Kitabı oku: «Las leyes del pasado», sayfa 4
3. Pájaros, mujeres, comida
Pero no puedes llevar la prueba más allá de un cierto punto.
Deja que el frío se fije en tu mano en un grado extremo
y tus dedos se descompondrán hasta su raíz […]
La determinación verdadera del mal consiste en
esta imposibilidad de remedio.
John Ruskin, Sésamo y azucenas
Mica ci vuole forza per tirare il grilletto, ci vogliono i coglioni.
Jimmy Fratianno, mafioso
1
Uno de los guardias del penal que, por razones poco claras, había salido de los límites del presidio, apareció muerto, degollado con un objeto de características imposibles de precisar, completamente desnudo y, naturalmente, desarmado, a un par de leguas del edificio, el mismo día en que Sanofevich se esfumó para siempre.
Stèfano Bardelli no me habló de esto sino hasta pasados muchos años, a finales de los cuarenta, cuando la otrora poderosa Migdal, la sociedad de los rufianes, se había disuelto en el silencio, que no debe jamás confundirse con el olvido por mucho que el primero parezca la prueba del segundo, y cuando la mafia, de cuya aventura habíamos conocido, y mal, apenas si una parte menor, ya había pactado su larga supervivencia con los gobiernos de las mayores potencias. No parece probable que en la conferencia de Yalta se haya mencionado a la mafia, llamándola por su nombre y justipreciando el sentido y el efecto de cada una de sus acciones. El minucioso Winston Churchill no se hubiese negado a hacerlo, habida cuenta del definitivo secreto de muchas de las cosas que allí se trataron, pero las referencias de detalle no condecían con el carácter de Stalin, rústico, desmedido, abarcador y amante de la ocultación —cuyos criterios de reparto de zonas de influencia, un tanto toscos a los ojos de sus colegas, excluían el debate casuístico—, ni hubiesen dejado en el mejor lugar ante la historia al presidente Roosevelt, fino negociador de los acuerdos más importantes alcanzados con la Honorable Sociedad. O, para ser más exactos, con una parte de ella, la más poderosa, la más lúcida en términos políticos. Sin embargo, lo cierto es que el mapa del mundo nacido en aquella reunión era, en medida no despreciable, fruto de la acción del maldito clan siciliano, bien arraigado en América: el Partido Comunista no había tomado ni tomaría nunca el poder en Italia, el fascismo sería suavemente sucedido por la democracia cristiana y Roma, faro de Occidente y sede de la Iglesia, permanecería en su lugar por toda la eternidad, y esto sería así porque a Stalin no le interesaba un país tan remoto, como no le había interesado España, y porque el general Patton no había entrado solo en Sicilia: le habían recibido, acompañado y guiado los mafiosos, enemigos jurados del Duce.
Y una parte de la guerra de Patton se había librado en la Argentina, en las ciudades de Buenos Aires y de Rosario, explicaba Stèfano Bardelli. En la época de la humillación de la Migdal, del paso a la notoriedad de Giovanni Galiffi, el capo, el don, don Chicho y, poco después, de un tipo cuyo nombre verdadero nadie conoció jamás pero que, por derivación y por ostensible competencia, todos dieron en llamar Chicho Chico.
2
E insistía Bardelli en Sanofevich y en Hannah Goldwasser, porque veía en ellos el retrato acabado de su tiempo.
El guardia degollado tenía dos o tres cosas esenciales para el que pretendiera fugarse: algo de abrigo, un arma, un impermeable. A Sanofevich debe de haberle bastado con un tirón de la cuerda de violín para cercenarle el cuello. Después, ha de haberle desnudado, poniéndose todas las prendas que le sirvieran, porque no es probable que el muerto fuese tan grande como él, y recogiendo el resto en un hatillo, para emplearlas para protegerse aún más cuando pudiera permitirse descansar, lo que sólo ocurriría al cabo de una larga jornada. En el mapa que decoraba la comandancia del penal, visto en el momento de su ingreso, Sanofevich había aprendido lo necesario para imaginar su ruta.
Tenía que subir hacia el norte, atravesando la Isla Grande de Tierra del Fuego, cruzar como pudiera el Estrecho de Magallanes, que en ciertos puntos parecía realmente angosto, y seguir y seguir hasta alcanzar, si no Buenos Aires, algún lugar en el que adquirir el aspecto humano que ya había empezado a perder en los días del proceso y que habría perdido por completo al finalizar su fuga, si conseguía hacerlo.
El oficialmente llamado Presidio Nacional, que la mayoría conocía como penal de la muerte o como infierno del sur, no era una cárcel a lo Montecristo, ni una cantera de horrores como la que conoció Jean Valjean, sino una prisión moderna, un panóptico benthamiano, construido al comenzar el siglo: un edificio central con cinco pabellones en forma de martillo que convergen en él. Cada pabellón tiene dos plantas con setenta y seis celdas individuales y un techo de chapa acanalada. En la parte exterior, en la zona extendida del martillo, estaban y siguen estando, ya que, si bien no se emplea desde 1947 el penal continúa allí, las instalaciones mínimas: duchas, baños, algo que denominaban enfermerías. El total de celdas es, si uno se pone a multiplicar, de trescientas ochenta, pero en ciertos momentos llegó a haber seiscientos presos. La estrella de cemento estaba rodeada por una cerca de alambre tejido de dos metros de altura. Desde la parte más alta del conjunto, en el recinto central, se ve la ciudad de Ushuaia. Y desde la ciudad se ve la cárcel. La fuga debía, pues, hacerse de noche.
Había que alcanzar de noche el pie de los montes Martial y comenzar su travesía, perderse en la nieve antes de que amaneciera.
Si hoy se mira el lugar, la escapada parece imposible. Pero hubo quien salió de él, cualquiera haya sido su destino ulterior y, según la historia recordada por Stèfano Bardelli, Sanofevich lo consiguió.
Ha de haber echado a andar, pues, sin hacer cálculos que necesariamente fallarían y que, por acertados que hubiesen podido resultar, no hubiesen mejorado su situación. Los kilómetros de la Isla Grande, unos cuatrocientos, podían llevarle días, semanas o meses, y días, o semanas, o meses, podían llevarle los que tuviera que recorrer por el continente, unos dos mil quinientos hasta Buenos Aires, unos tres mil hasta Rosario. Porque él no pensaba atravesar la zona argentina de la Isla Grande y pasar la frontera para encontrarse en Chile en pocos días, que era lo que la lógica más elemental reclamaba a poco que se mirara el mapa, sino regresar, regresar al mundo de Novak, al mundo de los traficantes.
La primera etapa era la más difícil y, de creer en la leyenda, nadie había salido de ella con vida. Claro que, pensaba Sanofevich, si alguien se hubiera salvado, ¿quién lo sabría? ¿Acaso quien huye con éxito de una cárcel va por ahí contándolo? ¿Acaso él había hablado alguna vez de Siberia?
Alcanzar el Estrecho tiene que haberle llevado mucho tiempo, aun andando como debió de haber andado: como un soldado habituado a las marchas de campaña en climas helados. Claro que, en campaña, por dura que sea la jornada, suele haber comida. Y, aunque hubiese ahorrado, apartado algo, cosa difícil cuando se come un rancho con muchas harinas y pocos elementos sólidos, y aunque hubiese robado de la cocina de la prisión, poco, porque las provisiones se cuidan especialmente en un sitio en el que la supervivencia depende de la fecha de llegada de un barco, Sanofevich contaría con muy escasos recursos. En los seis meses que pasó en el penal pudo haber acaparado, tal vez, diez o doce patatas pequeñas, uno o dos huevos y una o dos tiras de grasa. Y todo ello estaría congelado. Tendría que descongelarlo para poder meterle los dientes, llevándolo en su marcha bajo la ropa, pegado al cuerpo, o guardado en la boca, sin morderlo, hasta que resultara comestible.
Se me ocurre que el cálculo de mi padre no podía ser del todo correcto, y yo temo que pecara de mezquino porque, de una u otra forma, algo más tenía que haber reunido Sanofevich en esos meses de espera: unas raíces de plantas ruines, unos cuantos granos de sal, restos de pan en trozos pequeños, más próximos a las migas que a los mendrugos, digamos que lo imprescindible para no desfallecer en unos días, y hasta tenía que haber conservado la energía suficiente para cazar algo cuando se pusiera a su alcance, sin hacer ruidos que llamasen la atención, como el que resultaría de un disparo.
Pasados los montes Martial, a una distancia segura tanto de Ushuaia como de Río Grande, la otra población real de la isla, tal vez pudiera emplear el fusil del guardia, pero era a todas luces preferible no hacerlo hasta estar en el continente. Además, no contaba con más de seis balas, y un zorro colorado o un castor son presas demasiado rápidas para un arma como la que él debía de llevar. Encontrar un guanaco parecía lo ideal, pero yo imaginé siempre que las aves tienen que haber sido la salvación de Sanofevich, quien seguramente poseía algún don felino, la capacidad para llegarse con menos alboroto que una serpiente hasta cualquier nido y esperar inmóvil su oportunidad para atrapar una presa. Cormoranes, quizá. Para él serían simplemente pájaros. O comida, sin más. Para desplumar o despellejar, destripar, comer. Con la ayuda de la bayoneta del fusil del guardia.
Imaginar. Es la única posibilidad. No hay testimonios. Sólo sabemos, sólo sabía mi padre, que Sanofevich había sido condenado, que había huido, que había llegado un día a Rosario con Hannah Goldwasser.
Imagino a Sanofevich como lo imaginaba mi padre: eludiendo cualquier presencia humana en la Isla Grande de Tierra del Fuego. Y cruzando el Estrecho en algún punto favorable, en el que el otro lado fuese visible, echándose al mar como se echan los hombres del norte después de frotarse el cuerpo con nieve o con agua helada para que el frío repentino no les paralice el corazón, ese corazón que Sanofevich aseveraba no tener. Con la ropa envuelta en el impermeable del muerto del penal, atada a la cintura. Iniciando el trayecto a un centenar de metros de la orilla, con una carrera imparable, ciega, en la que ya habría empezado a agitar los brazos como si nadara, y nadando después, sin detenerse un instante, sin pensar, sin darse ocasión de sentir, y saliendo del agua al otro lado, sólo para continuar la carrera hasta haberse secado completamente por obra del calor del cuerpo, sin percibir la evaporación. Él, sin duda, era capaz de hacerlo, sabía hacerlo, lo había hecho en Siberia. Y tal vez, al otro lado, hubiese encontrado a alguien, un indio, uno de los pocos onas que quedaban, en una choza de madera, caliente, junto al rescoldo de lo que pudiera haber sido una hoguera de carbón de piedra, que abunda en la región: Sanofevich entrando desnudo, peludo como un oso, agitado, con su hatillo ya bajo el brazo y sentándose sin pedir permiso junto al fuego, abrigándose, volviendo a tierra firme, con toda su sangre aún en el cuerpo, comiendo lo que tuviese el indio, carne de liebre asada en esas brasas salvadoras, comiendo y mirando al indio, tan incapaz de desconcertarse por la presencia del otro como de sonreír, Sanofevich evaluando las pieles que cubrían a aquel hombre solo, mucho mejores para aquel clima que las prendas que él llevaba, pieles que se podían poner encima de su ropa urbana, pieles que le cubrirían y le salvarían de cualquier contingencia, pieles que se llevaría, Sanofevich observando al indio después de comer, deshaciendo su paquete de ropa, vistiéndose, buscando en el bolsillo del pantalón recién puesto el rollo breve de la cuerda de violín, o sacando del centro del montón, o del impermeable, la bayoneta con la que había desplumado, despellejado, destripado pájaros para comer su carne cruda, tibia, correosa, Sanofevich matando al indio con la cuerda o con la bayoneta, rebanando el cuello del indio o agujereando su corazón porque ni siquiera se le ocurriría la idea de negociar, cambiar las pieles por algo, hasta por su simple y excepcional compañía, o robarlas, sin más, a alguien que no se hubiese resistido, que no hubiese sabido resistirse, asesinando al indio por costumbre, por instinto, por perversión, porque únicamente la muerte le hacía sentirse vivo. Y durmiendo luego junto al fuego, junto al muerto, vestido y cubierto de pieles, sin sueños, sin culpas, sin dolor, sin alegría, como lo que era: la materia de la banalidad del mal.
Imagino a Sanofevich reemprendiendo su marcha hacia el norte, con la barba y el pelo muy crecidos, endurecidos por la sal del mar, olfateando el aire como un perro, o como un lobo, evitando las poblaciones, alimentándose de pájaros, otros pájaros, pero con el mismo nombre, pájaros, y de ovejas apartadas de rebaños sin pastor, de los que había en aquellas estancias sin límites, o de ovejas apartadas de rebaños con pastor muerto. Sanofevich caminando hasta encontrarse con Israel Ganitz, con Hannah Goldwasser, con Myriam Frenkel.
3
Ganitz también iba hacia el norte. Pero no tenía la fuerza, ni la experiencia, ni el hábito del rigor que le sobraban a Sanofevich. Nunca había sido soldado ni había estado sometido a situaciones de verdadero esfuerzo. Era un guapo de ciudad. Hannah y Myriam venían, en cambio, de un mundo en el que el frío, el hambre y el esfuerzo eran el pan de cada día. Aunque Myriam estuviese enferma, aunque se sintiese morir desde hacía días, desde el momento en que el aliento espeso de un marinero —aliento de vino agrio y fermento de col, de cebollas podridas y tabaco de mascar, emanación de su alma— le había cerrado la garganta para siempre. Después de aguantar tanto, ese aliento había sido como una sentencia, el límite de lo tolerable. Había apartado la cara, como lo hacía cada vez que uno de aquellos individuos se servía de ella, pero no había bastado. Cuando el capitán les dejó en la costa, llevaba una larga semana sin comer.
Ganitz hacía chasquear el látigo y, de tanto en tanto, daba voces, como si hubiese algo en el mundo que asustase a aquellas dos mujeres. Los buenos botines que se había comprado en Varsovia poco antes de emprender el viaje se demostraron endebles y hasta defectuosos al segundo día de marcha. Cuarenta horas sin un respiro, por un terreno irregular, húmedo y arenoso, le habían llenado el calzado de polvo áspero y tenía los pies llenos de llagas. Pero no perdía aún la esperanza de ver una luz en la distancia, una señal de población. Pretendía seguir así indefinidamente, sin comida ni descanso, porque tenía la sensación de que, si hacía un alto, ya no tendría fuerzas para volver a ponerse en camino: si se quitaba los zapatos ya no podría volver a ponérselos. No pensaba en Hannah ni en Myriam, ni en el equipaje con el que ellas cargaban. No eran auténtica compañía: estaba obligado a llevarlas con él porque, si las abandonaba, no tendría de qué vivir cuando llegasen a Buenos Aires. Lo que realmente le preocupaba era su propio sufrimiento, su hambre, su debilidad, su frío. Sin embargo, al cabo de cuarenta horas, cuando Myriam se desplomó ante sus ojos, se vio obligado a interrumpir su absurda mecánica. Miró con indiferencia el cuerpo tendido, desmayado, casi vaporoso, de la muchacha y dio todavía un par de pasos más, agitó el látigo en el aire sin gran energía y sacó una orden del fondo de su garganta seca:
—Sigue —dijo, convencido de que Hannah le obedecería.
—No —dijo ella, arrodillándose junto a su amiga.
Ganitz se le acercó, amenazador, fingiendo una fuerza de la que carecía.
—Sigue —repitió.
Hannah consideró la posibilidad de hacerle frente, pero pensó que eso les agotaría a los dos y que todos morirían allí. Eligió una senda lateral para mover algo en el hueco interior de Ganitz.
—Vale muchos miles de zlotys, o de pesos, si lo prefieres —dijo—. Si sólo llego yo a Buenos Aires, sólo ganarás la mitad y todo este esfuerzo te resultará ridículo. Te maldecirás por haber perdido un tesoro por el camino.
El dinero. Myriam era un montón de dinero, un saco repleto de dinero que él no podía permitirse dejar de lado. Hannah tenía razón. Y, aunque no la hubiera tenido, él ya había cometido el error de detenerse y no tenía fuerzas para echarse a andar nuevamente. Se sentó en el suelo.
—¿Qué le pasa? —preguntó, señalando a Myriam.
—No sé —mintió Hannah, que era consciente de que su compañera acababa de morir.
—¿Respira?
—Me parece que sí. Ven a ver.
—No —rechazó Ganitz, con un gesto—. Ocúpate tú. ¿Necesitará beber?
—Todos necesitamos beber. Pero no hay más agua que la del mar. Creo que, si descansamos, aunque no haya agua ni comida…
—Está bien —aceptó Ganitz. Se dejó caer de espaldas sobre la arena helada y se quedó dormido.
Hannah sabía que no debía dormir. Que si lo hacía, no despertaría jamás. Sabía más cosas que no había querido decir antes, confiando en que Ganitz resistiera menos que ella. Si quería ser libre tenía que acabar con él, y aquélla era su oportunidad. Cerró los ojos de Myriam y le quitó el cinturón de su vestido de seda, un cinturón liso, firme, sin hebillas molestas. Se levantó y se acercó al rufián por detrás, con precauciones innecesarias. Lentamente, escarbando en la arena bajo la nuca del hombre, le pasó el lazo por debajo del cuello. Después, cogió la seda que sobresalía a su derecha con la mano izquierda, y la que sobresalía a su izquierda con la derecha. Y tiró. Tiró con todas las fuerzas que le quedaban. Ganitz, pese a las nieblas del sueño, intentó, torpe y lentamente, resistirse, agitando los brazos en busca de un enemigo que no estaba encima de él. Hannah ignoraba cuánto podía durar aquello, de manera que mantuvo el hilo de seda en tensión hasta mucho después de que su enemigo hubiese llegado a otro mundo.
—Ya —dijo de pronto una voz de hombre a su espalda, en ruso—. Ya puede soltar. Está muerto.
Era una aparición: un sujeto enorme, cubierto de pelo y de pieles de animales, con un arma en la mano. En ese instante, al ver a Sanofevich, Hannah pensó por primera vez que no había más salida verdadera de la trampa de su destino que la muerte. Aunque no quisiera convencerse definitivamente de ello hasta el día de su entrada en el burdel de Rosario.
—No entiendo —respondió, en yidish, al comentario del hombre de las pieles.
—¿Yidish? —confirmó él.
—Sí.
—¿Judía?
—Sí.
—¿Puta?
—Parece ser la única cosa para la que me quieren. ¿Tú también?
Sanofevich se encogió de hombros.
—¿Por qué no? De algo habrá que vivir cuando volvamos al mundo.
Hannah se puso de pie.
—¿Judío también? —preguntó.
—No —contestó él, con una sonrisa—. Todo lo contrario. Ruso.
—¿Y cómo es que hablas yidish?
—Conocí muchas aldeas. Oí a la gente. Yo era pequeño, pero no lo olvidé. Después, maté a unos cuantos.
—¿Por qué?
—No se podía hacer nada mejor con los judíos.
—¿Me vas a matar a mí? —casi pidió Hannah.
—No. Ahora hay cosas mejores para hacer con una judía. Venderla. Ponerla a trabajar.
—¿Trabajar?
—De puta. O venderla. Pero para eso, hay que llegar a alguna parte.
—Yo necesito descansar, o me pasará lo mismo que a ella —dijo Hannah, señalando a Myriam—. ¿Tienes agua? ¿Comida?
—Agua, sí —respondió Sanofevich, sacando de entre las pieles que le cubrían un odre pequeño, inexplicablemente cosido, salido de la choza del indio.
Hannah bebió sin ansiedad. No estaba convencida de que valiera la pena, de que no fuese mejor renunciar a alimentarse, dejarse caer en el sitio y esperar con paciencia el final. Al sujeto que tenía delante no le gustaría la idea: ya había calculado su precio, y no tenía aspecto de renunciar fácilmente a un negocio. Pero, ¿qué era lo peor que le podía pasar a ella? ¿Que él quisiera obligarla a comer, no lo consiguiera y, en su afán, acabara por matarla? Mejor. Más rápido. Claro que, si bebía y tomaba algún bocado y dormía un poco, recobraría fuerzas. Y aún estaban solos, en el desierto, y le quedaba una posibilidad: matar a su nuevo amo como lo había hecho con Ganitz.
—¿Tienes algo para comer? —preguntó Hannah.
—Carne —dijo Sanofevich, señalando los cadáveres—. De ellos.
—¡No! —se sobresaltó la muchacha.
—Veo que eres nueva en este negocio. Si no, no te asustarías.
Hurgó entre las pieles y sacó un trozo de algo oscuro y húmedo. Se lo tendió a Hannah.
—¿Qué es? —preguntó ella, aceptándolo.
—Pájaro.
—¿Pájaro? ¿Qué pájaro?
—Pájaro.
Hannah lo mordió. Era duro, resbaladizo, y olía mal, pero tragó el primer bocado y después siguió.
—¿Has comido… gente? —quiso saber, sentándose en el suelo.
—Y perros, y gatos, y ratas —se extendió Sanofevich—. Peor es el hambre. Come pájaro, que quiero que estés fuerte.
—¿Me vas a dejar dormir?
—Vamos a dormir.
—¿Y después?
—A la ciudad.
—¿A qué ciudad?
—Conozco a alguien en Rosario.
—¿Es lejos?
—Sí.
—¿Caminaremos?
—En alguna parte habrá caballos.
Sanofevich seguía despierto cuando a Hannah la venció el sueño.
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