Kitabı oku: «Detective Malasuerte», sayfa 3

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–Con éste tengo —dijo.

La tienda se encontraba vacía excepto por el cajero con cuerpo de michelín. Un servidor traía sus diez pesos en la mano y en su mente hacía cálculos estimando lo que se podría comprar con esa cantidad, mientras caminaba por los pasillos de la tienda con la boca abierta y un hilo de saliva colgando. Pasé las sopas de camarón instantáneas, los cacahuates, las fritangas, las paletas, los helados, los chocolates y llegué hasta los refrigeradores. No vendían ToniCol. Estuve a punto de sacar una cerveza cuando me percaté de una lata sudorosa que rezaba Chocomilk. Pensaba matar dos pájaros de un tiro con ella. Aquel producto se me presentaba como un desayuno proteínico, refrescante y acorde a mi presupuesto. La cogí y fui directo a la caja.

–Nueve pesos con cincuenta centavos —dijo el cajero.

Pagué y salí a la calle para acallar al calor en su propia cara. Abrí la lata y sorbí. Tan pronto llegó el líquido a mi paladar supe que cometí un error. Era la porquería más desagradable que jamás haya probado. Regresé a la tienda con la lata en mi mano.

–¿Qué es esto?

–Chocomilk gasificado, señor.

–¿Chocomilk gasificado?

Saqué mi cuete y le pedí el dinero de la caja. No sabía lo que hacía. No lo planeé. Ni siquiera recuerdo haberlo decidido. Estaba poseído por el Diablo. El Chico Michelín parecía que se iba a desmayar del susto.

–Puto calor —exclamé—. Puto chocomilk gasificado.

Don Leonardo entró luego de que escuchó los gritos desde afuera. Le pedí que cogiera el dinero de la caja y todas las cajetillas de cigarros que pudiera. Don Leonardo dio la vuelta al mostrador, hizo al Chico Michelín a un lado de un empujón y sacó los billetes de la caja.

–Prepare dos sopas de camarón —dije.

Estuvimos ahí, aprovechando la ausencia de vida en las calles de Villa Infierno durante las horas de calor más aplastante. Nadie entraba al Seven Eleven. Nos creíamos de acero, que podíamos con cualquiera que hubiese entrado. Don Leonardo estaba muy tranquilo, observando el reloj en el horno de microondas. Le pedí al Chico Michelín las llaves de su coche. Le pregunté cuál era. El cajero señaló con su dedo un Honda. Sonó la campanilla del horno de microondas. Le pedí a don Leonardo que preparara mi sopa con chile y limón.

–Traiga cucharas y un doce – agregué.

Don Leonardo fue por Tecates al congelador. Salimos del clima controlado hacia ese comal encendido que es Chicali. Don Leo iba cargado de bolsas que colgaban de sus codos. En sus manos sostenía las sopas de camarón artificial.

–Usted maneje —le dije a don Leonardo, al tiempo que lo libraba de su carga y le entregaba la llave.

Abordamos el hondita. El hule de los asientos estaba a punto de derretirse del calor y nos quemó el culo. Don Leonardo echó el coche a andar y lo enfiló por la avenida. Me encontraba en el asiento del copiloto con mi atención puesta en mi sopa de camarón y en mi Tecate. Pregunté qué pasaría si nos topábamos con una patrulla.

–La central ya les informó que andamos armados —dijo don Leonardo—. Esos cobardes no arriesgan el pellejo.

Quise saber cómo es que sabía tanto.

–Todo lo que sé me lo enseñaron autores como Raymond Chandler y Dashiell Hammett. Son escritores de novela policial. Los descubrí gracias a un amigo que hice cuando estaba guardado. Tengo dos cajas llenas de libros. Cuando lleguemos a Mexicali esas cajas serán tuyas.

Abandonamos el Honda a un par de cuadras del cuarto donde nos instalamos. Contaba con dos camas y un baño. Cincuenta dólares al mes era el alquiler. Pagamos el depósito y el primer mes.

–Don Leo, ¿no cree que me debería ir de la ciudad? ¿Qué tal si me buscan?

–No va a pasar nada. Tú preocúpate cuando no la debas. Pero rasúrate esa barba, no seas tan descarado. Digo, pon de tu parte.

–Es que no puedo. Me salen ronchas.

–Para eso está la crema de afeitar. Cómprate una, un buen rastrillo y tu loción. Sirve que te curas ese olor. No te va a pasar nada.

Aprendía mucho de don Leonardo. Para empezar, en el pueblo ni sabía de la existencia de alguna crema para afeitar. Tan pronto me quité todos esos pelos de la cara me vi guapo, la verdad. Porque tengo mucha personalidad, lo que sea de cada quien. Mi madre siempre me decía que me parezco a MacGyver pero con los ojos del programa de televisión El astuto.

Primeras pruebas, primeros desafíos

Las ratas, del tamaño de castores, pasaban con toda confianza sobre mis pies, mordiendo las suelas de mis botas. Cucarachas escalaban sobre mis piernas el camino hacia mis trusas, forzando espasmos en mi cuerpo mientras le quitaba la cochambre a los trastes. Los malditos taka-takas, ya acostumbrados a la convivencia con aquellas alimañas, se divertían de lo lindo al verme intentando sacudírmelas de encima.

Era ayudante de lavaplatos. Un lavaplatos era mi jefe inmediato. Me encargaba del reciclaje. Era mi deber clasificar las sobras en su respectivo contenedor. Luego de esto pasaba los vasos y cubiertos a mi jefe, el lavaplatos, quien me los dejaba enjuagados por el otro lado, listos para ser ordenados por mí.

El mismo aceite era usado sobre los sartenes a lo largo del día y, al final, el restante era vaciado de nuevo en el envase. Nada se tiraba. La comida era levantada del suelo, debido a alguna torpeza casual, y llevada de regreso a su platillo. Las moscas, gordas como abejorros, caían sobre mis hombros y cabeza, fatigadas después de tanto comer. El bote de basura se encontraba rebosando de gusanos.

Los chinos me gritaban a todas horas con su taka-taka. Al cabo de un mes comprendí que mis movimientos jamás serían lo suficientemente rápidos para sus exigencias. El lugar siempre estaba atestado de clientes, lo cual aceleraba mi trabajo y provocaba mi torpeza. Platos rotos, té derramado, comida mal clasificada. Todas las noches llegaba a mi cuarto aporreado y estresado.

El piso de madera tenía una gruesa capa de cochambre que a nadie parecía molestarle, por lo que no me sentí con la necesidad de limpiarlo la vez que, accidentalmente, hice caer uno de los salseros en el suelo, derramando por completo su contenido. Los platos sucios se apilaban, la torre crecía por segundo, por lo que decidí seguir con mi tarea de reciclaje y clasificación, cuando sentí una fuerte palmada en mi nuca. Volteé y ahí estaba el jefe de cocineros gritándome, enfurecido, mientras señalaba al suelo.

Supuse que me pedía limpiar la salsa derramada, por lo que tomé un trapo y me arrodillé para limpiar el suelo. De pronto sentí su pie en mi hombro arrojándome hacia atrás con fuerza. Caí de culo. Me tendió una cuchara y el salsero. Entendí que me pedía recoger la salsa a cucharadas para luego reciclarla.

Tomé por la cola la rata más gorda a mi alcance y agarré al jefe de cocineros a ratazos por toda la cocina, en dirección a la puerta y fuera de ésta hacia el comedor. Lo perseguía con el roedor agarrado de la cola. Un mesero se me colgó del cuello pero mi cólera me hacía indomable. Apenas sentí su peso. Me encontraba hecho un toro salvaje. El cuerpo gelatinoso de la rata terminó por reventarle al jefe de cocineros en su hombro, dejándome la pura cola en mi mano. Se escuchaban gritos de pavor. La cajera estaba vuelta loca. Los clientes boquiabiertos. Una vez más me daba cuenta de mi potencial en una ciudad como ésa, donde la gente no sabía tu nombre ni conocía tu fama ni tu familia. Podía atacar de la nada, aprovechándome del factor sorpresa. Me hice a la idea de que en una ciudad la gente no está en tu cara todo el tiempo como en el pueblo, donde todos ya esperaban de antemano un arranque de mi parte. Comenzaba a aprovecharme de esta ventaja nunca antes experimentada. Me sentía invencible.

–Soy el Malasuerte —le anuncié al mundo entero—. Feo pero de buen cuerpo porque soy hombre de fuerza; sé mecánica y sé vudú; sé karate y le sé a la construcción. Soy cabrón.

Llegué a la pensión, abrí una Tecate, encendí un tabaco y me puse a escuchar a Los Invasores de Nuevo León. En el cuarto ya teníamos una radio. Don Leo la compró antes de partir a cobrar venganza, con mi cuete.

Luego de que el clima nocturno refrescó un poco el concreto ardiente de Chicali, salí a caminar por la avenida Justo Sierra hasta llegar al cine. La película tenía por protagonista a un periodista que se la pasaba triste todo el tiempo. Como con cara de estreñido. Como si tuviese problemas para ir al baño y necesitara una buena dosis de Metamucil. Como si llevara toda la miseria del mundo sobre sus sufridos y virtuosos hombros. Su editor no paraba de recordarle que estaban por cerrar la edición del diario, pero en lugar de entregarle a éste la nota que exhibirá toda la corrupción del gobierno, el reportero se metió en un bar donde permaneció horas fumando y chiquiteando su trago de whisky. Me salí durante el intermedio. Quizá no entendí lo que el director me quiso decir con sus escenas aburridas porque en aquel entonces nomás veía películas de Sergio Goyri, Valentín Trujillo y los Almada.

Al regresar al cuarto la puerta no se dejaba abrir. Algo detrás la estorbaba. Empujé con fuerza y la puerta se abrió arrastrando algo pesado. Me asomé y descubrí dos cajas de cartón, una sobre la otra. Había una botella de brandy medio vacía junto al radio. Del baño salían voces. Una era la de don Leonardo. Al parecer, tenía compañía. Su cama se encontraba deshecha. Distinguí una voz de mujer. Don Leo salió del baño con nada puesto excepto una toalla enredada en su cintura. Su mirada era evasiva. Su comportamiento me resultó familiar. Demasiado familiar.

–Hola, Tomás. Te traje estas dos cajas llenas de novelas policiacas. Ahí está todo lo que sé de la vida. Eran mías.

Señalé hacia el baño. Pregunté quién estaba ahí.

–Nos metimos a bañar —musitó don Leonardo—. En un momento sale Raquel.

–¿La señora que iba a matar?

Don Leonardo abrió mucho los ojos y puso un dedo en su boca. Me pidió que bajara la voz. Quise saber qué hacía esa mujer ahí. Don Leonardo me cogió del brazo y me llevó para afuera. Apenas nos dirigíamos a la puerta cuando salió la bruja.

–Amor, déjame presentarte a un verdadero cabrón —dijo don Leonardo, regresándome al cuarto con su mano en mi espalda—. Éste es el famoso Tomás Peralta, alias el Malasuerte.

–Mucho gusto —repuso la hechicera—. Soy Raquel.

Don Leo se disculpó con la bruja y me volvió a llevar para afuera. Salimos al pasillo y ahí continuamos hablando en secreto, con don Leonardo asomándose de manera nerviosa dentro del cuarto para cerciorarse de que Raquel no escuchara nuestra conversación.

–¿No se pudo enredar con otra mujer?

–Tú no entiendes, Tomás. No conoces ese aroma. Un aroma que te atrapa. Tú no sabes porque no lo conoces.

Don Leonardo me recordaba a mi padre durante los días previos a su fuga con Leonora. Sus pupilas parecían balancearse como dos péndulos. Sujeté a don Leonardo de los hombros.

–Mi padre conoció ese aroma —dejé en claro—. Él se curó partiéndose el cráneo y quedando imbécil para toda su vida. Sé de lo que le hablo.

–Vengan, chicos —dijo la sexy jarocha, desde el interior del cuarto.

–Me voy mañana a Tijuana – aclaré— . Debo comprar una maleta.

–Llévate los libros que te traje, Tomás. Te van a servir. La radio también.

Al día siguiente partí a la central camionera, con rumbo a la ciudad de Tijuana.

Nuevos maestros, nuevos desafíos

La Revolución era una avenida plagada de trampas para turistas con forma de burdeles, boticas, cantinas, centros nocturnos y tiendas de artesanías. En su extremo norte, la calle se sujetaba fuertemente a la frontera con los Estados Unidos, de donde provenía su sustento: gringos pervertidos que cruzaban diariamente la garita de San Isidro. En aquellos días su banda sonora era una mezcla de hip-hop de la Costa Oeste y corridos norteños. Estaba maravillado. Iba y venía por la Revu, de sur a norte y de vuelta, intentando memorizar cada grieta en su mítico asfalto, las estrías presentes en cada paradita vestida de colegiala, las rayas pintadas en cada burrito cebra.

Tijuana te abría los brazos cuando llegabas. Como dijo el poeta, era una ciudad ancha de espaldas. Sus aceras brindaban la sensación de que cabíamos todos. En TJ la gente estaba demasiado ocupada en lo suyo, que las más de las veces era mantenerse a flote, así que no había viejas chismosas metiendo sus narices donde no las llamaban. Las personas no eran tan supersticiosas para juzgarme por mi pelo rojo.

Lo único que no me gustaba de Tijuana era la torre ubicada al lado del Club Campestre y frente al restaurante con forma de sombrero. El edificio emitía malas vibras que me causaban escalofríos y hasta mareos. El clima se encontraba eternamente nublado en esa parte de la ciudad. Le sacaba la vuelta a toda costa pero, al mismo tiempo, creo que fue la Torre lo que me hizo ir a Tijuana, antes que cualquier otra cosa. Me llamó de una forma que no puedo explicar.

Tenía bastante claro que no debía trabajar en las fábricas ubicadas al este de la ciudad. Esto por mi propia salud. En Chicali tuve oportunidad de echarle un ojo a esa gente. Gente sin vida, es lo que digo. Como cuerpos sin alma. Salían del turno nocturno arrastrando los pies. Como zombis. Con sus ojeras, su mirada perdida y su tez color gris. Los de complexión delgada lucían desnutridos y los gordos lucían mórbidos e insanos.

Con el dinero que tenía ahorrado me instalé en una pensión de la calle Coahuila, a un par de cuadras de establecimientos como el Tropical y el Chicago. También me quedaban cerca bares para estudiantes de la universidad pero a esos jamás entré.

El alquiler era de cien dólares mensuales. La pensión contaba con un baño compartido y agua caliente. El cuarto a la derecha del mío se mantenía todo el tiempo cerrado, emanando vapor del quicio de la puerta. Siempre estaba lleno de cocineros de metanfetamina que salían sudorosos. En vez de voces, sólo escuchaba murmullos ahí dentro. Era permanente el sonido de utensilios metálicos y muebles siendo desplazados de un lugar a otro.

A mi izquierda tenía al boticario nazi jarocho que siempre andaba con su gripa colombiana que él decía que era sinusitis. A pesar de su tez morena, su lectura predilecta era Mi lucha, de Adolfo Hitler, el cual consideraba un libro de autoayuda con ideas muy interesantes.

–De vivir en tiempos del Tercer Reich reencarnarías como jabón —opiné.

–Todo eso es mentira —indicó el boticario nazi—. Como el viaje a la Luna y el mito de la Tierra redonda. Por ejemplo, ¿has visto la torre que está cerca del Club Campestre? Ahí se encuentra Sandkühlcaán. Un ave carroñera de dos metros de alto y con sotana roja. Controla el vicio y el juego en Tijuana. Es propietario de la compañía de gas y de todos los books.

Manifesté mi incredulidad. El boticario nazi jarocho puso su mano en mi hombro.

–Tienes que despertar, amigo. ¿Estás familiarizado con esos misteriosos locales decorados con cortinas color verde que hay por toda la ciudad?

–Sí —dije—, son clubes de nutrición. Venden polvitos para adelgazar, licuados proteínicos y esas cosas.

–¿Acaso has visto a un sujeto en forma saliendo de uno de esos congales?

Jamás había visto a un sujeto en forma saliendo de uno de esos congales.

–Son templos donde se celebra El Culto a Bugalú. La verdad está allá afuera, amigo.

La principal afición del boticario nazi jarocho, además de la salsa, las teorías de la conspiración y la literatura nazi, eran las mujerzuelas. Todos los viernes salía de su trabajo en una de las boticas ubicadas sobre la avenida Revolución, conquistaba a un par de furcias y se las traía a la vecindad. Algunas cadavéricas, otras sin dientes y una que otra tuerta o coja. Una vez toqué a su puerta, la cual se abrió jalada hacia adentro por un sudoroso boticario desnudo, excepto por sus trusas marca Zaga. Héctor Lavoe cantaba a todo pulmón “El día de mi suerte” desde el equipo de sonido.

–¿En qué le puedo ayudar, vecino?

–Bajándole a su música —respondí.

–Pásele, tengo unas chicas —dijo, refiriéndose a dos ancianas paradas detrás de él.

–Tengo novia – aclaré, refiriéndome a mi linda pollita.

–Con confianza – insistió.

–Está bien.

Pasé. De aquella noche conservo recuerdos vagos. Mis manos acariciando piernas huesudas y de aspecto enfermizo; dentaduras con colmillos afilados; gritos y carcajadas estridentes, música de salsa, nachos y ron con coca.

Enseguida del boticario nazi jarocho, en el cuarto veintiuno, estaba la profesora de manualidades que daba clases en una escuela para alumnos con habilidades especiales. Un día esta mujer tocó a mi puerta. Era tan velluda que le crecía un incipiente bigote que no se rasuraba.

–Soy su vecina —se presentó—. Gladys Muñoz.

La profesora de manualidades que daba clases en la escuela para alumnos con habilidades especiales hablaba con un tono tan agudo que me taladraba la cabeza. Me presenté. Gladys Muñoz gritó de emoción. Su chillido me hizo brincar del susto.

–¿De verdad te llamas Tomás?

–Tomás es mi nombre —dije.

Gladys Muñoz volvió a gritar de emoción.

–Te llamas igual que un pretendiente que dejé en San Quintín. Cuando te vi llegar me recordaste mucho a él. Qué bárbaro, qué casualidad. Es un chico lindo.

Y ciego, pensé.

A la semana de nuestro primer encuentro, Gladys Muñoz terminó por sacarme de mis casillas. Todos los días me traía sus chismes e intrigas: que si las orgías del boticario nazi jarocho, que su salsa ruidosa, que sus mujerzuelas, que sus drogas. Ataques muy viles en contra de mi vecino. Descargué toda mi frustración en contra de Gladys Muñoz cuando alcancé a escuchar esa música conocida como trova. El cubano cantando acerca de un mundo mejor hizo que me deprimiera en serio. Decidí que no toleraría más atropellos. Fui hasta el cuarto de Gladys Muñoz y toqué a su puerta. Me abrió.

–Eres motivosa y delicada —exclamé—. Por eso estamos como estamos en México, por la falta de consideración al prójimo, por la indiferencia, por la impunidad y por la corrupción. Qué falta de educación y de cultura demuestras. Le subes a tu música y no tienes la más mínima consideración para con los demás que no comparten tu mismo horario ni tus gustos por esa música de trova.

Gladys Muñoz procedió a llorar:

–Para empezar, no tienes por qué insultarme. Siempre te he tratado bien. No sé por qué estás enojado conmigo. No sé qué te hice.

Recapacité. Me disculpé. Dije que estaba muy frustrado porque no había encontrado trabajo. Di media vuelta y regresé a mi cuarto. ¿Por qué esa propensión de los seres humanos a desquitarse siempre con el más débil? Qué mal estaba yo. Pero uno no puede pasarse la vida lamentándose por los errores cometidos en el pasado. Lo hecho, hecho está. El muerto al pozo y el vivo al gozo. No hay mal que por bien no venga y todo eso.

Pronto aprendí a hablar el spanglish, ese lenguaje propio de la frontera con los Estados Unidos. Y es que en Tijuana no es trapeador, es mopa; no es novia, es jaina; no es refresco, es soda; no es autobaño, es cárguach; no es limpiaparabrisas, es guáiper; no es casillero, es láquer; no es deshuesadero, es yonque; no es policía, es placa; no es gasolinera, es gotera; no son veinticinco centavos de dólar, es cora; no son ofertas, son especiales; no es casino, es buc; no es calle Coahuila, es Cagüilón; no es avenida Revolución, es la Revu. Es más, en Tijuana ni siquiera soy sonoloense, soy chinola. Así nos dicen.

Con documentos más falsos que la sonrisa de un político hice el examen de admisión para la Secretaría de Seguridad Pública, donde pasé sin problemas el físico pero reprobé el escolar y el psicométrico. Un licenciado que hizo el examen físico conmigo salió con cara de pocos amigos de la oficina del comandante Matías Escalante, alias el Catrín. Le pregunté cómo le fue.

–Dice que no reúno el perfil —me respondió, cabizbajo.

La secretaria me informó que era mi turno de pasar a la oficina del Catrín. Qué hombre tan más elegante, dios mío. Con su bigotito bien delineado, su loción aftershave, su pelo bien peinado, su uniforme planchadito y sus zapatos recién boleados. Me dio pena llegar todo sudado y mugroso por culpa del examen físico. El comandante Matías Escalante, quien se encontraba más fresco que una lechuga, me invitó a sentarme frente a él. La silla era de las buenas porque no crujió ante mi peso, que está constituido de puro músculo. El Catrín fue al grano:

–Tigre, ¿por qué mintió en su aplicación?

Tigre, así les llamaba a todos. Fingí demencia. El comandante leyó mi aplicación:

–Aquí puso que tenía la preparatoria terminada y más de cinco años viviendo en la entidad. Por otro lado, omitió que lo buscan por asesinato en Sonoloa.

Puse cara de palo. Le pregunté quién andaba diciendo eso. El Catrín amplió su sonrisa y señaló la pantalla de su computadora:

–La computadora lo dice, tigre.

Lo primero que pensé fue putas computadoras. Era la primera vez que veía una tan cerca, pero en cuanto la vi supe que un aparato de esos no iba a traerme nada bueno. Había llegado la hora de huir. El Catrín era atlético pero no podría conmigo. Afuera había agentes, secretarias, abogados y periodistas, pero tampoco podrían conmigo. Lo primero que tenía que hacer era quitarle su reglamentaria al Catrín y llevármelo de rehén. Gritaría:

–Un paso en falso y le vuelo los sesos a este malnacido. Tú —le diría al municipal más panzón que viera cerca—, dame las llaves de tu patrulla. Te juro que si me juegas chueco, te quedas sin comandante.

El policía sumiría la panza para sacar las llaves de su cinturón. Enseguida me llevaría a rastras al Catrín hasta el estacionamiento, donde me desharía de él antes de arrancar. Lo vi cientos de veces en las películas. Siempre funcionaba.

–Creo que esto ha sido un error —dije.

Me paré lentamente. El comandante me pidió quedarme.

–Usted reúne todo el perfil del buen policía —aseguró.

No entendí nada:

–¿Y los asesinatos?

–¿Qué espera? ¿Que reclutemos monaguillos? No, tigre.

La cosa tenía lógica. El comandante Escalante necesitaba hijos de puta que no se espantaran con nada, como yo.

–¿Qué dice? ¿Acepta ser parte de la Honorable Secretaría de Seguridad Pública de Tijuana?

Acepté. Fue el comandante Matías Escalante el que hizo que me despabilara de una vez por todas. Al principio yo iba con zapato negro y calcetas blancas, como Michael Jackson, y él me regresaba. Decía que debía respetar mi uniforme. Que debía lucir como un verdadero representante de la ley. Luego me asignó a Nicolás Reyna como mi compañero de patrulla. A Nicolás Reyna le apodaban el Sheriff porque vestía como vaquero. Estaba casado con una morena hermosa llamada Lorena Guerra, quien cada vez adquiría más influencia y poder en la ciudad de Tijuana. Más adelante les hablaré un poco más de los dos.

Como le caíamos bien, el comandante nomás nos pidió mil pesos a la semana, al Sheriff y a mí. Nuestro deber era garantizar la seguridad de los gabachos en la Zona Norte. Ninguna ejecución, ningún tiroteo y ningún asalto debían ser llevados a cabo de la calle tercera a la Coahuila. Gracias a oficiales valientes y comprometidos como Nicolás Reyna y un servidor, la cuadra con más vicios en el mundo era también la más segura. Debo aclarar que nosotros no padroteábamos. Al menos no de manera directa. Otro de nuestros deberes era impedir a toda costa la trata infantil.

Una noche, en el taller El Chatarras, me tocó meterle un palo por el culo a un bolero del parque Teniente Guerrero que padroteaba niños. Nicolás Reyna lo sujetó.

Me sentía muy a gusto con mi nueva apariencia. Me rasuraba la cara con crema de afeitar y andaba con mi pelo bien cortadito. Tenía buen cuerpo y buen trasero. Velludo pero carnoso. Es decir, no tenía nalgas de mariachi ni tampoco de mujer. Las paraditas no paraban de pellizcarme el trasero cada que podían. Los travestís también querían darse ese gusto, pero a éstos los mantenía a raya debido a que no soy tan moderno. (Lo intento pero todavía no me sale.) Entre los travestis, los más cotizados eran los que seguían con palanca al piso. Los que se hacían la jarocha eran del todo ignorados por sus antiguos clientes y regresaban a sus respectivos terruños, sin dinero.

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Litres'teki yayın tarihi:
04 mayıs 2025
Hacim:
524 s. 7 illüstrasyon
ISBN:
9786075279480
Yayıncı:
Telif hakkı:
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