Kitabı oku: «Basti», sayfa 2
En la atmósfera del pueblo flotaba la novedad y los pájaros de Rupnagar tenían sitios nuevos donde posarse. Ya no estaban confinados a los muros y las ramas de los árboles. Cuando los cuervos se cansaban de sentarse a graznar en las paredes, salían volando y se columpiaban en un cable. Los arrendajos, los culiblancos, los vencejos, detenían el vuelo y se paraban sobre ellos a descansar.
Imitando a los pájaros, un mono saltó desde una pared del Bazar Pequeño y se agarró de un cable. Un instante después cayó al suelo con un golpe sordo y se quedó inmóvil. Bhagat-ji y Lala Mitthan Lal salieron de sus tiendas y se acercaron cada uno por un lado. Observaron al mono moribundo con temor y sorpresa. —Traed agua —gritaron. Chandi corrió al pozo, llenó un cubo, trajo el agua y la vertió sobre el mono, pero este ya había cerrado los ojos y su cuerpo se había aflojado.
Los demás monos acudieron desde todas partes y llenaron los parapetos circundantes: miraban el cuerpo inerte de su compañero en medio de la calle y hacían ruido. La gente venía corriendo desde las calles y los alrededores a observar asombrados al mono muerto.
—¿A qué cable se había agarrado?
—A aquel —Chandi señalaba al más alto.
—Entonces ya ha llegado la electricidad.
—Sí, ya ha llegado. En cuanto alguien toca un cable, se queda frito.
Al día siguiente, otro mono se agarró de los cables e inmediatamente cayó al suelo con un golpe sordo y se quedó inmóvil. Otra vez se acercaron Bhagat-ji y Lala Mitthan Lal y Chandi corrió al pozo y volvió con un cubo de agua, pero el mono ya se enfriaba ante sus propios ojos.
De nuevo se desató el tumulto. Vinieron saltando y dando botes desde lejanas azoteas. Miraban al difunto en medio de la calle con ojos desorbitados y hacían tanto ruido como podían.
Cansados y derrotados, fueron callando poco a poco. Muchos ya se marchaban cuando de pronto, un mono fuerte y corpulento corrió hasta el alto tejado del pandit Hardayal. Tenía la cara roja de rabia y los pelos del lomo de punta como flechas. Saltó al poste y lo sacudió con tanta furia que lo hizo cimbrearse como un árbol medio desenraizado. Después trepó y atacó los cables con todas sus fuerzas. En el mismo instante en que les puso la mano encima se derrumbó. Se quedó allí suspendido por un momento y luego cayó al suelo medio muerto. Bhagat-ji, Lala Mitthan Lal y Chandi repitieron su rutina. Cuando le echaron el agua por encima, abrió los ojos, miró con impotencia a sus seguidores y los cerró por última vez.
Los monos se acercaron saltando por los tejados. Parecía que iban a bajar todos a la calle, pero se limitaron a pasearse por los parapetos chillando y dando aullidos. Entonces quedaron súbitamente en silencio, como si algún tipo de pánico se hubiera apoderado de ellos, y los muros comenzaron a vaciarse.
Caía la tarde. El mono corpulento yacía en la calle. Los parapetos circundantes estaban vacíos. Rupnagar había entrado en la era de la electricidad ofreciendo tres monos en sacrificio. Los demás, por su parte, desaparecieron tan completamente que durante semanas no se vio ni uno solo por muros, árboles o tejados. De hecho, incluso en el enorme pipal que había cerca del Templo Negro, donde todos los días y en todas las estaciones se los veía saltar y brincar de rama en rama, reinaba el silencio.
✻ ✻ ✻
El bosque salvaje y deshabitado de Rupnagar comenzaba en el Templo Negro. En las paredes y la cúpula había brotado tanto musgo que el edificio entero se había puesto completamente negro. Vacío por dentro y por fuera, hacía siglos que no sonaba una concha de oración ni iba por allí un sacerdote. El pipal era tan alto como el templo y en sus ramas se columpiaban los monos, excepto cuando aparecía por allí un enorme langur de cara negra con un rabo que parecía un látigo. Los monos huían nada más verlo. Más allá del Templo Negro estaba Kerbala, desierta todo el año excepto el Décimo Día, como la auténtica Kerbala. A poca distancia de allí había una loma sobre la que se erguía aún una pequeña torreta a la que llamaban el Fuerte. Más lejos se hallaba el Bosque de Ravana, un amplio espacio de tierra baldía completamente desierto con un enorme baniano en el centro. Las tardes de verano, salía con Bundu y Habib del pueblo y deambulaban por allí. Cuando dejaban atrás el Templo Negro, siempre tenía la sensación de aventurarse en un nuevo continente, un enorme bosque en el que en cualquier momento podía encontrase con un ser extraño. El corazón se le desbocaba.
Pasaban por el pipal, ruidoso con los juegos de los monos del Templo Negro, cuando Zakir se detuvo de pronto.
—Yar…— no era capaz de articular palabra.
—¿Qué pasa? —preguntó Habib con despreocupación.
—Un hombre —respondió con voz temerosa.
—¡Un hombre! ¿Dónde? —Habib y Bundu estaban asustados.
—Allí —señaló al Fuerte. Un hombre caminaba solitario.
¡Un hombre en aquel bosque desierto…! ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Era acaso un hombre normal o…? Quizá no fuera más que un hombre, pero ellos sintieron un miedo terrible. Salieron de allí por pies inmediatamente.
Bundu también vivía en la casa porque era el hijo de su tita Sharifan. Zakir era amigo de Habib. ¡Cómo le gustaba pasear con ellos y jugar a los vagabundos…! Sin embargo, tras la llegada de Sabirah los paseos empezaron a cambiar poco a poco.
Sabirah. Antes tan solo había oído su nombre cuando llegaban desde Gwalior las cartas de Khalah Jan y en ellas decía «Tahirah y Sabirah están bien. Os mandamos saludos cordiales». Khalah Jan vivía en Gwalior porque su marido, sobrino de Bi Amma, tenía un trabajo allí. Un día llegó un telegrama anunciando su muerte. Ammi, que estaba haciendo pan en ese momento, volcó la sartén y se puso en pie1. Bi Amma lloró y gimió en voz alta.
Pocos días después, llegó un carro de caballos cargado de equipaje y pasajeros y cubierto de sábanas y se detuvo en la puerta. Abba Jan salió con un chal largo y ancho y le dio a Zakir un extremo para que lo sujetara mientras él cogía el otro. Hizo un velo protector por un lado. Por el otro lado no venía ningún hombre. Entonces se levantaron las cortinas del carro y Khalah Jan se apeó de él, y con Khalah Jan dos niñas, Tahirah una y la otra Sabirah, a quien Khalah Jan llamaba Sabbo. Debía ser más o menos de su edad.
Al principio Sabirah guardaba las distancias y él, con una especie de timidez, se mantenía alejado de ella aunque le echaba miraditas por el rabillo del ojo. Después, entre titubeos, le dijo: —Ven, Sabbo, vamos a jugar a algo.
✻ ✻ ✻
—Zakir, hijo mío —dijo Abba Jan al entrar— Parece que esa gente tampoco nos va a dejar dormir esta noche.
—¿Eh?—. Zakir volvió súbitamente del bosque.
—Hijo mío, ¿están celebrando un mitin o solo metiendo ruido?
—Abba Jan, así son los movimientos políticos. La gente se entusiasma primero y luego pierde el control.
—¿Has dicho movimiento? ¿Esto es un movimiento? ¿Crees que yo no he visto un movimiento en mi vida, hijo mío? ¿Ha habido alguno mayor que el Movimiento Khilafat? Y qué decir del maulana Muhammad Ali… ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Cuando hablaba parecía que saltaban chispas. Y sin embargo ni una sola de sus palabras transgredía las reglas de la lengua culta. Así era el maulana Muhammad Ali. Y tampoco vi jamás a uno solo de sus voluntarios saltarse las reglas de la lengua culta. Decían «Muerte a los ingleses», y ni una palabra más—. Abba Jan guardó silencio. Después, como perdido en sus pensamientos, dijo entre dientes: —Aquel hombre venerable cometió un solo error: apoyó a Ibn Saud en lo referente a los santuarios y mausoleos. Que Dios Todopoderoso le perdone ese pecado y derrame luz sobre su tumba. Con el tiempo se arrepintió mucho de haberlo hecho.
Zakir sonrió para sus adentros. ¡Menudo es este Abba Jan! ¡Incluso ahora sigue soñando con el Movimiento Khilafat!
—¿Qué estás haciendo?
—Quería preparar mi clase de mañana pero…
—Como si se pudiera trabajar con este escándalo —le interrumpió Abba Jan.
—Sí, ahora hay mucho ruido pero a lo mejor hoy el mitin termina pronto. Ayer se alargó porque había líderes extranjeros.
—Hijo mío, a mí no me parece que vayan a terminar pronto—. Estuvo callado unos instantes y luego dijo: —En mis tiempos también se celebraban mítines pero si había alboroto era antes de que empezasen. Después, alguien subía al estrado para dar un discurso y de inmediato todo el mundo se sentaba respetuosamente. Había mucha educación por entonces.
Sonrió de nuevo. Abba Jan no había vuelto aún de la época del Movimiento Khilafat. Sin embargo, mientras formulaba el pensamiento tuvo la sensación de estar siguiendo a Abba Jan, de adentrarse con él en tiempos pasados. Había mucha educación por entonces. Si alguien hablaba demasiado alto, Abba Jan le regañaba: «No estoy sordo, jovencito». Y cuando a veces Tahirah hablaba con voz destemplada, Bi Amma decía cortante: «Niña, ¿tienes una caña rajada por garganta?». Y cuando Tahirah y sus amigas se dejaban llevar por la típica excitación de la estación lluviosa y se columpiaban con todas sus fuerzas entre risas, Bi Amma las interrumpía rápidamente: «Hija mía, ¿qué ruidos son esos? ¿Se está rompiendo la vajilla?». La estación lluviosa, el columpio, las canciones, las semillas maduras del árbol de nim…
—Bueno, me voy. Esta noche no podré dormir. Descansa un poco tú también —le recomendó Abba Jan al salir de la habitación.
A Zakir aquellas palabras le entraron por un oído y le salieron por el otro. Una voz lejana le atraía hacia sí.
✻ ✻ ✻
«Semilla de nim maduro, ¿cuándo vendrán las lluvias?
¡Que viva mi hermano querido, que me enviará un palanquín!»
¡Qué alto se columpiaban Tahirah y su amiga y con cuánto anhelo las miraba Sabirah! Justo entonces la voz de Khalah Jan sonó desde la cocina.
—¡Tahirah!
—Sí, madre.
—Hija mía, ¿te vas a pasar el día entero subida al columpio? Ven acá y ayúdame a freír un poco. Haz unos cuantos buñuelos.
Cuando Tahirah se fue, se acercó a Sabbo.
—Corre, Sabbo, vamos a columpiarnos.
Se apretó contra ella en el columpio. Sentía una ternura que se fundía y le inundaba el corazón. Quería columpiarse con ella mucho rato, pero los estados de ánimo de Sabirah nunca duraban.
—No pienso columpiarme contigo —de pronto se bajó del columpio de un salto.
—Pero, ¿por qué? —estaba perplejo.
—Porque no y se acabó.
Y allí se quedó, plantado, confundido y triste. Poco después se acercó a ella muy despacio.
—Sabbo.
—No te hablo.
Como no había forma de aplacar a Sabirah, se retiró tristemente y sus pasos lo llevaron a las escaleras. Subió al tejado. Era de arcilla sin cocer, y como la temporada de las lluvias había pasado hacía ya tiempo, la arcilla estaba dura. Sacó del bolsillo la hoja de una navaja rota que siempre llevaba encima para afilar sus lápices y se puso a cortar trozos de arcilla con la punta como si fuesen dulces. Poco después, Sabirah subió también. Lo miró cortar dulces con gran atención pero ahora él estaba concentrado en su trabajo y no le hizo caso. Cuando se aburrió de cortar dulces se inventó otra cosa. Hizo un pequeño agujero en la parte más seca de la arcilla y metió el pie en él, lo cubrió con la tierra suelta y lo compactó bien. Después sacó lentamente el pie del agujero dejando una especie de cueva. Sabirah no le quitaba ojo.
—¿Qué es eso?
—Una tumba —respondió indiferente y sin mirarla.
—¿Una tumba? —preguntó Sabirah con asombro.
—Sí.
Sabirah admiró la tumba durante unos instantes.
—Hazme una tumba a mí también, Zakir —le pidió con una especie de calidez en la voz.
—Háztela tú sola —replicó él en tono cortante.
Dándose por vencida, Sabirah se puso a cavar una tumba por sí misma. Extrajo una considerable cantidad de arcilla, metió el pie lentamente en el agujero, lo cubrió con la arcilla sobrante y la compactó. Entonces sacó el pie con cuidado pero el techo de arcilla se derrumbó. Zakir se echó a reír. Pero Sabirah no se desanimó. Lo intentó de nuevo sin éxito. Al tercer intento, sacó el pie con tanto cuidado que ni un solo grano de tierra cayó dentro del hueco. Sabirah comenzó a darse aires por su éxito y observó la tumba de Zakir y luego la suya.
—La mía es mejor —dijo.
—Sí, claro. Es fantástica —le respondió él haciendo una mueca.
—Mete el pie y compruébalo.
Dudó un momento ante la propuesta. Se lo pensó un poco. Después metió el pie muy despacio en la tumba de Sabirah y se convenció de que estaba en lo cierto. Dejó el pie durante un rato dentro de aquella tumba suave y cálida.
Entonces el enfado desapareció y de nuevo reinó la amistad ente ellos. La tumba de Sabirah se vino abajo mientras la rehacía y él le limpió el blanco pie con sus propias manos. Después se sacó una concha del bolsillo.
—¿Quieres una concha?
—Sí —respondió ella mirándola con ojos codiciosos.
Cogió la concha y a cambio del regalo le hizo un ofrecimiento:
—Ven, vámonos al columpio.
Al bajar del tejado oyeron a Tahirah y a su amiga cantando una canción:
«Madre la fruta está madura, madre, pero no la comeré, madre.
Madre, el agua está alta, madre, pero no me bañaré, madre.
Madre, el vestido amarillo y verde está listo, madre, pero no me lo pondré, madre.
Madre, mi marido me ha enviado un palanquín, madre, pero no me subiré, madre».
Subieron las escaleras y volvieron al tejado. ¿Qué podían hacer ahora? Zakir propuso un nuevo juego:
—Sabbo.
—¿Qué?
—Juguemos a los novios y las novias.
—¿A los novios y las novias? —estaba desconcertada.
—Sí, yo seré el novio y tú la novia.
—Pero nos van a ver —protestó ella con nerviosismo.
En ese mismo momento sonó un trueno entre las nubes y los asustó. Comenzó a llover tan fuerte que antes de que llegaran a la escalera ya estaban completamente empapados.
✻ ✻ ✻
¡Con qué energía llegaba siempre la estación de las lluvias! Había conmoción dentro de la casa, fuera de ella, y por todas partes; sin embargo, cuando llovía con ritmo pausado, la atmósfera se llenaba lentamente de una especie de tristeza y las voces enmudecían poco a poco. Al caer la tarde, desde lo profundo del bosque sonaba la llamada perdida de un pavo real, y añadía aún más tristeza a la melancolía de la tarde lluviosa. Después llegaba la noche y la oscuridad empapada de lluvia se hacía densa y profunda. Si alguien se despertaba en medio de la noche, la lluvia caía como si llevara una eternidad lloviendo y fuera a seguir lloviendo una eternidad. Pero aquella noche estaba llena de voces.
«Mirad, Krishan no viene, el cielo se ha cerrado,
la noche es oscura y negra, la lluvia cae muy fuerte,
el sueño no acude a mis ojos, el cielo se ha cerrado,
no viene Krishan, el de la piel color de nube, el cielo se ha cerrado».
—¡Uf, esas hindúes no nos van a dejar pegar ojo en toda la noche! Y encima sigue llueve que te llueve.
—Bi Amma, es que es la lluvia de Janamasthami —explicó la tita Sharifan—. Le están lavando los pañales a Krishan-ji.
—Bueno, ¡a estas alturas los pañales ya deben estar más que limpios! Menuda inundación—. Bi Amma se dio la vuelta e intentó dormirse de nuevo. Justo entonces redobló un tambor en la veranda de Vasanti.
«Oh, Ram, fui al Yamuna a sacar agua,
por el camino me encontré con Nand Lal
Ai, lloraba mi cuñada…»
Y desde algún lugar lejano llegó otra voz,
«Qué dulce es la noche, amado, ¿te vas o te quedas?
Qué blando es el lecho, amado, ¿te vas o te quedas?».
Parecía que toda la lluvia de la estación se hubiera puesto de acuerdo para caer en la noche de Janamasthami. Al despertar por la mañana ya no llovía ni quedaban nubes. El mundo estaba brillante y recién lavado. El cielo, los árboles, los postes eléctricos, los muros, los techos.
—¡Zakir, vamos a cazar gusarapos!
En cuanto Bundu propuso la idea salieron de la casa a toda velocidad y se fueron a Kerbala, más allá del Templo Negro. ¡Qué blanda y brillante lucía la tierra! En la hierba se arrastraban los gusarapos por todas partes como suaves trocitos de terciopelo. ¡Qué placer daba tocarlos! Por aquel tiempo, a Zakir le encantaba tocar cosas suaves, sin embargo en cuanto les pasaba el dedo por encima, los gusarapos recogían las patas y se hacían los muertos. ¿Por qué será que las cosas suaves casi no se dejan tocar?, se preguntaba intrigado.
—Mira esto, Sabbo.
—¡Anda, cuántos bichos!— Estaba completamente asombrada. Después estuvo muy cariñosa con él. ¡Estaba tan cerca de pronto y tan lejos al instante siguiente…!
—Sabbo, ven a jugar.
—No quiero.
—Tengo conchas de cauri.
—¿Y a mí qué?
—Mira, una peonza.
—Bah —dijo apartando la cara.
Zakir jugó mucho rato con la peonza. Después sacó su yoyó. Le encantaba jugar al yoyó.
«Dicen que Laila solía…».
De pronto dejó de jugar con un respingo. —¡Ha llegado Majnun!—. Y olvidando el yoyó salió como una flecha hacia la puerta. Cuando llegó al portal vio que Sabirah ya estaba allí también.
—¡Zakir, es Majnun!
—Claro que es Majnun. ¿Quién si no?
El cuello de la camisa desgarrado, el pelo enmarañado, una escudilla para las limosnas en una mano y un ladrillo en la otra, en cada pie una cadena que tintineaba al andar: Majnun. Se detuvo y se puso derecho:
«Dicen que Laila solía
dar limosna a todos los mendigos.
Un día llegó Majnun con una escudilla
y dijo dame algo por amor de Dios.
Laila repartió limosnas entre todos
y cogió la escudilla de entre las manos de Majnun».
Cuando terminó de cantar se golpeó la frente con el ladrillo con tanta fuerza que le salió sangre, se cayó al suelo con un golpe seco y se quedó allí inmóvil.
—Zakir, ¿se ha muerto Majnun? —Sabirah temblaba violentamente.
—No, no se ha muerto.
—Sí se ha muerto —y comenzó a llorar.
—Está fingiendo, so tonta.
—No, Majnun se ha muerto —seguía hecha un mar de lágrimas.
Para sorpresa de la niña, Majnun se puso en pie de pronto. Cogió su escudilla, en la que los viandantes pusieron sus limosnas, y siguió su camino.
—Sabbo, ¿has visto alguna vez Laila-Majnun?
—No. ¿Cómo es?
—El maestro Rupi hace de Majnun e Ilahi Jan de Laila.
—¿Y qué pasa luego?
—El maestro Rupi se enamora de Ilahi Jan.
Se miraron el uno al otro y de pronto se avergozaron. Sabirah frunció el entrecejo.
—¡Vete de aquí ahora mismo, niño sinvergüenza, o me chivo a Bi Amma!
—¿Pero qué he dicho? —protestó Zakir nerviosamente.
Sin embargo, Sabirah no podía decirle a Bi Amma una cosa semejante, así que se contentó con enfadarse y mantener las distancias. Zakir también se sentía extraño. No se atrevía a mirarla a los ojos.
«Kau bas, kau bas», Zakir aguzó el oído. Las voces que sonaban en la distancia, ya fuera cerca o lejos, siempre producían en él un extraño efecto. Tanto si comprendía lo que decían como si no, siempre se sentía atraído hacia ellas. «Kau bas», nunca había sabido qué querían decir aquellas palabras. Solo que cuando Lala Chunni Mal, el padre de Vasanti, se subía al tejado y las gritaba, los cuervos acudían desde todas partes y aleteaban alrededor de su cabeza. Corrió al tejado como una flecha con Sabirah detrás.
En el tejado de Vasanti habían extendido dos platos de hoja de palma con arroz cocido en leche. Los cuervos lo devoraban. A veces un milano se lanzaba sobre el plato. Lala Chunni Mal estaba allí de pie gritando: «Kau bas, kau bas». Alrededor de su cabeza se arremolinaba una nube de cuervos y milanos.
—¿Sabes qué sucede? —viendo el asombro de Sabirah, se decidió a ilustrarla—. Están limpiando los platos de Ramchandar.
—¿Los platos de Ramchandar?
—Claro, ¿qué iba a ser si no? Cuando Ramchandar terminaba su cena, el rey de los cuervos venía, se comía las sobras y le limpiaba los platos.
—Venga ya, mentiroso.
—Te lo juro por Dios.
—¿Se lo pregunto a Bi Amma? —e inmediatamente fue donde Bi Amma a chivarse.
—Hijo mío —le dijo Bi Amma clavándole los ojos— ¿para qué has nacido en esta casa? Deberías haber nacido en la casa de algún hindú. Tu padre se pasa el día invocando los nombres de Dios y el del Profeta y no se ha dado cuenta de que a su hijo le ha dado por los cuentos de los hindúes.
Sin embargo Bi Amma ya no tenía la fuerza de antes. A todos los vigilaba como siempre y a todos los regañaba, pero su voz carecía de viveza. Se había arrugado como una pasa. Parecía como si se estuviera derrumbando hacia dentro. —Basta ya. Le pido a Dios que me lleve antes de que me quede inválida.
—Ai, Bi Amma, ¿pero qué dices? Tú vivirás para ver la boda de tu nieto.
—¡Ai, tita Sharifan! Me he quedado tan seca y flaca que tengo el estómago en la espalda. ¿Te crees que tendré que seguir viva el Día del Juicio para llevarle las alforjas al Altísimo?
Sin duda, Bi Amma había vivido una larga vida. Siempre contaba que cuando era niña tan solo encendían una antorcha en el Bazar Pequeño. Por las calles y callejones, lo demás era negrura. Ante sus propios ojos, la antorcha desapareció y las calles y callejones se llenaron de faroles; ahora, en su lugar se levantaban los postes y por aquí y por allá se veía la luz eléctrica.
También habían empezado a instalar la electricidad en la mezquita, pero Abba Jan la estaba boicoteando. —Es «innovación» —decía, mientras montaba guardia en la puerta garrote en mano. Los electricistas venían, Abba Jan les echaba un rapapolvo, y se iban. El hakim Bande Ali y Musayyab Husain intentaron hacerle entrar en razón, pero él daba una sola respuesta: —Esto es «innovación».
Al tercer día de su guardia, Bi Amma cayó enferma. Empezó a jadear y le faltaba el aire. Abba Jan abandonó su puesto y volvió a casa, pero Bi Amma no esperó a su llegada.
Cuando Abba Jan acudió a la mezquita al día siguiente y vio que habían instalado la electricidad, se dio la vuelta de inmediato y por primera vez en su vida hizo las oraciones del amanecer en casa. A partir de entonces no volvió a entrar en la mezquita y siempre rezaba en casa. Durante mucho tiempo fue por la mañana y por la noche a recitar versos del Corán a la tumba de Bi Amma.
Abba Jan siempre había intentado con todas sus fuerzas impedir que por Rupnagar se extendiera la «innovación». Una vez, cuando empezaron a sonar los grandes tambores durante el mes de Muharram, se hizo con ellos y rajó los parches.
—La Sharia prohíbe los tambores. No permitiré que haya tambores en ninguna procesión o majlis.
—¡Pero si en Lucknow tocan los tambores en todas las procesiones!
—¡Pues que los toquen! Los habitantes de Lucknow no tienen autoridad para alterar la Sharia.
De hecho, aquel año no hubo tambores, pero al siguiente Abba Jan había perdido su poder. Los tambores retumbaron en todas las procesiones excepto en la que salía del Imambarah de Khirkivala, porque ese era el Imambarah de su familia y tenía la autoridad sobre él y también porque aquella procesión, que se celebraba en honor de Hazrat Hur, tenía la fama de ser la más silenciosa de todas las procesiones de Muharram en Rupnagar. No había tambores, ni pequeños ni grandes, y tampoco se recitaban elegías, ya que Abba Jan había decretado que las elegías también contravenían la ley religiosa. Abba Jan estaba totalmente en contra de la recitación de elegías, pero los resultados acabaron siendo los mismos que en el resto de las cosas en contra de las cuales estaba Abba Jan.
El poder de Abba Jan en Rupnagar estaba en declive. Dios había llamado a Bi Amma a su presencia y la electricidad había llegado al pueblo. Abba Jan no había podido impedir que instalaran la electricidad en la mezquita y tampoco que sonaran los tambores en las procesiones de Muharram. Su firme oposición a la electricidad fue la última de sus firmes oposiciones a las «innovaciones» de la época. Después de eso se retiró a su habitación. Rezaba en casa y allí se quedaba durante los primeros diez días de Muharram. Después, cierto día, sentado en su alfombra, consultó a Dios por medio de la istikharah2, y obtuvo pronósticos e indicaciones favorables para hacer un viaje. Los preparativos comenzaron.
—Ammi Jan, ¿nos vamos de Rupnagar? —desde la muerte de Bi Amma, Zakir se lo preguntaba todo a su madre.
—Sí, hijo —respondió tristemente Ammi. Se quedó callada unos instantes y después murmuró para sí misma —¿Qué nos queda ya? Las tierras no están en nuestras manos. Todavía tenemos este viejo caserón, pero ¿nos lo comeremos cuando llegue el hambre?
—Ammi, ¿nos vamos a Vyaspur?
—Sí hijo. Tus tíos y todos los demás están allí. Ya nos habríamos ido de no ser porque Bi Amma se negaba a mudarse.
—Ammi, ¿está muy lejos Vyaspur?
—Bastante lejos, sí. Iremos en camión hasta Bulandshahr y después cogeremos un tren.
Un coche de caballos los esperaba fuera de la casa. En su imaginación veía un camión y un tren, vehículos desconocidos en los que iba a viajar por vez primera. Estaba tan contento como triste estaba Ammi. De pronto se había despertado en su interior el deseo de viajar y conocer ciudades nuevas. Sabirah apareció sin que él lo notara y se quedó alejada mirando cómo ataban los colchones y cerraban los baúles. Lo observó todo durante un rato y de repente enterró la cara en las faldas de su madre y se echó a llorar.
—No llores. Volverán muy pronto —la consoló Khalah Jan acariciándole la cabeza. También a ella comenzaron a saltársele las lágrimas.
—Sabirah —le dijo Ammi mientras amarraba un baúl. —Cariño, cuando llegue mandaré a alguien a por ti y te quedarás allí conmigo.
Abba Jan, que estaba terminando de asegurar un colchón, le echó una sola mirada a la sollozante Sabirah y se concentró de nuevo en lo que estaba haciendo.
Zakir lo observaba todo. Su felicidad había desaparecido por completo. Se armó de valor y se acercó a ella lentamente.
—Sabbo.
Sabirah, con el rostro bañado en lágrimas de tanto llorar, lo miró un momento, volvió a esconder la cara mojada entre las faldas de su madre y siguió llorando aún más desconsoladamente.
✻ ✻ ✻
—¡Zakir, hijo mío! ¿Qué sucede? —Abba Jan entró de nuevo en su habitación.
—No es nada—. Hablaba como si le acabaran de sorprender robando algo. Abrió un libro y se lo colocó delante para hacer como que estudiaba.
—Ha pasado algo. Hay mucho ruido y creo haber oído un disparo. Ha habido una especie de sonido.
Zakir se levantó, abrió la ventana y miró hacia donde se celebraba el mitin. Algunos de los asistentes se habían puesto en pie y coreaban eslóganes. Unos jóvenes con aspecto de voluntarios intentaban hacer que se sentaran o los sacaban a empujones del lugar. En la multitud se habían formado dos grupos. De pronto sonó una fuerte explosión. Zakir cerró la ventana indignado; se dio la vuelta y puso a Abba Jan al día.
—No eran disparos. Son solo petardos.
—¿Por qué? ¿Qué están celebrando?
—Nada. Solo quieren armar jaleo.
—¿Pero qué le pasa a todo el mundo?
—No te preocupes, Abba Jan. Hoy en día esto es lo habitual en los mítines. Vete a dormir.
—Hijo mío, ya sabes que una vez que se me pasa el sueño me resulta casi imposible conciliarlo de nuevo—. Se quedó callado y después murmuró para sí mismo: —¿Pero qué le pasa a todo el mundo?—. Salió murmurando de la habitación.
Zakir se levantó, entreabrió ligeramente la ventana y echó un vistazo al exterior. Los que estaban de pie se habían sentado pero todavía había mucho ruido. Cerró la ventana, apagó la luz y se tumbó en la cama.
«¿Qué le sucede a todo el mundo?». El eco de la pregunta de Abba Jan le daba vueltas por la mente. Sí, verdaderamente, ¿qué le pasaba a la gente? En las casas, en las oficinas, en los restaurantes, en las calles, en los bazares, en todas partes la misma situación. Al principio la discusión había sido ideológica, después personal, después llegaron los insultos, después los agravios y al final los golpes. Los viandantes se quedaban de piedra, miraban aterrorizados a los combatientes y se preguntaban unos a otros: «¿Qué pasa? ¿Qué va a pasar ahora?». En todos los ojos el mismo terror, como si de hecho algo estuviera a punto de suceder. Después cada cual se seguía su camino y se olvidaba del asunto. Como si nada hubiera sucedido; como si nada fuera a suceder. ¡Tanta ansiedad y tanta indiferencia! De buenas a primeras, un rumor se extendía como un huracán. Pánico y terror en todas las caras. De nuevo aquella pregunta llena de ansiedad, «¿qué va a pasar?», para después seguir cada uno a lo suyo y olvidarlo todo. Como si nada hubiera sucedido; como si nada fuera a suceder. ¿De verdad alguna vez va a suceder algo? ¿Qué va a suceder? Cuando era incapaz de vislumbrar el futuro, se refugiaba en el pasado. Una vez más el largo viaje a través de la maraña de los recuerdos. Cuando vivía en Rupnagar, aquella remota y mítica época de mi vida. Y cuando llegué a Vyaspur… Vyaspur…
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—¿Es eso un cadáver en llamas?
—Y tanto. Aquí es donde queman los cadáveres. Y además, escúchame, ¡ese cadáver está vivo…!
—¡Venga ya, so tonta! ¡Serás mentirosa!
—¡Te lo juro por Rama! Está vivo. Hace un rato se enderezó y se puso de pie. ¡Ay, Rama! ¡Ay, madre! Casi me muero.
—Vale. ¿Y qué pasó después?
—Después se volvió a tumbar y yo salí corriendo.
—Mentirosa.
No estaba dispuesto a creerse nada de lo que Phullo le dijera. ¡Ya no era un niño! Tras la muerte de Bi Amma y la partida de Rupnagar sentía como si hubiera crecido de golpe, como si su infancia se hubiera quedado en Rupnagar. ¡Tantas cosas se habían quedado en Rupnagar! Los caminos de tierra que se perdían entre los árboles y conducían a no se sabe dónde; los carros de caballos bamboleantes, desvencijados; los lentos, letárgicos carros de bueyes con cascabeles en el yugo que llenaban la carretera polvorienta de un dulce tintineo. El Templo Negro con su enorme pipal lleno de monos, el triste y desolado camino de Kerbala, el Fuerte en lo alto de la loma, el Bosque de Ravana… Toda una época mítica había quedado en Rupnagar. Aquí, a pesar de que la explanada de las cremaciones con sus frondosos pipales estaba cerca, Zakir no sentía el misterio en la atmósfera del bosque, por muchas cosas raras que Phullo hubiera visto por allí.