Kitabı oku: «Baila hermosa soledad», sayfa 2
Las galletas y la leche le dieron la oportunidad de relajarse en la terraza y, por primera vez en muchas horas, sentirse tranquilo, protegido. Para eludir pensar, recorrió con su mente cada parte de su cuerpo, buscando la máxima relajación, partiendo por el cuello y avanzando por las extremidades. Tomó una decisión: no pediría teléfono ni pensaría en nada concreto sobre su futuro inmediato hasta que pudiera hablar con su amiga. Porque entonces sabría a qué atenerse. Con las manos en las piernas, relajándose, se quedó dormido.
Despertó sobresaltado, pero abrió los ojos lentamente. Vio a su lado a una hermosa mujer, de rasgos vagamente conocidos. Demoró algunos segundos en darse cuenta donde estaba y descubrir que una muchacha desconocida lo miraba fijamente, con una sonrisa silenciosa, desde otra silla en el patio de la casa de Margarita. Pelo liso de color castaño claro, que le caía livianamente sobre los hombros desnudos. Lo miraba con detención, como si él fuera un animal de zoológico, recorriéndolo entero con la cara llena de risa contenida.
− Hola.
Nada más, no preguntó nada ni suspendió la observación. Ella tenía una galleta en la mano y otra en la boca. Rafael se enderezó y respondió con un hola similar, carente de entonación, alisando su pelo con la mano y luego buscando la barba que se había cortado la noche anterior, después de dieciocho años, para que nadie lo pudiera reconocer. Se miraron fijamente durante un rato. La muchacha se divertía y sus ojos reflejaban que entendía que éste era un juego simpático, con un animal desgreñado y sorprendido que despertaba de un sueño plácido en el patio de su casa. Concluyendo que era una muchacha muy bella, se incorporó en la silla, repitió un hola, pero con mayor intensidad, dejando en claro que estaba dispuesto a iniciar un diálogo. Pero ella lo siguió mirando en silencio, con la sonrisa llena de galletas.
− ¿Eres Fernanda?
Ella dijo que sí con la cabeza, sin hablar, con una especie de rugido y la misma inmutable actitud.
Era Fernanda, la hija de Margarita y el aviador ingeniero. Bonita mujer de diecisiete años, representadora como dicen las viejas, es decir, atractiva y más desarrollada de lo que se esperaba de una niña de su edad, tan atrayente que sin duda él la habría mirado al pasar a su lado en la calle, pero prefirió no haberla visto en la calle, sino allí para tener certeza que sólo debía mirarla como una niña, como la hija de su amiga, como una especie de sobrinita postiza, una hija por aproximación y no como la mujer de pechos fuertes, aspecto saludable, hombros suaves y muy cautivadora, que resultaba ser.
− Tú debes ser Rafael.
No era una pregunta, sino una afirmación. Otra sorpresa más en un día lleno de sorpresas. Ella lo había reconocido. La pequeña Fernanda, que nunca lo había visto sin barba, porque él se la dejó crecer antes que ella naciera, lo había reconocido. Tal vez ella había visto fotos suyas de muchacho. Por eso su sorpresa, ya que cuando se miró al espejo después de cortarse la barba, Rafael se encontró viejo y muy distinto, pero Fernanda que no lo había visto jamás, lo había reconocido.
Si, él era Rafael, así de simple, un Rafael que en diecisiete años sólo había pasado fugaz frente a la niña, ya mujer.
Recordó con ternura el primer contacto. Tenía sólo un año y Gabriela, la hermana segunda de Margarita, había sacado a pasear a su sobrina, como lo hacen muchas tías solteras, demostrando públicamente su instinto maternal, con la inconsciente finalidad de enternecer hombres proclives al matrimonio. Se encontraron accidentalmente en el parque que estaba detrás de la Casa de la Cultura de Ñuñoa y Rafael supo desde luego, sin haber necesitado ser inteligente, que esa niña era la hija de Margarita, el fruto del amor de su amada con otro hombre, la que no debió haber nacido como premio a su personal felicidad, la que habría sido otra si hubiera sido suya, la que entonces no existiría pues él no estaba en condiciones de casarse, ya que recién ingresaba a la universidad. Pese a no ser suya, debió reconocer que la niña era hermosa y estuvo con ella varias horas, jugando en el pasto, sintiendo que la ternura lo embargaba por completo, dando vueltas por el suelo y con ella sobre su pecho, riendo como ríen los niños, sin poner jamás los ojos tristes. Gabriela, que sabía del amor de Rafael por su hermana mayor, miraba con evidente contento este espectáculo. Ella lo quería mucho y siempre lo amó y esa escena de ternura se le grabó en la mente y la recordaba cuando imaginaba que ellos podían casarse, aunque él no la quisiera tanto como ella, una especie de cadena trágicamente traslapada, con un sentimiento solidario, fiel, fraternal, en el que no cabían otras fantasías que las de una esposa compañera y paciente, llena de hijos como su propia madre, que tendría contento a este marido con mirada de santo y generoso en ternura con los niños, sintiéndose capaz de hacerle superar este amor imposible hacia su hermana.
Después de esa tarde en el parque, Rafael no volvió a estar con Fernanda, salvo en un saludo superficial o en un encuentro casual o tal vez sin saber que era ella. Pero durante diez años, sistemáticamente, le enviaba una flor para el día de su cumpleaños y una barra de chocolates con almendras para la Navidad, con una tarjeta que decía “Con todo mi cariño, Rafael”. Nunca nadie le agradeció los envíos y nadie reclamó cuando dejaron de llegar. Nunca Margarita lo llamó para preguntarle por qué le enviaba regalos a la niña y no a ella en su cumpleaños, día que él no podía olvidar, salvo que hubiera olvidado el suyo propio que era un día antes, llamada que habría sido estupenda para que él pudiera reclamar por qué ella nunca lo llamaba para su cumpleaños y una vez más involucrarla en un lamento de amor que parecería argumento de radioteatro, años antes que empezaran las telenovelas.
− Eres igualito a las fotos.
Con eso Fernanda contestó la primera pregunta no formulada. Algún día se daría cuenta que Fernanda tenía capacidad desusada para responder las preguntas que no se formulaban en voz alta, con una intuición que la volvería peligrosa con el correr de los años. Rafael no dijo nada, aunque tal vez debió decir muchas gracias, porque eso significaba que seguía tan joven como a los quince años. Pero ella, adivinando otra vez, lo bajó bruscamente del pedestal de vanidad en que comenzaba a subirse:
− Me refiero a la mirada. ¿Debo decirte “tío Rafael”?
− No, Fernanda, dime Rafael no más.
Ella fue a traer más galletas y leche. Rafael pudo apreciar toda la belleza y el desplante de ese cuerpo joven y bien formado.
¿Cómo era posible que él se sintiera tan joven y esta mujer fuera la hija de su amada de la infancia?
Sintió de nuevo las palpitaciones en el pecho y las sienes cuando se dio cuenta que ya eran las seis y cuarto y que pronto se encontraría cara a cara con Margarita. Otra vez las dudas, las preguntas acerca de cómo debía enfrentar la situación, cómo contarle lo que había que contar sin romper con la seguridad. Es decir, ¿cómo conseguir seguridad sin romper con las normas de seguridad que él mismo había contribuido a elaborar? Se acordó del presidente del Partido y pensó en quizás cuántos detenidos más habría por todas partes. Tal vez fuera el único dirigente del Partido que todavía no estaba en manos de los agentes, producto de una verdadera casualidad. El único en libertad, pensó, si es que esta situación puede ser calificada de libertad.
Quiso ir al baño. Cuando Fernanda regresó lo guio a través de la casa y lo dejó en un baño alto y estrecho, sin luz natural. Vino a su memoria la torre de Villa Grimaldi, descrita por tantos detenidos y que él tuvo la suerte de no conocer por su experiencia personal. De cara ante el espejo pasó sus dedos por los surcos del rostro, por la piel más clara y áspera porque los pelitos empezaban a crecer de nuevo. Orinó largamente, con placer, experimentando un alivio profundo en todo su cuerpo, como si esta evacuación fuera su única ocupación y no pasara nada más en el mundo. Se lavó lentamente, mojando la cara para refrescarse del calor húmedo y atosigante, despejando el sopor propio de una siesta no programada y poco a poco fue recuperando la energía y todo su organismo se inundó de esa necesaria liviandad que conseguía antes de las jornadas difíciles. No tenía ropa ni cepillo de dientes, ni siquiera máquina de afeitar. Si resolvía el problema del alojamiento tendría que buscar la solución a estas dificultades que para algunos podrían parecer menores, pero no para él que era tan exigente, tan dependiente de su limpieza personal.
Al salir del baño se percató que la casa ya estaba en una semipenumbra. La puerta de la terraza estaba cerrada y Fernanda había entrado los vasos, para luego echarse sobre un asiento, con descuido, teniendo de trasfondo el suave canto de una voz conocida pero que era incapaz de identificar. La pieza era espaciosa, con sillones grandes y cojines mullidos, de mucho gusto todo, las telas suaves, las lámparas de sobremesa tradicionales, muchos ceniceros y adornos de porcelana por todos los rincones. La mesa de centro era un gran cristal sobre una roca de color rojizo y allí esperaban los vasos de leche y las galletas. En los muros había varios cuadros y reproducciones de obras conocidas. Miró todo con mucho detalle, sin sentarse, sabiéndose bajo la observación de Fernanda, evitando hablar, pues no quería recurrir a intrascendencias o habitualidades de ésas que llenan vacíos y minutos, quería eludir las preguntas y las respuestas, quería esperar para hablar sólo una vez desde adentro de sí mismo, sin pensar en nada por ahora, postergando, siempre postergando, hasta que llegara el momento de comprometerse en alma y cuerpo, como lo hacía en todos los órdenes de la vida, postergando el minuto para contar lo que Fernanda está esperando que cuente, para hablar de esas cosas que verdaderamente importan cuando un prófugo de la policía política de la dictadura llega de sorpresa a la casa de un antiguo amor.
A sus espaldas se abrió la puerta.
Rafael giró con lentitud y pudo ver entre las sombras de la sala el espectáculo de Margarita de pie, con la cartera colgando del hombro, las llaves en una mano y los anteojos en la otra.
Ahí estaba, con pantalones blancos y un blusón azul que le caía suelto, su pelo negro, largo y libre como aparecía en sus recuerdos, sus ojos tan verdes y luminosos como él quería verlos, tan delgada como el día en que la vio después de la muerte de su madre, tan sorprendida de verlo como estaba él de haber ido a parar allí en medio de su fuga en pleno estado de sitio, la misma Margarita de siempre en un día que pasaría a la historia de la patria por el calor tan intenso, por el amor, por el atentado, por las detenciones, pero sobre todo porque Rafael y Margarita estaban frente a frente. Fernanda, expectante, ansiosa de presenciar un encuentro largamente imaginado, que ella sabía desde hacía mucho tiempo que algún día iba a presenciar, porque parecía adivinarlo todo, aunque sólo adivinaba cosas buenas, expectante porque su madre se encontraba con este desconocido que enviaba flores en sus cumpleaños de niña y al que ella inventó una historia llena de aventuras, de viajes a la India y otros países del oriente, desconocido que tuvo cara por primera vez en un álbum de la casa de la abuela −guardado por Gabriela ciertamente, la hermana segunda, tía soltera todavía, celosa conservadora de tradiciones y recuerdos familiares− y que sólo esa tarde, que intuía habría de ser muy importante, había adquirido cuerpo físico, allí Rafael mirando a una Margarita que da un paso lentamente y otro, que abre los labios, ladea suavemente su cabeza morena, da otro paso y su voz suena llena de sorpresa y de cariño.
− Rafael.
La palabra pronunciada lentamente, suavemente, como preguntando al pasado si éste era el mismo que ella tanto quería, caminando entre adornos y porcelanas, diciendo nuevamente “Rafael”, con esa voz suave, cautivadora, sin que él pudiera moverse desde el punto en el cual lo habían clavado los temores y las esperanzas y ella esquivando sillones y lámparas, con la cartera todavía en el hombro, cruzó todo el pasado y lo abrazó con más fuerza, con más cariño y con más alegría que lo que el propio Rafael esperaba en esta tarde o había soñado en tantas fantasías adolescentes, aunque ya no fuera adolescente.
− Rafael querido.
La voz resonó en sus oídos y sintió las manos de Margarita apretando su espalda, la cabeza en su pecho, pierna contra pierna, el pelo hermoso a la altura de sus labios, poniendo Rafael más fuerza en el abrazo que lo que la timidez le permitía, recorriendo con sus manos de prófugo la espalda de su amada, aspirando olores no imaginados, frenando las lágrimas que presionaban tras los ojos y sintiendo ganas de permanecer así por siempre, escuchando ese “Rafael querido” pronunciado por Margarita como si cada sílaba tuviera vida propia, aspirando el aroma de la más certera felicidad, sintiendo el abrazo de esta mujer amada, tan amada y quizás tan desconocida, que lo recibía con tanto cariño después de años de vidas separadas, distantes y distintas. Haciendo a un lado con su nariz parte de la cortina de pelo de Margarita, hasta para tocar la oreja misma y hablarle.
− ¡Qué alegría, Margarita, qué alegría estar contigo!
Pudo haber agregado qué sorpresa, porque para él era una sorpresa haber llegado hasta la casa de Margarita, verla, redescubrirla, comprobar que estuviera contenta de verlo, pero eso ella no lo entendería. Lo dijo bajito y suave, no para que no lo oyera Fernanda que seguía ahí observando y oiría de todos modos, sino para estar a tono con el abrazo, suave y fuerte y anudar el lazo en el minuto preciso, mucho más ahora que estaba solo, completamente solo, irremediablemente solo, mientras en las calles lo buscaban las patrullas de agentes del General, montados en los autos más modernos y con intercomunicadores; pero no iba a permitirse llorar en este momento, ni siquiera por la alegría, así es que aflojó un poco el abrazo, separando lentamente, con mucho cariño, a Margarita que estaba más emocionada que él. Rafael sonrió al comprobar el brillo de sus ojos, anticipo de lágrimas inevitables.
− Hola, mamá.
Margarita regresó del mundo del ensueño y de los abrazos, una tos, saludó a su hija, prendió luces, hizo sentar a Rafael y proclamando, entre sorbos y suspiros, que sigue siendo una llorona incorregible, Rafael ya sabes, se fue del living prometiendo regresar “al tiro”.
Fernanda se levantó muy lentamente y, como si se tratara de una escena en cámara lenta, caminó hasta sentarse al lado de Rafael, muy cerca, mirándolo con simpatía y curiosidad, queriendo escudriñar, en los rasgos duros y la mirada profunda de este hombre lleno de misterios para ella, una buena respuesta para el llanto de mamá, para este llanto en particular, porque si bien ella era una llorona habitual, esta vez le había resultado una revelación la expresión de afecto demostrado a este personaje que llegaba desde el pasado en un día cualquiera.
− Pareces simpático, Rafael, pero espero descubrir cuál es tu gracia. No me contestes nada, solita voy a descubrirlo, si me das la oportunidad para verte de nuevo.
El sonido del timbre sobresaltó a Rafael, que permaneció inmóvil y se tensó. Sus ojos revelaron preocupación, pues recién había recordado su situación real y que ésta no era una visita de cortesía.
− No te asustes, debe ser mi hermano. ¿Tú sabías que tengo un hermano?
Si, lo sabía, sabía incluso que se llamaba Nicolás, pero lo tenía muy oculto en la memoria y se reconoció que no le interesaba verlo, temiendo que se pareciera al padre, aquel que fue el conquistador de Margarita antes de que él estuviera en condiciones de competir y que como un imbécil la había reemplazado por otra, aquel que fue aviador y del que se dice que fue colaborador de los servicios.
Para Rafael fue una sorpresa ver a un Nicolás distinto al padre, suave y menudo, pelo negro y ojos verdes al estilo de la madre, con un aire que recordaba al abuelo materno, vestido de uniforme colegial, serio y desaprensivo, que luego de soltar un hola general, se abalanzó hacia la cocina. Se reconcilió con él, aunque el muchacho ni siquiera preguntó quién era o qué estaba haciendo allí; sintió vergüenza de sus prejuicios y lo miró con mucha simpatía cuando pasó nuevamente por su lado, ahora llevando un enorme pan entre la boca y la mano.
Luego que Fernanda fue al segundo piso, reapareció Margarita, más tranquila, repuesta de la sorpresa y se instaló a su lado en el sillón. Le tomó mano.
− Me alegro mucho de verte. No sabes cuánto. ¿Algo anda mal, Rafael?
El sonrió con el rostro, pero mantuvo la seriedad con la mirada. Si, algo andaba mal, sobre todo en él, que siempre fue tan listo de palabra, tan ágil en los foros y en las asambleas y que frente a esta mujer parecía un mudo.
-Ya me lo vas a contar todo, amigo, no te apures. Yo tengo todo el tiempo del mundo ¿Y tú?
− Todo el tiempo, demasiado o nada, no lo sé...
− Huy, amigo, caramba, que las cosas están muy mal. ¿Sabes? Todavía tienes cara de santo. ¿Eres ya un santo consumado?
− No soy un santo, no Margarita, no lo creo.
− Ojalá.
Y se quedaron en silencio. Ella se apretó contra él, susurró algo sobre el gusto de tenerlo, apoyó la cabeza en el pecho, sintió la agitación de Rafael, la del miedo y del amor, buscando la barba con la mano. Rafael se fue inmovilizando paulatinamente. No quería romper el hechizo, años y años de su vida esperando un momento como éste, esperando este abrazo, este pelo, esta mano en su mano, distinto de tantos abrazos con tantas mujeres que habían compartido su intimidad y su pecho con mucho amor, pero todo esto era nuevo por tan largamente soñado, por la convicción de que jamás sucedería, de que era completamente imposible, mantuvo la respiración constante para que ninguna alteración justificara que ella se moviera de su lado un solo milímetro, para que nada interrumpiera esta sorpresiva manifestación de cariño, temiendo que si ella se iba regresaría para su vida la sórdida realidad de las últimas horas, quedaría solo, se terminarían las esperanzas y quizás la vida misma. Sin moverse, tal vez compartiendo el deseo de no interrumpir el momento, Margarita habló.
− ¿Viste a mis hijos?
Si, le habían gustado, pero sólo dijo “si” y nada más y muy bajito, para que no tuvieran que moverse, sintiendo todo muy cálido y suave, postergando eternamente el momento de las explicaciones, porque a Margarita sólo le había interesado que él estuviera allí y no preguntaba nada, ni por qué ni hasta cuándo, era todo un eterno minuto, un instante, un encuentro de cualquier día y a cualquier hora, sin nada más que el presente, intenso y grato, que Rafael sabía que no era de cualquier día y cualquier hora, que toda esta magia era posible sólo porque las cosas le habían resultado mal, pero con su tensión y sus conflictos él quería gozar, simplemente gozar, sin preguntarse por qué esta vez ella era tan expresiva con él, por qué no antes o tantos otros porqué, por qué tantas cosas sí y tantas no, pero no te muevas, Margarita, no digas nada, no respires, no suspires, no preguntes, que te he amado siempre, que no he dejado de amarte aunque haya amado a otras de por medio; que, a pesar de tus amores y los míos, te he tenido en el corazón, aquí, en el pecho, donde ahora estás, Margarita, sabiendo que algún día te lo diría con todo mi ser, sin saber hasta dónde y cuánto te estaba queriendo, Margarita mía, no te muevas, Margarita, Margarita, amor mío, por fin, sé que te he esperado, que la espera valió la pena aunque ni siquiera en este minuto de maravillas me atreva a expresar en palabras lo que estoy sintiendo por dentro, todo esto tan lindo que pasa por mí, no te muevas Margarita, no me toques la cara, amor mío, no hagas nada, Margarita, que de repente me pongo a hablar y te digo todo esto, cuando quizás otra vez he llegado tarde y ya tienes un hombre que duerme contigo en las noches, Margarita mía, querida Margarita, me quieres mucho, poquito y nada, Margarita, me quieres mucho-poquito-nada, no suspires Margarita.
− ¿Por qué te cortaste la barba?
Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pulmones soltando briznas de amor por todas partes, intercambiando el aire propio con este mundo de la casa de Margarita.
− Por razones de seguridad.
Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró sonriendo, como si no entendiera nada, arrugó los ojitos verdes y repitió la misma frase, pero dando tono de pregunta, sin soltarle la mano, percibiendo que en esos ojos serios había miedo.
− A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Vamos a conversar largo, porque hay muchas cosas que no entiendo con facilidad. ¿Te sirvo algo, un café, un trago? ¿Quieres fumar?
Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella hasta que el mundo estallara en pedazos, que todo lo demás se fuera a la misma mierda, el Partido, el General, los agentes, pero ella encendió un cigarrillo y se paró para acercar un cenicero.
En ese mismo momento se interrumpió la trasmisión musical y un solemne locutor anunció que pasaban a integrar red nacional de radios y de televisión.
Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.