Kitabı oku: «Baila hermosa soledad», sayfa 4
Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sentía la angustia como una especie de amigdalitis que se hacía enorme para su garganta y le presionaba los ojos y los pulmones. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le había contado, por la percepción del sufrimiento de la Cata y de Ismael y quedó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para contarle después.
Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía triste y cansado, de pie mirando por la ventana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acercó y se instaló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su presencia, su cuerpo, su respiración, su aroma.
− ¿Pasó algo, Javier?
Despertando de su silencio, la miró larga y profundamente. Sin decir una palabra, caminó dos o tres pasos y se sentó dando un largo suspiro. Habló suavemente, en tono y volumen que en otra circunstancia habría sido simplemente desgano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que llenan el alma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las rodillas, hacen perder las fuerzas.
− Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.
Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la única causa de su pesadumbre. Por primera vez tomaba plena conciencia que vivía en un mundo aislado, lleno de comodidad, ajeno a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía la profesión defendiendo los intereses de sus clientes, intereses económicos casi siempre. No como otros abogados, tan cristianos como él, por la justicia, por los débiles, por los problemas concretos de hombres y mujeres. Alguna vez pensó ejercer la profesión como defensor de los débiles, pero no conocía las poblaciones salvo de nombre y se había orientado hacia actividades completamente diferentes, buscando una forma cómoda para vivir, sabiendo que podía haber hecho mucho más por los demás. Estaba agobiado.
− ¿Quieres que te acompañe?
− No gracias, Marisa, me voy.
Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le haría bien un momento de relajo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría hablar, contar algo de lo que le estaba pasando por dentro y que Marisa percibía vagamente. Amablemente, dejando ver la pena que lo afectaba, Javier rechazó la oferta, prometiendo llamarla en la noche, aunque ella sabía que él no lo haría, que no pediría ayuda para su soledad y sus miedos, que huiría de la posibilidad de que ella le manifestara su cariño de un modo más profundo, algo más que la simpatía de todos los días o un instante de intimidad pasajera, no quería nada que pudiera comprometerlo afectivamente, nada que lo hiciera depender de otros. Lo vio ponerse la chaqueta y abandonar lentamente la oficina, dolorosamente solo, tan solo como ella, tan triste como ella, aunque por razones muy distintas, y sabía que como no la llamaría en la noche, ella pasaría una noche de angustias, de soledad, de penas de amor. Una más.
Javier recorrió las cuatro cuadras que lo separaban del estacionamiento con paso calmo, observando a la gente. No sabía si era la proyección de su propio sentimiento o efectivamente todos se veían un poco nerviosos, caminando rápido, más personas que lo habitual, como si todos hubieran decidido partir al mismo tiempo, como si todos estuvieran preocupados por la suerte de Ismael y quisieran ver a la Cata, los rostros serios y ceñudos, al tiempo en que empezaba a levantarse un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas normales y no como ahora, en que ya nada se puede predecir y para muestra este tiempo en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Septiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe militar, todo parecido, hasta el aroma, aunque la situación ahora era todavía mucho peor de lo que él imaginaba o de lo que era capaz de apreciar desde su privilegiada posición.
Comenzó su severa autocrítica mental, sintiéndose un acomodado, egoísta, con una situación de vida fácil en la que había recibido mucho sin responder como era debido. ¿La parábola de los talentos?
La llegada al estacionamiento lo salvó de seguir con este juicio, su propio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban esperando. Los tres se saludaron y luego mantuvieron silencio hasta que el auto de Javier salió del centro.
Ramón les contó que la agitación ya llevaba bastante tiempo. Convenía mirar las cosas con perspectiva y no sólo de los últimos días o del propio hecho del atentado que en realidad era una detonación, pero no una circunstancia aislada.
Ya desde hacía casi un año y medio, en pleno Estado de Sitio, la agitación se había generalizado. Allanamientos masivos en las poblaciones, más de dos mil relegados, muchos encerrados en campos de concentración, detenidos y vigilancias diaria, allanamiento de oficinas y casas de los dirigentes, amenazas por todos lados. Todo era terrible.
Mirando al Negro Concha, que sabía mucho menos que Javier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de horror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el toque de queda, la población era rodeada por efectivos militares que se instalaban en piquetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hileras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los árboles de las plazas, mientras grupos mixtos de soldados y hombres de civil iban recorriendo las casas obligando a los hombres a salir a la calle. Con parlantes se despertaba a los pobladores, explicando que ésta era una operación rastrillo para capturar a los delincuentes comunes, ordenando que los pobladores debían permanecer tranquilos y era la obligación de todos colaborar para conseguir que esto resultara fácil. Todos los hombres mayores de quince años debían salir a la calle inmediatamente. Los soplones actuaban junto con los civiles, señalándoles las casas de los más destacados opositores del sector o los más activos políticamente, para que los agentes entraran rompiendo puertas, golpeando, amenazando a los moradores, pateando los muebles y luego detener al denunciado y arrastrarlo hasta la calle en las condiciones en que estuviera y haciendo lo mismo con los otros hombres de la casa. Esas casas y algunas otras elegidas al azar eran revisadas con mayor minuciosidad, dando vuelta camas y colchones, rajando sillones, rompiendo a golpes los tabiques, abriendo los entretechos si es que había, maniobras destinadas no sólo a amedrentar a los habitantes, sino también a encontrar panfletos, revistas, folletos u otras cosas que a sus ojos pudieran parecer subversivas o sospechosas de actividad política. Cuando todos los hombres ya estaban en la calle, los militares los obligaban a formarse y marchar hacia algún sitio eriazo o la cancha de fútbol, donde los desnudaban, separándolos por grupos, unos forzados a mantenerse de pie y otros a estar sentados. Lentamente, con más demora incluso que la necesaria, los militares iban tomando a los grupos y se interrogaba a cada uno de los pobladores. Primero era un interrogatorio rutinario y se fichaba al sujeto, pero si acaso al agente interrogador le parecía necesario o había una denuncia específica de algunos de los sapos locales, el detenido de turno podía ser preguntado más duramente sobre cualquier cosa, hasta exasperarlo. Pobre de aquél al que se le conocieran antecedentes políticos, anteriores detenciones o relegaciones, pues entonces el trato resultaba mucho más duro y se le destinaba a una sección especial. Miles de hombres sometidos a ese vejamen durante todo el día, hasta que al final de la jornada se les permitía vestirse y algunos de ellos era subidos a buses o camiones militares y el resto quedaba en libertad, con severas advertencias respecto de la necesidad de mantener patriótico silencio y mucho cuidado con recurrir a la Vicaría o a los curas, que ésos son todos comunistas y a no olvidarse de informar a la autoridad sobre los delincuentes o extremistas que pudieran llegar a la población.
Mientras duraba el operativo, debidamente advertidos por algún llamado anónimo, llegaban hasta los cordones militares o policiales, nubes de periodistas extranjeros que presenciaban todo esto desde lejos y un poco más cerca veían a las mujeres de los detenidos discutir con los oficiales de carabineros que ayudaban a los militares en el operativo. En una población detuvieron por varias horas a los sacerdotes y les dieron el mismo tratamiento. En otra detuvieron al presidente del Colegio de Periodistas y a dirigentes del Colegio Médico que llegaron hasta el sector para constatar lo que estaba sucediendo.
− El hecho mismo no puede ocultarse, agregó Ramón, pero la información se entrega en forma completamente distinta, especialmente por la censura de prensa. No falta la declaración, y ustedes deben haberla leído, que explica que el allanamiento fue pedido por los pobladores para ser liberados de los delincuentes o que proclama que grupos de mujeres aplaudían a los militares cuando pasaban y les agradecían a gritos su acción. La verdad es que los grupos de mujeres estaban, pero hacían exactamente lo contrario.
Hizo una pausa antes de continuar con el relato. Les habló de los allanamientos a las oficinas de los dirigentes políticos, la vigilancia sobre sus casas, las amenazas por teléfono o por papeles que llegaban de las más distintas maneras, las golpizas que daban a otros, las detenciones de los dirigentes de base, de dirigentes sindicales, todos por el solo hecho de ser disidentes. Les recordó los asesinatos de Parada, Guerrero y Nattino (y Javier no pudo evitar pensar que había conocido a Parada y a Guerrero, que ambos eran simpáticos e inteligentes, se acordó de la mujer de Parada, ¿Estela?, tan bonita y que le causó tanta pena verla de negro y con los ojos hundidos por el dolor), el secuestro de la sicóloga, que Javier se calló recordar que era la hermana de Jaime, el del Colegio, el mismo de los poemas y de la barra en los campeonatos interescolares, para evitar que lo miraran con reproche. Así fue avanzando en tiempo, recordando cada paso de los muchos que se había dado hasta la formación de la Asamblea de la Civilidad, esa enorme concertación de gremios y de políticos, del paro de dos días, les recordó de la Carmen Gloria y de Rodrigo, a quienes los quemó una patrulla militar. Con mucha claridad les fue mostrando los distintos aspectos de la realidad que revelaban con precisión singular el clima que se vivía en el país y les habló de la realidad económica, que ellos la sabían, pero los buenos sueldos y las maravillas de los supermercados facilitaban el olvido, de las dificultades de los más pobres, de la crisis de los no tanto, de la falta de expectativas de los sectores medios, de las desesperanzas de los jóvenes, de esas medidas erráticas que no estaban siendo suficientes para que se cumpliera el repunte de que tanto se hablaba.
El cuadro de agitación había sido creciente, con la suma de más y más sectores sociales. La presión internacional estaba en aumento y hasta los americanos optaron por presionar para una salida pactada, enviando casi semanalmente a periodistas importantes, parlamentarios republicanos o demócratas y hasta importantes funcionarios del Departamento de Estado y del Pentágono. El embajador americano, dijo Ramón, había afirmado ante varios testigos que la historia de la dictadura podía dividirse entre antes y después del paro de dos días. La salida pactada les era urgente para dar una apariencia democrática que garantizara la mantención del esquema y la permanencia del General algunos años más. El pacto debía considerar el aislamiento de los comunistas y su marginación de la vida política, creando un marco de tolerancia hasta sectores de centro izquierda, moderados, según su concepto de moderados. Pero el General, cada vez más convencido que él es el salvador del país y un verdadero faro para el mundo occidental, no aceptó la solución así sugerida, desafió a todo el mundo, llamó a sus generales que debieron ir un día muy temprano hasta la Escuela Militar, para jurarle lealtad a toda costa, organizó actos cívicos, retó pública y privadamente a los dirigentes derechistas que estaban dispuestos a entregarlo a cambio del reconocimiento de la Constitución, su propia Constitución, por parte de algunos opositores y, convencido que tenía que agudizar la represión, lo hizo.
− Y así se ha movido la cosa, les dijo Ramón, durante los últimos meses, con el General reprimiendo, los pobladores protestando y los políticos activando sus cuadros y sus organizaciones para hacer más eficiente la lucha. Ustedes han escuchado que se habla de algunos atentados contra carabineros, pero en verdad hay muchas más bombas por todas partes, asaltos y otros, pero la prensa se silencia. Los folletos de los partidos o de otros grupos están rompiendo el cerco que esa censura y la autocensura han levantado y circulan cada vez con mayor profusión; cuando allanan un lugar e incautan una imprentita, el folleto sigue saliendo en otra parte.
El Negro se acordó, sorprendido, de ese mimeógrafo manual que una vez regaló a unos amigos estudiantes universitarios e imaginó el uso que se le estaría dando.
El pueblo estaba desobedeciendo a la autoridad, que respondía incrementando la violencia.
− Ustedes saben, dijo Ramón a sus amigos que lo escuchaban extasiados, que en estos días hubo varios paros y ahora estaba en preparación el paro nacional. Ahora sí que debía venir.
Estaban ya muy cerca de la casa de Catalina y Javier detuvo el auto, pues quería escuchar completo el relato de su amigo antes de llegar. Es cierto que mucho ya lo sabían, pero la claridad con que hablaba, la crudeza de los detalles, los personajes del mundo político que aparecían con una familiaridad no imaginada, la evidente tozudez del General, todo ello adquiría a sus ojos una fuerza diferente. Ramón hizo una nueva pausa cuando el auto frenó, para acomodarse mejor y seguir entregando la información que sus amigos esperaban ávidos.
Durante la semana anterior hubo una serie de rumores, que comenzaron cuando se denunció el aparecimiento de arsenales secretos en el norte. Los rumores más parecían fruto de los deseos de algunos, que provenientes de la realidad: que los americanos estaban promoviendo un golpe contra el General, que había generales presos pues habían sido descubiertos complotando, que se había alzado un regimiento en el sur, que había redadas y se temía una matanza. La cosa se había puesto muy seria el viernes último, cuando el encargado de la organización del Comando entregó información sobre cierta agitación en cuarteles. Era información y no rumores.
− Yo estaba ahí, por el partido y pude ver que la cosa era en serio. Y se habló también del atentado, que habría un atentado en preparación. Cuando Rafael, el secretario del Comando, terminó de entregar su información, se hizo un largo silencio. Lo rompieron algunos que dijeron que no creían nada y que estas eran maniobras para distraer la atención de lo central: la preparación del paro. Se trabó una discusión que quedó suspendida hasta la reunión siguiente. Pero cuando se fueron, quedó algo flotando en el ambiente y yo me fijé que Rafael se encerró a trabajar con el equipo de organización. Había que prepararse.
El General se había ido a pasar el fin de semana a su casa de la cordillera. El domingo en la tarde bajó a la ciudad. A los pocos metros de haber cruzado el río la comitiva fue interceptada por un numeroso grupo armado. La balacera fue intensa y los atacantes y los agentes combatieron por largo rato, quedando bajas de ambos lados. No se había logrado saber hasta la noche qué había pasado con el General, pero un auto de la comitiva que pudo seguir funcionando, había regresado al recinto amurallado y poco después hubo intenso tráfico de helicópteros.
La información del hecho se había conocido por los muchos santiaguinos que regresaban a la ciudad ese atardecer. Luego lo dio la televisión.
Junto a las noticias comenzaron a circular los rumores, por qué si y por qué no, respecto de los silencios oficiales más prolongados que lo que convenía para el clima de estabilidad que necesitaba crearse. Algo más podía estar pasando.
-Rápidamente, decía Ramón con una voz lenta y profunda, recibimos citación y cuando recién habían pasado dos horas de esto, ya algunos de los encargados de partidos llegábamos a la reunión.
No todos llegaron. Algunos no llegarían nunca. La reunión fue muy tensa. Junto el relato de los hechos, que el mismo Rafael resumió con enorme facilidad, empezó la ola de rumores. Según algunos ya había oficiales del Ejército detenidos. Según otros se había levantado un regimiento en el Norte. Los que no habían creído la noticia el día viernes se veían tremendamente asustados y pronosticaron muertes, atentados y otras barbaridades. Todos estaban seguros que el General se había salvado, pues era un hombre de mucha suerte. En todos estaba la duda, no ya de la veracidad de la operación pues había demasiados testigos, sino que por si era un autoatentado, un atentado de su propia gente, un atentado de los americanos o de la izquierda. Todos tenían argumentos abundantes para defender cada una de las posiciones y los mismos servían para defender las tesis contrarias. Por ejemplo, el del fracaso en relación con la muerte del General, era esgrimido por los que decían que ésta era una advertencia de los americanos, los que afirmaban que era la típica incompetencia de la izquierda y los que sostenían que eran los propios militares que quisieron arrestarlo, pero no matarlo.
Nada se sabía en esos momentos. Pasaron varias horas antes que el Secretario General de Gobierno apareciera con alguna información coherente, aunque no necesariamente creíble.
− Recibimos ciertas instrucciones y pautas de carácter general, algunas orientaciones de seguridad, sin perjuicio de las normas de cada Partido. Me fui a reunir con mi Secretario General, que me descolgó de inmediato. No te metas en nada más, chico, me dijo, hasta que nos contactemos contigo nuevamente. La instrucción era hacer vida común y corriente y por ningún motivo intentar tomar contacto con el Partido o con el Comando, aunque mi Partido es chico y no nos van a dar mucha importancia.
Ramón se aceleró para contar lo que había sucedido después. La misma noche del domingo salieron los agentes como desaforados, llenaron la ciudad, cerraron los caminos y comenzaron a detener a cualquier cantidad de gente. Por lo que se sabía, que era muy poco, varios regimientos habían llegado a concentrarse en Santiago, se había allanado cientos de casas y muchos dirigentes sociales y políticos estaban siendo detenidos.
No se sabe nada de ellos y los mecanismos de seguridad elaborados con tanto esmero han fracasado casi por completo, porque parece que han caído hasta los de la segunda línea. Ojalá que no sea cierto, pensaron.
Rodrigo preguntó por nombres de detenidos, tal vez para medir la importancia de lo que estaba sucediendo y Ramón mencionó a los más destacados dirigentes, incluso aquellos que parecían tener fuero especial para hacer tantas cosas, los presidentes de los partidos, los dirigentes sindicales, los de los colegios profesionales.
− También Ismael.
Llegaron a la casa de Ismael y Catalina. Ella les abrió la puerta y casi sin saludarlos los hizo pasar.
− Apúrense que está empezando una cadena. Van a leer un comunicado oficial.