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Sí-ídem y Sí-ipse

El espacio interior de los “valores” de discurso se llena poco a poco, pero esa distribución no siempre nos deja satisfechos. Porque esa primera esquematización de dos dimensiones confunde dos maneras de integrar la alteridad, a saber: sea por reducción de la alteridad –el “otro” es incorporado a “lo mismo”, su alteridad es rechazada, neutralizada–; sea por conversión de la alteridad –el “otro” es asumido por una identidad en devenir que lo trasciende, y afirma, más allá de sus avatares sucesivos, la permanencia de una misma “mira”—. Por un lado, un que se realiza en el discurso por la permanencia de un rol, gracias a la continuidad de la isotopía que ha asumido; y por otro, un que se realiza en forma de actitudes, convirtiéndose en otro, a cada nuevo paso que da en el discurso, manteniendo siempre el rumbo de un eventual proyecto enunciativo.

Con el lapsus, la identidad del ídem es duramente maltratada, puesto que se trata de una ocurrencia única (sin repetición), que no se parece a ninguna otra, y viene a romper la continuidad del devenir en curso del sujeto de enunciación. Pero la identidad del ipse tampoco tiene mejor suerte, porque, a causa de un accidente localizado, el sujeto de enunciación renuncia a su “mira” primera y relaja el mantenimiento de sí. El lapsus suspende también la isotopía instalada por redundancia del habla sostenida, la contención y la atención que permiten mantener el rumbo de una “mira” homogénea.

La distinción entre esas dos acepciones (ídem/ipse) no es solamente filosófica y especulativa, pues cada una de ellas corresponde a hechos lingüísticos y textuales bien identificados: por ejemplo, la anáfora y la catáfora, la progresión temática, para el Sí-ídem, o los recorridos narrativos y figurativos, los esquemas discursivos, así como la orientación de los juicios axiológicos o de los puntos de vista, para el Sí-ipse. La isotopía, en esa perspectiva, tendría dos caras: una cara “ídem”, construida por redundancia, y una cara “ipse”, sostenida por una “mira” coherente.

En torno al Sí-ídem, se organiza la cohesión del discurso gracias a las diversas formas de la repetición, de la redundancia, de la continuidad y de la referencia interna del discurso. En torno al Sí-ipse, se organiza, en cambio, la coherencia del discurso, esa “posición sostenida” que permite canalizar la dispersión que amenaza, en torno a las formas de la esquematización, a las diversas lógicas de la acción, de la pasión y de la cognición.

La cohesión se obtiene por la presión de la atención, la cual procede, en cada nuevo presente del discurso, a un recubrimiento incesante de la fase actual con las fases anteriores o posteriores. En cambio, la coherencia se obtiene por presión de la contención, la cual procede, en torno a una “mira” constante, por eliminación de las bifurcaciones amenazadoras, y conduce al cumplimiento de los recorridos emprendidos y puestos en perspectiva, así como los esquemas convocados contra las presiones concurrentes que van apareciendo a lo largo del discurso30.

De ese modo, se esbozan dos series que justifican tomar en cuenta las dos acepciones del como identidades propiamente discursivas:


Sí-ídem: Repeticiones y continuidad Anáfora y catáfora Cohesión y atención Sí-ipse: “Mira y protensión Recorridos y esquemas. Coherencia y contención

La atención y la contención, dos determinaciones diferentes del presente y de la actualidad del discurso, solo adquieren valor, sin embargo, si algo las amenaza o las equilibra: ese es el rol que reconocemos a las presiones del , al que hemos definido ya como “carne que enuncia”, y como punto de referencia de la enunciación. Las tensiones que se producen entre el y Sí-ídem definen los valores de la cohesión y de la atención discursivas; las tensiones que se generan entre el y el Sí-ipse definen los valores de la coherencia y de la contención.

Pero, ¿qué decir de las tensiones que surgen entre el Sí-ídem y el Síipse? Como se trata de dos identidades de la misma instancia, la instancia refleja del discurso, el cuerpo propio en construcción en el discurso, hablaremos entonces de congruencia: las presiones respectivas del ídem y del ipse, la atención y la contención, se ponen o no se ponen de acuerdo; la conservación y la repetición son confirmadas o debilitadas por la “mira”, por el proyecto y por el recorrido; se produce o no se produce recubrimiento recíproco del Sí-ipse y del Sí-ídem. Hemos presentado ya esta problemática en el capítulo precedente.

Esquematización de la producción del discurso

La producción del discurso obedece, pues, a los mismos principios y responde al mismo modelo que el de la “producción del acto” examinado en el capítulo anterior. La economía general de las tensiones entre las instancias del discurso se basa entonces en tres valencias: la fuerza respectiva de las presiones propias del Mí, del Sí-ídem y del Síipse, cuya intensidad variable es indicada por cada una de las flechas de trazo continuo:


El eje A es el de la fijación del discurso, porque el , la instancia de referencia, está en colusión con el Sí-ídem, la instancia en construcción, y no opone ninguna resistencia a la presión de la redundancia; en la medida en que el Mí-carne colabore con la repetición, o incluso la suscite, nos encontramos con las formas del discurso obsesivo.

El arco B es el de la atención, por la que el Mí-carne resiste a la repetición; sus dos polos extremos dan por resultado la concentración (donde domina la cohesión) y la distracción (donde el Mí-carne se impone).

El arco C es el arco de la contención, donde, a la inversa, el Mí-carne resiste a la “mira” del en devenir; sus dos polos extremos señalan el esfuerzo (donde la “mira” en devenir se impone) y el relajamiento (donde el Mí-carne predomina).

Las dos caras del lapsus, una que mira a la cohesión y otra que mira a la coherencia, son, pues, la distracción y el relajamiento:


El eje D es el eje del “arrebato”, en el sentido en que, desde que la “mira” en devenir se pone al servicio de las presiones del Mí-carne, el discurso deviene poco a poco incontrolable, porque el Sí-ipse solo construye lo que le dicta el Mí. Ese eje conduce a las formas del delirio, y especialmente de la glosolalia.

El eje E es el eje de la individualidad, puesto que conjuga las presiones de repetición y de cohesión con las de la “mira” y las del en devenir: la colusión entre las dos formas del es entonces un factor de individualización. Ese eje conduce naturalmente a las formas discursivas de la idiosincrasia.

El arco F, finalmente, es el arco de la identidad, puesto que se apoya en la tensión contraria que se produce entre las presiones de la repetición y las de la “miraen devenir; sus dos polos extremos son los mismos indicados por Ricoeur: la conformidad, por un lado, y el mantenimiento de sí, por otro.

PARA TERMINAR

En este modelo, lo mismo que en el modelo del acto en general, las correlaciones inversas, donde las presiones correspondientes a cada una de las dos instancias concernidas se combaten y se equilibran, proporcionan, con toda evidencia, los arcos de funcionamiento de lo que podríamos llamar el “discurso ordinario”: los estados tensivos del discurso ordinario se reparten entonces entre los arcos de la atención (B), de la contención (C) y de la identidad (F). El discurso ordinario, no perturbado, más o menos comunicable e interpretable, reposa en equilibrios variables de la tensión entre las tres instancias.

En cambio, las correlaciones directas, donde las presiones de cada una de las dos instancias concernidas se refuerzan mutuamente, proporcionan una representación de los casos de disfuncionamiento, y hasta de patología del discurso: encontramos ahí, del lado de las valencias más débiles, toda suerte de “ruidos” ininterpretables; en cambio, del lado de las valencias más fuertes, aparecen todas las especies del discurso “incomunicable”.

Y así, por el eje de la fijación (A), iríamos desde el tartamudeo al discurso obsesivo; por el eje del arrebato (D), pasaríamos del balbuceo y del farfulleo al delirio; por el eje de la individualidad (E), finalmente, iríamos desde el “hapax” a la idiosincrasia.

La zona de formación del lapus, como puede apreciarse en este último esquema, engloba pues por un lado el polo de la distracción, y por el otro, el polo del relajamiento, que pertenecen ambos a los arcos de correlaciones inversas, es decir, como lo hemos indicado más arriba, al “discurso ordinario”. Sus dos límites extremos, a izquierda y a derecha, son fronteras donde el simple accidente de recorrido se convierte en un verdadero modo de producción del discurso perturbado. En el lado de la cohesión, se trata de la frontera con el discurso obsesivo; en el lado de la coherencia, se trata, en cambio, de la frontera con el discurso delirante y con la glosolalia.

Atenazado entre el discurso obsesivo y el discurso delirante, el lapsus aparece entonces como una manifestación tranquilizante de un discurso que prosigue, a pesar de todo, su buen camino.

A. J. Greimas tenía razón, sin duda, al restringir la aproximación semiótica al discurso terminado, clausurado y objetivado. Porque adoptar la perspectiva del discurso en acto, de la enunciación viviente y en devenir, es como abrir la caja de Pandora.

En efecto, como hemos visto en el caso del lapsus, en todo momento y en todo punto de la cadena del discurso, co-habitan varias opciones posibles, varios estratos significantes concurrentes con vistas a la manifestación y a la expresión. Dicha co-habitación es tensiva, conflictiva, y sobre todo eficiente. Es cierto que hemos hablado de conmutación como si se tratase de una elección paradigmática clásica; sin embargo, en el lapsus, la forma evitada o perturbada continúa dejándose oír y comprender, a pesar de haber sido reemplazada por otra.

Es preciso ampliar esta observación, como ya lo hemos sugerido en otra parte31, a las figuras y a los tropos de la retórica: en la dimensión retórica del discurso, en efecto, la co-habitación de dos soluciones, de dos expresiones, solo es eficiente porque produce una tensión; la ironía no virtualiza la expresión sobrentendida; al contrario, la actualiza sin pronunciarla. El lapsus, las figuras retóricas, como todo otro modo de producción del discurso, implica, pues, una concepción en la que dicha producción tenga que ser considerada como un proceso permanente de negociación entre estratos semióticos concurrentes. La eficiencia del discurso no surge de su construcción lineal, sino de la manera como conduce esa competición permanente entre estratos de profundidad diferente, competición que solo puede entenderse si la instancia de discurso tiene un cuerpo, o mejor, si es un cuerpo en devenir.

Capítulo III

Un accidente corporal: El andrógino ridículo
(Un curioso lapsus fílmico en Pasión, de Godard)


INTRODUCCIÓN

Es conocida la predilección de Godard por la provocación, especialmente por la provocación técnica y fílmica: provocación que se dirige tanto a sus pares, los realizadores, cuestionando los códigos y las convenciones del cine narrativo comercial, como a los espectadores, cuyos hábitos de lectura y de recepción se esfuerza en desestabilizar. Pasión (1980) no es una excepción.

Por lo que se refiere a las convenciones de la “mezcla sonora”, por ejemplo, y más generalmente a las relaciones entre el sonido y la imagen, el espectador es provocado sin cesar y solicitado por tomas de sonido en directo, en las que no se logra distinguir lo esencial de lo accesorio, por palabras inaudibles o enmascaradas con ruidos y con perturbaciones parasitarias. Michel (el patrón de la fábrica) tose constantemente, Isabelle (la obrera) balbucea, murmura o farfulla, y toca la armónica cuando le hablan e incluso cuando se escuchan sus propias palabras: en lugar de estar enteramente sometido a los dictados de la puesta en escena de la palabra y de la gestualidad, el cuerpo de los actores se expresa compulsivamente, y las manifestaciones directas de la foria enturbian la legibilidad de las figuras convencionales. La concordancia entre la banda sonora y las indicaciones visuales de la palabra (los movimientos de los labios, las miradas y la fisonomía) es también regularmente cuestionada, sin contar con las declaraciones en off, que contradicen lo que se ve en la imagen.

En suma, el cuerpo enunciante asume su autonomía, y resiste en todo momento la presión que pretende someterlo a una estricta identidad narrativa: en otros términos, el Mí-carne toma sus precauciones y escapa al control del Sí-cuerpo propio que trata de irse construyendo en el discurso1.

Pero si podemos prever las provocaciones críticas de Godard, no conocemos tan bien su gusto por las reuniones sindicales, y menos aún por la evidente dimensión poética y humorística que caracteriza de ordinario ese género de práctica social. Si hemos optado por estudiar una secuencia de Pasión en la que las obreras de una fábrica se reúnen en la casa de una de ellas, Isabelle, amenazada de despido, para decidir cómo defenderla y apoyarla en su lucha contra el patrón de la fábrica, ha sido precisamente para revelar esa discreta perversidad del célebre cineasta suizo.

Dicha secuencia, muy elaborada, está enmarcada por dos planos que muestran dos fuentes de luz (una lámpara de interior al comienzo, un proyector de cine al final), y segmentada por dos planos del rostro de Isabelle, violentamente iluminado; pero que no obedece, sin embargo, a ninguno de los criterios de una conversación verosímil: resulta imposible saber dónde comienza y dónde termina la discusión, ni siquiera se puede reconstruir el desarrollo del intercambio; las raras relaciones de anterioridad/posterioridad identificables se limitan a dos o tres intercambios de palabra, como máximo. Además, no llegamos a saber quién pronuncia las frases que se escuchan; a lo más, llegamos a reconocer, por un lado, el timbre de voz de Isabelle, porque ya nos es conocido por otras intervenciones a lo largo del filme (por ser uno de los personajes principales) y porque pertenece a una actriz célebre (Isabelle Huppert), y, por otro lado, un timbre masculino, porque pertenece al único hombre presente en la discusión. Esa paradoja: una secuencia fuertemente demarcada y segmentada y una conversación que nos resulta imposible reconstruir, nos permite medir la dificultad que tenemos que enfrentar: ¿cuál es el modo de textualización de la reunión sindical?

Finalmente, para llegar al objeto de este estudio –el “accidente corporal”–, entre todos los planos de la secuencia, uno de ellos suscita, en general (y discretamente), la risa del espectador: es aquel en el que el montaje pone en los labios de una joven rubia las palabras pronunciadas por una voz masculina. Aunque no podamos prejuzgar sobre el carácter universalmente extravagante de ese plano, lo denominaremos, sin embargo, el plano del andrógino ridículo.

LOS DATOS DEL PROBLEMA

Un recorrido rápido de la secuencia muestra que la relación entre la imagen y las palabras escuchadas está constantemente desestabilizada2. Sin embargo, una vez admitida esa relativa independencia entre las dos bandas del filme, advertimos que se establecen otras relaciones, y el espectador logra llegar a una lectura distinta de la secuencia.

La profundidad “coral”

Por ejemplo, cuando vemos el rostro iluminado de Isabelle, escuchamos al mismo tiempo diversas declaraciones que son superpuestas y desajustadas al mismo tiempo unas en relación con otras, como un canto interpretado “en canon”, a las cuales se superponen además pequeñas frases pronunciadas por Isabelle, con indicaciones visuales sincrónicas (movimientos de los labios), pero que no tienen nada que ver, desde un punto de vista “conversacional”, con las demás declaraciones dispuestas en forma de “canon”. Del espesor de voces y de enunciaciones, una de ellas es extraída y marcada por su sincronización con las expresiones de un rostro, y como el rostro está encuadrado en un primer plano, estamos ante una disposición en profundidad: las palabras de Isabelle en primer término y las de los otros personajes, en último término. La imagen precisa y especifica la disposición en estratos, puesto que marca el primer término auditivo entre dos bordes: (1) es el único cuya fuente es audible, y (2) las indicaciones visuales sincrónicas de la palabra le confieren además un estatuto icónico, mientras que las otras tienen solamente el estatuto semiótico del discurso oral. El carácter lineal de la “conversación” es suspendido en favor de una profundidad de los planos vocales, que podríamos calificar metafóricamente de “coral” o de “orquestal”, donde se distingue en primer plano la solista, y en el fondo, el coro.

En otro de los planos de Isabelle, se oye su propia voz de dos maneras diferentes: una declaración sin indicación visual y otra en concordancia con los movimientos de sus labios, ambas desajustadas; luego, una tercera sin indicación visual, mientras que en la imagen se pone a tocar la armónica. Como una mujer orquesta que usara tecnologías contemporáneas, una sola actriz soporta el efecto de montaje “orquestal” en profundidad: la voz del primer plano, la voz del fondo y la armónica componen esa interpretación musical del monólogo en hipertexto.

Esas dos figuras contribuyen a la disociación de los cuerpos individuales y de la palabra, y no solamente por disjunción, que sería otra manera –la negación presupone una afirmación– de confirmar la existencia de una fuente corporal de la palabra, sino por la tensión y por la concurrencia: un mismo cuerpo puede ser puesto en relación con palabras que está en trance de pronunciar de manera sincrónica (relación icónica y referencial), con palabras que ya ha pronunciado o que va a pronunciar (relación únicamente referencial), y hasta con palabras que no puede estar pronunciando, ya que produce otros sonidos (la disociación en este caso es completa). Si tomamos como punto de referencia deíctico las indicaciones visuales, las diferentes enunciaciones se distinguen por su modo de existencia: realizadas, cuando existe total concordancia con la imagen; solamente actualizadas cuando la relación no es sincrónica; y potencializadas cuando la relación es perturbada por otra actividad corporal o por la aparición de otro rostro. Para las indicaciones visuales obtendríamos la misma distribución de los modos de existencia si es que tomáramos como punto de referencia deíctico las enunciaciones orales.

La sustitución de un montaje organizado según el desarrollo lineal de la conversación, por un montaje organizado según la profundidad tensiva de los modos de existencia, da lugar, en todos los puntos de la cadena discursiva, a una competición entre las enunciaciones (competición por “coincidir” con las indicaciones visuales, por acceder al modo realizado), y, por consiguiente, todos los acontecimientos que dependen de las relaciones entre indicaciones visuales y enunciaciones orales son susceptibles de ser interpretados como acontecimientos retóricos, como figuras que apuntan a regular y resolver conflictos entre esas enunciaciones y aquellas voces.

Evasión y emoción colectiva

Por lo demás, existen otros planos de rostros de muchachas, con o sin indicaciones visuales de la palabra, pero en los que se escuchan palabras que son pronunciadas por otros personajes, no visibles en ese momento: a pesar de que el espectador tiene alguna dificultad para identificar las voces, advierte sin dificultad la disociación entre los actores y las voces, por el hecho de que los rostros y los timbres no coinciden jamás dos veces.

Ese procedimiento es, por otra parte, general en todo el filme, que evita casi siempre el campo/contracampo clásico, y que muestra de preferencia el rostro del actor silencioso mientras que otro habla: el plano focaliza en ese caso la recepción de las palabras escuchadas, la emoción o la indiferencia que suscitan. Pero es también frecuente, en otras partes del filme como en esta secuencia, que hable el rostro que aparece en la pantalla (indicaciones visuales) con la particularidad de que las palabras que se oyen no son las suyas sino las de su interlocutor (por ejemplo, en una escena entre Jerzy e Isabelle, él en automóvil, ella en bicicleta). La secuencia de la reunión sindical combina los dos montajes: (i) oyente en la imagen y palabras sin anclaje visual, y (ii) palabras visuales silenciosas y palabras audibles sin anclaje visual. La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿qué muestra la imagen?

Tanto el rostro de un oyente como el de un locutor silencioso lo que muestran es la emoción, ya sea la de la producción o la de la recepción: irritación, sonrisa, desencanto, indignación, reproche, etcétera. Liberados de la presión analógica del discurso verbal sincrónico, los rostros quedan disponibles para otras semiosis, y particularmente abiertos a los códigos somáticos de la emoción, a veces sin ninguna relación con las palabras escuchadas o pronunciadas: esa es una de las figuras de la relativa autonomía del Mí-carne, que escapa al control del Sí-cuerpo propio. De ese modo, el montaje de las imágenes entre sí teje una red de emociones que dialogan a distancia unas con otras, independientemente del contenido de las palabras, y es así como se diseña poco a poco una emoción colectiva. En suma, liberados de los individuales y convencionales, los se conjugan para formar otra identidad, de tipo emocional, un Sí colectivo pasional.

En esta secuencia, en la que culmina el procedimiento de manera tan particular, todo ocurre como si el montaje elaborase algo distinto de la adecuación y de la coordinación “icónica” y referencial de los rostros con la producción de la palabra: lo que busca, sin duda, es captar los gérmenes de una emoción compartida, de una empatía colectiva, como si la imagen, centrada en los rostros de los oyentes y de los locutores sin palabras, pudiera captar mejor la emergencia de una posible aunque frágil solidaridad obrera, de tipo afectivo, que el intercambio verbal y la situación narrativa se esfuerzan paralelamente en tejer en la dimensión cognitiva, aunque sin ningún éxito.

Finalmente, el andrógino ridículo. En la imagen, la joven rubia habla y sonríe; la voz que se oye es sincrónica, y lo que dice, dado su contenido, podría corresponderle. Se cumplen aquí todas las condiciones del montaje clásico, excepto una: la voz es la del único hombre que asiste a la reunión (François), al que se ha visto en plano lejano en la fase preparatoria de la secuencia de la reunión sindical, y cuyo rostro no se verá jamás a lo largo de la conversación ni en ninguna otra secuencia del filme. El desajuste entre los signos evidentes de feminidad y la voz grave y masculina, aparece entonces como una pequeña monstruosidad: un injerto corporal imprevisto; pero, al mismo tiempo, ese “injerto” pertenece al conjunto de los procedimientos de disociación entre rostros y voces, procedimientos que exploran todas las combinaciones posibles, y por ese hecho, puede pasar por un accidente de la combinatoria.

De lo que tenemos que dar cuenta ahora es de esa doble determinación: por un lado, un ejercicio crítico de disociación, de cuestionamiento de una convención, y principalmente cuestionamiento de la linealidad del intercambio verbal, que permite una recomposición en profundidad, de tipo armónico y orquestal, al jugar con todas las superposiciones, y por otro, a través de un accidente humorístico, la búsqueda de todas las superposiciones posibles que producen entonces un encuentro casi “monstruoso”.

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