Kitabı oku: «Detective Malasuerte», sayfa 4

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Perdidos en la Zona Norte

La razón por la que fui cesado de mi cargo en la policía fue la siguiente: hice mi trabajo.

Cada tres meses desaparecían paraditas de la calle Primera, travestís de la Segunda y chacales de la Tercera. Puse sobre aviso a mis amigos en la judicial acerca de que un fenómeno con una nariz de plástico se llevaba colegialas, chacales y travestis en su Cadillac blanco y luego no los traía de vuelta. Se decía que el Desnarigado era una especie de encantador que hablaba un lenguaje gutural con el que convencía a sus víctimas de subir a su Coupe de Ville. Un idioma más antiguo que la Tierra misma y que, por alguna extraña y mística razón, todos los seres humanos somos capaces de entender.

Tan pronto escucharon acerca del encantador sin nariz y su Cadillac blanco, los judiciales dejaron de hacerme caso. Esos desaparecidos, esos desheredados de la tierra, esos perdedores natos valían menos que nada para ellos. Eran subhumanos para las autoridades. Ciudadanos de cuarta. Lo mismo valían para el comandante Matías Escalante. El Catrín hacía como si no le importaran los desaparecidos de la Zona Norte. Me volvió a decir que no anduviese metiendo mi narizota en la Torre. Mi colega de patrulla, Nicolás Reyna, me dijo que dejara en paz el tema.

Lo más extraño de todo fue que los padrotes jamás llegaron a quejarse conmigo, como lo hacían cuando alguien más les maltrataba su mercancía. Lo veían como su cuota al Sindicato. El Sindicato era la organización criminal que usaba Sandkühlcaán para controlar el juego y el vicio en todo el mundo.

Como policía siempre me incliné por el lado humano. Sobre todo porque me dolía atestiguar el terror posado en la cara de las paraditas, de los chacales y de los travestis cada equinoccio y solsticio. Cuatro veces por año un Cadillac cargado de chacales, travestís y colegialas entraba al estacionamiento de la Torre. Si es que volvías a ver a alguno de sus tripulantes, drogándose en la canalización del río Tijuana, no podías extraer nada de ellos. Idos de la mente, como estaban. Quedaban irreconocibles. Como sin alma. Secos por dentro. Como zombis. Los coches circulando a toda velocidad por la Vía Rápida terminaban atropellándolos. Ése solía ser su fin. O la sobredosis.

Me asombraba la indiferencia de la población y la existencia de una ciudad dominada por un ente maligno cuyo nombre nadie se atrevía a mencionar. Ni las autoridades ni los medios de comunicación. Bola de cobardes. El boticario nazi fue el único que se atrevió a mencionar su nombre y, cuando lo hizo, palideció.

A pesar de estos importantes pensamientos, decidí que la desaparición de sexoservidores no era mi problema. Que ellos se lo buscaron por elegir esa profesión y que no debía meterme donde no me llamaban. Luego pensé: Malasuerte, ¿qué te está pasando? De niño fantaseabas con la oportunidad de enfrentar un mal sobrenatural, como Drácula, el Hombre Lobo y las momias de Guanajuato, y ahora que esta amenaza es real y se cierne sobre tu ciudad, ¿te acobardas?

La mañana del solsticio de invierno seguí al Cadillac hasta la Torre. Iba vestido de civil, con mi saco de piel color café, mi camisa amarilla con motivos de palmeras y tapones de goma metidos dentro de mis oídos. El interior del edificio estaba tapizado de mármol negro y decorado con esculturas posmodernas que parecían salidas de Beetlejuice. La recepcionista pelirroja se me quedó viendo pero no me dijo nada. Tampoco lo hizo el guardia de seguridad. Subí al elevador y bajé al sótano, donde se encontraba el oscuro estacionamiento y donde confronté al Desnarigado. El fenómeno me heló la sangre, nomás de verlo. Su nariz de plástico y su apariencia en general daban la impresión de pertenecer a un extraterrestre esforzándose mucho por pasar por humano y fracasando en el intento. Controlé mi terror y le exigí al Desnarigado, a punta de pistola, que liberara a sus víctimas, las cuales permanecían dentro del Coupe de Ville. El fenómeno me sonrió y habló en su lenguaje alienígeno. Gracias a los tapones en mis oídos, no lo oía. Al mismo tiempo, repetía mentalmente un trabalenguas para bloquearlo también de manera telepática: tres tristes tigres tragaban trigo en un trigal en tres tristes trastos. El fenómeno caminó hacia mí, sin miedo a mi reglamentaria. Le metí cuatro plomazos. Líquido verdoso manó de los orificios en su cuerpo. El Desnarigado se acercó aún más. Por lo mucho que abría la boca, supuse que elevó el volumen de su voz, pero seguía sin oírlo. Ante su impotencia, producto de su incapacidad para hechizarme, el fenómeno recurrió a un abrazo de oso que sacó todo el aire de mis pulmones. El Desnarigado era fuerte. Demasiado fuerte. En mi desesperación, intenté estrangularlo para que me liberara. El fenómeno tenía una especie de collar metálico, justo debajo de su cuello de tortuga. Sin quererlo, rompí uno de los eslabones pero… ¡el collar no se abrió ni se cayó! Esto debido a que no había ningún collar y a que los eslabones no eran eslabones sino broches pegados a la piel de su cuello. Cuatro en total. Uno de ellos se abrió. El Desnarigado puso cara de terror, por lo que me dediqué a abrir el resto de los broches y, así de fácil, la cabeza del fenómeno quedó suelta del torso. El cuerpo decapitado seguía moviéndose, como gallina sin cabeza, pero por fin me liberó. Sabía que dentro de la Torre ocurrían cosas muy extrañas, pero aquello fue demasiado para mí. Siguiendo mi instinto, corrí hacia el elevador con la cabeza del fenómeno en mi regazo, como jugador de futbol americano. La cosa insólita me lanzaba mordidas y me ordenaba que lo regresara a su cuerpo, a lo que respondí cogiéndolo de los pelos con mi mano derecha y encañonándolo con la izquierda. Llegamos al primer piso, se abrió la puerta del elevador y le dije al guardia que se quitara de mi camino y que si intentaba detenerme le volaría los sesos al fenómeno. Dos mujeres que estaban en ese momento en el lobby cayeron desmayadas al ver la cabeza pendiendo de mi mano como un reloj de bolsillo. Otras dos señoras gritaron y echaron a correr.

La cabeza y un servidor cruzamos la avenida Agua Caliente.

–Regrésame a mi cuerpo —me pidió.

Lo ignoré. Subimos a mi patrulla y arranqué rumbo a la comandancia, donde el jefe Matías Escalante me arrebató la cosa insólita de las manos, me mentó la madre, me pendejeó mil veces y me echó de la Secretaría de Seguridad Pública a patadas. Desde su lugar en el escritorio —sobre una pila de expedientes—, la cabeza vio con complacencia la regañada que me propinó mi superior.

A raíz de lo que hice dentro de la Torre, el Sindicato emitió un contrato con mi nombre en él. Nicolás Reyna intercedió por mí. Su esposa Lorena tenía buenos contactos dentro.

Nos citamos en el bar La Ballena. Mi excompañero pidió una cerveza, se sentó en el banquillo a mi lado, puso sus botas sobre el estribo y su tejana sobre la barra.

–Lorena habló con El Sindicato, Tomás. Le costó mucho trabajo convencerlos de que te dejaran en paz. Les dijo que estabas pendejo y que no sabías lo que hacías. No vuelvas a entrar a la Torre, por favor.

Me sentía frustrado y lleno de impotencia. Al borde del llanto. Propiné un puñetazo a la barra.

–No puedo creer que aceptes como si nada el dominio de Sandkühlcaán —dije—. No puedo creer que nadie haga algo al respecto.

–¿Y qué si el jefe es un extraterrestre? Al menos ha mantenido las calles libres de crimen. Nadie se atreve a cometer un delito sin su permiso.

–A qué costo. ¡Se alimenta del vicio de las personas! ¿No has visto cómo las deja? Quedan en los puros huesos. ¿Acaso no te importa?

El Sheriff se encogió de hombros:

–Me importa pero no puedo hacer nada al respecto. Como dijo un hombre más sabio que yo: Señor, dame la fuerza para cambiar lo que puedo cambiar y templanza para tolerar lo que no pueda.

–¿Qué pasará cuando infecte a todo el mundo?

El Sheriff sonrió.

–Has visto demasiadas películas. Eso no sucederá. Sandkühlcaán es único en su especie. No tiene el poder de infectar a otros. No es zombi ni un vampiro.

–¿Qué me dices del fenómeno al que le quité la cabeza?

El Sheriff bebió un trago de cerveza.

–Fue quien preparó la llegada de Sandkühlcaán. Su regreso, mejor dicho, porque Sandkühlcaán estuvo en la Tierra antes, en la época de los sumerios y del Antiguo Egipto, y luego en la de los mayas. Fue quien trajo el maíz a nuestro planeta. Supongo que los nachos vienen del planeta Nagor o de Tau Ceti. Sandkühlcaán seguido regresa a su terruño estelar a visitar a sus paisas extraterrestres o a resolver pendientes, qué sé yo.

El teporocho sentado a nuestro lado se cambió de lugar, luego de escuchar nuestra disparatada charla.

–No puedo creer que estés tan tranquilo diciendo todas esas locuras —dije.

El Sheriff suspiró, dejó caer sus hombros y me miró condescendiente:

–Eres un idealista, Malasuerte. Quieres proteger esta ciudad como si fuese una quinceañera virginal. Por eso te expulsaron de la fuerza. De haber sido tan terco como tú, yo habría corrido con la misma suerte y entonces Tijuana hubiese quedado totalmente desamparada. Por ello preferí ser realista, para proteger esta ciudad hasta donde mis posibilidades me lo permitan.

–¿Cómo es que tu esposa conoce a Sandkühlcaán?

El Sheriff consultó la hora en su reloj de pulsera.

–Lo siento, Malasuerte. Esa es una historia muy larga que no tengo tiempo de contarte. Debo ir al juzgado a testificar en un caso.

Nos despedimos. Salí de la cantina más apesadumbrado que nunca. Sabía que el Sheriff tenía razón, pero no perdía la esperanza de enfrentar a Sandkühlcaán en igualdad de circunstancias. Perdí la batalla, mas no la guerra. No soy un hombre dispuesto a capitular sus convicciones tan fácilmente. A partir de ese día, las pesadillas con Sandy como protagonista se intercalaron con las de Sandkühlcaán, quien me llamaba desde la Torre.

Algún día serás mío, Malasuerte.

Malasuerte y el arcoíris

Mi humillante derrota ante Sandkühlcaán y mi salida de la Secretaría de Seguridad Pública fueron dos sucesos que me deprimieron bastante. Te terminas acostumbrando al estrés de salir de tu casa y no saber si regresarás. Luego te vuelves adicto a ese estrés. No ves la vida de otro modo. ¿Qué sentido tiene una existencia sin preocupaciones? Sin fricción. En el vacío, como júnior o burócrata.

Busqué trabajo en la sección de anuncios clasificados. Uno llamó mi atención:

Se solicitan jóvenes con excelente presentación

para espectáculo en centro nocturno.

Interesados presentarse martes 14 en el Rainbow.

No me consideraba un mariquita por aplicar para un trabajo en un antro gay. Aún faltaban tres días para mi entrevista laboral y la urgencia de conseguir empleo era apremiante. Mis escasos ahorros goteaban fuera de mi cartera en la forma de trifectas en el Caliente. A pesar de mi apodo, no podía dejar de apostar. Les metía principalmente a los perros. Llegaba temprano a las carreras de la mañana, compraba el librito y me ponía a analizar la edad y las estadísticas de cada galgo, mientras me tomaba una cerveza bajo el sol californiano. Notaba una cosa: si un perro tenía una temporada ganadora, quedando en primero o segundo lugar en sus últimas tres carreras, faltaba que le metiera dinero para que quedara en el último. Otra cosa: por el intenso color de mi pelo, ningún ludópata se atrevía a sentarse en mi banca.

Sería un paria hasta la muerte.

Acudí a la cita quince minutos antes de la hora prevista. Había una docena de maricones disfrazados de motociclistas. Un señor nos abrió la puerta del antro y nos guio hasta la pista de baile. Con dos palmadas le ordenó al DJ ubicado en la cabina que reprodujera su música.

–¿Qué esperan, chicas? —nos dijo—. ¡Muévanse!

Era una especie de techno-merengue-rap-puertorriqueño con un ritmo muy acelerado. Me costaba trabajo acoplarme. Sabía que el secreto de todo baile está en los hombros y en las caderas. Batí el bote de manera salvaje.

–Fuera ropa —ordenó el señor.

Unos se arrancaron sus camisas y otros se la fueron desabotonando lentamente. Así lo hice yo.

–Tú —exclamó el viejo, con la mirada fija en mí—. ¿Qué haces aquí? Pedí metrosexuales, no al abominable hombre de las nieves. Quítate esos pelos rojos y aprende a bailar. Luego vienes.

–Tengo buen cuerpo —dije—. ¿Quiere a un hombre? Aquí estoy. ¿Quiere maricones? Quédese con éstos.

Me disponía a salir de la pista de baile cuando un metrosexual disfrazado del Cuervo me tomó del brazo. Señaló una hembra alfa con cara de asesino.

–Ésa de allá es mi esposa —me aclaró—. Es instructora de gimnasio. Ahora sí, ¿a quién le dijiste maricón?

Le dije que a él, y que su esposa era demasiado musculosa y tenía cara de matón. El metrosexual me sujetó con una llave de lucha libre que ni siquiera me movió. Le pregunté qué estaba haciendo.

–Es jiujitsu con un poco de capoeira —jadeó.

–Eso suena a ensalada —expresé.

No voy a dar detalles acerca de la madriza que le propiné al metrosexual, sólo aclararé que su cuerpo aterrizó a los pies del viejo, cuyo nombre era Antonio.

–Tengo algo para ti —dijo don Antonio.

Fue así como me convertí en cadenero del Rainbow.

Pensaba mucho en Sandkühlcaán, en el fenómeno y en mi linda pollita. El recuerdo de nuestro momento juntos y mis ansias por cumplir la promesa que le hice me daban ánimos en mis ratos de soledad. Me entretenía escribiéndole cartas, las cuales enviaba sin remitente:

No me quisieron por feo a pesar de que tengo buen cuerpo, Pollita, aunque ahora gano mejor y estoy ahorrando para estar juntos. Ayer caminé por la calle de las putas y no les hice caso porque te quiero mucho.

A falta de televisor, mi tiempo libre lo dedicaba a cultivar mi mente leyendo los libros obsequiados por don Leonardo. Empecé con El halcón maltés y Cosecha roja y de ahí me seguí con El gran sueño, La ventana alta, La dama del lago, La hermana pequeña y El largo adiós. Nada les faltaba a esas novelas pero tampoco les sobraba algo. Sus autores iban siempre al grano pero, lo más más importante, lo hacían con estilo. Por medio de oraciones cortas que hasta un cabezón como yo podía entender. Otra cosa que me gustaba era que sus héroes jamás andaban de chillones, ni tampoco hablaban de más ni perdían la calma. No se ponían nerviosos ni titubeaban por cualquier estupidez, sino que parecían tener todo bajo control en todo momento, así estuvieran fumando sobre un barril de pólvora o siendo torturados por su némesis. Incluso me veía a mí mismo combatiendo a Sandkühlcaán y resolviendo casos criminales en la Zona Norte de Tijuana, al estilo Philip Marlowe o Sam Spade.

Pero lo mejor de esas novelas eran sus mujeres: letales y seductoras como una cobra. Con sus peinados glamurosos, sus ajorcas en el tobillo y sus cigarreras de plata. Mi favorita era Velma Valento, de Adiós, muñeca. Todo lo que hizo esa dama por salir del hoyo en el que se encontraba y ni así lo consiguió… Carajo, donde empiezas es donde terminas. La suerte está echada.

Me seguía asombrando el hecho de que nadie hablara de Sandkühlcaán. En la televisión no había ningún reportaje acerca de él. Los ricachones veían su reinado como algo normal y continuaban con sus respectivas vidas, como si nada. Porque así son de indolentes las personas acomodadas: mientras a ellos no les pase nada malo, no les importa que el prójimo sufra.

No descartaba la posibilidad de enfrentar algún día a Sandkühlcaán, por lo que también investigué acerca de la presencia de extraterrestres en la Tierra. Necesitaba entenderlos mejor, saber qué planes tenían para nuestro planeta. Veía el programa de Jaime Maussan todos los fines de semana y leí Carrozas de los dioses, de Erich von Däniken.

Según estos investigadores, fueron extraterrestres quienes ayudaron a los egipcios a construir sus pirámides. La cosa cobra lógica cuando uno se pone a pensar en cómo le hicieron esos seres de la era de bronce, que ni siquiera conocían la rueda, para transportar —ya no digamos instalar— los monolitos de varias toneladas de peso, desde su respectiva cantera hasta Guiza, pasando por el río Nilo. ¿Cómo empalmaron de manera tan exacta algo que no podría ser construido en esta época llena de aviones, grúas, GPS y teléfonos inteligentes? A las personas que no han visto a los alienígenas, mucho menos luchado contra ellos, les resulta descabellada la idea de vida en otro planeta, ya no digamos de vida con la capacidad para construir naves espaciales que los transporten hasta nuestro mundo, pero si se considera que al ser humano le tomó apenas 2,500 siglos llegar a la luna y que nuestro universo tiene 13,700 millones de años de edad, esto deja un amplio margen de tiempo para que otra civilización, en uno de los billones de planetas en la galaxia, haya desarrollado esa tecnología. Un planeta con marabús bípedos y fenómenos con cabezas quitapón. Mi teoría es que Sandkühlcaán y el Desnarigado son seres exiliados de ese mundo bizarro. Seres capaces, no sólo de viajar por el espacio exterior, a la velocidad de la luz, sino en el tiempo, también.

Después de todo, el boticario nazi jarocho tenía la razón: estuve dormido durante mucho tiempo. Lo bueno era que por fin desperté a la realidad.

Sintiéndose miserable en el hospital más triste de Tijuana

Además de don Leonardo, Maussan, el boticario nazi, Chandler y Hammett, otro maestro decisivo en mi formación fue Sergio el Yucateco Álvarez. Sergio el Yucateco Álvarez fue el encargado de pararme los tacos cuando me sentía de acero. Invencible e insoportable. El Yucateco, contrario a lo que algunos pudieron haber pensado, nació en Tijuana, no en Yucatán. En realidad le llaman Yucateco por su enorme testa. Quizá porque ésta se asemeja en tamaño a las cabezas olmecas allá en Tabasco. Quién sabe, el caso es que así le llaman al sujeto que me hizo recuperar un poco de mi humildad perdida.

La carrera del Yucateco Álvarez como promesa del boxeo mundial duró hasta perder por tercera ocasión en contra del Terrible, futuro campeón mundial de los pesos pluma. Se dice que durante cada uno de los asaltos el Terrible jamás tuvo problemas para localizar la cabeza del Yucateco, a quien, a su vez, le costaba trabajo resguardarla tras de sus guantes. Por supuesto, esto era tan sólo un chiste manejado entre la gente que conocía al Yucateco.

Después de este enfrentamiento con el destino, el Yucateco se apresuró a buscar fortuna en otros campos de trabajo. Fue así como, junto con su esposa, abrió el negocio Tortas y Jugos El Yucateco, del cual me convertí en cliente asiduo. Parecía que nunca me podría llegar a hartar de su extenso menú. Tortas de milanesa, de pierna, de jamón con queso y de carne asada. Rusas, cubanas, hawaianas e incluso ahogadas. El Yucateco era un pan de dios, un buenazo, rasgo muchas veces reprochado por Zulema, su esposa, quien se empeñaba en hacerle entender lo mucho que se aprovechaba la gente de él por ello mismo.

El Yucateco siempre estaba de buen humor, a pesar de las desafortunadas incidencias. Una de esas desafortunadas incidencias era yo. El cliente más problemático de su negocio. Digamos que me gustaba fastidiar a esa leyenda del boxeo local.

–Yuca, estoy más cabezón que tú, ¿verdad? —le decía.

–No —decía el Yuca, concentrándose en la comanda que debía surtir.

–¿Cómo sabes? ¿Ya me la viste?

Zulema me enchuecaba la cara. Le repugnaba mi falta de modales. Yo continuaba:

–Cuando te mueras, déjame enterrarte la cabeza. Nomás la cabeza te voy a enterrar.

Sé que los míos eran chistes más viejos que cagar en cuclillas.

–Voy al baño, ¿no me la quieres sacudir? —decía.

–No —decía el Yuca, sin perder la paciencia.

–Cuando vayas tú al baño, yo te la sacudo… ¡Pero en el lomo! ¡Te la voy a sacudir en el lomo!

Más carcajadas de mi parte. Así pasaron meses y el Yuca sin dar muestras de que pudiera llegar a impacientarse con mis pésimos modales, a pesar de lo mucho que molestaba a los clientes con mis groserías. Estaba afectando el negocio del Yucateco. Los comensales daban media vuelta cuando me veían sentado en uno de los banquillos. Aun así, el Yucateco se mantenía en sus cabales, sólo pidiéndome de vez en cuando que le bajara de tono, cosa que un servidor obedecía sólo temporalmente, para luego reaparecer con mi tosquedad. Nunca imaginé que después de tantos insultos todo cambiaría el día que me metí con su madre:

–Yuca, con razón tu mamá ya no aprieta. Después de parir ese cabezón tuyo, la dejaste tan guanga que ni la mía sintió…

Error.

Desperté en la Cruz Roja con dos costillas fracturadas, la nariz rota, treinta y dos puntadas en la cabeza, raspones en todo el cuerpo y dos dientes menos. Excompañeros de la policía, como mi amigo Nicolás Reyna, me preguntaron si le deseaba una calentadita al Yuca. Dije que no.

Los puños del Yuca eran de concreto; sus codos eran varillas de acero; sus huesos eran armas punzocortantes, afiladas. Cada roce con su cuerpo era doloroso y entumecía al contacto. No tenía ninguna esperanza de ganar esa pelea. Estaba perdido. Era demasiado rápido. Pateaba como mula y se movía como un colibrí. Se encontraba por todos lados ocupándose de mí. Me conectó con puñetazos, patadas, codazos y rodillazos. Me arrastró hasta la calle y allá me pateó un poco más todavía. Pensé que me iba a matar. Pensé, este cabrón me va a matar. Me cogió del pelo rojo y estrelló mi cabeza contra el pavimento. Después de ello no recuerdo nada. Como dije, desperté en el hospital. Cada milímetro de mi cuerpo lo tenía lastimado. Todo reavivaba mi dolor: mi respiración, cada latido del corazón, el movimiento de mi boca, de mi lengua, pasar saliva, la actividad de mis riñones, cada corriente de aire. Fui arrollado por una locomotora. Pero una cosa me dolía más que mi cuerpo y esa cosa no era el orgullo, que ni tengo; ni la vergüenza, a esa señora ni la conozco. Lo que me dolía más era mi incapacidad para aprender de mis errores. Es decir, repetía las mismas estupideces que motivaron mi huida de Sonoloa. Me invadió una soledad brutal. Pensé: estoy solo como perro en una ciudad dominada por un extraterrestre que me trae ojeriza, sin nadie que responda por mí, y cuando por fin conozco a una persona que es amable conmigo, como mi amigo el Yuca, ¿qué hago? Lo agobio con mis groserías e insultos. ¿Es que nunca aprenderé?

Lloré por primera vez en mi vida. Repito, no por el dolor en mi cuerpo sino por el dolor en mi alma. Ése duele más y siempre te hace chillar a moco tendido. Mis gimoteos silenciosos en aquella solitaria cama de hospital reactivaban el dolor en mis costillas, pero nada de eso me importaba. De hecho golpeé mi pecho con el puño para que me doliera más.

–¿Qué te pasa, princesa? —me dijo el teporocho de enseguida—. ¿Te dejó el mayate?

Mi tiempo en la Cruz Roja fue un retiro espiritual. Eso que dicen, los golpes educan, nunca fue tan cierto. Aquélla fue la putiza más educativa de toda mi vida. Me convirtió en otro. Se podría decir que gracias a ella me convertí en otra persona. Bueno, no tanto, pero al menos me hizo arribar a serias reflexiones.

A los días regresé a Tortas y Jugos El Yucateco ondeando una bandera blanca. Sergio me vio y empuñó sus manos. Listo para el siguiente asalto. Me pregunto qué se me ofrecía.

–Vengo a pedirles disculpas por haberlos ofendido. A ti, a tu esposa y a tu mamá, que en paz descanse. Discúlpenme, se los pido de corazón. De verdad.

El Yuca se relajó. Dejó escapar un suspiro.

–Discúlpame tú, Malasuerte. Tengo un problema con la tarjeta de crédito. Me están cobrando cosas que no son. Me desquité contigo.

Dejé escapar una risita de nervios:

–Al menos te desquitaste con alguien. ¿Puedo sentarme o soy persona non grata en este lugar?

El Yuca volteó a ver a Zulema. Ésta asintió.

–Gracias —dije—. Prometo portarme bien y hasta dejar propina, por primera vez en la vida.

–Eso no me lo creo – dijo Zulema.

El Yuca me preguntó de qué iba a ser mi torta.

–De milanesa y un ToniCol.

No me cobró. En los días que siguieron me apresuré a ofrecerle, con acciones, mi amistad al Yucateco y a su esposa. Terminé haciéndoles los mandados. Literalmente. Cada que se les ofrecía algo del mercado como tomates o cebolla, me acomedía. Nuestra confianza pronto llegó a tal grado que incluso les pedía su Monte Carlo prestado cada que invitaba a una jaina al cine. Los Yuca se convirtieron en mis únicos amigos.

El Chevrolet Monte Carlo de los Yuca estaba tan bonito que los domingos lo llevaban a lucirlo en los carshows de la avenida Revolución. Zulema se vestía como en sus tiempos de chola-pandillera-del-Este-de-Los-Ángeles. Con gafas oscuras, Adidas old school, jersey de los Raiders y Dickies holgados. Los dos sacaban sillas plegables y una hielera llena de cervezas, y se sentaban junto a su Monte Carlo a tomar el sol y escuchar canciones de Los Moonlights y Los Tijuana Five, sin preocuparse por los extraterrestres que gobernaban la ciudad.

–¿Vas a estar mañana en el Cheto’s? —dije, refiriéndome al gimnasio de boxeo que está en la plaza Santa Cecilia.

El Yuca dijo que ahí estaría.

–Voy a darme una vuelta, para que me enseñes una de tus combinaciones y yo te enseño una de las mías.

El Yuca esbozó una sonrisa.

–¿Cuáles combinaciones tuyas? No te vi ninguna la otra vez.

Me puse muy serio:

–Me agarraste con la guardia baja —dije.

–¿Cuál guardia? Si me viste saltar la barra y ya estabas gritando, ¡ay, suéltame, suéltame! ¡Quítenmelo, quítenmelo que me desmayo!

Para ese entonces todos los comensales se burlaban de un humilde servidor.

–Ahí voy a estar —dijo el Yuca—. Para que le pegues al costal, a ver si a ése sí le das.

Ignoré el bullying.

–Es lo que quiero, tirar la polilla. Estoy engordando.

–Sí —dijo el Yuca—, te vi más gorda.

Enseguida se dirigió a su esposa a voz en cuello, para que todos lo oyeran:

–¿O no está más gorda, Zulema?

Cada uno de los comensales puso la vista en mis lonjas.

–Baja la voz —dije, apenado.

–Bien gorda —dijo Zulema, también, a voz en cuello—. Tienes que evitar los carbohidratos y comer verduras.

–No me gustan las verduras.

–Si quieres te doy de lo que le hago a Sergio. ¿Crees que lo dejo comer tortas?

–A mí me gustan las tortas —dije.

–Un poco de comida saludable te va a caer bien. Sopa, verduras, pescado.

Pensé: ¿de qué sirve cuidar tu alimentación cuando un extraterrestre se alimenta con los desposeídos de tu ciudad?

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Litres'teki yayın tarihi:
04 mayıs 2025
Hacim:
524 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9786075279480
Yayıncı:
Telif hakkı:
Bookwire
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