Kitabı oku: «305 Elizabeth Street», sayfa 6

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Había transcurrido ya media hora, quizá un hora, quizá muchas más, cuando Sasha me encontró. Aquella noche, después de su actuación en The Works, Sasha decidió regresar a casa dando un paseo en vez de tomar un taxi, como acostumbraba a hacer, y al llegar a la esquina de Waverly Place con Washington Square West le pareció escuchar una especie de sollozo ahogado que le llevó a pensar que tal vez alguien necesitara su ayuda. Ese alguien era yo. Así que Sasha no dudó en entrar en el parque a pesar de la oscuridad, desobedeciendo esa voz interior que le advertía que estaba cometiendo una estupidez y que se estaba comportando de manera necia e insensata. No tardó demasiado en dar conmigo —ya que apenas me encontraba a unos metros de la acera exterior que rodeaba el parque, y de la entrada noroeste— y cuando lo hizo, arrojó de inmediato a tierra su pequeño bolso de cuero rojo decorado con piedras strass y se arrodilló enfrente de mí.

—¡Dios Santo! ¿Quién te ha hecho esto? —preguntó mientras me sujetaba por los brazos e intentaba incorporarme lentamente, al mismo tiempo que trataba de mantener la calma—. ¿Cómo te llamas, cariño?

Sasha me ayudó a sentarme y pude así apoyar mi espalda contra la agrietada corteza del tronco de aquel olmo, testigo silencioso de todo lo ocurrido. Ella se puso de pie de inmediato y empezó a andar en círculos, visiblemente alterada. Tan pronto como volvió a dirigir su mirada hacia mí, se percató de que me hallaba prácticamente desnudo, a excepción de aquellos calzoncillos blancos que ahora estaban sucios y cubiertos de tierra. Estaba temblando, ya no de miedo —aunque también—, sino de frío. Sasha se quitó rápidamente su abrigo de rojo terciopelo y me lo colocó sobre la espalda

—¿Cómo te llamas? —preguntó de nuevo; sin embargo, yo seguía siendo incapaz de responder. Por un momento llegué a pensar que nunca más podría volver a hablar—. ¿Dónde vives? ¿Eres de por aquí? ¡Qué tontería! ¡Por supuesto que no eres de por aquí! Si fueras de por aquí sabrías que éste no es un buen lugar para pasear por las noches. —Sasha respiró profundamente antes de continuar—. ¿Tienes algún lugar al que ir, alguien a quien podamos llamar? ¿Algún familiar? ¿Un amigo, quizá? Cariño, pretendo ayudarte, pero si no me contestas…

Sasha se puso a andar en círculos otra vez. Yo me agarré al tronco del olmo con todas mis fuerzas e intenté ponerme de pie, pero las rodillas no me respondieron y caí una vez más en tierra. Me sentí frustrado, completamente inútil.

—¡Espera, espera! ¡Te vas a hacer daño! —dijo ella al verme tendido en el suelo—. Déjame ayudarte.

Sasha me agarró el brazo derecho y lo pasó alrededor de su cuello; después me sujetó por la cintura, contó hasta tres —uno, dos, tres— y fue levantándome poco a poco hasta que volví a verme de pie. Las piernas me flojeaban y me sentí ligeramente mareado, además temía que de un momento a otro me viniera abajo nuevamente, pero entonces me fijé en su sonrisa, que parecía querer decirme: «Tranquilo. Te tengo», y me sentí —de un modo insólito y muy poco usual— confiado; todo lo confiado que te puedes sentir con una completa desconocida.

—No te preocupes, cariño. Te diré lo que vamos a hacer. —Me sonrió mientras se inclinaba para recoger su bolso de la tierra—. Te vas a venir conmigo a casa, ¿de acuerdo? Allí podrás descansar toda la noche y recuperarte. No puedo ofrecerte una cama, pero sí un sofá, y créeme: es realmente cómodo. Mañana, con el nuevo día, ya me dirás quién eres y cómo demonios has acabado… así, y encontraremos una solución, ¿de acuerdo? —Asentí levemente. En aquellos instantes lo único que quería era salir de aquel parque, alejarme de allí—. ¡Venga! ¡Vámonos de aquí!

Empezamos a caminar hacia la calle, y la distancia que tuvimos que recorrer se me antojó como insalvable, ya que a cada paso que daba se me iban clavando en la planta de mis pies descalzos trozos de rama o pequeñas piedras. Sasha, que se mantenía alerta para que no pisara ningún trozo de cristal ni ninguna aguja de jeringuilla usada, dejó en todo momento que me apoyara completamente en ella, y me resultó sumamente extraño la fuerza que tenía —y no sólo su fuerza me resultó extraña, sino toda ella en su conjunto: sus desgreñados cabellos rojizos color Redwood que parecían una peluca, el exceso de maquillaje, su llamativa vestimenta o el portentoso abrigo de terciopelo que ahora descansaba sobre mis hombros—. Tan pronto como llegamos a la acera, Sasha me ayudó a sentarme en el bordillo y ella esperó de pie a que pasara algún taxi por allí. Cruzaron un par de ellos con la señal de libre hacia la Sexta, pero no fue hasta media hora más tarde, quizá una hora, quizá muchas más, que un taxi se detuvo delante de nosotros. Sasha abrió la puerta y me ayudó a ponerme de pie aunque esta vez sólo tuvo que darme la mano: por suerte empezaba a encontrarme un poco mejor y ya las piernas parecían volver a funcionar. Entramos como pudimos en aquel vehículo y nada más cerrar la puerta, Sasha le indicó la dirección al taxista.

—Elizabeth con Bleecker, por favor. —Y el taxista se puso en marcha.

18

Sasha era la estrella del espectáculo, la única razón por la cual la gente acudía cada noche a The Works, el local nocturno más famoso de Christopher Street. Iban por ella, para poder disfrutar de su fantástica y prodigiosa voz mientras cantaba el Downtown, de Petula Clark, el These boots are made for walking, de Nancy Sinatra, o el Baby Love, de The Supremes. El escenario acabó convirtiéndose con el paso de los años en su hábitat natural y cuando se subía a él, el público enmudecía al instante esperando el momento en el que se decidiera a sostener de nuevo el micrófono entre sus manos. Y era en ese preciso instante cuando se desataba una locura colectiva de gritos eufóricos y rabiosos aplausos, cuando los allí reunidos coreaban al unísono su nombre y le pedían otra y otra canción más. Sin embargo, mientras nos dirigíamos camino de Elizabeth Street en aquel taxi, Sasha no me pareció en absoluto una estrella, sino más bien una auténtica chiflada.

Observé su vestido con atención y cuando se percató de que la estaba mirando, esbozó una sonrisa y me obligó a tocarlo. «De elegante satén negro, cariño. ¡Tócalo! Su tacto es magnífico, tan suave... No obstante, me pareció un poco sobrio cuando Macy me lo trajo a casa, así que decidí añadirle algunos detalles de alta costura», se rio. Esos detalles de alta costura a los que se refería resultaron ser cuatro grandes y alargadas plumas de terciopelo rojo cosidas a la cintura, a juego con la chaqueta que ahora descansaba sobre mis hombros. Y entonces me enseñó sus zapatos: verdes, enormes, con un tacón considerable. Por lo que pude apreciar, supuse que debía de calzar un par de números más que yo. «Para triunfar en el mundo del espectáculo —empezó a decir— hay que destacar, sobresalir, hay que gritarle al cielo: “¡Aquí estoy yo y he venido para quedarme!”. Hay que ser la estrella que más brilla en el firmamento (un firmamento sucio y lleno de envidiosas constelaciones, cariño). Y sobre todo, hay que mantenerse muy alerta, siempre con los ojos abiertos, y cuidar de que no se apague nunca tu luz».

Aquella noche, antes de encontrarme, Sasha había interpretado en The Works la versión de Gloria Gaynor de Reach Out, I’ll be there, de los Four Tops, y había querido salir literalmente volando a abrazar a todos los desconsolados y solitarios que habían acudido allí para verla cantar; así que cuando llegó a la segunda estrofa y mencionó aquello de flotar a la deriva, Sasha no se lo pensó dos veces y se lanzó sobre el público. Nadie la cogió. Me imaginé la escena: Sasha aterrizando contra el suelo a cámara lenta. La música seguía sonando. Cuando se levantó, volvió al escenario y acabó la canción. Luego se marchó a su camerino, un cuchitril como cualquier otro —en palabras suyas—, y se miró en el espejo. Ella era una estrella. Y aquellos cabrones desagradecidos —de nuevo, sus palabras—, no la merecían. Ella era una estrella. Y de las grandes.

19

—Me llamo Robert. Robert Easly —conseguí decir por fin.

Al escucharme hablar, Sasha se abalanzó sobre mí en un arrebato de alegría y me estrechó fuertemente entre sus brazos; un gesto que pilló desprevenido al conductor, que se sobresaltó y dio un ligero volantazo. Sasha regreso a su sitio de inmediato y tosió descaradamente a modo de queja. Seguidamente, volvió a sonreír.

—¡Yo soy Sasha! ¡Sólo Sasha! —me dijo ella.

—¿Sólo Sasha?

—Así es. Sólo Sasha. ¿Y sabes por qué me llamo así? —Negué con la cabeza. ¿Cómo pretendía que lo supiera si la acababa de conocer?—. ¡Por la gran Zsa Zsa Gabor! Aunque decidí eliminar las zetas de mi nombre, que son unas letras frías, rígidas y angulosas que en nada benefician la carrera de una gran artista como yo. Las eses, sin embargo, son distintas: voluptuosas, irradian sensualidad…

—¿Zsa Zsa Gabor? ¿Quién es Zsa Zsa Gabor? —pregunté extrañado, pues era la primera vez que escuchaba ese nombre.

—¿Que quién es Zsa Zsa Gabor? ¿Me acabas de preguntar quién es Zsa Zsa Gabor? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¡No me has podido preguntar eso! ¡Dime que no me has preguntado quién es Zsa Zsa Gabor! —Sasha abrió rápidamente su pequeño bolso y rebuscó en él hasta encontrar un minúsculo cortaúñas de metal que me entregó al segundo—. ¡Clávamela! ¡Coge esta daga y clávamela en el corazón! ¡Acaba conmigo de una vez por todas, porque si tú no eres capaz, lo haré yo!

Sasha empezó a hacer desmesurados aspavientos con las manos y me señaló en el pecho el lugar exacto donde quería que le clavara el cortaúñas, ahora reconvertido en daga. El conductor nos miró desconcertado a través del espejo retrovisor intentando adivinar qué diablos estaba pasando en la parte trasera de su vehículo. La escena me resultó tan surrealista que no puede evitar soltar una carcajada: estaba en el interior de un taxi en dirección desconocida, prácticamente desnudo, sosteniendo un cortaúñas en mi mano izquierda y con una desequilibrada mental sentada a mi lado.

—Ya era hora de que te rieras, cariño. Pensaba que la historia de mi caída del escenario lo conseguiría, pero veo que eres un hueso duro de roer —me quitó el cortaúñas y lo volvió a meter en el bolso—. Ahora en serio, ¿de verdad no sabes quién es Zsa Zsa Gabor?

—No.

—Veamos… Zsa Zsa Gabor es una de las mejores actrices que hemos tenido el privilegio de poder disfrutar, obviamente tú no, porque no la conoces, pero el resto de la población sí; además de ser una mujer de armas tomar. En cierta manera, ella y yo nos parecemos mucho: las dos somos inteligentes e ingeniosas, las dos compartimos cierta predilección por las joyas caras y a las dos se nos presuponen romances con algunos Rubirosas…

—¿Rubirosas?

—¿Es que no os enseñan nada en el colegio hoy en día?

—Fingió hallarse sumamente indignada—. Porfirio Rubirosa fue amante de Gabor durante una temporada y se le recuerda por su gran… talento —Sasha marcó entre sus dedos índices una distancia de unos treinta centímetros.

—Vaya… —no pude evitar sorprenderme.

—Tranquilo, cariño; las mujeres, por lo general, solemos conformarnos con mucho menos —dijo con una sonrisa algo

pícara—. Aunque hay algo en lo que Zsa Zsa y yo nunca, nunca nos pareceremos; algo que ella colecciona y que a mí no me interesa en absoluto…

—¿Coches de lujo?

—Maridos.

—¿Maridos?

—Zsa Zsa ha dado el «sí quiero» en siete ocasiones ya. Está el turco, el fundador de los hoteles Hilton, el actor de Eva al desnudo, el banquero… —Sasha se quedó pensativa durante unos instantes—, el empresario ése que decían que tenía petróleo también, por supuesto; el que diseñaba juguetes en Mattel y, actualmente, el abogado especializado en divorcios que conoció mientras se estaba divorciando del sexto, el de los juguetes. Es irónico que se haya casado con ella sabiendo su historial, ¿no crees? De todas formas, yo creo que éste no será ni el último ni el definitivo. Zsa Zsa es un pajarillo, y la naturaleza de los pajarillos no es la de vivir enjaulados, sino la de volar libres.

Sasha abrió de nuevo el bolso y extrajo, esta vez, un pintalabios color cereza con el que empezó a repasarse los labios.

—Cuando yo tenía más o menos tu edad… ¿Qué edad tienes, por cierto?

—Veintidós —contesté.

—Veintidós —repitió ella a medida que guardaba el pintalabios de nuevo—. Bien. Pues cuando yo tenía más o menos tu edad, fui a ver la película de John Houston acerca del Moulin Rouge. ¡París! ¡Oh, mon Dieu! Allí sí que sabían celebrar una fiesta por todo lo alto, con sus faldas al vuelo y sus cancanes y su música descontrolada y sus caballeros de buen ver. —Apoyó el cuello ligeramente sobre el reposacabezas del asiento y fijó su mirada en el techo de aquel taxi durante un par de segundos. Luego, me volvió a mirar a mí—. ¿Qué te estaba contando?

—El Moulin Rouge… —respondí sin saber muy bien hacia dónde iba aquella historia.

—¡Ah, sí! ¡La película del Moulin Rouge! Te estoy contando esto no porque se me haya ido la cabeza, cariño, sino porque en esa película actuaba la gran Zsa Zsa Gabor. Ella interpretaba el papel de Jane Avril, una de las musas que inspiraron al enano ése, el pintor… ése que tiene nombre de ciudad francesa y que siempre tomaba alguna copa de más… ¿Cómo se llamaba?

—¿Stewart? —bromeé. Sasha me miró sorprendida.

—¿De qué conoces tú a Stewart? —preguntó sorprendida.

—He presenciado uno de sus espectáculos…

—Y te ha sacado alguna moneda, ¿no? Algún día se buscará un problema gordo con la policía, aunque no es tan grave lo que hace. Hay muchas perso… ¡pero no me desvíes de la conversación, cariño, que pierdo el hilo! Veamos, ¿qué estaba diciendo?

—El enano del Moulin Rouge…

—¡Tolouse-Lautrec! ¡Eso! Se llamaba Toulouse-Lautrec. Gabor era su musa. Bueno, en realidad Jane Avril fue su musa, pero Gabor la interpretó, tú ya me entiendes. Estaba preciosa. Fue verla a ella en la gran pantalla, que en realidad era una pantalla más bien mediana, y enseguida lo supe: yo quería ser como ella, sería una musa; porque supe que yo también inspiraría a un gran artista algún día…

—¿Y lo has conseguido?

Sasha soltó una sonora carcajada.

—¡Por supuesto! ¡Cada noche inspiro a cientos de maricas desatadas!

20

El taxista detuvo el vehículo y nos anunció que ya habíamos llegado. La calle estaba bastante oscura y apenas un par de farolas permanecían encendidas; el resto se dividía entre las que no tenían bombilla, las que parecían haberse fundido y las que tenían demasiado sueño. El conductor echó una ojeada rápida al taxímetro y se giró hacia nosotros apoyando el codo sobre el respaldo de su asiento con la intención de cobrar la carrera. Sasha metió la mano por el escote de su vestido de negro satén y buscó en su sujetador un par de billetes arrugados con los que pagar el trayecto.

—Quédese con el cambio —le indicó Sasha.

—¿Cree que es correcto lo que está haciendo con el chico? —le preguntó él.

El taxista se dirigió hacia mí y me examinó de arriba abajo. De pronto me sentí profundamente incómodo ante la mirada de aquel hombre, por lo que traté de taparme tanto como pude, estirando la chaqueta de terciopelo rojo hasta las rodillas.

—¿Y qué es lo que estoy haciendo, exactamente? —preguntó Sasha.

—Usted sabrá, pero no es muy común sacar de la cama a un joven en calzoncillos para darle un paseo nocturno en taxi, ¿no cree? —El taxista volvió a mirar hacia delante y agarró el volante con las dos manos.

—¿Cómo se atreve? ¡A este chico le han pegado una paliza y lo han abandonado en el Washington Square Park! ¡Dígame usted qué haría, que habría hecho si…!

A medida que Sasha iba levantándole la voz al conductor mientras le relataba lo que me había ocurrido, empecé a sentirme algo mareado. El estómago me dio una punzada a modo de recordatorio del puñetazo que había recibido del Gordo y las rodillas empezaron a temblarme de nuevo. Hablar con Sasha me había hecho olvidar, por unos instantes, todo lo que había sucedido… pero allí estaba, otra vez, allí mismo. Abrí la puerta del taxi. Necesitaba salir. Necesitaba respirar.

—Claro, claro, no lo pongo en duda, pero uno ve tantas cosas en esta ciudad… —respondió el taxista.

—Ése es precisamente el problema de las personas como usted: que ven tantas cosas que han perdido el sentido de la humanidad. Buenas noches.

Sasha bajó del taxi y cerró con un sonoro y airado portazo. El taxista arrancó, dobló en la esquina con Houston Street y desapareció.

—¿Estás bien, cariño? —me preguntó mientras me sujetaba por la cintura.

—Sí —le contesté como pude.

Recorrimos un par de metros y entonces Sasha me señaló su casa: el 305 de Elizabeth Street; un edificio cuya fachada de color marrón se mostraba prácticamente en ruinas y escondida, quizá por pudor, tras una escalera de incendios de peldaños volados y barandillas oxidadas.

21

Aquel salón era deprimente, una especie de asilo para muebles viejos y gastados que acudían allí a agonizar lentamente y esperar el último viaje al contenedor. Las paredes, de un color inexplicable, mezcla de ocres, tonalidades amarillentas y alguna que otra pincelada de blanco, se inclinaban hacia delante y mostraban decenas de impúdicos desconchones distribuidos por toda la superficie. El suelo estaba sucio. En la pared de la izquierda, sobre un sofá desvencijado descansaban dos tazas de desayuno que habían ido vertiendo sobre los cojines, gota a gota, los restos del café que habían contenido. Olía a cerrado y la única ventana, al lado de la puerta de la entrada, parecía tener la manilla rota. Me vino a la memoria el armario de invierno que tenía la abuela Susan en su casa, aquél en el que se solían guardar las mantas y las colchas y que no se volvía a abrir hasta nueve meses más tarde.

Enfrente del sofá y no muy lejos de la pared del fondo, en la que se encontraba el acceso a un pasillo que daba al resto de la casa, había una mesa coja y encima de ella, una peluca de rizos rubio platino, unas tijeras de cocina y un par de revistas con las páginas rasgadas; alrededor de la mesa, tres sillas algo cochambrosas. Me sorprendió no encontrar ningún cuadro colgando de las paredes, sólo algunas fotografías, la mayoría paisajes y lugares emblemáticos de la ciudad, todas ellas fijadas con clavos. En la pared de la derecha, cerca de la mesa, la puerta de otra habitación, y en el rincón de debajo de ventana, se acumulaba un pequeño montón de ropa de mujer.

—¡Pasa! ¡No te quedes en la puerta! —Me invitó Sasha a entrar. Ella murmuró algo y se agachó para recoger del suelo un par de zapatos negros de tacón, uno de ellos con el tacón roto, y me los enseñó—. ¿Ves esto? Eran una verdadera obra de arte. Y eran unos de mis favoritos, además; pero me los rompió una zorra mala cuando se los intentó probar…

Cerré la puerta y Sasha dejó los zapatos y su pequeño bolso encima de la mesa.

—Bueno, ¡bienvenido a la pensión Sasha para jóvenes ovejas descarriadas! Sí, sé lo que estás pensando: que no aparento ser tan joven como en realidad soy, pero juro que es este vestido que, a pesar de lo bonito y suave que es, me hace gorda y vieja y arrugada… —Se lo estiró de la cintura, casi arrancándose las plumas de terciopelo rojo que llevaba cosidas—. De todos modos, toda mi ropa está en el tinte, así que… ¡No tenía elección! ¡Vamos! ¡No te quedes ahí parado! ¡Siéntate! Te traeré un poco de agua.

Me senté en el sofá y aparté las tazas de café dejándolas en el suelo. De repente empezaron a sucederse ante mis ojos decenas de imágenes y recuerdos que aparecían y se esfumaban a gran velocidad: el Gordo amenazándome con su navaja, Clarisse riéndose mientras sostenía con el tenedor un trozo de tortita, mi ropa ardiendo en una papelera del Washington Square Park, el interior de aquel taxi, los tipos aquellos registrando mi mochila, el sonido de la sirena del coche patrulla acercándose, aquella mujer que me ofreció un cigarrillo nada más llegar, ¡más arriba, Stewart!, ¿a quién has matado, Robert?, conocí a Dean no mucho después de que mi esposa y yo nos separamos, patatas fritas y una hamburguesa con queso fundido y un refresco de cola, ¿no se puede repetir el pasado? ¡Por supuesto que puedes!, Vicky y sus galletas de frambuesa y de limón, la señora Strauss y sus bombones rellenos de licor, el repentino abrazo del señor White en la estación de autobuses de Albany, cuando yo tenía tu edad, los pechos de Claire que nunca llegarían a ser como los pechos de Vicky, Brian, dos maricas pero no solitarios, ¡Saltaron del techo! ¡hacia la soledad! ¡despidiéndose! ¡llevando flores! ¡Hacia el río! ¡por la calle!

—¡Cariño! ¡Estás temblando! —Sasha regresó de la cocina con una jarra de agua en una mano y un vaso lleno en la otra.

Me entregó el vaso de agua y traté de beber con calma mientras intentaba recuperarme de la confusión que sentía en ese momento; dejó la jarra encima de la mesa. La peluca de rizos rubio platino, las tijeras de cocina, las revistas con las páginas rasgadas, los zapatos de tacón rotos, el bolso de cuero rojo con piedras strass… y ahora la jarra de agua. No entendía cómo la mesa podía aguantar el peso: de un momento a otro, las patas roídas de aquel mueble acabarían por ceder.

—Voy a traerte algo de ropa, así podrás ducharte y quitarte toda esa suciedad que llevas encima, ¿de acuerdo? —Asentí mientras ella abría la puerta que había enfrente del sofá y entraba en aquella habitación.

Me llevé de nuevo el vaso de agua a los labios y bebí otro trago más. Sasha no tardó en volver al salón con una camiseta, unos pantalones vaqueros, unas zapatillas negras Vans, unos calcetines y unos calzoncillos estilo slip.

—Esto es de Guido. Creo que te servirá, aunque quizá te quede un poco grande…

—¿Seguro que me puedo poner la ropa de…?

—¿Guido?

—Guido —repetí—. ¿No se molestará?

—¡En absoluto! Estará encantando de poder ayudarte. Bueno, coge todo esto y ven que te enseñe dónde está la ducha. Mientras, iré a desplumarme, que estas pequeñajas ya han trabajado lo suficiente por hoy. —Dio un par de golpes de cadera y sonrió.

—Tu chaqueta… —que aún llevaba puesta.

—¡Oh, no te preocupes por ella! ¡Déjala en el montón de la ropa sucia!

Sasha me condujo entonces al cuarto de baño por el estrecho pasillo que comunicaba el salón con la cocina y con dos habitaciones más. Cerré la puerta, dejé la ropa que me acababa de dar —la ropa de Guido, a quien yo no conocía— apoyada en el borde del lavabo y me miré en el espejo: no tenía buen aspecto en absoluto. Me acaricié levemente con las manos el contorno de los ojos, luego la frente y luego el mentón. Alargué el brazo, abrí el grifo de la ducha y dejé que el agua cayera durante un par de minutos antes de quitarme los calzoncillos sucios y meterme dentro. Cerré los ojos. Dejé que el agua se llevara por el sumidero los restos de tierra y de arena de mi pelo, de mis hombros, de mi espalda, de mis piernas. Y los recuerdos. Sasha cantaba algo al otro lado de la pared. Por fin encontré, aquella noche, un segundo de paz.

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