Kitabı oku: «305 Elizabeth Street», sayfa 5
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Cuando regresé del aseo de caballeros, Clarisse me estaba esperando en la mesa con un plato de tortitas con sirope de arce y dos pequeños tenedores, uno para cada uno. Ella ya había empezado a comer. Estuvimos hablando de literatura durante casi una hora, quizá incluso más. Ella intentaba convencerme de que la narrativa fitzgeraldiana comprendía algo más que una ostentosa obsesión por las flappers rubias, el dinero, los litros de alcohol y el jazz; no obstante, sus argumentos no lograron convencerme en absoluto. Al parecer, El Gran Gatsby era su libro favorito y Fitzgerald suponía para ella lo que Kerouac o Ginsberg suponían para mí. Sin embargo, como le dije, lo único que demostraba Fitzgerald con sus letras, especialmente en El Gran Gatsby, era una enfermiza preocupación por la distinción entre clases sociales y por las relaciones de poder que se establecían entre ricos y pobres en una América sintética y artificial.
—Al fin y al cabo— comenté— Fitzgerald es lo que es: un extraño en la alta sociedad, un invitado tal vez, pero un mero observador en todo caso. Tal vez no vestía un espantoso traje rosa para las grandes ocasiones, pero sí escribía en páginas de color crema amarillenta. Además, está esa especie de justificación por boca de Carraway cuando le grita a Gatsby eso de «usted vale tanto como todos ellos juntos». ¿En serio lo creía? Tanto Carraway como Gatsby sabían que, en realidad, seguía existiendo una delicada y casi imperceptible línea divisoria que los separaba de los Buchanan, y era esa misma línea la que tanto atormentaba al propio Fitzgerald. Él nunca se creyó su condición de rico, por muchos billetes que sirviera en bandejas de plata durante sus alocadas fiestas, y tampoco encontró la manera de mantener su opulento estilo de vida. Fitzgerald descubrió que él no era tan distinto de Gatsby y encontró la manera de justificarse a través de los actos y palabras del que, quizá, fue su personaje más querido; el más icónico, por descontado.
—¡No me puedo creer lo que estoy oyendo! ¡No me puedes decir que la obra de uno de los mejores escritores de este país es un simple ejercicio de purga de demonios interiores cuando en sus páginas está descrita toda una generación! —me replicó.
—Este lado del paraíso es un refrito de años universitarios e intento desesperado por recuperar a Zelda. El Gran Gatsby es un simple escenario. Suave es la noche es un intento de canalizar el dolor y la frustración que le provocaba la esquizofrenia que padecía su mujer. En cuanto a esa generación que nombras... Una generación perdida, como bien dijo Gertrude Stein. Una generación de niños ricos que se entregaban al exceso sin pensar en las consecuencias, ya que no podían concebir que hubiera mundo más allá de sus ojos.
Clarisse alzó los brazos en un gesto de teatralizada desesperación ante el cual no pude sino sonreír.
—Entonces, señor quiero-ser-escritor, ¿quién merece la pena ser leído?
En cierto modo, esperaba —podría decirse que incluso deseaba— que Clarisse me hiciera esa pregunta. Cogí la mochila y la dejé sobre mis rodillas. Rebusqué en su interior, entre la poca ropa que llevaba, mis dos libros, aquellos dos libros que se habían convertido en compañeros inseparables desde aquella tarde en que los rescaté de la jaula de cristal en que se había convertido aquella grandiosa estantería número quince de la biblioteca de Pittsfield. Cuando los encontré, volví a depositar la mochila en el suelo y se los entregué a Clarisse. Tenían las cubiertas gastadas y el lomo mostraba algún evidente signo de deterioro. Muchas de las páginas presentaban una pequeña doblez en la esquina superior derecha: me gustaba marcarme los pasajes que más me llamaban la atención.
—En la carretera de Kerouac y Aullido y otros poemas, de Ginsberg —leyó ella—. Interesante elección. Así que nuestro joven quiero-ser-escritor es un fiel seguidor de esos locos y zarrapastrosos beatniks que no hacían nada más que colgarse a base de benzedrina, irse a la cama con cualquiera que pasara por delante en ese momento y practicar una estúpida forma de espiritualidad oriental que carecía de todo significado o utilidad.
—Esos locos beatniks hablaron de libertad, de independencia, de identidad, de perseguir tus sueños… y eso es mucho más de lo que puedes encontrar en las páginas de tu apreciado Scott Fitzgerald, que lo único que hace es describir la falsedad, recreándose en el color del papel pintado de las paredes y el placer de tener el bolsillo repleto de posibilidades.
—¿A qué esperamos, pues, para asaltar las carreteras y tomar el país? —preguntó Clarisse en tono burlón mientras me devolvía los libros y yo los metía de nuevo en la mochila.
—Sabes que tengo razón —concluí con una sonrisa.
—¿La tienes? —se mostró escéptica.
—Lo sabes. La gran diferencia estriba en que ni Kerouac, ni Ginsberg escribieron para poder costearse un pasaje en primera clase de un tren que iba directo hacia el precipicio, ni tampoco para mantener contenta a ninguna Zelda caprichosa.
—Creo que nunca vamos a estar de acuerdo en nada, Robert Easly. —Sonrió ella.
De repente me fijé que de la pared colgaba un reloj maltratado por las horas, a escasos centímetros de la balda que sostenía las diversas botellas con bebidas alcohólicas, y me di cuenta de que ya era medianoche. Nos habíamos dejado llevar por las palabras.
—¡Vaya! ¡Qué tarde es! —exclamé sorprendido—. Tendré que marcharme ya. ¿Por casualidad no sabrás de algún lugar barato en el que pueda pasar la noche?
—Nada que esté cerca —respondió ella.
—No me importa caminar.
—En ese caso… Si bajas por la Quinta y te acercas a la zona del Village encontrarás algunas pensiones en las que por un par de dólares te prestan un colchón sobre el que dormir. No esperes nada lujoso, ni limpio. No son Park Avenue, pero quizá te sirvan hasta que encuentres algo mejor.
Le agradecí las indicaciones al mismo tiempo que cargaba de nuevo la mochila sobre mi espalda. Clarisse se acabó el último trozo de tortita.
—¿Qué te debo? —le pregunté sacando la cartera del bolsillo del pantalón.
—Otra visita. —Sonrió negándose a cobrarme la cena—. He pasado una noche bastante entretenida, Robert Easly. ¡Y pensar que estuve a punto de echarte hace un par de horas! Los clientes que suelen venir por aquí no me dejan que les hable de literatura.
—No me extraña, con el mal gusto que tienes —bromeé. Ella hizo ademán de propinarme un puñetazo en el brazo a modo de réplica.
—Si me permites el consejo, mantén siempre los ojos bien abiertos: esta ciudad puede ser deslumbrante, pero también muy peligrosa.
—Nueva York, nido de ratas —una voz ronca interrumpió nuestra conversación. El hombre a quien Clarisse había servido el whisky, y de quien yo me había olvidado por completo, seguía oculto en aquel rincón y mantenía la mirada agachada hacia el suelo y las manos alrededor de su vaso de cristal, que ahora estaba ya vacío.
—Lo tendré en cuenta, gracias —le respondí a Clarisse.
—¡Y otra cosa más! —añadió—. La próxima vez que te dejes caer por aquí, trae contigo algo de lo que escribas. Me gustaría leerte.
—¡Eso está hecho!
Sonreí por última vez esa noche, me di media vuelta y me encaminé hacia la salida. Una vez en la calle, por la ventana pude ver cómo Clarisse recogía el plato vacío con los restos de sirope de arce y lo dejaba encima de la barra; luego se dirigió hacia el hombre de la esquina. Me quedé unos minutos allí viendo cómo intentaba levantarlo y cómo lo acompañaba hacia la puerta que, supuse, conectaría con la cocina del lugar. Las luces del diner se apagaron y entonces supe que debía seguir con mi camino.
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La voz ronca de mi vecino el señor White, el viejo gruñón y cascarrabias que vivía en el treinta y seis de mi calle, volvió a resonar con fuerza en mi cabeza a medida que me iba alejando del Sam’s Diner. «Fóllatelas a todas, hijo. Fóllatelas a todas». Pensé inevitablemente en Clarisse y en lo atractiva que me resultaba esa muchacha. Me hubiera gustado preguntarle si tenía novio —o si se acostaba con alguien, para ser más exactos; o si hubiera querido acostarse conmigo, para ser más exactos todavía—, pero sólo hablamos de Scott Fitzgerald, ¡maldita sea! De pronto nos imaginé allí, en aquel diner solitario y desértico, sin ningún viejo a cobijo en cualquier rincón. Ella y yo tumbados en el suelo entre las mesas desnudas: nadie más. Me la imaginé sentada sobre mi cintura, ligeramente inclinada mientras buscaba mis labios y los encontraba, y los mordía con delicadeza, y luego los besaba. Imaginé sus manos de caramelo desabrochándome los botones de la camisa y acariciando mi torso, segundos antes de repetir el proceso con su blusa y dejarme entrever su sujetador negro —me lo imaginé negro, quizá porque de ese mismo color era el sujetador de Daphne, aquella mujer que se dejaba cambiar el nombre con tanta facilidad—. Luego imaginé sus pechos, que serían como sus mejillas y tendrían el agradable sabor de la canela y de igual modo sería su aroma, y me dejé embelesar por ellos y quise imaginar que los acariciaba. Sin saber muy bien cómo ni por qué, la imagen de Clarisse se desvaneció y en su lugar apareció la de Claire, la hija de los Spencer, mi primera novia —si alguna vez habíamos llegado a considerarnos como tal—. Y ya no estaba en Nueva York sino de vuelta en Lanesborough, en la planta de arriba de su casa, en su habitación de paredes de color ocre rojo y cenefas con motivos florales. Sus padres se habían marchado a Greenfield a ver a una tía que estaba enferma —hora y media de viaje la ida, otro tanto la vuelta— y contábamos con la seguridad de que no iban a aparecer hasta bien entrada la noche. Le ayudé a quitarse el suéter y ella se desabrochó la falda, aunque prefirió darse la vuelta cuando llegó el momento de deshacerse de su ropa interior. Yo me quité lo que llevaba puesto y me senté en el borde de la cama, algo avergonzado —ya que era la primera vez en mucho tiempo que me quedaba desnudo delante de una mujer—, cubriendo con mis manos los genitales. Ella se volvió hacia mí de nuevo, ya sin sujetador, aunque aún llevaba las bragas, y se sentó a mi lado. Nos fuimos tumbando de manera acompasada hasta que los dos caímos encima de las sábanas y, tras unos segundos de pánico que dejaban al aire nuestra total inexperiencia en la materia, le acaricié el brazo y acerqué mi barbilla a la suya con la intención de darle un beso. Fue durante aquel verano de 1972, apenas unas semanas después del rescate de los libros presos, cuando hice el amor por primera vez.
Cuando me quise dar cuenta, ya había dejado atrás casi una decena de cruces y me encontraba justo debajo del Empire State Building y, a pesar de que se estaba haciendo demasiado tarde y sabía que debía encontrar cuanto antes algún lugar donde pasar la noche, no pude evitar detenerme unos segundos y mirar hacia arriba, sentirme insignificantemente pequeño al lado de aquel edificio descomunal. Recordé haber leído en una de las revistas que mi madre solía traer a casa del restaurante de Tom Affley, donde acudía cada domingo por la tarde con sus bizcochos para que éste los intentara vender durante la semana, que el Empire State Building había ostentado el prestigio de ser el edificio más alto del mundo hasta 1972, año en el que se vio obligado a cederle el testigo a su vecina del Downtown, la Torre Número 1 del World Trade Center. —¿No les resulta curiosa la coincidencia? A veces me gusta pensar que mientras yo perdía la virginidad, el Empire State Building perdía su preciada hegemonía. Un par de años más tarde sería la Torre Sears de Chicago —llamada ahora la Torre Willis— la que conseguiría alzarse por encima de sus competidores. La ciudad del viento se imponía a los cinco distritos.
Seguí caminando avenida abajo hasta que llegué al Madison Square Park, que dormía plácidamente, y me di de bruces con el Flatiron Building: ese extraño y señorial rascacielos de planta triangular y estilo Beaux-Arts, el primero en la ciudad; el primero en hacerle cosquillas a las nubes cuando éstas amenazaban tormenta. Y allá a lo lejos, al final de la Quinta Avenida, divisé vagamente el arco de mármol que presidía la entrada al Washington Square Park. Sentí de repente que algo no iba bien. Un repentino escalofrío me recorrió la espalda hasta llegar a los talones, y empecé a escuchar los pasos de alguien que se me acercaba por detrás. Me volví discretamente y vi que tres jóvenes estaban siguiéndome. Uno de ellos se rio en voz baja y otro dijo: «Se va a escapar». Al escuchar aquello mi respiración se aceleró y mis manos empezaron a sudar. Seguí caminando unos pasos más mientras decidía qué hacer e intentaba recuperar la calma. Pensé entonces en echarme a correr, meterme por algún callejón, despistarlos; y así lo hice. Sin embargo, un par de calles más adelante, dos chicos más aparecieron de la nada y de un empujón me lanzaron contra la pared. Uno de ellos me propinó una patada en la rodilla y caí al suelo. Los otros tres llegaron en cuestión de segundos.
—Será mejor que te mantengas tranquilo si no quieres que la cosa se ponga fea —me amenazó uno de ellos.
—Nido de ratas —recordé en un susurro las palabras de aquel viejo en su rincón.
—¿Cómo dices? —preguntó otro de ellos; pero no buscaban respuesta alguna. Me pegaron otra patada en el costado y acto seguido, haciendo caso omiso al grito de dolor que acababa de soltar, me ordenaron que me levantara.
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Me llevaron a empujones hasta llegar al Washington Square Park y una vez allí me condujeron hacia una de las esquinas del parque. Pasamos por delante de un mendigo que descansaba acostado en uno de los bancos de madera anclados al suelo, cubierto por una sábana mugrienta y ajironada y unos cartones, que al ver lo que estaba sucediendo, no sólo no hizo nada por intentar ayudarme, sino que me mostró una cruel y desdentada sonrisa y se dio media vuelta. Me arrojaron con fuerza contra el robusto tronco de un olmo y al intentar minimizar el impacto me rasqué las palmas de las manos con la áspera corteza. Mientras discutían qué hacer conmigo, pude distinguir a los diferentes miembros de aquella banda. El más alto, un joven delgado llamado Tony que lucía una pequeña cicatriz a la altura de la ceja derecha y que todavía no había abierto la boca, era sin duda el líder. Luego estaba el Gordo —corpulento, de estatura baja—, que parecía ser el segundo de abordo, el hombre de confianza; y dos chavales que debían de ser gemelos, David y Jonah, de semejante complexión atlética e idénticos rasgos faciales. Quedaba, dos pasos por detrás de sus compañeros y con una mirada algo tímida y asustadiza, el pequeño de todos, de no más de dieciséis años supuse, cuyo nombre nadie había pronunciado aún. Tony, que mantenía una expresión hierática y los brazos cruzados, alzó ligeramente la mano izquierda y el resto se calló ipso facto. Entonces, dio un par de pasos hacia donde me encontraba, me cogió de la barbilla, me miró durante unos segundos y sonrió.
—Lástima que no hayamos traído una soga con nosotros: habrías contribuido a la historia de esta ciudad si te hubiéramos colgado del Olmo del Ahorcado.
El Gordo soltó una estrepitosa carcajada y tanto Jonah como David rieron también, aunque de forma más discreta. Tony hizo una señal con el pulgar y el Gordo se me acercó, me arrebató la mochila y se la lanzó a David, que la abrió, vació su contenido en tierra y empezó a rebuscar entre mi ropa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Tony.
Tardé en contestar, ni siquiera creía que tuviera fuerzas o ánimo suficiente para articular una palabra en aquel momento. Jonah se me acercó, me cogió del pelo y me pegó un fuerte tirón.
—¿No has oído lo que te han preguntado? —dijo Jonah—. ¿O acaso eres sordo?
—¡William! ¡Me llamo William! —mentí.
—De acuerdo, William, vamos a explicarte cómo funcionan las cosas por aquí —dijo Tony con una voz calmada, impasible—. Es realmente sencillo, verás: nosotros damos las órdenes y tú las acatas. ¿Lo has entendido? —Esperó a que asintiera—. Ahora te vas a desnudar, pero escúchame bien: como se te ocurra hacer alguna gilipollez, ¡qué sé yo!, gritar pidiendo auxilio o salir corriendo de nuevo, te rajaremos en trocitos tan pequeños que ni los jodidos italianos de Mulberry Street van a querer tus restos para sus asquerosas pizzas. ¿Me he explicado con claridad?
Vacilé por un instante, pero la atenta mirada de Tony me obligó a empezar a desnudarme al mismo tiempo que observaba cómo, un par de metros más allá, David recogía mis dos libros de entre la ropa y los lanzaba a una papelera cercana. Me desabroche los puños, me quité la camisa y empecé a temblar, no de frío
—aunque también—, sino de miedo; y ese temblor pareció divertir a Tony y al Gordo que no me quitaban la vista de encima. David llamó a Jonah y le entregó alguna cosa y éste, siguiendo la cadena de mando, se la entregó al Gordo que finalmente se la libró a Tony. Al cabo de unos segundos, supe de qué se trataba: había guardado en uno de los bolsillos interiores de la mochila una fotografía en la que aparecíamos Barbra y yo.
—¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí? ¿Quién es ésta, William? —me preguntó Tony acercándome la fotografía.
—Mi… mi her… mana —contesté sin poder evitar la tartamudez.
—¿Tu hermana? ¡No me jodas! ¡Pues está bastante buena la muy zorra! —Tony se rio y le entregó de nuevo la fotografía al Gordo.
—¡Yo me la follaba! —contestó éste.
—¡Tú te follarías hasta una gallina! —replicó Jonah, seguido de una risa histérica.
—¡Ven aquí y dímelo a la cara! —le amenazó el Gordo.
—¡Eh! Nada de eso. Estamos aquí por otra cosa. ¿No es así, William? —Me miró Tony—. ¿A qué esperas? ¡Vamos! ¡El pantalón!
Me había desabrochado ya el botón de la cintura y estaba bajándome la cremallera cuando vi que David empezó a correr jubilosamente hacia Tony con un sobre de papel marrón en las manos: habían encontrado mi dinero. Aunque no lo guardaba todo allí dentro —ochenta dólares; el resto estaba distribuido entre la cartera, que la llevaba en el bolsillo del pantalón (treinta dólares), y el interior del calcetín derecho (veinte más)—, no dudaba de que era sólo cuestión de tiempo que se hicieran con el resto. Me quité el pantalón y lo dejé a un lado. Jonah se apresuró a cogerlo y empezó a buscar en los bolsillos. No le llevó ni medio minuto encontrar lo que andaba buscando.
—¿Por qué te detienes? ¡Los calcetines! ¡Fuera! —Obedecí, y Jonah, que ya se había deshecho de mis pantalones y los había lanzado al montón de ropa que David había sacado de la mochila, los cogió y sacó los veinte dólares que éstos guardaban—. Así me gusta. ¡Ahora los calzoncillos! Vamos a ver qué es lo que escondes ahí debajo. —Todos soltaron una carcajada—. ¿No me has oído? ¿Qué te pasa? ¡Ah, ya sé! Quizá necesites algo de ayuda. ¿Es eso, William? ¿Quieres ayuda? ¡Gordo! ¡Échale una mano a nuestro nuevo amigo! —le ordenó.
—Será un placer —contestó éste.
El Gordo empezó entonces a caminar hacia mí. Pensé en huir de nuevo, salir corriendo, pero me dolían demasiado las rodillas; además, estaba seguro de que me alcanzarían antes incluso de que me hubiera dado tiempo a salir a la calle. No tenía escapatoria, no podía hacer nada. El Gordo metió la mano en el bolsillo de su pantalón, sacó una navaja de filo reluciente que debía de medir unos diez o doce centímetros y me la enseñó a modo de amenaza. Me cogió por el cuello y acercó la navaja a mi pierna, subiendo lentamente hacia mi cintura: el muy cabrón estaba dispuesto a rajarme los calzoncillos. Quise evitarlo: empecé a revolverme tanto como me era posible, pero él no dudó en presionar cada vez con más fuerza sobre mi cuello y ya casi podía notar cómo empezaba a faltarme el aire. Me vi obligado a detenerme si quería seguir respirando. El Gordo tensó el filo de la navaja contra la tela de mi ropa interior. En ese momento noté que había aflojado la presión sobre mi cuello y decidí aprovechar la ocasión, pensando que sería la última que tendría, así que le propiné un cabezazo en la nariz y éste dejó caer la navaja al suelo y retrocedió rápidamente llevándose las manos a la cara. Jonah y David soltaron sendas carcajadas burlonas. El Gordo había empezado a sangrar.
—¡Estás muerto, hijo de puta! —me gritó.
Jonah y David se apresuraron en venir a sujetar a su compañero. Tony seguía en el mismo lugar, con semblante tranquilo e inalterable.
—¡Soltadme, cabrones! ¡Estás muerto, William! ¿Me oyes, hijo de puta? ¡Estás muerto! —Confíé en que Jonah y David tuvieran suficiente fuerza para retenerlo, porque de lo contrario…
—¡Los cerdos! ¡Los cerdos! —alertó el chaval más joven, que se había mantenido al margen y en silencio hasta entonces. Comprendí que aquél, precisamente, era su cometido: avisar de presencia policial en los alrededores.
Escuchamos la sirena de un coche patrulla acercándose, quizá por la Avenida de las Américas.
—¡Mierda! Con lo bien que lo estábamos pasando —se lamentó Tony. El Gordo seguía insultándome y lanzándome amenazas—. ¡Gordo, déjalo ya!
—¡Pero Tony…! —se quejó; no obstante éste le dedicó una mirada que no dejó margen a la ambigüedad y el Gordo se quedó en silencio e intentó tranquilizarse.
—Vosotros —Tony señaló a Jonah y David, que ya habían soltado al Gordo—, ¡limpiad todo esto! ¡Rápido! Gordo… despídete de nuestro amigo William. ¡Sin navaja! —Tony le tendió la mano y éste se la entregó a regañadientes.
Jonah y David recogieron mi ropa y la mochila y la depositaron en la misma papelera en la que David había lanzado mis libros. El Gordo se acercó hacia mí y se detuvo a escasos centímetros de mi cara, me agarró de la barbilla y de un movimiento brusco me obligó a mirarlo directamente a los ojos, unos ojos inyectados en sangre que hervían anhelando venganza. Me pegó un puñetazo en el estómago que me dejó sin aliento e hizo que me cayera al suelo, retorciéndome de dolor. No contento con ello, se inclinó sobre mí y me escupió.
—Tienes suerte, William —dijo mientras la sirena del coche patrulla se escuchaba cada vez más y más cerca—. La próxima vez no tendrás tanta.
Desde el suelo, con los brazos alrededor del estómago y mordiéndome con fuerza el labio inferior en un intento por no gritar ni llorar, vi cómo Tony le devolvía la navaja al Gordo y éste pasaba el filo por sus pantalones, la cerraba y la guardaba de nuevo en su bolsillo. David se había encendido un cigarro y ahora le pegaba un par de caladas mientras jugaba con una cerilla. De repente se la acercó al cigarro y la cabeza de ésta empezó a arder. David la mantuvo entre sus dedos durante unos segundos y luego la soltó dentro de la papelera.
Tony se acercó entonces a mí y se puso en cuclillas a mi lado, con los codos apoyados en las rodillas y los brazos cruzados.
—Escúchame bien, William, ¿me escuchas? Si dices algo, vendremos a por ti. Si vas a la policía, vendremos a por ti. Si nos delatas, vendremos a por ti. Y por último (y esto es muy importante, William, así que presta atención), si nos metes en problemas, te buscaremos, te encontraremos y acabaremos contigo. ¿Y sabes qué es lo primero que te haremos? Lo primero que te haremos será arrancarte la polla y luego iremos desguazándote, cacho a cacho, hasta que no quede absolutamente nada de ti. ¿Me has entendido, William? Seguro que sí. Eres un chico listo. Tienes pinta de chico listo. ¿A quién se lo vas a contar, William?
Tony se me quedó mirando y, al ver que no le contestaba, me cogió del pelo y me pegó un tirón hacia atrás.
—Disculpa, no te he oído bien. ¿A quién se lo vas a contar, William?
—¡A nadie! ¡A nadie! —respondí.
—Eso está mejor. —Tony se puso de pie—. ¡Venga, vámonos antes de que esos cerdos nos arruinen la noche!
Los vi alejarse rápidamente hasta que desaparecieron por completo. La papelera había empezado a arder y lo único que pude pensar fue en las páginas de mis libros consumiéndose al instante, convirtiéndose en ceniza. ¿Qué había pasado? Me dolían los brazos, las piernas, el estómago; como si hubiera estado luchando durante horas encima de un cuadrilátero contra un peso pesado llamado suerte —la suerte, tan esquiva y difícil de contentar: a veces de nuestra parte, mejor no tenerla de enemiga…— y hubiera caído derrotado encima de la lona, exhausto. Toalla blanca. Vítores al campeón. Sentí que Clarisse me hablaba en susurros y me acariciaba con dulzura la espalda, pero debajo de aquel olmo de ramas desangeladas sólo estaba yo. De pronto oí las pisadas de alguien que se acercaba, alcé los ojos y me sorprendí al ver de nuevo al chico joven. Me miraba sin querer mirarme, me miraba con lástima. ¿Por qué había regresado? «Lo siento», dijo con un hilo de voz temblorosa. ¿Qué había pasado? Me sentía confuso. El chico se aproximó y me dejó en el suelo diez dólares que llevaba en la mano; luego, se esfumó. La brisa nocturna amenazaba con llevarse el dinero. No me importó. Me lo habían quitado todo. ¿Qué había pasado? Me dolían los brazos, las piernas, el estómago. La sirena del coche patrulla se había dormido. Ya no se escuchaba nada. La noche, en silencio.