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Modos de existencia y presiones existenciales

En otros términos, pasaríamos de una concepción en la que la instancia de discurso sería claramente distinguida de aquello que no lo es, a una concepción basada en la coexistencia conflictiva de dos o más instancias de discurso. De ese modo, aquello que para Méringer no eran más que imágenes verbales flotantes o nómadas, o restos aún no desvanecidos de discursos recientemente terminados25, se convierten aquí en discurso potencial concurrente del discurso actual, y apoyado por una intencionalidad en buena y debida forma.

Y lo que no es más que “error” y “blanco” [meta] para Rossi y Peter-Defare, habría que replantearlo así: existirían siempre dos o más “blancos”, uno de los cuales estaría conforme con la isotopía en curso, y otro o varios más serían sostenidos por isotopías virtuales; el “error” resultaría no de una desviación del “blanco”, sino de una tensión y de una “negociación” entre las diferentes trayectorias que conducen a los diferentes “blancos”. En esa perspectiva, no hay por qué admirarse por el hecho de que la mayor parte de los lapsus aborten en farfulleos, vacilaciones, pequeñas “escorias” fonológicas, lo cual significa simplemente que la trayectoria hacia el “blanco” perturbado se impone casi siempre por estar apoyada en la isotopía del habla en curso.

El ejemplo Toulouse/Limoges, citado anteriormente, no deja ambigüedad a este respecto: bajo el discurso actual, otro discurso, sin duda jamás formulado, pero perfectamente construido, hace presión para llegar a manifestarse. La duplicidad semántica es clara: el locutor no cree que el sitio de Limoges sea un verdadero polo universitario, mientras que para él es evidente que el de Toulouse sí lo es; y el hecho de que haya hablado u oído hablar recientemente de Toulouse, o que Toulouse ocupe un lugar especial en su historia personal, no cambia nada del asunto: porque el discurso potencial que está sólidamente formado en el trasfondo, viene a perturbar el discurso actual; si el locutor hubiera oído hablar de Marmande o de Figeac, el lapsus no hubiese tenido lugar (o en todo caso, no con la misma significación).

La intencionalidad estaría sometida a una estratificación de los modos de existencia, es decir, a una estratificación modal: en un mismo segmento de la cadena del discurso, coexistirían “miras” intencionales de estatuto diferente. “Miras” virtuales, potenciales y actuales. Una “mira” virtual es simplemente una “mira” del orden de lo posible (alética): disponible en general, pero que no ejerce ninguna presión con vistas a la manifestación discursiva. Una “mira” potencial pertenece al orden de lo potestivo: no solamente está disponible, sino que, además, ejerce una presión para llegar a la manifestación. Una “mira” actual es del orden de lo volitivo: se impone y se instala en la manifestación discursiva.

La dependencia entre el lapsus y el discurso en el que hace su aparición podría ser precisada del modo siguiente: el desarrollo actual del discurso (por ejemplo, la evocación del polo universitario del Limousin) convierte una parte de los discursos virtuales en discursos potenciales (principalmente la existencia de otros polos universitarios cercanos). El discurso actual es el que realmente potencializa al discurso portador del lapsus. Desembocaríamos así en una representación de los universos del discurso en tres estratos, que los enunciados tendrían que atravesar para llegar a la manifestación, de tal suerte que su “mira” intencional pasaría por cuatro modos de existencia sucesivos:


intención virtual (ALÉTICO) intención potencial (POTESTIVO) intención actual (VOLITIVO) intención realizada (DECIR)

Esos diferentes modos de existencia tienen un correlato cognitivo: el estatuto de activación de los estratos y de los módulos de producción. Pero el paso que aquí avanzamos es importante, puesto que el modelo que proponemos es un modelo de la profundidad del discurso y de la coexistencia de las instancias de discurso. No se trata solo de un “estrato textual”, de un estrato entre otros estratos cognitivos: al contrario, el discurso se presenta entonces como un objeto de conocimiento autónomo y englobante, cuya representación dinámica tratamos de elaborar; y, en la conversión del modelo cognitivo –el simulacro de las operaciones del espíritu– en modelo de discurso –el simulacro de la generación de la significación–, los grados de activación cognitiva se convierten en escalones de modalización, dispuestos en la profundidad del discurso, los cuales segmentan la “microdiacronía”. Y porque son definidos precisamente por medio de modalidades, los modos de existencia y los escalones de modalización de las “miras” intencionales pertenecen, por derecho, al componente enunciativo del discurso.

Pero esos modos de existencia tienen también un correlato corporal: en efecto, la “co-presencia” tensiva de esos diferentes estratos solo pueden explicarse si se supone que, mientras que toda la atención cognitiva y afectiva se concentra en el desarrollo de una de las isotopías, las otras están de alguna manera encarnadas en el cuerpo de la instancia de discurso. Estas últimas no tienen realidad lingüística, ya que no han sido manifestadas todavía, y la única “realidad” que pueden tener en ese momento es de tipo somático: apenas formadas como figuras de discurso, marcan no obstante con su huella la carne enunciante.

Para terminar, la cuestión que se plantea es la siguiente: ¿de qué intención se trata? En Sí mismo como otro, Ricoeur distingue tres acepciones de la intención: (i) hacer algo intencionalmente, (ii) actuar con una determinada intención, (iii) tener la intención de26. Si hemos de reconocer alguna intención en el lapsus, solo puede corresponder a la tercera acepción, la cual permite “atribuir” posteriormente una intención al agente. Por lo demás, ese es el criterio que adopta Ricoeur cuando concluye: se puede imputar la acción a un agente (atribuirle la intención en sentido mínimo) a partir del momento en que se puede advertir una relación de identidad entre el principio de la acción y el 27. De esta simplificación injuriante del pensamiento del filósofo, retenemos no obstante que si el acto es imputado al sujeto, es a través de otra instancia distinta del , es decir, a través del , y según un principio de identidad. El filósofo encuentra también, por vías diferentes, la duplicidad de las instancias del acto.

La reflexión sobre el lapsus conduce finalmente a una definición propiamente discursiva de la intencionalidad. Para los psicólogos y para los cognitivistas, la intención está en el origen de la producción del habla, pero, desde una perspectiva semiótica, la cuestión del origen del discurso no tiene ninguna pertinencia; en cambio, lo que la semiótica se plantea es la forma de la intencionalidad. Por un lado, la intencionalidad aparece como una tensión y como una trayectoria entre dos estratos existenciales y modales; la tensión y la trayectoria constituyen la for ma misma de la intencionalidad discursiva. Por otro lado, la intencionalidad se deja comprender finalmente como un principio de disociación y de conexión al mismo tiempo entre las instancias del discurso (y principalmente, como vamos a ver, entre el y el ).

Esas dos aproximaciones pueden ser puestas en perspectiva, y entonces llegamos a la definición siguiente: la intencionalidad discursiva es la tensión y la trayectoria modal y existencial que disocia y conecta al mismo tiempo las diferentes instancias de discurso (el y el ).

EL MODELO DE LAS INSTANCIAS DE DISCURSO: LOS AVATARES DE EGO
Identidad de las instancias: El Mí y el Sí

Algo hemos progresado en el sentido de que las modificaciones y accidentes imputables a la praxis enunciativa han adquirido aquí la forma de una travesía de los estratos existenciales. Por otro lado, conservamos en memoria el principio de una competición entre varios estratos discursivos que tienden a la manifestación: tal es el estatuto de la “intención”. Pero esas sugerencias responden en parte a las preguntas: ¿qué? y ¿cómo?, pero no abordan, sin embargo, la cuestión de ¿quién?, es decir, la cuestión de la identidad de esas instancias de enunciación.

A fin de reducir la incontrolable diversidad de las “miras” intencionales virtuales y potenciales, nos podemos apoyar en la tipología de las instancias actanciales propuesta en el capítulo anterior, la cual será especificada aquí como tipología de las posiciones y de las identidades actanciales de la instancia de discurso.

Si aceptamos que el lapsus emana de una instancia distinta de aquella que conduce el discurso propiamente dicho, hay que distinguirla, en efecto, de manera explícita. Examinemos, por ejemplo, el partido adoptado por Grunig y Grunig, que declaran de entrada que ellos se refieren a un único individuo concreto de carne y hueso, y que justifican su opción del modo siguiente:

Si nos atenemos a esa unicidad, es porque los conflictos, declarados o latentes, a los que vamos a dar amplia cabida en nuestro modelo, solo tienen valor porque hacen estallar a un individuo28.

Ciertamente, se trata de un mismo individuo “de carne y hueso”, pero que está habitado por tensiones y sometido a presiones que, como dicen los autores, lo “hacen estallar”. Dos principios son aquí determinantes: un principio de individualidad y un principio de pluralidad; ambos pertenecen, no obstante, a la misma categoría, a saber, a la cuantificación de la identidad actancial, la cual, en cierto modo, es la encargada de responder por el desplazamiento incesante de la instancia de discurso. En efecto, esta toma posición, ciertamente, pero esa posición está en perpetuo movimiento. En otras palabras, Ego está permanentemente confrontado con su propia alteridad, hasta el punto de que se puede considerar que sus “tomas de posición” sucesivas son tomas de posición en relación con esa alteridad en devenir.

En otra perspectiva, la pluralidad de la que surge el lapsus puede ser considerada como una “polifonía”, a la manera de Ducrot, que distingue la instancia de proferación del mensaje (el locutor) y aquella otra que asume los enunciados (el enunciador): en los términos de Ducrot, que, por lo que yo sé nunca ha tratado de este tema, el lapsus resultaría del conflicto entre dos enunciadores, cada uno de los cuales asumiría una enunciación diferente para controlar al locutor; el segundo enunciador, ante la imposibilidad de ocupar el lugar del primero, perturba y contamina la articulación del locutor.

La dificultad para aceptar esta eventual propuesta consiste en que está completamente desencarnada; pero, justamente, el lapsus tiene lugar porque el locutor es un ser de carne, que controla mal su lengua y que profiere “a su pesar” expresiones no programadas.

A riesgo de tomar en sentido contrario algunas posiciones canónicas en lingüística, quisiéramos justificar ahora la distinción entre el y el , de la que vamos a hacer uso para dar cuenta de la formación del lapsus.

El es esa instancia que está controlada por la atención, jalonada por sus propias operaciones coherentes, y globalmente canalizada por el proyecto de enunciación. Es una instancia en la que la identidad es confirmada, a lo largo del discurso, y fortalecida por los actos mismos del discurso. Es la instancia que se construye en el devenir del discurso en acto.

En cambio, el es ese individuo de carne y hueso que, como dice Bl.-N. Grunig:

… articula, farfulla o emite sonidos y a partir del cual se calculan los valores asumidos por los embragantes o nosotros, así como se calcularía el norte a partir de la Osa Polar29.

El es el punto de referencia del discurso, una posición que instaura en torno suyo el campo de presencia del discurso; dicha posición está sometida permanentemente a presiones y a desplazamientos, y, por lo mismo, se encuentra confrontada al problema de su identidad: pero ese problema no se le plantea, sin embargo, al , pues es un referente sin identidad; al que se le plantea es al Sí, que construye el discurso.

En suma, Ego recubre dos identidades al menos, el y el Sí. Confrontado a la alteridad, y sometido a las presiones del devenir discursivo, el responde por medio de la resistencia: afirma y defiende su unicidad, unicidad del actante de referencia y unicidad de la carne sensoriomotriz, contra la labilidad plural de la alteridad; el es ese cuerpo que articula y profiere, y por eso lo designamos como Mí-carne. Se caracteriza por dos propiedades: la referencia y la sensoriomotricidad, las cuales derivan de dos operaciones que se le pueden atribuir: la toma de posición en el campo semiótico del discurso y la proferación verbal, respectivamente.

A la misma cuestión, el responde con la integración de la alteridad: el construye su identidad absorbiendo progresivamente las posiciones sucesivas por las que atraviesa. Aparece entonces como la instancia mediante la cual el sujeto de enunciación consigna una identidad en el mundo que él construye, en negociación permanente con las inflexiones y con las bifurcaciones que su recorrido le lleva a afrontar. Se caracteriza por dos propiedades, la composición y la permanencia, que se derivan directamente de las operaciones que se ve obligado a realizar: la integración de las diversas fases de la alteridad y la negociación de cada cambio, respectivamente.

Esa sería, en suma, la manera como el sujeto de enunciación “se siente” en el mundo, es decir, en los términos de la fenomenología, el Sí-cuerpo propio.

Por un lado, entonces, el Mí-carne, que “siente” los movimientos sensoriomotores de los que es sede, y, por otro, el Sí-cuerpo propio, que “se siente” en el mundo en construcción del discurso.

Pero, si de lo que se trata es de las identidades de la instancia de discurso, ¿cómo podemos asegurar su autonomía frente a las presiones que reciben, las cuales no todas son discursivas, pues pueden, por ejemplo, ser de naturaleza física, como en el caso del lapsus? Dicho de otro modo, ¿las identidades de la instancia de discurso son o no reducibles a las “presiones”? ¿O no son más que un artefacto del punto de impacto de dichas presiones? La cuestión es epistemológica: o bien nos permitimos proyectar sobre la diversidad de las instancias una tipología ideal cuya sola operatividad descriptiva aseguraría la validación, o bien tenemos que preguntarnos por el principio generador de dicha instancia, partiendo de los datos sustanciales observables. La segunda posición tiene, claro está, nuestra preferencia, ya que hemos sugerido en el capítulo anterior un modelo de la formación y de la estabilización de los iconos actanciales a partir de las presiones y tensiones que padecen los cuerpos.

Freud mismo dice que el lapsus resulta de una “represión incompleta”: las cosas pasan como si, una vez comprometido en el discurso, el sujeto resistiese, más allá de cierto umbral, a la fuerza de las presiones que padece; por otro lado, podemos constatar que el lapsus puede surgir de una marca afectiva remanente, ligada a una expresión, a un fragmento de discurso, aunque la presión correspondiente haya desaparecido. Esas dos observaciones tenderían a hacer pensar que la instancia de discurso se individualiza también en ese caso gracias a cierta inercia: a partir del cuerpo enunciante, se formaría un actante de enunciación que no podría ser excitado o inhibido más allá de ciertos umbrales, los umbrales de la inercia, precisamente; uno de ellos sería un umbral de resistencia, y el otro, un umbral de remanencia.

El Mí-carne, que opone a toda presión que lo conduce a convertirse en “otro” la resistencia de su unicidad y de su rol de referencia constante, solo accede a la identidad actancial bajo el control de los dos umbrales de saturación y de remanencia: más allá del umbral de saturación, las presiones ejercidas sobre el Mí-carne se transforman en sufrimiento o en goce, y suscitan irrupciones fóricas brutales, aparentemente incontrolables, una invasión momentánea o durable de la manifestación discursiva; más allá del umbral de remanencia, las presiones ejercidas sobre el Mí-carne comprometen su rol de referencia constante.

El Sí-cuerpo propio, que integra toda nueva alteridad para hacerla “suya”, para canalizarla o para reducirla a sí mismo, está encargado de administrar la memoria y el devenir de la acumulación de esas resistencias por saturación y por remanencia. El de la remanencia pura es el Sí-ídem, aquel que procede por recubrimiento sistemático de las fases anteriores con las fases actuales; el de la saturación pura es el Sí-ipse, que atraviesa todas las fases sucesivas limitando sus efectos dispersivos.

La distinción entre esas dos instancias, el y el , se basa, pues, en una diferencia de punto de vista: por el lado del , el principio de resistencia es un asunto de intensidad (la intensidad unificadora); por el lado del , se trata, en cambio, de guiar en la extensión –en el tiempo, en el espacio y en el número–, la memoria y el devenir de las remanencias y de las saturaciones. La tensión que los une abre la vía a un modelo de la producción de los discursos, pero a un modelo que presupone una enunciación encarnada. Si reservamos para el Mí-carne la valencia de intensidad y asignamos al Sí-cuerpo propio la valencia de la extensión, vemos aparecer, en las correlaciones entre las dos valencias, un conjunto de posiciones que son otros tantos modos posibles de producción del discurso.

Por ejemplo, un formado únicamente de repeticiones, sin proyecto enunciativo que mantener y desarrollar, no haría otra cosa sino farfullar; si tiene un proyecto enunciativo, por pequeño que sea, se repetirá sin duda, pero al modo de los personajes de Ionesco: sea repitiendo la lección de memoria –el actante entonces se queda en el umbral de remanencia–, sea profiriendo exclamaciones indefinidamente repetidas –el actante se sitúa entonces en el umbral de la saturación

Igualmente, un que no dejase de innovar, de poner en la mira proyecto tras proyecto, sin repetirse jamás, no podría instalar ninguna isotopía, y terminaría por ser incoherente. El gradiente del se despliega en extensión, y entre el farfulleo y la incoherencia aparecen posiciones intermedias como el psitacismo, [o recitación], la lengua de palo*, así como otras formas más canónicas.

Del mismo modo, por el lado del , la carne puede, como mínimo, expresarse con un fonema único, totalmente extraño a la cadena del discurso, pura exclamación, gorgoteo o ruido vocal, o, más allá del umbral de saturación, llevar todo el discurso hasta un delirio que el apoyo del no haría más que exacerbar. Entre los dos, se colocarían algunos fenómenos más ordinarios, como el lapsus, que no olvida jamás su intrincación en la cadena discursiva:


Así es como comienza la teratología del discurso. Cada una de las diferentes figuras del discurso en acto, discurso sometido a las presiones intensivas del y a las presiones extensivas del , es definida por un grado de cada una de las dos presiones. Pero cuando esasvalencias escapan al control de los umbrales de remanencia o de saturación, el discurso ordinario estalla en una multitud de formas más o menos perturbadas.

Este modelo topológico es un modelo de variación gradual de las presiones, pero de variaciones correlacionadas entre sí; cada variación gradual orientada (representada por una flecha de trazo continuo) es una valencia; cada posición definida en el espacio interno de la correlación es un valor. Además, ese espacio de variación obedece a dos tipos de correlación (representados por flechas punteadas): (1) una correlación directa, según la cual las presiones evolucionan en el mismo sentido, y (2) una correlación inversa, según la cual las presiones evolucionan en sentido contrario.

La correlación directa define aquí una zona donde encontramos el “farfulleo” y el “balbuceo”, el “discurso ordinario”, el “arrebato” y el “delirio”; la correlación inversa define otra zona en la que se encuentran distribuidos: el “accidente vocal”, la “recitación”, el “discurso ordinario”, el “lapsus” y la “lengua de palo”. Tal es el principio de funcionamiento, en semiótica del discurso, de una estructura tensiva.

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9789972453717
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