Kitabı oku: «Detective Malasuerte», sayfa 2

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El llamado a la aventura

Se volvió a repetir lo de cada año, pero con ciertos detalles diferentes. Me estuvieron azotando como a una mula. Antes no era así. Ahora parecía que lo hacían con saña. Además, hacía un calor de los mil demonios. Nadie me fue a ayudar. Ningún Simón llegó.

–¡Tomás, qué feo estás! —me gritaba doña Socorro—. ¡Malasuerte!

Estaba a punto de desmayarme del calor y del sufrimiento. Creen que no me fijé quién se burlaba. Grabé sus caras en mi memoria. Con todo y nombres. Les quería pedir que se burlaran de mí más tarde. Bola de ignorantes. Esa gente no respeta ni lo más sagrado.

Llegué al cerro, finqué la cruz y me trepé. Otras tres horas en el solazo y al final ni las gracias. Ninguna María Magdalena me esperaba abajo. Sólo mi madre con mi pantalón y mi camisa. Regresamos a nuestro jacal para alistarnos para la procesión. No alcancé a bañarme. Nomás me puse mi camisa amarilla con motivos de palmeras.

Las señoras caminaban con sus velos, dándose golpes en el pecho. Unos metros adelante alcancé a ver a la hija de don Agustín. Sola. Como siempre. Fui tras ella. Me puse a su lado:

–Hola, Pollita.

Dijo que yo apestaba y se alejó. Era verdad que algo olía mal ahí. Me llegó el olor. Me dio vergüenza. De todos modos, si yo olía así era por haber cargado esa cruz todo el santo día. Me entraba sentimiento que me dijeran apestoso. Siempre he sido limpio.

Me separé de la procesión y fui a la cantina por una cerveza. Le invité una a un forastero. El forastero estaba sentado solo y con cara de pocos amigos. Sabía lo que se sentía eso. Nunca lo había visto en el pueblo, esperaba que me hablara sin ningún problema. Le dije que era sobrino del famoso Gitano, que lo podía recomendar porque solicitaba asesinos. Le dije que don Agustín Zamora tenía a don Germán secuestrado porque no le quería vender sus terrenos. Le dije que eso todo mundo lo sabía. Le dije también que me encontraba vendiendo mi caja de herramienta marca Craftsman que estaba como nueva y que incluía rotomartillo, llave perica, llave inglesa, llave Stillson, pinzas de electricista, matraca, extensión mediana, gigante y dados de media, siete-dieciséis, nueve-dieciséis, cinco octavos, once-dieciséis, tres cuartos y trece-dieciséis. Él seguía callado y con cara de pocos amigos. Esto me puso muy nervioso. Le ofrecí un cigarro pero no quiso. Saqué uno para mí. Estuvimos un rato callados. El forastero se terminó la cerveza y se fue. Ni las gracias me dio. Fue derecho para con el hijo de don Agustín, que estaba en la calle. Luego me enteré: el forastero era el propietario de la casa donde tenían a don Germán. Salí corriendo de la cantina.

Nada, ni el nuevo lío en el que me hallaba metido me preocupaba tanto como el recuerdo de mi linda pollita llamándome apestoso. Llegué a nuestro jacal. Mi papá se encontraba atascándose de tamales en la mesa de la cocina. Mi madre estaba triste. El padrecito no le permitió vender sus tamales. La abracé.

–No agradecen, mamá.

–Dios sí agradece, hijo.

Había tenido suficiente. Suficiente de insultos. Ahora sí van a tener su mala suerte, pensé. Me empiné mi café de talega, agarré mi navaja y salí a la calle. La calle del mercado se encontraba mojadita por la brisa de la noche. Clarito brillaba debajo de una lunota grande, como de plato de porcelana, al mero encima del quiosco. Esa lunota que siempre se pone los Viernes Santos. Caminaba volteando para todos lados. Sabía que el hijo de don Agustín y sus primos me buscaban.

Actuaba por instinto, ni siquiera tenía claro lo que pretendía hacer al llegar a la casa de mi linda pollita. Según yo, con aquella inocencia que me caracterizaba en aquel entonces, entraría a su cuarto y le daría un besote. Ya habían sido demasiadas humillaciones. Nos vamos a casar, pensé.

Las doce. Me detuve una cuadra antes. Había gente platicando junto al zaguán de don Agustín. Me asomé desde la barbería de don Simón, cerrada a esas horas de la noche. El caserón de don Agustín estaba en la esquina contraria y contaba con una barda de dos metros de alto, cubierta de trepadora. Crucé la calle bajo el cobijo de las sombras y me brinqué la barda sin problemas. Aterricé en el patio y rápido me escondí en el rincón más oscuro. Caminé por un costado del caserón hasta poder ver a los tipejos parados cerca del zaguán. Los reconocí. Uno era el forastero. El otro era mi tío, el Gitano. Estaba seguro de que el forastero le contó que le quise vender la caja de herramienta. Don Agustín salió de su hogar. Se unió a los otros dos.

–Le daremos piso a ese hijo de la chingada —anunció.

El hijo de la chingada era yo. No cabía duda. Me entró miedo. Pronto le iba a poner remedio a esa persecución. Era hora de hacerse parte de la familia Zamora. Dios sabía que lo intenté por las buenas. Además, todo se estaba dando. Dios se encontraba de mi lado esa noche. Don Agustín dejó la puerta entreabierta. Corrí hacia dentro del caserón. La sala se encontraba desierta. Sabía que el hijo de don Agustín andaba en la calle buscando problemas conmigo. Las mujeres ya debían estar dormidas. El equipo de sonido seguía escupiendo “La ley del monte” a todo volumen. ¿Para qué andar silencioso? Subí las escaleras sin tanto sigilo. En la planta alta no podía buscar a mi linda pollita de cuarto en cuarto. No quería abrir una puerta y encontrarme con mi futura suegra en pelotas. Intenté guiarme por el tamaño de cada habitación. La pieza más grande debía de ser la de don Agustín. Escuché el rechinido de los resortes en un colchón, el rechinido de unas bisagras oxidadas y luego pasos que se acercaban a mí. Bajé corriendo y me metí debajo de la escalera. A los pocos segundos bajó también la señora de la casa. Iba al baño.

En el pueblo las letrinas las tenemos afuera. Mi mamá tenía una bacinica debajo de su cama y orinaba ahí pero hay gente que prefiere salir.

Me armé de valor. Lo mejor sería volver a subir y abrir cada cuarto. Según mis cálculos no quedaba nadie más que Sandy en el segundo piso. Subí corriendo de nuevo. La primera pieza se encontraba con la puerta abierta. Supuse que era la de los señores. Abrí la puerta de la siguiente habitación. Vi un bonito rifle Remington contra la pared, una repisa con una colección de tejanas y varios pares de botas vaqueras en el piso. El cuarto del Júnior, pensé. La habitación que quedaba debía ser la de mi linda pollita. Saqué mi navaja, limpié el sudor de mi mano en el pantalón, giré la perilla y abrí la puerta.

–¿Qué pasa? —dijo Sandy, aún sin percatarse de quien era el hombre que entraba a su cuarto.

La música seguía sonando fuerte en la sala. Sin decir agua va cerré la puerta con el pie y pegué un salto desde la entrada hasta la cama, cayendo encima de mi linda pollita, con una mano sobre su boca y la otra apoyando mi navaja contra su vientre. Me pareció raro lo que usaba para dormir: un vestido muy grueso, como hábito de monja, a pesar del calorón que hacía. Le pregunté qué tal olía. Intentó gritar y la callé con mis labios. Le sabían a ciruela. Estuve a punto de despegarme de ella cuando su boca se abrió para mí. Sentí sus brazos recorriéndome la espalda. En su cara: una mirada esperanzadora. Como si le estuviese haciendo un favor. ¡Yo! Me encontraba en las nubes. Aquello se parecía mucho a mis sueños húmedos. Su disposición era absoluta. Con la navaja le corté el ridículo hábito de monja que usaba como piyama. Un olor agrio se filtró por no sé dónde. No le di importancia. Le besé el cuello. Bajó el volumen de la música en la planta baja. Se escucharon voces. Provenían de la sala. Distinguí la voz de don Agustín. Entró al caserón junto con mi tío el Gitano y el forastero. Me estuve quieto un rato. Sentía la respiración agitada de Sandy bajo mi pecho. Escuché cerrarse una puerta en la planta alta. Supuse que se trataba de la señora. Don Agustín seguía platicando abajo. Decidí tomarme mi tiempo. Irme con más calma. Con mucho cuidado le hice una abertura vertical al vestido por la parte del pecho. La besé en esa parte. Me emocioné, sacudí a Sandy y ésta soltó un gemido. Agarré su nuca y la hice como quise. Me percaté de algo más que ocurría en aquel cuarto. Algo espantoso que surgió de la nada, justo en el momento en que me distraje. Era monstruoso… ¡El hedor!

Cómo me quejaría de algo así si soy hombre. He estado en los lugares más putrefactos sin quejarme. En nada me afectó el estar en pantanos llenos de animales muertos; trabajé de matancero en un rastro; era bueno para cazar tejones; en la vulcanizadora dormía lleno de cucarachas. No me dan asco. Aquello era diferente. Aquello era una marmota descompuesta sobre un charco de drenaje, aderezada con una mezcla de vómito, orines y excremento. Peor que eso.

Volteé para todos lados, tratando de identificar la procedencia de esa peste. Entonces la ubiqué. Era ella. Me aparté. Pregunté qué era esa fetidez nauseabunda.

–No te vayas —dijo, desesperada y jalándome hacia ella con sus manos todavía en mi espalda— Estoy enferma, padezco insuficiencia renal.

Sentí mareos y náuseas.

–Eso no es insuficiencia renal —exclamé—, ése es el olor del infierno.

Mi linda pollita rompió en llanto. Dijo que nunca nadie la iba a querer. Me liberé de sus brazos.

–Mejor me voy —dije.

–Si te vas, grito.

No había consumado el acto. Todo había quedado en intento. Si me llegaban a sorprender, habiendo descubierto el peor secreto de la familia, seguro me cortarían en pedazos con una motosierra. Recapacité. Volví a apreciar la chulada de mujer que tenía enfrente, a pesar de su pestilencia. Me sentí querido y afortunado. Me envalentoné, tomé aire lejos de ella y regresé abrazándola, como quien se sumerge en un pantano. Su hábito de monja venía reforzado con un cinturón de tela a la altura de su cintura. Lo corté y me introduje en ella. Bajo mi cintura concentré mi pasión. El movimiento de mi pelvis extraía un manantial de fetidez inacabable. Algo en mí me hizo asimilarlo. Ahora todo era goce. Comencé a respirar con regularidad. Me restablecí. Agarré mi ritmo. Ella se acopló a mí. Nos amamos.

Mientras tanto, la peste, desatada, conquistaba nuevos territorios. El hedor cruzó a través del bastidor de la puerta hacia el pasillo de la planta alta. Ahí se esparció. Bajó las escaleras y llegó a la sala. La pestilencia estaba en todas partes, asesinando plantas de sombra y de sol, marchitando flores, haciendo a los perros ladrar y a las ratas chillar.

–¿Qué es eso que huele, vieja? —dijo don Agustín.

Se escuchó un portazo. Venía de abajo, de la puerta de la entrada. Al parecer, don Agustín había despedido a sus amigos, quienes hicieron arcadas y vaciaron el contenido de sus estómagos al salir. Escuché pasos en la escalera. Brinqué hacia la puerta. Le puse seguro.

–¿Eres tú, hija? —expresó don Agustín, como quien habla a través de un paño usado como filtro de respiración.

Tomé mi pantalón y mi camisa y me metí bajo la cama. Sandy se agachó. Su hermosa cara se le puso roja porque colgaba de la cama. Me pidió que la besara. La besé. Su papá golpeó con el puño la puerta. Mi linda pollita quiso saber qué íbamos a hacer si nos descubrían. Dije que me iría del pueblo por un tiempo. Me pidió que regresara a pedir su mano. Lo pensé un instante. Le prometí que regresaría por ella.

–Tomás, tienes que regresar. Me entregué a ti, no creas que me voy a casar con alguien con este maldito olor.

Los golpes de don Agustín a la puerta se volvieron más fuertes. Quiso saber por qué estaba encerrada.

–Ahí voy —dijo Sandy, mientras sacaba otro hábito del clóset y deslizaba bajo la cama el que rompí.

Don Agustín sufrió un ataque de tos.

–Hija, ¿qué está pasando? Está peor que nunca. Las flores se marchitaron. Los perros no paran de ladrar.

Sandy abrió la puerta. La patada que tenía aquella pestilencia hizo retroceder a don Agustín. Mi linda pollita dijo que una pesadilla la hizo transpirar.

–¿Quieres que te lleve al doctor?

Sandy aseguró que se sentía bien. Su padre le pidió que abriera la ventana, para que se ventilara la estancia. Algo captó la atención de don Agustín. Señaló los pies debajo de la cama de Sandy.

–¡Qué hiciste! —exclamó.

El padre de Sandy desapareció. Fue por su cuete. Yo sabía que las cosas se pondrían peor luego de que don Agustín descubriese que era ni más ni menos que el mismísimo Malasuerte quien estaba debajo de la cama de su hija. Me apresuré a salir de ahí. Camino a las escaleras, justo a mi lado, él iba saliendo de su cuarto. Ya me apuntaba con su cuete. Forcejamos, logré alzar su brazo, disparó hacia el techo. Las mujeres gritaron. Con una mano inmovilicé su brazo derecho, con la otra lo comencé a ahorcar. Mientras tanto, él me lanzaba puñetazos inofensivos. Don Agustín estaba viejo. Me tiró un rodillazo en la ingle, atentando contra mis testículos. Falló. Lo estrangulé con más fuerza aún y cedió soltando su cuete. Se lo quité de las manos, lo empujé al suelo y salí corriendo. A mis espaldas lo escuché gritar sus amenazas.

En la puerta de la entrada ya estaban el Gitano y el forastero intentando entrar a la casa después de oír el disparo. Por fin entré en razón: mi tío no me quería. Quizás hasta me odiaba. No podía atenerme a nuestro parentesco. Seguro él se encontraba del otro lado de la puerta con su arma desenfundada. Quité el pasador, abrí la puerta y de inmediato puse el cañón sobre la frente de mi tío. El forastero me quiso empujar abalanzándose sobre mí. No pudo. Soy fuerte como un tronco. Ni me movió. Le solté un plomazo tan a quemarropa que le quemé la ropa. El infeliz cayó de rodillas con sus tripas ardiendo.

–Ya estuvo bueno, cabrón —dijo mi tío.

–Arriba las manos —ordené, y mi tío levantó sus manos.

Desarmé a mi tío el Gitano y salí corriendo, no sin antes dispararle a una llanta de la camioneta de don Agustín. (Además de fuerte y valiente, soy inteligente.) El corazón se me salía del pecho. Sé que en la literatura seria es de mal gusto usar dicharachos pero ésta no es literatura seria y la verdad es que corrí como alma que se la lleva el diablo. Directo al jacal de mis padres.

Tres cuadras antes me esperaban el hijo de don Agustín y sus primos. Bajaron de su camioneta, uno por uno. Me fui sobre de ellos sin pensarlo. Puse a la vista mis dos cuetes.

–Qué —les dije—. ¿Quieren un poco de esto? —y les apunté a los cuatro alternadamente.

El hijo de don Agustín me pidió que me calmara.

–¿Quieren que los rocíe de plomo? ¿Eso quieren?

Sonó el walkie-talkie de don Agustín (no había celulares en aquel entonces):

–Adelante, hijo. ¿Cuál es tu veinte? Necesito que busquen al Malasuerte. Tráemelo vivo o muerto. Se metió con tu hermana. Repito, se metió con tu hermana. Anda armado. Repito, anda armado. Cambio. ¿Me copiaste?

Agustín intentó ir por su cuete. Reaccioné haciéndole un boquete en la nuca con el Smith & Wesson de su padre. Después repartí plomo a diestra y siniestra. Dicen que ese revólver —el modelo 500, con cañón de seis pulgadas y proyectiles Magnum— tiene buena patada. No lo sé. Ni lo sentí. Para mí fue como estar disparando una pistolita de triques. Los muchachos gritaban y se revolcaban en el suelo. Vacié la escuadrita Glock y el revólver Smith & Wesson. Luego corrí hacia mi jacal. Llegué agitado. No podía hablar. Mi madre estaba asustada. Escuchó los disparos. Mi papá seguía comiendo de la cacerola de tamales.

–¿Qué le pasó, hijo? ¿En qué se metió ahora?

–Los maté, mamá. Los maté a todos. Al hijo de don Agustín y a sus primos.

Mi madre me pidió que me fuera lejos.

–¿Pero a dónde?

–Pues para el norte. Agarra monte, busca la vía del ferrocarril, espera a que pase uno y te vas. Pero ya, hijo. Vete.

–Perdóname mamá.

–Ellos se lo buscaron. Ni modo. Lo hecho, hecho está. Nomás déjeme darle tamales y un bule con agua, hijo. Espérese.

Entró a la cocina y salió con el bule y una docena de tamales envueltos en una toalla.

–Ahora váyase y no vuelva. Nomás acuérdese que aquí lo quieren mucho su madre y su padre. Déjeme darle la bendición.

Me madre me dio la bendición larga. La que marca crucecitas en la frente, en los hombros y en el pecho.

–Usté está muy guapo, no importa lo que diga la gente de aquí. Por favor, tenga cuidado. No quiero que le pase lo que a su padre. Tenga cuidado con lo que tome. No acepte tragos de extraños ni de extrañas. Hay muchas brujas en el mundo.

–Hay muchas brujas —repitió mi padre, desde el fondo del jacal, con la mirada puesta aún en su plato de tamales.

Mi madre continuó con su discurso críptico:

–No vaya al Valle de las Sombras ni salga la noche de la Luna Ensangrentada. Tenga mucho cuidado con los duendes que salen del arcoíris y vaya con un brujo para que le haga una buena limpia y le quite toda su salación. Pero primero agarre monte.

Les dije que los quería mucho y que cuidaran de mi gallo. Salí del jacal con lágrimas en los ojos e hice como mi mamá me dijo: agarré monte.

Primer mentor

Esa noche corrí por bosques tan densos que no daban paso a la luz de la luna. Mi tío me perseguía para matarme. Lo escuchaba llamarme. Me invitaba a que me rindiera. Luego lanzaba un proyectil en mi dirección. El intenso olor a pino era embriagante. De noche me daba por recordar la historia del Niño Gallo. Se dice que don Jonás optó por inyectarle hormonas de gallo a su hijo para impedir que éste se hiciera maricón. Pronto el muchacho empezó a cacarear. Luego de esto llegaron las plumas. Durante su adolescencia la boca del muchacho se convirtió en un espeluznante y filoso pico con el que mató sin piedad al autor de sus días. La familia lo abandonó en lo más profundo de la sierra. Nunca creí ni tantito en ese cuento, al menos no hasta esas noches en las que me encontraba solo y con hambre, creyendo ver en la oscuridad a un ser emplumado de más de dos metros, con cresta y pico, moviendo sus alas y cacareando.

Distinguí los viejísimos postes del telégrafo y en la ruta de ellos un camino continuo. Quedaba como a cuatro kilómetros de distancia. Hacia allá me dirigí. Llegué por la noche y encontré mi salvación. Efectivamente, era la vía del ferrocarril. Sólo me quedaba esperar. Al caer la madrugada el metal de las vías vibró. Me preparé. Calculé su velocidad y supe que sería un abordaje complicado. Me preparé para correr. Era un tren de carga. Había reducido su velocidad debido a que se acercaba a la estación de Bahía de Venados. Llegó el locomotor: lo dejé pasar. Los vagones me rebasaban, uno tras otro. No hallaba cómo sujetarme. Intenté trepar a un vagón cisterna pero perdí el agarre. Los que seguían me parecían aún más inaccesibles. Vi venir un vagón abierto con personas dentro. Uno de ellos se aproximaba con el brazo extendido. Lo esperé. Nunca olvidaré aquel brazo tatuado con la imagen monocromática de Jesucristo. Me sujeté del tatuaje mal hecho y éste me arrastró dentro, con ayuda de sus acompañantes. Eran tres polizones. Les di las gracias. Me preguntaron hacia dónde me dirigía, con la mirada en mi cuete. Les dije que a Chicali. Me pidieron prestada mi pistola.

Cargaba mi barba larga, mi ropa estaba sucia y mi cuerpo lleno de raspones. Parecía un vagabundo, aunque bastante grande de tamaño y bien alimentado. Fácilmente hubiese podido con esos malvivientes si hubiesen intentado algo en mi contra.

–Te quieren madrugar —se escuchó una voz desde la oscuridad del vagón.

Los pandilleros formaron un muro, intentando ocultar de mi vista al hombre que me puso sobre aviso. Además de ser fuerte, soy bastante alto, así que pude ver por encima de sus hombros y alcancé a notar a un viejo en lo profundo del vagón. El veterano fue hasta donde estaba un servidor, dio media vuelta y montó guardia inglesa.

–¿Cuidas que no se metan? Voy a agarrarme uno por uno.

–Ándele pues —dije, haciéndome a un lado.

–¿Quién le va a brincar primero?

El que me ayudó a subir dio un paso al frente y se quitó su playera nomás para mostrar que tenía todo tatuado el cuerpo con vírgenes de Guadalupe, sirenas, sagrados corazones, anclas, san martines, una lágrima, tres puntos y varios cristos. Rápido empezó a dar de brincos alrededor del veterano, como un canguro. El veterano lo seguía rotando sobre su eje.

Un servidor sacó su cuete, para lo que se ofreciera. Manteniendo a los demás a raya, como me lo pidió el veterano. Sabía lo que era ser atacado en bola y no era algo con lo que yo simpatizara.

Por fin, después de tanto brinco, el malviviente se decidió a atacar pegando un salto con su rodilla por delante, a lo que el veterano respondió esquivándolo y conectándolo con un uppercut en pleno vuelo. Todo en un solo movimiento. Éste no fue un sabanazo, como los que son comunes en los pleitos callejeros. Éste fue un autentico, fino y bien delineado uppercut a la mandíbula. El veterano tenía brazos largos, de gorila, y una agilidad felina. El maleante aterrizó de espaldas e inmediatamente después tenía toda la humanidad del veterano encima de su cuello. Me limitaba a ver cómo expiraba la vida del malandrín. No intervine y no dejé intervenir a sus amigos.

–Que lo deje levantarse —propuso uno.

–En el suelo no se vale —dijo otro.

Por lo maltratado que lucía el veterano, era evidente que no observaron las reglas del Marqués de Queensberry antes, así que no había por qué considerarlos autoridades en lo que a legalidad pugilística se refería. El pandillero se intentaba liberar de la llave pero le era imposible, sólo se sacudía en su mismo lugar, lo cual era lo único que el veterano le permitía, al superarlo en peso, salud y fuerza. Incluso hizo esfuerzos por quitárselo de encima impulsándose con pies y manos, pero el veterano seguía en lo suyo con una determinación implacable, concentrando todo su peso y fuerza en la pierna colocada justo sobre la garganta de su víctima, en cuya cara se posó un semblante desesperanzado de tintes morados. El polizón cedió, dejó caer sus extremidades, le sobrevino una serie de espasmos y se quedó quieto.

No deseaba cargar con otro muerto en mi consciencia.

–Ya estuvo bueno —dije.

El veterano se levantó. Los malandrines ayudaron a que su amigo recuperara el conocimiento echándole aire a la cara con un cartón. Los obligué a descender del vagón, cosa que los montoneros aceptaron sin ningún problema. El único que aterrizó mal fue el peleonero tatuado, quien seguía un poco apendejado luego de su encuentro cercano con la muerte. El belicoso rodó por la hierba silvestre como un espantapájaros siendo arrastrado por un huracán.

Después de días de brutal soledad sentí la necesidad de un acompañante, por lo que dejé al veterano quedarse. Llegamos a Bahía de Venados. Ahí tuvimos que transbordar. Fue durante nuestra estancia en el puerto que entramos en confianza. Me dijo que se llamaba don Leonardo. Le platiqué al veterano la razón de mi viaje, contándole los hechos ocurridos aquella Semana Santa en mi pueblo, omitiendo la parte de la pestilencia en el cuarto de Sandy. Esto por caballerosidad.

El miedo se volvió a apoderar de mí.

–¿Qué te preocupa? —dijo don Leonardo.

–Quizá debería regresar y enfrentar las consecuencias de mis actos.

–Viajas al norte siguiendo una corazonada, ¿qué hay de malo en ello?

A pesar de que el veterano me contestó con una pregunta, había mucha sustancia en su respuesta. Tanto así que quedé satisfecho y meditando. Aun así, durante las noches no podía evitar las pesadillas. No les cuento cómo eran éstas porque me choca que me lo hagan a mí. No me gusta que la gente me cuente sus sueños. La mayor parte del tiempo las pesadillas no tienen sentido y me parece una pérdida de tiempo el escucharlas. Lo que sí puedo decir es que sentía que había caído de la gracia de Dios.

Tan pronto don Leo conseguía unas monedas, las cambiaba por mezcal y hablaba incoherencias:

–¿Te conté de Gamaliel? Trabajaba en las fiestas del santo patrono de mi pueblo. Voló en pedazos mientras cargaba un barril de pólvora.

En eso se detuvo, empinó el pomo y dio un enorme trago. Bajó el codo y quedó inmóvil por unos segundos. Parecía atolondrado. Sacudió su cabeza e intentó proseguir.

–¿En qué estaba?

Poco a poco los ojos de don Leonardo se fueron cerrando hasta quedar dormido. Al día siguiente reanudamos nuestro viaje en un tren que nos llevó hasta Mexicali.

Era amor del bueno lo que sentía por mi linda pollita, sin embargo, su recuerdo aún me traía sentimientos encontrados. Su familia, su hedor, mi crimen, sus labios, sus caricias, mi promesa de regresar por ella. Llegando a Mexicali me comunicaría con Sandy, aclarándole mis sentimientos por medio de una carta, la cual sería difícil que llegase a sus manos. Pensaba mandarla sin remitente, con la dirección de mis padres como destinatario, pero dirigida a mi linda pollita. Mi madre me tendría que ayudar.

Durante el viaje me hacía las mismas preguntas: ¿me permitiría algún día don Agustín casarme con su hija? ¿Comprenderían mis acciones? Pero es que cuando estás enamorado nada te parece imposible. También me preguntaba qué habría sido de mis padres. Me preocupé por ellos, por su integridad. La reacción de don Agustín ante el asesinato de su hijo me era imposible de calcular.

Sandy me vio con ojos de amor. Eso era innegable. La observé aferrándose a mí como si fuese su salvación. Entonces pensé que quizá lo era en la medida en que calculaba que sólo una persona tan rechazada como yo la hubiese aceptado a pesar de su secreto. Quizás era que me veía tan solo y desesperado como ella. ¿Acaso no veía lo hermosa que era?

Mientras cruzábamos el Desierto de Sonora me hice la promesa de serle fiel a mi linda pollita en el norte, donde trabajaría duro y guardaría dinero para mi regreso al pueblo. Primero que nada confesaría mis crímenes en la iglesia, para limpiar esos pecados míos que arrastraba y que pesaban ya más que el mismo arado en tierra seca.

–La capital de Marruecos es Rabat y la capital de Turquía es Ankara —dijo el veterano—. La de Rumania es Bucarest. De Hungría es Budapest y la de Bélgica Bruselas. Bulgaria, Sofía; Nueva Zelanda, Wellington; Noruega, Oslo; Dinamarca, Copenhague; Suecia, Estocolmo; Portugal, Lisboa; Túnez, Túnez; Libia, Trípoli; Paraguay, Asunción; Uruguay, Montevideo; Grecia, Atenas. Me sé las capitales desde la primaria y cuando sale un nuevo país siempre me entero gracias a las Olimpiadas o al Mundial de Futbol.

Le pregunté a don Leo a qué iba al norte.

–Hace años fui a Mexicali para trabajar en el corte del algodón. Un viejo de la cuadrilla no le hablaba a nadie. Trabajador como caballo percherón pero terco como una mula. Andaba con Raquel, una jarocha que mesereaba en la cantina. Aquilino era el que se iba con ella pero siempre muy silencioso. Hacía como que iba al baño y desaparecía. De ese tipo de salida silenciosa que uno hace cuando se quiere dar a notar más. Haciéndose el discreto nos restregaba en la cara que, a pesar de viejo, todavía se le paraba. Regresaba sin un quinto pero nunca lo vi pedir prestado. No comía en días si era necesario. También tenía familia pero en Michoacán. Nietos, hijas, esposa. Todos dependían de él. Raquel siempre andaba toda puteada. Pensábamos que se desquitaba con ella. Siempre llegaba con un nuevo detalle. La retina sanguinolenta, la nariz chueca, chimuela, el labio roto, el ojo morado, pero no andaba llorando. La vieja como si nada. Al contrario, siempre bien alegre. Hasta que lo dejó. Se vino a vivir conmigo. Yo la trataba bien. Le daba su dinero. Se encariñó. Me atendía de maravilla. Luego me volvió a llegar puteada. Como que el viejo todavía la buscaba. En la chamba Aquilino no me podía ni ver. Me detestaba pero nunca me dijo nada. Una noche llega la vieja a mi cuarto y me dice que lo picó con un cebollero y que fue en defensa propia. Al día siguiente nuestro capataz encontró a Aquilino todo fileteado en su traila. La placa me interrogó. Les dije que Raquel estuvo conmigo toda la noche. Ese mismo día fui a parar al bote. Me cansé de echarle la culpa a Raquel pero resultó que ésta salió con otra coartada: que estuvo con una amiga y a mí me terminó dejando como un pendejo. Todos los del jale dijeron que fui yo cuando les fueron a preguntar. En el bote me enteré que la vieja tenía un hijo tecato y que la agarraba a putazos si no le daba dinero para picarse las venas. Sé que ese cabrón le dio piso a Aquilino. Cuando los mate como perros voy a quedar a gusto. Nomás fui al sur a ver a mi mamá, antes de regresar al bote.

En Mexicali el calor era peor que en Sonora. El horizonte terroso temblaba a través del vapor de aquellas calles vacías, sin árboles donde resguardarse del sol, ni transeúntes, ni perros, ni niños, ni vida. Un paisaje dominado por restaurantes de comida china, maquiladoras, lotes de autos usados, bancos, oficinas móviles y supermercados. Nadie parecía estarse divirtiendo ahí. Señores obesos salían corriendo del aire acondicionado de los bancos, esperando ser refrescados de nuevo por el viento caliente de su coche en movimiento. La calle era un comal donde podías poner a freír huevos o lo que quisieras.

Don Leonardo y un servidor quedamos de acuerdo en buscar primero trabajo y después conseguir un lugar donde rentar.

–¿Te conté que mi abuelo me enseñó a tocar la gaita escocesa?

Dejé de escuchar a don Leonardo. En realidad ya no escuchaba nada más que una voz interna que me exigía un ToniCol bien frío cuanto antes. El ToniCol es un refresco sabor vainilla que hacen cerca de mi pueblo. Tiene a un vaquerito en el logo. La mejor soda del mundo. Especialmente si se toma en botella de vidrio. Las tripas me gruñían del hambre, pero lo más apremiante era la sed. El sol parecía enfocar toda su furia sobre mi lomo. Siendo el sol de las doce de la tarde, éste se encontraba justo sobre mi cabeza. Sentía que me aplastaba. Caminaba con la vista puesta en el suelo, con la esperanza de encontrarme un billete o unas monedas que canjear por un ToniCol. Don Leonardo lucía contento con su pomo de mezcal.

Le pedí unas monedas a la primera persona que nos topamos en la calle, sin esperanza de nada. Era un joven con unos audífonos puestos y una revista de videojuegos en su mano. Los pocos transeúntes con los que nos habíamos cruzado hasta ese momento nos habían sacado la vuelta o de plano se cruzaban la calle al vernos. Éste era el primero que pasaba a nuestro lado. El muchacho levantó la mirada de su revista, nos vio a don Leonardo y a mí y rápido metió la mano en su bolsillo. Me dio unas monedas y huyó corriendo. No quise sonar tosco, fue mi estómago quien habló, habiendo tomado las riendas de mi cuerpo ante mi pasividad y desatención. A dos cuadras estaba un Seven Eleven. Le pregunté a don Leonardo si se le ofrecía algo. El viejo señaló su pomo.

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Litres'teki yayın tarihi:
04 mayıs 2025
Hacim:
524 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9786075279480
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