solo energía, movimiento, dinamismo en suma. A la vista de lo cual, se vuelve a preguntar: ¿qué fenómeno podría ser considerado como prototipo?

La respuesta que aquí se nos ofrece es doble. Primero, como ya se ha dicho, el autor propone que consideremos como fenómeno base la «fermentación», tomando la célula como unidad para estudiar. En un segundo momento, propone otro modelo, que estaría referido a la piel y su actividad. Veamos.

Sabemos hoy que la vida es la actividad de un organismo que opera sobre su entorno mientras él mismo se mantiene estable. Es, como ya viera Claude Bernard, una actividad que ajusta el organismo al medio mediante una interacción entre ambos, haciendo posible la situación homeostática del primero. El organismo se automantiene estabilizado, al tiempo que descompone, sintetiza, integra o modifica el medio que halla en su derredor. A este propósito Simarro recuerda que, en frase de Helmholtz, los organismos animales trabajan generalmente reduciendo, oxidando (íd., 2002: 9). Y esto sin duda hace que piense en los procesos de «fermentación» como un caso prototípico.

Tratemos de aclarar lo que esto significa. El Diccionario de la Real Academia Española dice que, al fermentar, tiene lugar un proceso químico «por la acción de un fermento que aparece íntegramente al final de la serie de reacciones químicas sin haberse modificado». Si bien la mayoría de los organismos transforman la materia de su entorno mediante la oxidación gracias a la respiración, hay no obstante algunos que no operan con oxígeno, sino que lo hacen mediante otros procedimientos químicos, mediante fermentaciones, como ocurre en el caso de las levaduras o los champiñones. En este último caso, el fermento no varía, pero en cambio sí lo hacen las sustancias que fermentan. En cualquiera de los casos, hay un cambio o descomposición en el entorno del organismo, al tiempo que se mantiene este estabilizado. Por eso probablemente vio Simarro en ese proceso de fermentación la esencia misma de la actividad vital orgánica –cambio por un lado, permanencia por el otro.

Pero su reflexión teórica va más allá. Y es que considera que hay otro protofenómeno que también parece condensar y sintetizar todas las interacciones vitales mencionadas. Es precisamente lo que sucede en el caso de la «piel», el tegumento que envuelve al organismo y que mantiene una actividad básica con el entorno. En efecto, por un lado, realiza funciones materiales, como son las propias de la alimentación (absorción y excreción); por ejemplo, la piel absorbe grasas, pomadas, etc., y excreta sudor. También cumple otras propias de la respiración (en efecto, transpira, y la destrucción de esta función, por ejemplo como resultado de grandes quemaduras, acarrea la muerte del organismo). Por otro lado, también presenta relaciones puramente dinámicas, puesto que recibe y transmite estímulos, movimientos, radiaciones, es decir, procesos energéticos. De este modo resultaría que, en definitiva, en la piel hallaríamos reunidos y ejemplificados tanto los fenómenos de relación material como los de relación dinámica que forman la trama vital que se establece entre un organismo y su medio. De ahí que en esta tesis se la venga a considerar como prototipo de todas las interacciones vitales. Y por ello termina diciendo su autor:

… considerando que la piel o tegumento esterno que separa el organismo del medio debe ser necesariamente el intermedio (de) sus mutuas relaciones, podrá decirse sin que parezca paradoja que la Higiene o ciencia de las relaciones del organismo y el medio es simplemente la ciencia de las funciones de la piel y sus anejos (cf. Carpintero y García, 2002: 12).

Hasta aquí el núcleo argumental del trabajo. Convendrá, no obstante, que, para lograr una comprensión más cabal de lo que allí se nos dice, situemos estos pensamientos dentro del contexto intelectual en que se pensaron.

SU CONTEXTO INTELECTUAL

Consideremos primero, para iluminar el tema escogido por el autor para su trabajo, la nueva relevancia de la higiene en aquellos días. Ya hemos visto antes que, en relación con esta disciplina, se estaban planteando entonces problemas muy profundos de teoría biológica y de modelo médico. Un hecho muy preciso hizo que se produjera el cambio. Durante la primera mitad del siglo XIX, el hallazgo de los microbios vino a replantear la concepción médica de la enfermedad, así como la de la naturaleza de la acción terapéutica. Aquel hallazgo también había venido a poner en primer plano la importancia tremenda de la infección, el contagio y la esterilización, así como la necesidad de implantar una política de prevención y limpieza que evitara los desarrollos de las epidemias, así como los procesos de la infección quirúrgica y hospitalaria.

Una serie de investigadores fueron sentando las bases de la nueva concepción, estableciendo morfologías y taxonomías de estas entidades patógenas, pero, como dice Laín Entralgo,

la enorme importancia potencial de esos estudios no comenzará hasta que L. Pasteur y R. Koch demuestren la esencial relación de tantos y tantos de esos microbios con las enfermedades humanas, y E. Klebs, con evidente exageración doctrinaria, establezca los principios de una patología general de carácter microbiológico (Laín, 1988: 86).

Esos jalones vinieron a marcar el comienzo de la mentalidad etiopatológica, y con ello una nueva manera de ver la enfermedad y la curación.

(Nótese que la obra fundamental de Pasteur, su Théorie des germes et ses applications à la médecine et à la chirurgie, es de 1878-1880; la de Koch, sobre la especificidad de las enfermedades infecciosas, es de 1882, año en el que da a conocer su descubrimiento del bacilo de la tuberculosis, y la Allgemeine Pathologie de Klebs es de 1887: estas fechas nos ayudan a valorar el carácter novedoso y «moderno» que tenían las páginas de Simarro, de 1875).

Pero aquí, en la idea de higiene, se da a mi juicio un paso más. Pues, generalizando esos procesos patológicos que surgen del contacto del organismo con su medio, se va a considerar la teoría higienista como una concepción directamente centrada en el estudio de la relación organismo-medio. Al hacerlo, este campo nuevo de la ciencia médica, la higiene, se convierte en una parte sustancial del problema teórico más general que es el estudio del ser vivo y su relación con el medio, o sea, que se plantea el tema como núcleo básico de la misma biología.

ORGANISMO Y MEDIO

Estas ideas, por lo pronto, tienen una fuerte base positivista. Esto no se puede olvidar. En efecto, esa preocupación por centrar el estudio biológico en el tema de las relaciones del organismo y el medio había sido ya una tesis básica de la filosofía positivista de Augusto Comte (1798-1857), de la que Simarro, como ya hemos visto, se había declarado públicamente partidario en su conferencia juvenil valenciana que ya hemos examinado. En este positivismo se halla, sin duda, una de las bases sobre la que se apoyaban las elucubraciones del doctorando.

Recuérdese que, para Comte, la filosofía debía ser una simple reflexión sobre la ciencia, y que esta era el instrumento adecuado para conocer la realidad que se nos muestra a través de los sentidos. El hombre solo percibe fenómenos, y ha de tratar de relacionarlos entre sí, intentando descubrir aquellas relaciones que son estables y repetidas, y buscando luego formular dichas relaciones mediante enunciados que tienen ya el carácter de leyes, tarea en la que consiste fundamentalmente la ciencia positiva.

Al ordenar el mundo de la ciencia, clasificó los saberes según los distintos niveles de complejidad que presentaban los fenómenos estudiados. En uno ya muy elevado situó la biología, la ciencia de los fenómenos biológicos. Consideraba que estos se refieren a actos de naturaleza física y química, pues los organismos son seres materiales y su materia prima la ponen las células, cuya actividad es físico-química. Sus actos serán pues de naturaleza física y química, pero, no obstante, lo más característico es que se trata de actos que tienen lugar en la interacción del organismo con su medio. En su Curso de filosofía positiva, la gran construcción intelectual que su autor publicó entre 1830 y 1842, al referirse a una definición suficiente del fenómeno de la vida, dice que, de acuerdo con el zoólogo y anatomista Henri de Blainville, se puede caracterizar «ese gran fenómeno por el doble movimiento intestino, a la vez general y continuo, de composición y de descomposición, que constituye en efecto su verdadera naturaleza universal». Y agrega que solo habría que añadir algo que en esa fórmula él echa de menos, a saber, «una indicación más directa y más explícita de estas dos condiciones fundamentales correlativas, necesariamente inseparables del ser vivo, un organismo determinado y un medio conveniente» (Comte, 1908, III: 155).

La reflexión de Comte abría todo un campo de investigación y discusión. Los fenómenos biológicos, que forman la vida, ¿no son más que procesos de tipo físico-químico? ¿O es la vida algo más, irreductible a los intercambios químicos de la materia y la energía, algo que tiene una singularidad propia? En otras palabras, ¿era posible una ciencia de la vida puramente materialista? ¿O había que admitir algo nuevo, superior a toda la materia físico-química, que sería lo específicamente «vital»?

Probablemente el lector recordará que este y no otro debió de ser, en última instancia, el fondo del enfrentamiento que surgió en Valencia entre el joven Simarro, estudiante revolucionario, positivista y evolucionista, y el catedrático Ferrer, riguroso y firme partidario del vitalismo innovador y teórico opuesto a todos los materialismos. El tema de la tesis, pues, parece que era un eje central en la ideología de su autor, y así se entiende que lo escogiera para su trabajo.

Por supuesto, aquí se abría todo un campo de investigación y discusión. Parecería que estamos ante una disyunción filosófica entre materia y espíritu, entre materialismo y espiritualismo, entre fisicalismo y vitalismo. Y, sin embargo, no es así, y la tesis desde luego no lo plantea. Y no lo es porque, de acuerdo con el positivismo, el científico no se ha de ocupar ni ha de tratar con «esencias», ni sustancias, ni entidades metafísicas; el científico no tiene que enredarse en metafísicas ya superadas, a juicio del positivismo. Solo analiza y estudia fenómenos más o menos complejos, sometidos a unas u otras leyes específicas. El problema, por tanto, no puede ser «metafísico». Lo que aquí está en cuestión no es la «esencia de la vida», sino el conjunto y tipo de funciones, y por lo tanto de leyes, con que cabe describir esas relaciones organismo-medio que importan a la nueva ciencia. ¿Pero de qué funciones puede tratarse? Aquí entra en juego el segundo pilar sobre el que se venía apoyando la doctrina de Simarro: la teoría evolucionista.

EL EVOLUCIONISMO

Para la ciencia natural de finales del siglo XIX no cabía ya pensar en una generación espontánea de los organismos. Louis Pasteur (1822-1895) demostró convincentemente que la aparición de organismos vivos en cultivos preparados en el laboratorio para su estudio se debía simplemente a la existencia de gérmenes que se hallan circulando libremente por nuestro entorno y se depositan de modo imperceptible en las preparaciones mencionadas. Lo formuló luego Rudolf Virchow (1821-1902) con toda claridad: «toda célula procede de otra célula (omnis cellula, e cellula)», por tanto, no hay creación espontánea de la vida. Por otro lado, los científicos positivos generalmente fueron admitiendo la teoría de la evolución. Y ello significaba que en la naturaleza había un movimiento por el cual, a partir de una situación previa de homogeneidad, se iba diversificando y generando lo heterogéneo, apareciendo formas de vida cada vez más complejas. Es lo que afirmó Herbert Spencer (1820-1903): había que entender la evolución como el proceso que lleva de lo simple a lo complejo, de lo homogéneo a lo heterogéneo.

Aquí se ve la importancia que tenía el establecer la función básica y determinante de los seres vivos, cuestión a la que la tesis trataba de contestar, aunque de un modo más bien encubierto y disimulado.

Por una parte, había pensadores vitalistas que creían que la evolución no era posible sin la aparición de elementos nuevos, irreductibles a la naturaleza físico-química, que serían los causantes de la complejidad mediante un proceso misterioso de creación de novedades. Para los materialistas, en cambio, bastaría con que la evolución asegurase la aparición de variaciones en la materia de las que surgiera la heterogeneidad. Bajo esta tensión científica, seguía latiendo otra más honda que separaba, enfrentándolos, a materialistas y creacionistas. Y esto es lo que daba su tensión y peligro a la discusión sobre la evolución, especialmente en el seno de una sociedad como la española, que estaba conformada por unas creencias religiosas de siglos, que el catolicismo había mantenido y defendido contra viento y marea frente a las sucesivas amenazas de heterodoxia.

La tesis de Simarro se inscribe en este espacio temático, pero lo hace dándole una expresión difuminada y vaga, que lo convierte en algo aparentemente inocuo, aceptable, no agresivo y compatible con los hábitos intelectuales de un mundo conservador. Parece que se trata de higiene, aunque en el fondo de lo que se trata es de cómo son y operan los seres vivos, y de cuáles son sus funciones básicas, esto es, aquella vida básica de la que el resto habrá ido derivando por evolución.

Ya hemos visto que su respuesta es doble. Primero, dice, podríamos considerar como tal la fermentación. Luego hace una segunda propuesta: la piel. ¿Cómo podemos entender esas respuestas?

Para empezar, examinemos qué papel juega aquí la fermentación.

La fermentación tenía en este tiempo una importancia extraordinaria. Señalemos, por ejemplo, que para Wilhelm Wundt, en sus Elementos de fisiología humana (Wundt, 1865-1882), los «fermentos» son ciertos cuerpos que tienen una singular propiedad: hacen que las sustancias con las que entran en contacto se descompongan, pero ellos, en cambio, no se modifican; incluso cabe que aumenten de volumen porque formen «elementos semejantes a los suyos». Con un concepto de esta índole cabe pensar que este proceso de la fermentación coincide punto por punto con la vida de las células y sus procesos metabólicos.

En efecto, ¿qué hace la célula? La célula toma materias o nutrientes del entorno, los descompone, fabrica estructuras semejantes a las que ella posee y elimina los elementos de deshecho que le resultan inútiles. Pero, lo que interesa aquí es que al cabo de todo ese proceso, el organismo, la célula, consigue permanecer y conservarse de modo estable mientras cambia su entorno. Por eso llega a decir Wundt que todo este proceso «nos permite ya considerar a la célula como un fermento y su actividad como una fermentación» (Wundt, 1882: 85). De manera que la idea de Simarro de la vida como fermentación ya la encontramos claramente preludiada en la obra fisiológica de Wundt, que había aparecido en 1864 y que, además, fue traducida al español en 1882 (Wundt, 1882).

Eran muchos los que veían estas cosas de un modo semejante. La vida, decía Comte, es un doble movimiento de composición y descomposición (Comte, 1908, III: 155); incluso alguno llegó a decir, siguiendo con estas imágenes, que «la vida es una putrefacción» (Mitscherlich), dado que este proceso produce una combustión (Béaunis, 1885, I: 345).

Henri Béaunis, en su tratado de fisiología de 1885, presenta un cuadro bastante completo del tema. La vida celular consiste en movimiento y los fenómenos fisiológicos no son sino movimiento, y ese movimiento interrelaciona al organismo con el medio (Béaunis, 1885, I: 45). El medio envía materiales a la célula; esta los metaboliza y transforma; al cabo, el organismo retorna al medio, mediante una repuesta suya, la energía con que fue excitado. El organismo se automantiene de modo estable, como organización homeostática, mientras que su entorno cambia. De acuerdo con el modelo que acabamos de ver, vivir sería un caso máximo de «fermentación» –permanencia del organismo y cambio en su alrededor–. Por ello el estudio de esta equivaldría a estudiar el prototipo de la vida, tanto del hombre como de los animales, dada la esencial comunidad de todos ellos basada en una evolución común (Béaunis, 1885, I: 47).

Para terminar de redondear el tema, mencionemos aquí una idea del propio Herbert Spencer. Este, puesto a hablar de las formas más simples de la vida, también llegó a identificarlas con la actividad de levaduras y ciertos hongos. Dice Spencer:

… la vida más baja se encuentra en los medios de una simplicidad singular (…) Entre las clasificadas en el reino vegetal, se pueden citar la levadura y el hongo llamado protococus nivalis. Entre aquellas a que se atribuye naturaleza animal, pueden tomarse como ejemplificaciones la gregarina y la hydatida (Spencer, s. a. II

Así que también Spencer equiparaba la vida de la célula con la acción de un fermento, y ello indica a las claras que la teoría defendida por Simarro en la tesis se ajustaba al núcleo mismo de la discusión sobre la concepción del ser vivo y de la biología que mantenían las mentes de positivistas y evolucionistas. Estas coincidencias de Simarro con Wundt y con Spencer que aquí señalamos muestran el verdadero contexto intelectual del trabajo, sus raíces científicas y los modelos teóricos a los que respondía –por cierto, sin citarlos explícitamente en sus páginas.

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