Kitabı oku: «Las leyes del pasado», sayfa 3
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Sanofevich aguardó de pie, detrás de la puerta, a la izquierda, con la daga en la mano izquierda. Se había metido en la cintura todos los cuchillos que Sybila tenía en su pequeña e inútil cocina. Estaba acostumbrado a las esperas largas, a la inmovilidad, a los tiempos muertos. No pensaba: por su oído desfilaba la lista de palabras en portugués que le había enseñado Sybila. Por no pensar, aprendía con facilidad lo que necesitaba y no lo olvidaba nunca. La razón es una carga para quien tiene las cosas claras y sabe hacer algo con eficacia: Sanofevich quería dinero y sabía matar, escapar, imponer, dominar. Conocía el placer, es cierto: había disfrutado en los pogroms de Odessa, en su ya casi lejana adolescencia, y en las incursiones del ejército blanco sobre los shtetl de Ucrania y de Polonia: los dominios de la muerte eran los suyos. Y jamás había sentido debilidad alguna por un cuerpo ajeno, de hembra o de varón. Él no perdía el tiempo como sus compañeros, forzando a las mujeres antes de acabar con ellas. Le repelía el contacto carnal y hasta le irritaban los roces fugaces en los bares y en las calles muy concurridas.
Oyó los pasos antes de que empezaran a subir por las escaleras procurando no hacer ruidos que llamaran la atención. Tres personas, y una de ellas era Sybila. La última, por supuesto. Les oyó en el corredor. Les oyó detenerse al otro lado de la pared.
La puerta, sin llave, se abrió de pronto. El primero de los intrusos, al no ver a nadie, avanzó un paso. El brazo derecho de Sanofevich le rodeó la cabeza: con el izquierdo pegó el tajo, y la sangre de la carótida cortada de su víctima manchó el suelo y la pared frontera. El cadáver y la puerta, arrojados hacia la derecha por el ruso, golpearon al segundo visitante, impulsado hacia el interior por la ansiedad de Sybila quien, abdicando de toda discreción, había empezado a gritar al ver sangre: caído y desesperado por salvar su vida, el hombre intentó ponerse en pie. El cuchillo de Sanofevich entró un poco por debajo del cráneo, partiéndole la médula.
El ruso se lanzó hacia afuera. Oyó cerrarse una puerta. Sybila, al verle delante, calló. Él la empujó hacia la pared sin esfuerzo, sin dejar de mirarla a los ojos, sin ira. Ella le dejaba hacer. Cuando Sanofevich le clavó la mano derecha a la pared, se imaginó crucificada. Cuando otra hoja fijó al muro su mano izquierda, pensó que a la crucifixión, si era breve, se sobrevivía: Cristo había durado horas, y ella, además, tenía los pies en el suelo, su sufrimiento era menor. Empezó a dudar cuando su enemigo entró en el piso y salió con un taburete en la mano: los dos golpes que le partieron las piernas cambiaron su idea del mundo. La daga pequeña, la misma que había traspasado la mano del marinero inglés, fue lo último que vio. El roce del metal en las órbitas le hizo desear la muerte. Supo que había llegado cuando oyó decir:
—Sybila corazón. Sanofevich corazón no.
4
Sanofevich siguió hacia el sur. Cerca de Paysandú, en el Uruguay, tuvo un encuentro.
Había robado un caballo y un revólver muchos días atrás, antes de cruzar la frontera y olvidar el Brasil. Recorría un camino de tierra, al paso, para no cansar al animal y porque no tenía prisa, cuando vio venir de frente un automóvil. Esperó hasta tenerlo cerca, a menos de cien metros, sacó el arma y disparó un tiro al aire. Después, apuntó al parabrisas. El vehículo, un Ford, se detuvo. En su interior iban cuatro hombres. Les indicó por señas que bajaran y ellos obedecieron.
El que conducía llevaba un arma a su lado, sobre el asiento: abrió la puerta de su lado con la izquierda y recogió la pistola con la derecha, sacó un pie e impulsó el resto de su cuerpo hacia afuera: cuando su pecho estaba a la altura de la ventanilla y él sonreía, con una mano sobre el borde del cristal abierto y la otra colgando, fuera de la vista, Sanofevich le destrozó la cabeza con un disparo. El acompañante alzó las manos, empujó la puerta con las rodillas y salió lentamente, apartándose del coche. Lo mismo hicieron los del asiento trasero. Uno de ellos era el que mandaba: iba bien vestido, con traje y sombrero de fieltro negros, y camisa blanca. Usaba corbata y tenía los zapatos lustrados.
—Dinero —dijo Sanofevich en ruso: si no le entendían, peor para ellos.
—Yo tengo —le respondió el jefe, también en ruso.
—Sáquelo con cuidado —ordenó el asaltante.
El del traje negro metió dos dedos, el índice y el anular, en el bolsillo exterior de la chaqueta y mostró un montón de billetes perfectamente doblados y sujetos con un broche metálico.
—Hay dos mil pesos —aseguró.
—Acérquese —dijo Sanofevich.
El hombre se acercó a paso lento, sin bajar los ojos, sereno, con el brazo en alto, mostrando los billetes. Sanofevich intentaba sostenerle la mirada, pero por momentos observaba el dinero. Hasta que el otro estuvo a menos de dos metros.
—Basta. Quédese donde está.
—¿Qué va a hacer? Si los dejo en el suelo, tendrá que bajarse del caballo, y eso es peligroso. Para dárselos en la mano, yo tendría que acercarme más, y eso también es peligroso. Usted es un hombre decidido, así que lo más probable es que nos mate a todos antes de largarse. Pero no puedo dejar de decirle que, si me mata ahora, se perderá muchos fajos como éste —lo movió ligeramente en el aire—. Serían dos mil pesos por cuatro muertos y se le acabaría el negocio. Si no tiene inconveniente en hacer este tipo de trabajo, me permito ofrecerle dos mil pesos por fiambre, y le aseguro que tengo unos cuantos enemigos que quitarme de en medio.
Sanofevich bajó el revólver y consideró la propuesta.
—¿Cómo sé que no me engaña? —preguntó al final.
—Usted sabe que no le engaño —contestó el otro, bajando el brazo con el dinero.
—¿De dónde es? —quiso saber Sanofevich.
—Bielorruso. De una aldea, a muchas verstas de Minsk. No la conocerá.
—Conozco Minsk… Y esos trabajos… ¿hay que ir muy lejos para hacerlos?
—No muy lejos, teniendo en cuenta lo que ya ha viajado. En Montevideo. Y en Buenos Aires. Pero esta noche descansaremos en Paysandú, acá cerca.
—Está bien. Vamos.
—¿A caballo? ¿Por qué no en el coche? Podríamos llevar al animal atado y viajar despacio… ¿Sabe manejar un automóvil?
—Claro. Y no necesito el caballo. Puedo conseguir otro cuando se me antoje —sonrió Sanofevich.
—¿Quiere guiar el mío?
Sanofevich desmontó sin demasiadas reflexiones y ocupó el lugar del hombre al que acababa de matar.
Tardaron en partir porque, sin que mediara orden alguna, los dos individuos que viajaban con el jefe abrieron el maletero, sacaron de él dos palas, llevaron el cadáver a un lado del camino y lo enterraron a no demasiada profundidad: el incidente estaba previsto en el orden habitual de sus vidas.
5
El patrón se llamaba Novak y pagaba bien, en miles de pesos. Sanofevich era eficaz: daba la muerte con la sobria precisión de los artesanos, sin ardor ni debilidad en el pulso. Los rivales de los que Novak se iba deshaciendo eran gentes como él: traficantes de mujeres, dueños de prostíbulos provinciales con sábanas grises y olor a desinfectante barato, con clientela cazcarrienta, rápida y callada. Cuando uno de esos hombres desaparecía, en un viaje sin regreso a Polonia o a Francia, él se hacía cargo de sus bienes, de sus pupilas y de sus acuerdos con la policía, mejorándolos siempre.
Novak no actuaba en solitario. Pertenecía a una organización cuyo nombre no conoció Sanofevich hasta mucho más tarde: a él no le interesaban los detalles.
Novak tenía una mujer, retirada del oficio: Nadia era una rusa rubia y opulenta que había salido del burdel porque tenía trato personal con el diablo. A ella le traían sin cuidado los hombres y permitía ciertos usos a su amante, no demasiado exigente ni especialmente apasionado, porque había comprendido que unos minutos de ejercicio sobre su cuerpo le tranquilizaban y le daban cierta lucidez. Y Nadia le quería sereno y reflexivo porque era su socia y él tenía que ganar dinero para los dos. El pacto entre ambos era claro: la mujer se encargaba de asegurar al rufián la protección de su amo, el Maligno, y él, gozando de constante inmunidad, aumentaba sin cesar la riqueza de ambos.
La propia Nadia le contó la historia a Sanofevich, y él no encontró motivo alguno para dudar de su veracidad: si una mujer conseguía salir de la cama pública debía de haber alcanzado algún acuerdo con los grandes poderes o haber enamorado a su amo, lo que venía a ser, de hecho, lo mismo. De modo que, cuando ella le pidió que le permitiera acompañarle en una de sus incursiones, únicamente como espectadora, se limitó a consultar a Novak con la mirada.
—Si a la chica le gusta ver morir, no seré yo quien se lo niegue —declaró el rufián.
Ciertamente, a ella le gustaba. Era lo único que realmente le gustaba, igual que a Sanofevich. Además, era de ayuda.
La primera noche que salieron juntos, en Buenos Aires, Sanofevich detuvo el automóvil en la esquina de la casa del que iba a ser su víctima, un tal Molnar, propietario de media docena de mujeres que sudaban oro en remotos rincones de la ciudad.
—Cuéntame cómo piensas hacerlo —pidió Nadia.
—Como siempre —abrevió Sanofevich.
—¿Y cómo es siempre?
—Llamo a la puerta y pregunto por él. Llevo unos cuantos billetes en la mano y los voy contando, como para pagarle algo. Eso da confianza. Si está, sale a atenderme. Y cuando sale, yo saco el cuchillo —lo hizo, mostró la hoja y a la mujer le corrió un frío feliz por la nuca— y le corto el cogote. Se quedan mirando quién sabe qué un rato largo, sin caerse, y alguno hasta da algún paso antes de venirse abajo. Pero yo ya me fui. Un tajo y vuelta al coche, para ya no estar cuando se acaban. Me aburre verlos.
—A mí no. Hoy lo vamos a hacer distinto.
—Como quiera.
—Lo vas a traer al coche.
—No va a querer venir. Que salgan a la puerta ya es un triunfo, aunque uno cuente billetes de cien en las narices de los alcahuetes.
—Vendrá, porque le dirás que le estoy esperando yo. Molnar me conoce y me tiene miedo. Le tiene miedo al diablo.
Sanofevich la miró a los ojos, atrevido y tonto como un niño.
—¿Es verdad que usted habla con él? —preguntó.
—A veces —contestó ella—. Adelanta un poco más. Para justo delante de la puerta. Que me vea bien.
Sanofevich obedeció. Tenía unos cuantos billetes dispuestos cuando alzó y soltó el llamador —una lánguida mano de bronce que golpeó en la madera como un anuncio del mal—, pero no le hicieron falta: salió Molnar en persona, con una media sonrisa y las cejas alzadas, sin corbata y con el cuello de la camisa desabrochado. Tampoco le hicieron falta palabras: el otro vio el automóvil, miró hacia el interior e identificó a Nadia. Ella hizo un gesto y Molnar anduvo hacia el vehículo. Nadia, que estaba ante el volante, le señaló el asiento del acompañante, como quien propone un paseo o una conversación confortable.
Sanofevich mantuvo la portezuela abierta hasta que el hombre se hubo sentado. Después la cerró y fue a acomodarse tras él.
—¿En qué puedo ayudarte? —ofreció Molnar.
—No puedes ayudarme —dijo Nadia—. Si acaso, darme una satisfacción muy especial.
Sanofevich le sujetó con el brazo izquierdo, cruzándolo por encima del pecho, desde el hombro hasta el sobaco del otro lado: era un brazo largo e inflexible.
—¿Hace falta esto? —averiguó Molnar con preocupación.
—Creo que sí —suspiró ella.
—¿Y qué satisfacción esperas de mí?
Nadia le puso la mano entre las piernas y empezó a acariciarlo con suave firmeza.
—No me la podrás negar —dijo.
—¿No?
—No. Escúchame bien: es algo acordado con quien ya sabes.
—¿Con él?
—Con él. Y es mi deseo.
—Dilo. Di qué quieres, por favor.
—Quiero que te mueras despacio. Quiero sentirlo aquí abajo. —Apretó levemente el sexo de Molnar—. Sentir aquí abajo cómo te mueres.
—¿Y qué tengo que hacer para morirme?
—Tú, nada. Lo hará mi amigo.
Sanofevich sacó su cuchillo y lo apoyó en la garganta de Molnar.
—Un tajo ligero, tibio, que no haga daño —pidió Nadia.
Sanofevich hizo un corte fino y largo, de lado a lado, dejando un hilo, menos que un hilo, un pelo rojo en la piel del que iba a morir, y devolvió la hoja al punto de partida. Era una especie de esquema, de proyecto de final.
—Hijo de puta —dijo Molnar—. Me va a matar de verdad.
—Claro —confirmó Nadia—. ¿Qué pasa? ¿Ya no sientes mi mano?
—¿Qué quieres que sienta?
—No sé. Vamos a cortar un poco más, a ver qué pasa.
Esta vez, Sanofevich no movió el arma: simplemente, apretó. Empezó a caer sangre sobre la camisa de Molnar y sobre el brazo de su asesino.
Nadia apartó la mano de la bragueta del hombre.
—¡Pobre asqueroso! —protestó, secándose los dedos en la manga de Molnar—. ¿No se te ocurre nada mejor que mearte? ¡Esto no es una broma! ¡Es tu muerte!
—Por eso me he meado —se defendió todavía el otro.
—¡Qué muerte más triste! —lamentó ella, cogiéndole la mano y mirándole a los ojos—. ¿No te irá a pasar nada peor? Esperaba más de ti.
—No puedo más.
—¡Sanofevich! ¡Acaba!
Sanofevich cortó a fondo, siguiendo el trazo del principio.
Nadia sintió la muerte de Molnar en la mano, en el apretón inútil y casi cariñoso del agónico, y la entrevió en sus ojos, que se mantuvieron encendidos un instante más. Pero no la percibió en su plenitud: comprendió que el horror verdadero, consciente, doloroso, se diluía a veces en el miedo vulgar, que oscurece el entendimiento, relaja los esfínteres y pudre el carácter. Habría que seguir haciéndolo: en algunas ocasiones, seguramente excepcionales, darían con quien supiese morir, y en otras, la mayoría, se mancharían la ropa a cambio de nada.
Nadia bajó del coche y echó a andar hacia la avenida más próxima, donde podría encontrar un taxi. Tal vez, en aquella época, aunque no fuese algo frecuente, una mujer pudiese andar sola por la calle. Buenos Aires era una ciudad segura.
Sanofevich retornó al volante y se metió en la noche con el cadáver que nadie jamás encontraría.
6
Todo parece haber ido bien en aquella particular sociedad —una sociedad para el goce y, por tanto, un modo de pasión— hasta el momento en que a Nadia se le metió en la cabeza la idea, el sueño, el deseo —que debe de haber resumido y superado el conjunto de sus ideas, sueños y deseos anteriores—, la imperiosa, urgente necesidad de ver morir a Novak. Eso, al menos, fue lo que imaginó Stèfano Bardelli, mi padre, que no era escritor, sino un luthier, o violero, como él mismo prefería llamarse, por amor a un castellano que, no siendo su lengua materna, era de su elección y de su devoción, un violero que, a la vez que cortaba y pulía y lustraba maderas llenas de sonidos que durante largas temporadas sólo él conocía, aunque no los hubiese escuchado nunca, hacía constantemente lo que constantemente hacen los escritores: recordar historias y contarlas una vez y otra, cada una con leves variantes, repetidas una noche y la siguiente, pero la segunda vez con algún detalle añadido, dos o tres palabras, que daban nuevo sentido al relato, o a algún otro anterior, y abrían paso al que seguiría, que, por alejado y distinto que semejara ser, siempre guardaba cierto vínculo con los demás. Porque el alma que recordaba, imaginaba, componía y reorganizaba esas viejas materias era la misma.
Stèfano Bardelli había llegado a la conclusión de que sólo por el deseo de Nadia podían haber terminado las cosas como terminaron: con el asesinato de los dos, de la mujer y de Novak, por Sanofevich, cuyas relaciones con la muerte eran tan concretas como poco realistas, y que se sintió desconcertado hasta la locura al enfrentarse a dos hechos tan contradictorios como el de que Novak le pagara para que él hiciera lo que Nadia le ordenase, y el de que ella le ordenase matar precisamente a Novak.
El cuento así contado adquiría toda su entidad cuando uno se enteraba de qué era lo único que Sanofevich había dicho después de su detención, en presencia del juez y antes de que le enviaran al fin del mundo, a pagar por lo que fuese. Porque había sido detenido de inmediato, por los mismos policías que, en atención a sus acuerdos con Novak, le habían permitido actuar impunemente hasta entonces. Por esos mismos acuerdos, nadie habló nunca de los asesinatos anteriores, que no habían existido: algunos ciudadanos del imperio granruso habían emprendido viajes a sus tierras de origen, de los que no habían regresado: eran simples ausentes de los lugares que solían frecuentar, como definía esos casos la jerga policial: eran desaparecidos, y por los desaparecidos nadie tiene por qué preocuparse. Pero Sanofevich fue acusado del asesinato de Novak y de Nadia, cometido, según el juez y un cronista perezoso, por razones pasionales. Lo que él dijo, según recordaba Stèfano Bardelli, sin que se halle recogido con fidelidad en el acta del proceso por la escasa cualificación del intérprete del que se sirvió el tribunal, fue: «Hice lo que Nadia quería y lo que Novak hubiese querido, y, aunque no les cobré por el favor, me sentí bien al final».
Las cárceles de Buenos Aires estaban llenas, Sanofevich no tenía familia que le visitara y un doble asesinato requería un castigo ejemplar. La condena era a cadena perpetua, pero el lugar en que debía cumplirse, el penal de Ushuaia, a miles de kilómetros al sur de Buenos Aires, en la Tierra del Fuego, donde el continente americano se acaba, y se anuncia, en los bloques de hielo flotantes, la Antártida, la convertía de hecho en pena capital. Ushuaia era entonces, y sigue siéndolo ahora, el establecimiento humano más austral del mundo. A mediados del siglo XX apenas si pasaba de las mil almas. Fundada hacia 1860 por misioneros anglicanos en un espacio árido y helado en el que sólo de tanto en tanto se veía alguno de los escasísimos indios de la región, el último de los cuales murió en 1975, el lugar no tenía más historia que la de la cárcel.
Nadie escapaba del penal de Ushuaia. No porque los guardianes fueran numerosos ni estuviesen excepcionalmente armados, ni porque fuesen muy celosos de su deber o se mantuvieran alerta día y noche sino porque, de los que alguna vez habían salido de la prisión por su propio pie, con la pretensión de alcanzar la libertad atravesando el páramo infinito, nunca se había vuelto a saber: la gente se desorientaba, enloquecía de miseria, era devorada por el frío, perdía el corazón en un curso de agua. Para comer, había que cazar o pescar. ¿Y cuánto tiempo puede andar un hombre por ese aire gélido, con poca ropa y el viento en la cara? ¿Cuántos segundos se sobrevive a la inmersión en esas temperaturas despiadadas? Sanofevich sabía todo eso mejor que cualquiera de sus compañeros de castigo: cuando aún se llamaba de otra manera, cuando su nombre era aquel que no deseaba recordar, había conocido Siberia, había sido enviado a Siberia, y había salido de Siberia andando, nadando, y creía recordar que hasta volando. Y en Siberia hacía aún más frío que en Tierra del Fuego. Aunque Siberia estaba en el continente y Ushuaia sólo se relacionaba con el mundo por el barco del presidio: no vería otra nave hasta el estrecho de Magallanes. Y aunque a Siberia había llegado él, cuando aún no era Sanofevich, con más abrigo que a Ushuaia. Había llegado vestido para sobrevivir en el invierno de Moscú o de San Petersburgo, no para pasearse por el de Buenos Aires.
Sin embargo, él saldría de Ushuaia como había salido de Siberia. No por moral, ni por orgullo, ni porque se sintiera víctima de una injusticia. No iba a recorrer la Tierra del Fuego y la Patagonia andando porque su sentido de la existencia y su idea del mundo así se lo reclamaran sino, simplemente, porque no iba a quedarse allí para siempre, y aún estaba vivo.
Ha de haberlo hecho, suponía Stèfano Bardelli, a su manera insensible, con lo que podía parecer una enorme paciencia, pero que no era más que falta de sentido del tiempo —Sanofevich no se recordaba más joven y no creía que la vejez fuese problema suyo: siempre había sido igualmente fuerte y brutal—, con una entera falta de relación con los demás reclusos, de los que no esperaba nada y a los que nada iba a dar: no esperaría la confianza ni la solidaridad de nadie. Y bien que hacía, decía mi padre al contar la historia, porque aquellos tipos ignoraban del todo tales virtudes.
La primera preocupación de Sanofevich ha de haber sido la de cómo hacerse con un arma sin que nadie, ni carceleros ni presidiarios, se enterase. Ya en Buenos Aires, antes de la sentencia. Y a Stèfano Bardelli sólo se le ocurrió una posibilidad, influido tal vez por su oficio, pero también guiado por la lógica. Los presos pasaban revisión médica. No es de creer que se tratara de una revisión exhaustiva, ni que los funcionarios clínicos a cargo del trámite se preocupasen grandemente por la posibilidad de que algún condenado fuese enviado a Ushuaia con una lesión pulmonar, lo que le acarrearía una muerte segura e iniciaría una inevitable cadena de contagios. No obstante, aun así, los hacían desnudar, controlaban sus ropas y echaban una mirada a los cuerpos. Cada prenda debía de ser mirada con rigor en busca de dinero u objetos susceptibles de constituir un peligro en manos de aquellos hombres, es decir, casi cualquier objeto. Pero los cuerpos, ¿qué se podía llevar en el cuerpo, como no fuera en la boca o en el culo? La boca, la mirarían. ¿Y el culo? ¿Para qué una investigación tan desagradable, en sujetos, por otra parte, tan sucios? ¿Qué podían llevar allí que les sirviera para la fuga? ¿Un cuchillo? Ridículo. ¿Dinero para sobornar a un guardia? ¿Cuánto? Muy poco. Y si un guardia, por unos pesos, dejaba marchar a alguno, ya se sabía cómo era el final. No valía la pena buscar allí. Lo demás estaba a la vista. Aunque un hilo, algo muy parecido a un hilo transparente, como es una cuerda de violín, no resulta fácil de ver, ni siquiera cuando está a la vista, en un varón tan peludo y bien dotado como tenía que ser Sanofevich, habida cuenta de su fuerza y de su gran estatura, de las que se habló durante años: una cuerda de violín alrededor de los testículos, no muy apretada bajo el pelo, o, pese a la rigidez del material, hasta arrollada en el surco del glande, bajo el prepucio, puesto que el hombre no era judío. O en el culo, ¿por qué no?, un pequeñísimo anillo envuelto en un condón. Donde estuviere, una vez pasado el requisito médico, una cuerda de violín se podía atar a una pierna, bajo el pantalón, por ejemplo, y permanecer en su sitio hasta que hiciera falta.
Y una cuerda de violín sirve con devoción al bien o al mal que habite la mano que la emplee: igual que los seres humanos, suena como suena la vida cuando se estremece en compañía, en el lecho conveniente, realizando un saber que algunos poseen parte a parte, pero cuya conjunción superior nace del quizás azaroso concurso de ciertos elementos de naturaleza divina; e igual que los seres humanos, separada de esa obra perfecta, sin abrazo, sin encaje, sin la amorosa inteligencia que deriva en el goce común, es instrumento para el dolor, la locura y la muerte.
De todo lo cual, decía Stèfano Bardelli, deduzco que de un objeto así tiene que haberse valido Sanofevich en su momento.
El momento de su fuga, en enero, que en aquellos parajes diabólicos es el mes menos cruel. Enero de 1925 o de 1926, a juzgar por la fecha probable de su llegada a Rosario, estimada a partir del dinero que, se sabe, produjo Hannah Goldwasser antes de poner fin a su penosa existencia.