Kitabı oku: «Señales 2.0», sayfa 2

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—¿Sandra? —preguntó Mónica, al sentir que aquel angustioso silencio le hacía erizar los pelos de la nuca—. ¿Estás aquí? —añadió.

—Sí —respondió Sandra, con un tono de voz entre gélido y tembloroso.

—Mónica —continuó Sandra—, ¿me juras por lo más sagrado para tí, que no me estás engañando? ¿Estás segura de que fuiste al mismo banco de siempre? ¿No estarás confundida?

—Eso mismo quería preguntarte yo a ti. Mira, esto tiene muy mala pinta. Te propongo una cosa: volveremos a hacer una descripción, pero por escrito, lo más exacta posible, de aquella señora y de todas las cosas que hablamos. Mañana a las seis quedamos nuevamente en el mismo banco y nos intercambiamos los papeles. Si coincidimos, es que algo extraño nos ha pasado, pero si no coincidimos, eso querrá decir que una de las dos miente, con lo que...

—De acuerdo —le respondió Sandra con decisión—. Mañana nos vemos a las seis y aclaramos lo que pasó.

Al día siguiente, puntuales como un clavo, las dos estaban en el mismo banco donde deberían haberse encontrado el día anterior. Se intercambiaron los escritos donde habían hecho la descripción de la vieja con la que habían estado en ese mismo lugar, justamente veinticuatro horas antes. Los dos escritos coincidieron punto por punto. También coincidió la temática de la que habían hablado con pequeñas, pero lógicas diferencias. La esencia era la misma: la vida ofrece muchas cosas bonitas, que no nos cuestan nada, para poder disfrutar de ellas.

No entendieron nunca lo que había sucedido. Mónica y Sandra habían estado en el mismo lugar a la misma hora y habían estado charlando del mismo tema con la misma persona, pero ¡no se habían visto! Se abrazaron emocionadas. Primero, por haber superado el peligro de romper su amistad y segundo, porque se sintieron protagonistas de una vivencia insólita e irrepetible.

Una vez se calmaron, después de tanta emoción, la alegría propia de su edad presidió la conversación. Eso sí, decidieron que nunca más quedarían en aquel lugar, ni volverían a pasar por allí. A partir de aquella experiencia acordaron que sería mejor citarse en un bar, como hace casi todo el mundo, por ejemplo en la cafetería La Oca (hoy ya desaparecida) de la bulliciosa plaza Francesc Macià, a sólo quinientos metros de aquel lugar.

Tampoco le quisieron buscar una explicación lógica, porque no la había; más bien lo quisieron olvidar rápidamente. No ha sido hasta ahora, cuando Sandra ha leído una historia similar en un libro cuyo título es ‘Señales’, la que hablaba de una viejecita que se apareció a una pareja cuando caminaban deprisa por una solitaria calle de Madrid, cuando ha recordado a la abuela del Turo Park y ha dado crédito a lo que había vivido, hace ya muchos años.

¡Caramba con las viejecitas que aparecen y desaparecen cuando quieren!

Abril del 2006.

Despedida desde el autobús

Hace más de cuatro años que sucedió y parece que sólo hayan pasado diez minutos ¡Está tan vivo el recuerdo que guardo en la memoria!

Me llamo Sonia, tengo 25 años recién cumplidos y estoy estudiando el último curso de “telecos” en la UPC de Barcelona. Soy natural de una capital de comarca, localidad que está bastante lejos del lugar donde estudio, lo que me obliga a compartir piso con cuatro personas más, dos chicos y dos chicas, todos ellos compañeros de universidad, aunque de facultades diferentes.

Teóricamente, los fines de semana y en vacaciones vuelvo a mi casa. Digo teóricamente, porque esta situación de alejamiento temporal de casa de mis padres me está ayudando a emanciparme de ellos. La mayoría de fines de semana “paso” de ir a verles, unas veces porque tengo que trabajar y otras, porque me lo monto con mis colegas y nos vamos de marcha. Las lamentables condiciones en que me encuentro después de estas juergas me hacen estar impresentable ante mis padres que, al ser de otra generación, aunque tolerante y liberal, no acaban de entender la forma que tenemos de divertirnos los jóvenes de hoy en día. No quiero ser una excesiva carga económica, así que trabajo en un restaurante de comida rápida. Hago turnos, cosa que representa que uno de cada cuatro fines de semana tengo que ir a trabajar. Además, la causa de este distanciamiento es que mi abuelo, con el que habíamos vivido siempre juntos y al que estaba muy unida sentimentalmente, murió hace unos tres años y medio; a finales de mayo del 2002.

Mi abuelo tenía la costumbre de salir a pasear por el campo cada día, lloviese o no, a primera hora de la mañana, justo después de amanecer y antes de hacer la primera comida del día.

—Me gusta ver y vivir cómo se despierta el campo —me decía cuando yo le preguntaba de dónde venía con los ojos aún llenos de legañas, tras levantarme de la cama.

—Los que viven en ciudades nunca podrán disfrutar de este regalo que nos da la naturaleza —solía añadir antes de que yo le contestara.

En aquella época yo no podía apreciar el alcance de sus palabras. Ahora ya me estoy acostumbrando a ser una “urbanita” más y entiendo lo que me quería decir.

Recuerdo que cuando todavía era una niña, que no tenía más de siete u ocho años, paseábamos juntos las tardes de verano, cuando las golondrinas vuelan acrobáticamente por los campos y su susurro acompaña la despedida del sol.

—Ahora es la hora que el campo se va a dormir y todos se despiden hasta mañana —me decía muchas veces mientras me levantaba con sus poderosos brazos alimentando mi fantasiosa mente infantil.

Después, una vez volvíamos a casa y hasta la hora de cenar, él me contaba mil y una historias, algunas de ellas reales y otras quizás no tanto, de cuando era joven y trabajaba la tierra de sol a sol, sin los recursos técnicos actuales.

De mayor, en mi pubertad, se convirtió en mi paño de lágrimas. Me consolaba en los primeros fracasos que me daba la vida: los fiascos de amores fallidos, las broncas con mis padres, los desengaños con las amigas,... Sin embargo, nunca se saltó la autoridad de mis padres, aunque no estuviera de acuerdo en la forma que tenían de ejercerla.

La primavera de aquel maldito año fue muy extraña. Días de calor propios de la canícula del verano, eran seguidos por días fríos más propios del mes de febrero. El caso es que a principios de mayo, durante uno de sus acostumbrados paseos, al atravesar un arroyo, por donde pasaba siempre, ya fuera debido a la humedad de las piedras o que sencillamente puso mal el pie, resbaló y además del correspondiente golpe, cayó al agua, quedando totalmente empapado como si se hubiera tirado vestido a una piscina. No tardó mucho en regresar a casa. Explicó a mis padres lo que le había sucedido, como si fuera una anécdota divertida y recibió la consiguiente bronca por parte de mi madre:

—Ya es bastante mayorcito ¿no?... ¡A ver si escarmentamos de una vez! Sáquese inmediatamente la ropa y antes de vestirse de nuevo, pase por la ducha y estése un buen rato bajo el agua caliente. No sea que se nos haya constipado, que con este tiempo y su edad, hemos de tener mucho cuidado.

Mi abuelo, por lo que me explicaron después, se fue en silencio a su habitación con el rabo entre las piernas, igual que un niño pequeño al que le acaban de reñir y lo dejan castigado sin postre.

A pesar de que se quitó la ropa rápidamente y se dio la ducha que le dijo mi madre, no habían pasado ni diez minutos cuando empezaron los estornudos y pasadas un par de horas, apareció la fiebre que fue aumentando hasta llegar a casi cuarenta grados.

Avisaron al médico de la familia de toda la vida, que enseguida se presentó y dio un diagnóstico demoledor: lo que era un sencillo resfriado se había convertido en una neumonía. Todo fue en vano, a pesar de todos los esfuerzos del doctor, que desde el primer momento fue consciente de la gravedad de la situación. Aquella neumonía pasó a ser una insuficiencia cardiorespiratoria que lo mató a las tres semanas justas del accidente, con los pulmones encharcados de agua.

En aquella época yo me encontraba en plena fase de exámenes de fin de curso y mis padres creyeron que lo mejor era no decirme nada de la enfermedad de mi abuelo, para no distraer mi concentración y sobre todo, para ahorrarme el sufrimiento, pues eran conscientes del especial vínculo que me unía a él. Estaban seguros de que lo hubiera plantado todo para estar a su lado. Cabe añadir que, por primera vez, me quedé tres fines de semana seguidos sin subir a casa y sin apenas llamar. Quería aprovechar el tiempo al máximo, para asegurarme que superaría con éxito el primer curso de mi incipiente carrera universitaria. El éxito acompañó al esfuerzo, pero pagué un precio del que fui consciente después, ante el cadáver de mi querido abuelo: ¡No me había podido despedir de él, ni él de mí! ¡Nunca me lo perdonaría ni se lo perdonaría a mis padres!

La misma noche del último examen, un jueves, recibí la llamada de mi madre en la que, además de preguntarme cómo me habían ido los exámenes me comunicaba el estado de mi abuelo.

—Está muy grave —me dijo cuando yo, medio llorando, le pregunté por su estado. La realidad era que en aquellos momentos la rigidez de la muerte había invadido su cuerpo.

No fue hasta el día siguiente, a media mañana, que pude volver a casa, gracias a un compañero de piso que se brindó a llevarme en su coche. Aún tenía la esperanza de encontrarlo con vida, ya que sentía la imperiosa necesidad de darle el último beso, decirle que lo quería muchísimo y devolverle todo el amor que él me había dado a mí.

Cuando finalmente lo pude ver, los de la funeraria ya lo habían preparado para la última ceremonia. Había tenido la suerte de morir en su casa y no en el hospital. Sentí una profunda tristeza y lo único que fui capaz de hacer fue llorar desconsoladamente. No aceptaba las explicaciones que me daban mis padres y tampoco las motivaciones por las que me habían escondido los hechos hasta el último instante. Sencillamente no habían querido interrumpir mi actividad académica.

—Y si su muerte se hubiera producido hace diez días, ¿lo habríais enterrado sin decirme nada? ¿Sabéis lo que representa para mí el no haberme podido despedir de él en vida?

No respondieron. Un abismo gigantesco me separó de mis padres al mismo tiempo que una profunda amargura se instaló dentro de mí de tal forma, que casi no recuerdo como pasaron esos meses. Sólo un pensamiento presidía mi mente: el amor que sentía por él y la tristeza que sentía por no haberle dado un último beso en vida. Siempre había creído que los vínculos del amor entre los seres humanos se mantienen más allá de nuestra realidad física. No me preguntéis, lo intuía y ya está. Pero ahora sé que es real debido a lo que a continuación relataré.

No fue hasta finales del primer trimestre del curso siguiente, o sea a mitad del mes de diciembre, que, como cada día al salir de clase, cogí el autobús de la línea 7. Lo cogía al principio de su recorrido, muy cerca de la facultad, hasta la calle Balmes esquina Diputación, donde estaba mi piso. Ese día en cuestión, iba más vacío de lo habitual, pues si no recuerdo mal, había fútbol en la tele. Como casi cada día, me acompañaba Eva, una compañera de clase que bajaba dos paradas antes que la mía.

La mayor parte del trayecto lo hacíamos en silencio, ella con sus auriculares puestos escuchando música y yo absorta en mis pensamientos. Esta circunstancia me permitía fijarme bien en la fisonomía de los otros pasajeros. Me había aficionado mucho a contemplar, discretamente, las caras de las personas e imaginarme qué estaban pensando, cuál sería su vida, qué problemas tenían o cuáles eran sus ilusiones y esperanzas. Bueno, hacía un poco la cotilla. La verdad es que en más de una ocasión, capté cosas no muy agradables y otras veces, simplemente me dejaba llevar por mis propias fantasías.

Fue en la parada del Boulevard de Pedralbes, junto a “El Corte Inglés” de María Cristina, cuando vi que subía un señor mayor, con los cabellos muy blancos y bien peinados. Vestía americana de pana de color gris marengo, pantalones grises, chaleco de punto, camisa y corbata. El corazón se me aceleró porque iba vestido igual que mi abuelo, tenía la misma mata de pelo blanco e iba peinado de la misma manera. No le podía ver del todo bien la cara, ya que otro señor situado delante suyo me la tapaba parcialmente. Yo estaba sentada justo en el asiento que está al lado de la puerta de salida del autobús, por lo que la escena de la entrada me quedaba un poco lejos, pero la controlaba perfectamente ya que como he dicho, el autobús iba casi vacío. Se sentó en el asiento que está, justamente, al lado de la articulación móvil que une los dos vagones del autobús, al otro lado del corredor. Se dedicó a mirar por la ventana todo el rato y yo sólo le podía ver, parcialmente, el perfil.

Desde un primer momento no le saqué el ojo de encima. ¡Me recordaba tantísimo a mi abuelo! Incluso estuve tentada en levantarme y preguntarle su nombre, no fuera que se tratara de algún familiar lejano, que yo no conociera, ya que con su familia, sobre todo la materna, apenas había habido relación a causa de la guerra civil y, sobre todo, de la posguerra. Habían luchado en bandos contrarios y nunca habían terminado de hacer las paces. En seguida rechacé la idea por incongruente, pues si mi abuelo cuando murió ya superaba de largo los ochenta años, ¿qué edad debería tener un pariente suyo de la rama materna…?

Sea como sea, tenía la mirada clavada en aquel hombre, estaba hipnotizada. Cuanto más lo contemplaba más veía en él a mi abuelo, tal como era cuando yo era pequeña. Tal era mi atención puesta sobre él, que incluso mi compañera de viaje se fijó en él y me preguntó qué era lo que me pasaba.

—Nada, cosas mías —le respondí para no perder tiempo en explicaciones que en aquel momento no venían a cuento.

De pronto, aquel hombre percibió que le estaba mirando, giró la cabeza, lentamente, y me miró fijamente a los ojos, aguantándome la mirada mientras me hacía una media sonrisa; la misma que me hacía el abuelo, cuando de lejos, le contemplaba al acercarme a él. Evidentemente no se trataba de mi abuelo, pero su cara, o mejor dicho, su semejanza global era idéntica. Aquella extraña situación se me hizo eterna, pero no pasó tanto tiempo, ya que en aquellos momentos, el autobús dejaba la Diagonal para coger la calle Balmes.

Entonces el hombre se levantó hacia la puerta de salida y sin quitarme la mirada de encima ni perder la sonrisa se acercó hacia donde yo estaba. Faltaba poco para llegar a la parada. Yo tenía el corazón desbocado y de un momento a otro, imaginariamente, me saldría por la boca. No sabía que hacer. Tenía la situación totalmente descontrolada y me sentía paralizada. ¿Por qué? No lo sé. Lo que sí recuerdo perfectamente, es lo que me dijo:

—Estate tranquila. Me encuentro muy bien, como no me he encontrado nunca. Siempre recordarás este momento. ¡Adiós! Y sin tener tiempo para decirle nada, el autobús paró y el hombre bajó tranquilamente, dirigiéndose hacia la Diagonal. Fue el único pasajero que bajó en esa parada. Inmediatamente después de que abandonara mi campo visual, giré la cabeza y miré por la ventana con la intención de verlo por última vez, pero no lo conseguí. No había nadie por la calle, por más que miré en todas direcciones... ¡Había desaparecido como si se hubiera evaporado en el aire!

Mi compañera de viaje se giró hacia mí y me preguntó:

—¿De qué conoces a este señor? ¿Qué te ha dicho? —No, no le conozco de nada. No le he entendido muy bien. Seguramente me ha confundido con otra persona —le respondí para zanjar el tema. Mi interior hervía como un volcán.

Por más que lo he intentado, no he podido (o no he querido, para decirlo claro) encontrar explicaciones lógicas a esa vivencia. ¿Fue real o fue fruto de mi desbordante imaginación? Lo que vale es lo que oí y lo que significó para mí, pues fue una plasmación, como decía más arriba, que los vínculos con los seres queridos se mantienen y traspasan la realidad física ordinaria.

Enero del 2006.

La abuela invisible

Nunca hubiera creído que la frase de Saint Exupery: “Lo invisible es lo esencial”, tuviera un significado tan real, a raíz de una extraña situación que viví con un buen amigo, Enric. Por poco no acabamos mal debido a una simple foto familiar.

La amistad con Enric viene de los lejanos días de la infancia: compartimos escuela durante muchos años hasta el momento en que él se decantó por el BUP y yo por la Formación Profesional. Después, volvimos a compartir las fatigas del Servicio Militar como soldados de reemplazo, dos años antes de que la incorporación al Ejército dejara de ser obligatoria. Fue en este período cuando nuestra relación se convirtió en una auténtica amistad, por la cantidad de ratos buenos (pocos) y los de muy malos (muchos), que compartimos a lo largo de quince meses que estuvimos juntos en el C.I.R. nº 14 de Palma de Mallorca. Una vez “licenciados”, yo fui el primero en casarme, tres años después de recuperar mi condición de ciudadano de este país. Invité a mi amigo a la ceremonia, que en aquellas fechas aún estaba libre de cualquier compromiso y no parecía haber ningún indicio de que la situación cambiase; todo lo contrario, estaba muy contento porque esta situación le permitía “volar” y hacer lo que realmente quería, sin ataduras de ningún tipo. Aunque no venga al caso, sólo tengo que añadir que al cabo de un año ya le habían recortado las alas y éramos nosotros los testigos de su nuevo estado. Un estado aparentemente feliz ya que era obligado por las circunstancias, al no haber sido muy previsor en sus aventuras íntimas y su novia estaba de tres meses de embarazo el día de la boda.

Ya fuera por el cambio de mi circunstancia personal o porque nuestras orientaciones profesionales se habían ido encarrilando en direcciones muy diferentes —él, como economista de un importante gabinete de asesoramiento fiscal y yo como técnico en electrónica—, nuestra relación se fue distanciando. Disminuyó la frecuencia de vernos y de salir de marcha. Sin embargo, dos o tres veces al año, siempre quedábamos una tarde para charlar y para ponernos al corriente de nuestras respectivas vidas. Fue en la última ocasión en que nos vimos, cuando él, la mar de contento, me enseñó una foto:

—Mira Toni, te quiero enseñar la foto de la que ha conseguido poner el primer eslabón de la cadena con la que muy gustosamente voy a perder mi actual situación de libertad provisional. Se llama Sonia, tiene veintitrés años, acaba de licenciarse como abogada y acaba de incorporarse al departamento jurídico del gabinete donde trabajo. Al mismo tiempo que me decía esto, me enseñaba una foto donde aparecían ellos dos, que había sido hecha en un día de excursión al campo.

—¡Ostras zorro, todos los ladrones tienen suerte! —le dije al ver que se trataba de una chica muy atractiva y que, por lo que se desprendía de la foto, también era muy simpática y todo apuntaba a que entre ellos dos había auténtica química, tanto por la manera en que se cogían, como por la forma en que ella lo miraba según aquella instantánea.

—Bueno, no hay que exagerar tanto. Tú tampoco te puedes quejar de nada con tu Irene —al mismo tiempo que me decía esto, hizo el gesto para volver a tomar la foto. Entonces es cuando yo le pregunté:

—¿Quién es esa señora mayor que está a tu lado, vestida de una forma propia del tiempo de nuestros abuelos?

Enric cogió rápidamente la foto, se la miró y al cabo de unos segundos respondió con un tono más serio:

—¿Te haces el gracioso o qué? ¿A qué vieja te refieres capullo? —me dijo en tono burlesco.

—Perdona Enric, pero me parece que no nos entendemos. Quiero decir esta señora que te está mirando, detrás tuyo, a tu derecha, al otro lado de donde está tu chica, a la que tienes cogida con tu brazo izquierdo. Me parece que me explico alto y claro, ¿no?

—Oye tío, ¿qué te enrollas, me lo quieres explicar? No tiene ninguna gracia lo que dices. ¿Se puede saber qué vieja estás viendo? ¿Qué te has metido un par de carajillos por la vena antes de vernos? ¿Se puede saber cómo es esta vieja que te estás imaginando? —me dijo con un tono burlesco y sarcástico que presagiaba, por momentos, que nuestra conversación podía acabar como el rosario de la aurora.

La verdad es que yo no entendía nada, ni mucho menos aquella actitud suya de negarse a hablar de esa tercera persona que aparecía nítidamente a su lado.

—Mira, si te quieres hacer el gracioso me parece cojonudo, pero que además me quieras tomar el pelo o hacerme pasar por idiota, eso no me gusta nada. ¡Tú sabrás por qué no te gusta que haya salido en la foto! ¡Si era la “carabina”, pues mala suerte! Otro día os vais los dos solitos y santas pascuas —le contesté en un tono duro y decidido. Él, se me quedó mirando fijamente.

—¿Quieres hacer el favor de describirme cómo es esa vieja que sólo ven tus ojos? —me preguntó en un tono más agresivo, que me molestó mucho.

—Me refiero a esta mujer, de unos setenta u ochenta años, de cara redonda, un poco gordita y sin muchas arrugas, con el pelo blanco recogido que, seguramente, lleva un moño detrás de la cabeza, que lleva unos pendientes que parecen unas perlas gruesas de color negro y lleva un traje oscuro, estampado, de una sola pieza, con cuello blanco y con una cinta de la misma ropa. Está derecha, con las manos recogidas, una sobre la otra, te está mirando con una actitud que no denota ni alegría ni tristeza, pero tiene una media sonrisa dibujada en la cara. ¿Te basta con esta descripción? —le respondí en tono desafiante.

—Mira, me respondió Enric, si no fuera porque eres mi amigo te diría que te fueras a hacer puñetas, pero como lo eres, sólo te diré que “te lo hagas mirar”. Al mismo tiempo que me decía esto, metió la maldita foto en su cartera y añadió:

—Bueno, es mejor que lo dejemos aquí. Ya no tengo más tiempo para perderlo en tonterías como ésta. Cuando hayas ido al oculista, llámame y ya quedaremos otro día. ¡Adiós!

Mientras se giraba de espaldas y se iba, con paso rápido, me quedé de una pieza. ¿Qué mosca le había picado para mantener esa actitud y negar la evidencia de la vieja de la foto? Bueno, —me respondí— algún día me lo explicará y sino, como decimos los catalanes: ‘bon vent i barca nova’1. ¡Sólo me faltaba esto, que me tomara por loco o por idiota!

Pasaron unas tres semanas y ese asunto, casi kafquiano, fue quedando relegado a un rincón de mi memoria donde, acto seguido, pasaba a ocupar el cajón del olvido cuando una tarde recibí una llamada. Descolgué el aparato, y antes de poder decir el habitual “Dígame”, oí desde el otro lado del auricular:

—¿Toni? —Era un tono de voz que me parecía muy familiar, pero por el nerviosismo y la impaciencia que denotaba, en aquellos momentos no acababa de ubicarme. —¿Sí, quién eres? —pregunté.

—Soy Enric y en primer lugar quiero pedirte disculpas si el otro día quizás utilicé un tono un poco inadecuado. ¿Nos podríamos ver mañana por la tarde en el Zurich de la Plaza Cataluña? Es muy importante y está relacionado con nuestra última reunión. ¿Te va bien a las 7 de la tarde?

—De acuerdo Enric, mañana a las siete en el Zurich. ¿Me puedes anticipar algo? ¿Te ha ocurrido algo grave? Es que me dejas muy intrigado.

—Ahora no puedo decirte nada, porque estoy a punto de entrar en una reunión importante. Pero estate tranquilo. ¡Hasta mañana!

La verdad es que esa llamada aún me dejó más perplejo que la última vez que nos vimos y que realmente casi acaba con nuestra amistad. Estuve recordando su tono de voz por si podía deducir algo más y sólo recordaba que no tenía nada que ver con el utilizado el día de la foto. Más bien escondía algo de ansiedad, como si en nuestro próximo encuentro pudiera aclarar algo que le estaba inquietando. No quise hacer más elucubraciones y volví hacia mi aparato de música que acababa de pararse tras poner un CD recopilatorio de Luis Eduardo Aute.

Justo cuando marcaban las siete en el reloj del que había sido la sede del Banco Central de la Plaza Cataluña y ahora está ocupado por unos grandes almacenes, llegaba a la cafetería Zurich. Enric había sido más puntual que yo y estaba sentado en una mesa junto a la pared. Llevaba unas gafas oscuras y tan pronto se dio cuenta de mi presencia, se levantó de la silla, se quitó las gafas con la mano izquierda y levantó la derecha para hacerme saber dónde se encontraba; al mismo tiempo, me hacía una sonrisa, medio forzada, medio sincera, de oreja a oreja.

—¡Hola Toni! —me dijo al mismo tiempo que nos dábamos un fuerte apretón de manos—. Te agradezco que hayas venido. La verdad es que no las tengo todas conmigo, sobre todo desde nuestro último encuentro en el que me mostré demasiado duro y sarcástico contigo.

—Bueno, no tiene importancia. Un mal día lo tiene todo el mundo —le respondí para suavizar la tensión del momento—. La verdad es que no le di más importancia —añadí mintiendo y utilizando una falsa seguridad que se veía a leguas—. Tú dirás, cuál es la urgencia. Me llamas y me dices que es muy importante que nos veamos y que está relacionado con nuestro encuentro… Espera, déjame que pida una cerveza, porque con este calor estoy sediento.

Una vez el camarero me trajo la birra y habiendo dado un primer trago largo para intentar matar la angustia que llevaba en la garganta, me quedé mirando a mi amigo a la espera que me desvelara lo que ya me estaba empezando a intrigar demasiado. —¡Tú dirás, soy todo oídos!

—Verás Toni, la última vez que nos vimos te enseñé una fotografía donde aparecía con Sonia, mi novia. Era una foto que nos habíamos hecho un mes antes, en ocasión de una excursión hecha a Camprodón. No la he vuelto a traer porque me da “yuyu” por el motivo que a continuación te explicaré y que es el motivo que nos hayamos encontrado, por mi parte, con cierta urgencia. El hecho es que esa misma noche, cuando encontré a Sonia, le comenté con tono jocoso y burlesco nuestro encuentro y, la verdad sea dicha, le mostré la fotografía que ya conocía y hice un poco de coña respecto a que según tú, se veía una vieja, a mi lado derecho, detrás de mí. Espera y déjame terminar todo lo que tengo que decir —añadió al ver mi intención de querer interrumpirle—. El caso es que Sonia, que es muy fantasiosa y cree en cosas extrañas, me advirtió muy seria, que a veces estas cosas pasan con las fotografías y que no tenía porque dudar de lo que habías visto, a pesar de que ni ella ni yo la pudiésemos ver. Viendo el tono que tomaba la conversación y como no me quería enfadar con ella lo dejé correr y escogimos una peli para ir al cine después de cenar. Aunque fui dejando el tema de lado, no me pude sacar de la cabeza ni tu seguridad ni la descripción de la presunta vieja que habías visto detrás de mí en esa maldita foto. El caso es que el domingo pasado fuimos a comer a casa de mi madre y no sé cómo, pero el hecho es que salió el tema de la foto y de la vieja que sólo veían tus ojos. No sé por qué, pero me acordaba muy claramente de la descripción que me hiciste de aquella señora mayor. Mi madre me escuchó en silencio y una vez terminé con mi descripción me dijo:

—Enric, ¿tú te acuerdas de tu abuela Rosario? Era mi madre y murió justo cuando acababas de cumplir los tres años.

—La verdad es que no mamá. ¿Y qué tiene que ver esto con la foto de las narices? —le respondí yo.

—Bueno hijo mío, es que por la descripción que me haces se parece mucho a tu abuela. ¿Tú crees que si le enseñaras a tu amigo una foto suya la podría reconocer? —me contestó ella.

—Mira mamá —le dije en un tono seco—. ¿Me estás diciendo que tú también crees en esta tontería de la vieja de la foto y que además se trata de mi abuela, que por cierto ni me acuerdo de ella?

Mi madre se limitó a levantarse de la mesa y fue a su dormitorio de donde volvió, pasados unos diez minutos, con una foto que, según me dijo, era la última que le hizo unos cinco años antes de morir (dos o tres antes de que yo viniera a este mundo). Era una foto en blanco y negro y se veía a una señora mayor, de buena presencia y que coincidía mucho con la de tu descripción. El hecho es que la llevo encima y es el motivo de nuestro encuentro. ¿Te importaría darle un vistazo y decirme si se parece o no a la que tú veías en la foto? La verdad es que no entiendo nada ni tengo nada a perder, pero no quisiera que un hecho aparentemente inexplicable llevara a pique nuestra amistad. Te vuelvo a pedir disculpas por mi comportamiento del otro día y, si no te importa, ahora te enseño la foto.

En un primer momento mostré una cierta perplejidad por la irrealidad del tema y de la situación, ya que tampoco soy muy crédulo con cosas que desafían nuestro mundo lógico y racional, pero la verdad es que a raíz de la vivencia de esa foto, en que sólo yo veía nítidamente a una señora mayor detrás de mi amigo, ya no sabía que pensar.

—Si tiene que servir para acabar con malentendidos y con una situación cada vez más surrealista, adelante: ¡Enséñamela y salgamos de dudas de una vez por todas!

Enric no se hizo de rogar y en un abrir y cerrar de ojos tenía la foto de la misteriosa dama en mis manos. En un primer momento no vi nada especial. Era la típica foto de un matrimonio adulto, en blanco y negro, hecha en casa del retratista, típica de finales de los años sesenta o comienzos de los setenta. Los dos estaban de pie y ella le tomaba el brazo derecho a él. Estaban los dos sonrientes (él más que ella) y mirando hacia delante, pero no directamente a la máquina de fotografiar. Él iba mejor vestido, con un traje de americana y pantalón propios de las ocasiones importantes. Ella también llevaba traje de falda y chaqueta, con el pelo recogido, seguramente con un moño y llevaba unos pendientes tipo perla Majorica que destacaban en aquella cara redonda.

Enric estaba en silencio, observando el gesto de mi cara, mientras yo hacía mi “trabajo” analizando esa foto. A medida que pasaban los segundos notaba su creciente inquietud. A medida que me iba fijando más, más “recordaba” la imagen que vi nítidamente en la foto de la discordia. Me concentré en la cara y después de un larguísimo minuto, finalmente, le dije:

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320 s. 1 illüstrasyon
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9788412332292
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