Kitabı oku: «Basti», sayfa 3
—Te digo que una vez me agarró una bruja.
—Anda, no digas más tonterías.
—¡Te lo juro por Rama! Era justo mediodía. Debajo de aquel árbol había una taza y en la taza una figura hecha de cal, polvo de tintura roja y un poco de azúcar. Debajo del baniano apareció una birbani con unos colmillos que le salían de la boca y se abalanzó sobre mí igual que un milano sobre su presa.
—Déjate ya de charla y ponte a trabajar.
En Vyaspur veía cosas muy diferentes. Los carros de caballos tenían cubiertas de caucho en las ruedas y corrían por caminos sin baches, y entre ellos circulaba a veces una calesa o un automóvil. Más allá de los caminos, más allá de los bazares y los vecindarios, estaba la carretera de asfalto con su aceitoso aspecto, y por ella rodaban los camiones todo el día. Aquellos vehículos hacían un ruido extraño. ¿Dónde habían ido a parar los sonidos que poblaban el aire de Rupnagar? Se le estaba acostumbrando el oído a los nuevos sonidos. Las campanas de las calesas y los carros, las bocinas de los camiones, las de los automóviles y, el más extraño de todos, el silbido del tren que le había traído hasta allí, lejos de Rupnagar y que ahora lo llevaba más allá de Vyaspur. Hacia ciudades desconocidas y nunca vistas. Cuando oyó el silbido del tren en la distancia corrió al tejado de la casa, desde el que se divisaban claramente las vías al final de la explanada de las cremaciones. El tren llegó silbando desde lejos y eructando humo. Al principio corría bajo los árboles, de modo que tan solo se veía el humo por el aire, pero de pronto, la locomotora negra como el carbón abandonó a toda velocidad el cobijo de los árboles y apareció escupiendo nubes de humo más negro que ella misma a la cara del cielo. La seguían incontables vagones llenos de pasajeros que desfilaron rápidamente ante sus ojos y se perdieron de vista en un suspiro. Estaba anonadado. Entonces se acordó de que Abba Jan le había contado que aquel tren venía de Moradabad y que desde Vyaspur se dirigiría a Delhi, y se quedó más anonadado aún.
Desde su llegada se había alojado en casa del tío Khan Bahadur, construida entre campos y jardines, algo alejada de la ciudad. Desde el tejado se veía la explanada de las cremaciones, más allá de la explanada, las vías del tren, más allá de las vías, un horizonte de filas de árboles. Cuando visitó el bazar, todas las tiendas lo fascinaban. ¡Qué grande era el Bazar Khirki comparado con el Bazar Pequeño de Rupnagar! En una tienda, solo bicicletas y más bicicletas. En su vida había visto tantas. Más allá de las tiendas de bicicletas, zapatos y telas, estaba el enorme mercado lleno de balas de trigo y algodón y al lado, una verdadera procesión de palomas torcaces. También había puestos que no tenían mercancía alguna, solo una limpia sábana blanca en el suelo sobre la que se sentaba el tendero, apoyado en un almohadón y con un teléfono delante. De pronto estallaba un gran tumulto y todos los tenderos y comerciantes marcaban un número y hablaban a gritos por teléfono. Cuando lo vio, Zakir no daba crédito. Poco a poco comprendió que aquella barahúnda tenía lugar cuando variaba el precio de algún artículo.
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Tanto ruido en el bazar y alrededor de la casa tanto silencio. Solo cuando llegaba el tren se rompía el silencio. Después del paso del tren, de nuevo el silencio y las vías perdiéndose en la distancia y él mirándolas durante mucho rato con ojos maravillados. También su capacidad de asombro había hecho un largo viaje y había cambiado mucho.
El tío Khan Bahadur había construido la casa con la idea de vivir de su pensión en ella cuando se jubilara. Después de pasarse la vida en Raisina, no soportaba los callejones, ni siquiera los de Vyaspur. Sin embargo, había abandonado este mundo antes incluso de comenzar a cobrar la pensión. Esto había sucedido mucho antes de que Zakir llegara a Vyaspur. No había conocido al tío Khan Bahadur, pero cuando estuvo en Vyaspur notó cómo la sombra de su grandeza se cernía sobre toda la familia.
—Entonces a mi hermano, el difunto Khan Bahadur, se le ocurrió la siguiente argucia: se hizo pasar por rebelde y empezó a frecuentar a los demás rebeldes. Llegó a ser tan buen rebelde que hasta lo nombraron presidente de su comité. Pero resultó que también los rebeldes tenían agentes secretos. Uno de ellos lo descubrió y tiró de la manta en presencia de todo el comité: «Este hombre es un chivato de los ingleses». Los rebeldes desenfundaron sus pistolas en un abrir y cerrar de ojos y encañonaron a mi hermano—. En ese momento Chacha Jan hizo una pausa en medio de la narración. Ache bhai, Najib bhai, sahib Miyan, todos escuchaban con atención.
—¿Qué pasó después?
—Bueno, mi difunto hermano no era de esos que pierden la cabeza cuando están en un aprieto. Les soltó tal discurso que las pistolas de los rebeldes se volvieron hacia el delator —Chacha Jan hizo otra pausa y después continuó hablando— Aquellos rebeldes eran tan peligrosos que si mi hermano no los hubiera capturado habrían puesto a los ingleses en la misma tesitura que en 1857. Eran terroristas. Habían sembrado el caos por toda India.
Cuando se celebraba una boda en la familia y todos sus miembros se reunían, Chacha Jan siempre contaba historias sobre el tío Khan Bahadur, y los hijos y los sobrinos las escuchaban a su alrededor como si se tratara de leyendas de un héroe mitológico.
—Mi hermano, el difunto Khan Bahadur, tenía una pierna de plata.
—¿Una pierna de plata? —preguntó boquiabierto Najib Bhai.
—Vaya que sí. Os contaré cómo sucedió. Cuando andaba persiguiendo al bandido Sultanah, saltó desde un tren en marcha y se rompió el hueso de la pierna. Más tarde en Raisina, el médico privado del Virrey lo trató, se la amputó y la reemplazó por otra que era de plata.
Todos se quedaron maravillados, y después Najib bhai preguntó: —¿Entonces fue el tío Khan Bahadur el que capturó al bandido Sultanah?
—¿Quién si no? Ni el sahib Young ni su venerable padre hubieran podido atraparlo nunca. Solo mi hermano, el Khan Bahadur tenía el valor suficiente. ¿Y quién creéis que atrapó a la Banda del Pañuelo de Seda?
—¿La Banda del Pañuelo de Seda? ¿Quiénes eran esos?
—¿Qué quiénes eran los de la Banda del Pañuelo de Seda? —Chacha Jan se echó a reír: —Hijos míos, no tenéis idea de nada. La banda del Pañuelo de Seda había elaborado un plan para derrocar a los ingleses. Mi hermano, el difunto Khan Bahadur, lo descubrió justo a tiempo y se hizo con el pañuelo de seda en el que lo tenían escrito—. Hizo una pausa y dijo: —Mi hermano, el difunto Khan Bahadur les hizo grandes favores a los ingleses, por eso, a su muerte, el Virrey dijo: «La muerte de Khan Bahadur me ha partido por la mitad».
—Cuñado, pregúntale a este sobrino tuyo si él también tiene intención de llegar a algo en la vida o si prefiere vivir sin dar golpe.
—Zakir, hijo mío. Ya has oído a tu madre. Dale una respuesta. Una cosa sí que te aseguro: mi hermano el Khan Bahadur no se convirtió en el Khan Bahadur así como así. ¡Se esforzó muchísimo! ¿Quién estudia hoy en día con tanto ahínco como él estudiaba? Te voy a contar lo que le sucedió una vez que se le acabó el aceite de la lámpara. Miró en la garrafa pero también estaba vacía. ¿Sabes lo que hizo? Cazó unas cuantas luciérnagas y las amarró a la punta del duppatah de Bi Amma para seguir estudiando con su luz hasta las oraciones del alba. ¿Piensas que hoy en día la gente se cree algo semejante? Sin embargo, al final recogió los frutos de su trabajo. Cuando se anunciaron los resultados del examen de Matriculación, había obtenido el primer puesto de las Provincias Unidas.
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También Zakir estudiaba con ahínco. Tenía el examen de Matriculación encima. De noche estudiaba a la luz de un candil, y de día bajo un árbol de mango en el patio de la escuela. Habían suspendido las clases para que los estudiantes preparasen el examen. Las aulas estaban cerradas, las verandas vacías, los campos de deporte silenciosos. Era la atmósfera ideal para estudiar. A la sombra del único árbol de mango de la escuela, Zakir y Surendar se afanaban en los estudios. Cuando se cansaban miraban a la carretera de asfalto que había delante: a veces pasaba un camión y después la carretera se quedaba vacía de nuevo.
—¿A que no sabes a dónde va ese camión? —le preguntó Surendar.
—¿A dónde?
—A Meerut.
—¿A Meerut? ¿Ese camión va a Meerut? ¿Tú has estado en Meerut? ¿Cómo es? —le espetó de un tirón.
Primero había conocido Meerut a través de los ojos de Surendar. Ahora lo veía con los suyos propios. Cuando terminaban las clases en la facultad los dos se iban de paseo por los Jardines de la Compañía y por el Acantonamiento, el mundo de los ingleses con sus largas calles de aspecto aceitoso entre filas de verdes árboles que se perdían en la distancia. A veces los adelantaba un apresurado inglés con zapatos de lona, camisa y pantalones cortos blancos y raqueta de tenis bajo el brazo, y entraba en los Jardines de la Compañía. A veces se cruzaban con una memsahib de rizos dorados y cara pálida y le miraban las blancas pantorrillas desnudas hasta que desaparecía de su vista. También había criadas de piel oscura que empujaban lentamente carritos con niños del color de la leche.
—Aquí mismo —Surendar detuvo sus pasos durante el paseo— comenzó el Movimiento de 1857.
—¿Aquí? —Miró el lugar con asombro preguntándose qué tenía de especial. Mientras observaba y pensaba, se le hizo manifiesto lo especial del lugar.
—Surendar —preguntó mientras continuaban el paseo—, ¿cómo piensa Hitler llegar hasta Londres? Hay un mar de por medio.
—Amigo mío, Hitler tiene unos polvos que cuando los esparces por el mar, se pone duro como la piedra.
Al volver, en la facultad había un multitudinario tumulto. De no ser por Surendar, se habría perdido entre los empujones de los muchachos. Pero entonces, tanto Surendar como la multitud de muchachos desaparecieron. Un chico que pasaba por la veranda gritó «¡Fuera de India!». Todos los estudiantes, los que entraban a clase, los que salían de clase, se detuvieron y un instante después estallaron en eslóganes: «¡Viva la revolución!», «¡Viva el mahatma Gandhi!». Empezaron a romper las ventanas de las aulas. Entonces alguien gritó «¡Que vienen!». La huida desordenada, la veranda vacía, el silencio y, en medio del silencio, el galope lejano de los caballos. La policía montada entraba en la facultad.
Durante semanas, durante meses reinó el silencio en las verandas, las clases y los campos. Aquí y allá había policías con porras, a veces dormitando, a veces en posición de firmes. En las aulas, un puñado de muchachos musulmanes, cinco o seis en esta, tres o cuatro en aquella. Sin embargo, el profesor Mukherji seguía impartiendo sus clases con voz alta y clara y con el mismo entusiasmo como si nada hubiera pasado.
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Los jóvenes regresaron cuando se aproximaban los exámenes, pero la actividad y la animación no volvieron. Después llegaron las vacaciones. En Vyaspur el clima era completamente distinto. Tanto, que poco a poco empezaron a soplar vientos cálidos del oeste. La gente cerraba las puertas de las casas a mediodía y una y otra vez mojaba con agua las mamparas de hierba entretejida que protegían las verandas. Sin embargo, en los callejones estrechos nunca daba el sol. Allí muchas casas no necesitaban mamparas de hierba entretejida. En los umbrales se veía a las mujeres hilando y charlando.
—¿La has visto? —le preguntó Surendar mientras salía a toda prisa de la calle Pattharvali.
—No, yar, no he visto nadie.
—Estaba en el balcón. ¿No la has visto?
—No. ¿Quién era?
—¿Quién va a ser? Rimjhim.
—¿Rimjhim?
—Sí. Yo la llamo así. Cuando la veas te vas a quedar de piedra, bastardo.
Pasaron por el callejón y luego pasaron otra vez y otra más, pero ella no estaba.
—Ha desaparecido.
Surendar no se rendía. Vio un domador de monos y esbozó una sonrisa. —Ven, yar, iremos con él.
Bajo el calor de la tarde, el domador de monos iba tocando un tambor con forma de reloj de arena por los callejones. Finalmente, comenzó su espectáculo en la calle Pattharvali. Cuando la mona se portaba mal, el mono macho le pegaba con un palo hasta que se enfadaba y se iba a casa de su madre.
Surendar no apartaba los ojos del balcón. Estaba seguro de que ella saldría a ver actuar a los monos.
—¡Mira, bastardo, mira!
—¿Pero dónde?
—Al balcón. Está allí.
Zakir miró. Era más bien oscura y muy esbelta, con un cuerpo blando y suave.
—Vaya, vaya. ¡Pero si tenemos aquí nada menos que un niñato musulmán! —dijo antes de volver inmediatamente al interior de la casa.
No se asomó más. ¿Qué más daba? Surendar le había enseñado cómo mirar a las muchachas.
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En vacaciones fue a Rupnagar a visitar a Khalah Jan. Después de tantos años volvía a Rupnagar. La carretera llena de baches y cubierta de polvo aún con los mismos montones de grava a ambos lados; los carros de caballos rodaban dando tumbos y los de bueyes se arrastraban por las calles sin asfaltar. Todo seguía igual. Zakir lo observaba todo con asombro contenido. Sin embargo, las cosas no estaban exactamente igual. Sus antiguos amigos habían crecido, habían madurado, estaban más oscuros, sus voces eran más roncas. Habib había aprobado el examen de Matriculación, se había ido a Aligarh y había vuelto de vacaciones con un aspecto de lo más moderno. Llevaba unos pantalones a la última moda. Antes siempre le afeitaban la cabeza y se la frotaban con un hueso de mango3, pero ahora se había dejado el pelo largo al estilo inglés. Bundu también se había mudado a Aligarh; la tita Sharifan lo había enviado allí para que aprendiera el oficio de cerrajero.
¡Y Sabirah! ¡Qué alta estaba! ¡Cómo se le había desarrollado el pecho! Lo mantenía cubierto con el duppatah, pero aún así, las dos siluetas redondas saltaban a la vista. Ahora ya ni siquiera lo miraba a los ojos, como si fuera un extraño.
Deambuló por los callejones y los bazares. Era un sediento que se saciaba por fin con la contemplación de los lugares familiares. ¡Con qué impaciencia lo miraba todo, con qué impaciencia y con qué anhelo! Como si quisiera absorber el pueblo entero con los ojos. A veces las cosas estaban como antes, a veces habían cambiado. Los postes de la electricidad se habían multiplicado. Los cables se extendían por doquier, excepto por el Bazar Pequeño. Saltando por los tejados y evitando los cables, los monos de Rupnagar se habían adaptado a la era de la electricidad.
Del Templo Negro a Kerbala, de Kerbala al Fuerte y del Fuerte al Bosque de Ravana todo seguía como antes. Vagabundeó por allí durante mucho rato sumergiéndose en el paisaje, pero no se sentía enteramente satisfecho. Faltaba aquel misterio que antes lo impregnaba todo. Recordó sus antiguos miedos y dirigió la vista hacia el Templo Negro con su enorme pipal y el corpulento mono sentado en la rama más alta, pero el asombro no le colmaba los ojos. Ni el asombro ni el miedo. Las cosas seguían como antes, pero quizá él había cambiado, o quizá lo que había cambiado era su antigua relación con el lugar; con el Templo Negro, con el gran pipal, con el mono del pipal, con el silencioso espacio de Kerbala, con el Bosque de Ravana, con el baniano que se erguía en el centro, quizá también con Sabirah.
Insatisfecho, inquieto, cansado, volvió a casa. Hacía mucho calor. Cogió una toalla y atravesó el patio hirviente al sol de la tarde para ir al cuarto de baño. El cuarto de baño era el de siempre y la puerta no se podía cerrar con llave ni desde dentro ni desde fuera, así que los habitantes de la casa usaban la intuición para saber si estaba ocupado. Quizá había perdido la capacidad de intuir porque abrió los paneles de la puerta del baño y antes de que estuvieran abiertos del todo los volvió a cerrar a toda velocidad. Le había caído un rayo en los ojos.
Estuvo durante mucho tiempo prendido del relámpago de ese momento. Le sorprendía pensar que su prima Tahirah era ya toda una mujer. Aquel día no se atrevió ni a mirarla a la cara. Al día siguiente, la escudriñó de la cabeza a los pies evitando sus ojos. Su cuerpo blanco y redondo se le aparecía en la imaginación. Con todo detalle. Se le encendían los carrillos de vergüenza. Se hacía todo tipo de reproches ¡Cómo se le amontonaban en el corazón! Sin embargo, Tahirah era ajena a sus tribulaciones. Hablaba con él con absoluta confianza y le preguntaba hasta los más mínimos detalles de la facultad.
—Zakir, ¿tienen El atardecer de la vida de Rashid ul-Khair en la biblioteca de tu Facultad?
—Sí.
—¡Oh, Dios mío! ¡La próxima vez que vengas me lo tienes que traer sin falta!
Viendo que la conversación derivaba hacia la literatura, Sabirah se acercó entre titubeos y se sentó tímidamente junto a su hermana. ¡Con qué pasión los oía charlar de novelas! La voz de Khalah Jan sonó desde la cocina.
—¡Tahirah, vigila que no se queme la comida, que yo estoy amasando la harina!
Cuando Tahirah se fue, Sabirah se quedó allí sentada, silenciosa e incómoda pero no se atrevía a ponerse de pie y marcharse. Él también se sentía avergonzado e incómodo.
Gradualmente reunió valor y le dijo: —¿Tú has leído El paraíso en la tierra, Sabirah?
—No. ¿Es buena?
Zakir empezó a contarle el argumento inmediatamente. Le terminó contando la novela entera.
—Zakir, ¿me traerás El paraíso en la tierra?
—Sí, cuando vuelva.
—¿Cuándo volverás?
—En las vacaciones de Navidad.
Poco a poco también le contó el argumento de varias novelas de Sharar, incluidos detalles que no sabía si mencionar y que a ella le avergonzaba escuchar, sobre todo ahora que se había sentado junto a él. Las tareas domésticas la aburrían. Mientras Khalah Jan y Tahirah se ocupaban de la casa, Sabirah se quedó allí sentada escuchándole y hablando con él. A veces en voz alta, y a veces en voz muy baja. A veces en voz tan baja que sus voces se convertían en susurros y Sabirah se ruborizaba. Cuando, con la excusa de admirar sus pendientes, Zakir le acarició el lóbulo de la oreja, de pronto su aliento se hizo más cálido y se le aceleró la respiración. ¡Qué lóbulo tan suave, tan templado! Tanto que, desde las yemas de los dedos, una ola sedosa y tibia le corrió por todo el cuerpo.
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Las vacaciones terminaron volando. Rupnagar lo había atrapado pero tenía que volver a la facultad y antes debía pasar por Vyaspur a visitar a su madre.
—Bueno, amigo, así que ya estás de vuelta, ¿no? Decías que solo te ibas una semana y al final fíjate cuánto tiempo te has quedado.
Respondió al comentario de Surendar con evasivas, pero al fin y al cabo ¿cuánto tiempo podría guardarse el secreto?
—¿Qué has hecho por allí?
—¿Qué he hecho? Pues ¿qué iba a hacer…? Nada.
—Mentiroso.
—Es la pura verdad. No ha pasado nada.
—Eres un verdadero zoquete —le reprochó Surendar.
Entonces Zakir comenzó a hablar como para sí mismo: —Yar, tenía unas manos tan suaves…
—¿De verdad? —el enfado de Surendar se evaporó.
—Sí—. Se quedó callado, inmerso en sus pensamientos y después dijo muy despacio: —Y sus labios también.
—¿Labios?—. A Surendar se le salían los ojos de las órbitas.
Zakir siguió haciéndole confidencias. Lo que no se atrevía a decirle entonces, se lo confesó ya de vuelta en la facultad cómodamente sentados. Cuando terminó de contárselo todo, comenzó de nuevo. Cada vez era como si lo contara por vez primera.
—De acuerdo, entonces ¿cuándo vas a volver?
—En las vacaciones de Navidad.
—Todavía falta mucho.
—¡Sí, yar! ¡Falta muchísimo!
—Escríbele una carta o algo.
—Eso es, una carta. Debería escribirle una carta—. Entonces se apoderó de él una fiebre epistolar que duró semanas y semanas. Cada día se sentaba pluma en mano delante de un papel, escribía algo y después lo rompía.
—Yar, ¿qué le digo?
—Dile lo que hay que decir.
—Pero yar, ¿y si alguien lee la carta?
—Entonces… —Surendar se puso a pensar. —Te ha pedido unas novelas, ¿verdad? Pues dile que no te acuerdas de los títulos.
—Perfecto.
Por fin llegaron las vacaciones de Navidad; Zakir recorrió los estantes de la biblioteca en busca de novelas de Rashid ul-Khairi y de Sharar y las sacó en préstamo con su tarjeta.
—¿Te vas a Rupnagar, yar?
—¿Cómo no? Claro que sí. Mañana mismo en cuanto cierre la facultad.
Surendar se quedó callado un momento y luego dijo: —Yar, no vayas.
—¿Por qué?
—Es un viaje muy largo, yar, y dicen que hay problemas en los trenes.
Zakir se quedó pensativo. —Aquí también los hay, yar.
—Sí, aquí también hay problemas. Puede pasar algo en cualquier momento.
—¿Qué hago entonces?
—Surendar pensó un poco y añadió: —Vámonos juntos hasta Vyaspur.
El trayecto hasta Vyaspur se había convertido en un viaje tremendamente largo. Se sospechaba de todo el que se moviera demasiado. En la estación de Vyaspur reinaba el silencio. Cuando llegaron se quedaron extrañados.
—Yar, no hay ni un coche de caballos.
—Bueno, pues iremos a pie. Al fin y al cabo todo el mundo va a pie.
Durante un trecho se veía a los pasajeros del tren caminando por la carretera. Súbitamente, se dieron cuenta de que la calle estaba vacía. No había nadie. El cine Jagat Talkies, el lugar más ruidoso de los alrededores estaba cerrado y absolutamente en silencio. La cartelera, que llevaba siglos en la fachada con la cara de Kanan Bala sonriendo desde lo alto, estaba tirada en medio de la calle. La cara de Kanan estaba partida por la mitad y el suelo cubierto de ladrillos.
—Yar, hemos cometido un error. No teníamos que haber venido —dijo Surendar lentamente.
Siguieron caminando en silencio. Caía la tarde y no se veía a nadie por ninguna parte. Solo ladrillos y más ladrillos esparcidos por el suelo. Zakir los miraba con temor y asombro. Nunca se había imaginado que hubiera tantos ladrillos en Vyaspur.
Caminaron hasta llegar a Meerut Gate. Más adelante, Khirki Bazar estaba vacío y sin luces. Aquella era la calle que llevaba a los barrios hindúes y algo más allá estaba el callejón que acababa en los barrios musulmanes. En la bifurcación se miraron sin decir nada y cada uno tomó una calle diferente.
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—¡Zakir, hijo mío! ¿Lo has oído? ¡Han sonado disparos!
—¿Ammi Jan?—. Salió de la espesura con dificultad y miró a su madre. Parecía a punto de desmayarse. Se le notaba el pánico en la voz.
Se levantó y fue hasta la ventana. Abrió un postigo y echó una ojeada al exterior. En el mitin reinaba la confusión. El techo de la carpa se había venido abajo. Algunas paredes de tela estaban aún en pie y otras estaban dobladas. Por una esquina del techo salía humo. La multitud era presa del caos. Unos huían y otros peleaban. Cerró la ventana y se dio la vuelta. —Pamplinas.
—Ai, Ai, me he despertado con un sobresalto. ¡Es el Día del Juicio Final! Entonces suena un tiro y el corazón se me desboca. Todavía lo tengo desbocado. Llamo a tu padre y le digo «¿Qué, estás despierto o dormido?», y él murmura: «¿Es que esos desgraciados dejan dormir a alguien?» Le digo que creo que acabo de oír un disparo y él murmura, «de ahora en adelante así va a ser todo». Y yo, «Pase lo que pase, tú no dejes de farfullar. ¿Se lo digo a Zakir?».
—Alguien ha debido disparar un arma. No hay de qué preocuparse. Estas cosas pasan a menudo en los mítines hoy en día.
—¡Ai, hijo mío! ¿Qué pasará si empiezan a volar las balas?
—No va a pasar nada. Vuelve a la cama y no te preocupes.
—Tú no me creas, pero estoy toda agitada por dentro.
—No es nada, Ammi, por favor, vete a dormir.
Cuando consiguió que Ammi Jan se fuera a la cama volvió a asomarse por la ventana. La multitud se había dispersado. La carpa derrumbada del mitin estaba vacía y las luces seguían ardiendo. De la esquina del techo de la que antes salía el humo ya solo se escapaba una fina columna.
Observó el lugar desierto durante un buen rato. Acababa de regresar de un largo viaje y ahora respiraba el aire de su propia época.
DOS
En su interior llovió durante toda la noche. Densas nubes de recuerdos parecían llegar desde todas las direcciones. Pero ahora, por fin, el cielo lucía ligero y límpido. Aquí y allá una nube flotaba satisfecha como una cara luminosa, como una dulce sonrisa. Estaba completamente ensimismado. El mundo exterior carecía de sentido para él. Sentado a la mesa del desayuno, les echó una indiferente ojeada a los titulares y deslizó el diario en dirección a Abba Jan.
Abba Jan ya había desayunado y estaba concentrado en el periódico en urdu. Cuando Zakir se sentó a la mesa, Abba Jan lo miró extrañado.
—¿No tienes que ir a la facultad hoy, Zakir?
—Sí, pero me he quedado dormido.
—Entonces, desayuna deprisa y vete—. Abba Jan volvió al periódico.
Se había despertado muy tarde, pero no tenía prisa. Se había aseado y vestido con toda tranquilidad y ahora estaba desayunando con toda tranquilidad.
Ammi apareció y tocó la tetera.
—¿Se ha enfriado?
—No, todavía no, está bien —respondió comprobando la temperatura con la palma de la mano ahuecada.
—Hijo mío, de ahora en adelante hazme el favor de desayunar temprano. Al fin y al cabo estoy sola y tengo que ocuparme de todo el trabajo de la casa—. Después le dijo a Abba Jan: —Bueno, ¿qué pone de Daca?
—Nada en particular.
Apartó la vista de Abba Jan y le pasó a Zakir el periódico en inglés que tenía al lado. —Hijo, mira en el periódico en inglés. Tiene que decir algo.
Zakir volvió a repasar el diario y dijo con indiferencia: —No hay nada digno de mención.
—¡Vaya por Dios! ¿Cuándo sabremos algo de Khalah Jan? ¡No hay ni una sola noticia de allí!
—Confía en Él —dijo Abba Jan señalando al cielo con el índice.
—Sí, desde luego. Yo confiaba en Él —dijo Ammi con amargura—. ¡Confiar en Él es lo que me ha puesto en este trance!
Abba Jan la miró con severidad y le echó una reprimenda. —¡Madre de Zakir! Una sola palabra pronunciada demasiado a la ligera es suficiente para borrar una vida entera de piedad.
Arrepentida, Ammi bajó la cabeza. Se quedó en silencio. Después cambió de tema. —Bueno, ¿te acuerdas de lo que le dije a Batul?
—¿De lo que le dijiste cuándo?
—Cuando nos fuimos.
—¡Madre de Zakir! ¿De cuándo hablas? No me acuerdo de lo que le dijiste a nadie en aquel momento.
—Bueno, puede que tú no te acuerdes, pero yo sí. ¡Yo recuerdo todas y cada una de las palabras que se dijeron por entonces! En cuanto llegamos aquí le escribí una carta y le dije «Vente para acá. Dios proveerá». Ella quería mudarse, sin embargo el marido de Tahirah estaba lo suficientemente loco como para emigrar al Este. Por el bien de su hija, la pobre se tuvo que ir con ellos.
—¡Madre de Zakir! Hazrat Ali, la paz sea con él, siempre decía, «cuando mis deseos se tuercen, veo a mi Señor». Nuestros deseos dependen de Su gracia. Lo que Él quiere es lo que sucede.
Una vez más Ammi bajó la cabeza en silencio como si la inclinara ante la Divina Voluntad.
Abba Jan se volvió hacia él. —¿Es que no tienes facultad hoy?
—Ya me voy—. Se bebió rápidamente el último sorbo de té y se puso en marcha.
Al salir de casa, se detuvo en la tienda de Nazira, en la esquina de la calle. Siempre solía pararse allí a comprar tabaco.
—¡Señor Zakir, hoy hay un montón de lío! —dijo Nazira atropelladamente al darle la cajetilla.
—¿Es que ayer no lo hubo?
—Pero es que hoy hay un montón de lío.
De hecho aquel día había un montón de lío. Cuando llegó a la facultad, los macetones de barro estaban hechos pedazos por aquí y por allá; las clases vacías, rotos los paneles de vidrio de las puertas; había trozos de cristal por las aulas y las verandas. Los jóvenes habían desaparecido. ¿Dónde estaban? Parecía que se hubieran escapado de la facultad a montar escándalo y gritar eslóganes a otra parte. Fue a su despacho, se sentó y recordó qué clase tenía aquel día. ¿Pero cómo iba a dar clase aquel día? Revolvió los papeles del cajón; abrió los libros que había sobre el escritorio y los hojeó para volverlos a cerrar y apartarlos a un lado. No sabía qué hacer. Había salido de casa completamente empapado en recuerdos, ensimismado, indiferente al mundo exterior. Sin embargo, en lo que había tardado en llegar a la facultad, la realidad exterior se había impuesto. Ya no podría aprovechar la calma y la soledad para sentarse en paz, fumar un cigarro y perderse de nuevo en el mundo de la memoria. De algún modo, ver la facultad patas arriba lo agobiaba. ¿Qué hacer ahora? De acuerdo, me voy al Shiraz. Quizá la pandilla ande por allí. En todo caso, seguro que Irfan ya está allí a estas horas. Se levantó.
Poco después se encontraba compartiendo confidencias con Irfan en el Shiraz. Irfan no salía de su asombro.
—Bueno, y entonces ¿quién era ella?
—Era quien era, y con eso basta.
—¿Y no la has mencionado nunca hasta ahora?
—La había olvidado. ¿Cómo iba a mencionarla?
—¿Qué la habías olvidado? —Irfan lo miraba estupefacto.
—Sí, yar, la había olvidado. Ha pasado mucho tiempo.
—¿Y por qué te has acordado ahora?
—Últimamente me asaltan los recuerdos. Me vienen todo tipo de cosas olvidadas quién sabe cuándo.
—¿Justo ahora con el follón que hay en todas partes?
—Sí, justo ahora con todo el follón que hay—. Se quedó callado y al cabo de unos momentos dijo. —¿Sabes lo que le ha dado a mi madre por hacer ahora? Todas las mañanas cuando llega el periódico pregunta qué noticias hay de Daca. Ya sabes que algunos de nuestros parientes emigraron a Daca, ¿no? Mi tía. Mi madre se pasa el día preocupada, así que en cuanto llega el periódico pregunta qué dicen de Daca. Y si no hay nada que la tranquilice se pone a recordar en voz alta que al llegar escribió a Khalah Jan y le aconsejó que se mudara aquí: «No te vayas al fin del mundo, ven con nosotros». Y después se le llena la cabeza de fragmentos de historias olvidadas de la época de la Emigración.
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