Kitabı oku: «Señales 2.0», sayfa 3

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—Amigo mío, en un tema tan rocambolesco como éste sé que no se puede estar del todo seguro, sobre todo cuando, aparentemente, sólo yo soy el que ve la imagen de una mujer que los demás no ven, pero estoy casi seguro que se trata de la misma persona. La que sale en esta foto que me enseñas, por eso, es un poco más joven que la que veía en la otra. Lo que me ha hecho decidir que se trata de la misma persona es, en primer lugar, la forma de la cara y el peinado y en segundo lugar, la mirada y la media sonrisa de su expresión que son casi idénticas a las de la otra foto. En cuanto al resto, como el vestido, la verdad es que no lo recuerdo. En definitiva, amigo Enric, estoy cada vez más convencido de que se trata de la misma persona. ¿Tienes suficiente con esto? Te has quedado medio jodido, pero yo también, porque ninguno de los dos creemos más allá de lo que vemos o percibimos por los sentidos o justificamos por la razón. ¿Y ahora qué? ¿Qué sacas de todo esto, si se puede saber?

—Pues algo tendremos que replantearnos. Al menos yo, porque ahora entiendo a mi madre cuando me comunicó lo que había dicho mi abuela poco antes de morir: “Me sabe muy mal morirme antes de tiempo y no poder ver crecer a mi nieto para protegerlo hasta el día que sea un hombre hecho y derecho”.

Agosto del 2003.

1 ¡Buen viaje!

La tienda de las piedras

¿Cómo puede ser que alguien que no me conozca de nada pueda saberlo todo sobre mí? Es más, ¿cómo podía saber aquella mujer qué era lo que más daño me estaba haciendo en mi vida?, ¿cómo, en definitiva, sabía aquella mujer de la tienda de piedras de Mataró, que mi hijo había muerto? y ¿cómo pudo describírmelo a la perfección?

Antes de entrar en detalles, dejadme que os diga quien soy y qué pienso de todo esto. Mi nombre es Amalia, estoy en esta etapa de la vida en que, si no fuera por la desgracia de la muerte súbita de mi hijo Sebastián, Sebas para los amigos, a causa de un accidente absurdo, estaría en mi plenitud personal. Plenitud tanto en el aspecto físico, ya que por el momento no tengo ningún problema de salud; como en el profesional, puesto que hace algo más de un año que he conseguido una plaza de bióloga médica para un equipo de investigación de un importante laboratorio; como en el personal, ya que entre mi marido y yo habíamos conseguido ver como nuestros dos hijos, Marc y Sebas, conseguían sacar adelante sus estudios, BUP y COU respectivamente, con muy buenas notas, pero sobre todo, veíamos que su desarrollo personal iba por buen camino, ya que eran muy responsables a la hora de tomar aquellas decisiones que más les convenían.

Todo eso se fue a pique aquella maldita tarde cuando recibimos la visita de la pareja de “Mossos d’Esquadra”2, diciéndonos que nuestro hijo Sebas había tenido un accidente y teníamos que ir a Bellvitge inmediatamente. No importa ahora, si cuento o no lo que sucedió, es más, prefiero no hacerlo ya que el resultado final es el mismo: ¡Mi hijo ya no está con nosotros!

Soy una persona muy racional, tal vez viene de mi condición de científica, sólo creo en lo que se puede ver, tocar y medir. Es más, apenas tengo ninguna creencia religiosa, más allá de lo que me contaron en su momento en la escuela, pues mis padres eran unos agnósticos convencidos, por no decir ateos, pero no indiferentes. Mi creencia en un ser superior se limita a la suposición de que “algo de orden más elevado” a nuestra condición humana, es la base o el causante de lo que llamamos las Leyes del Universo, muy lejos de la visión de un ser superior, una especie de “superhombre” a lo que llamamos Dios. Creo también, como científica, que en nosotros existen dos naturalezas: la material, el cuerpo, y la energética, la que alimenta y da vida a este cuerpo mientras estamos vivos, pero que en un momento determinado, lo abandona. La parte material se descompone y la otra se transforma. ¿En qué se transforma? No lo sabemos. Tampoco he creído nunca en lo que se llama el “más allá”, aunque me hubiera gustado hacerlo ya que en el fondo me hubiera servido de gran consuelo, como a la mayoría de los que creen, cuando una desgracia como la que he sufrido te golpea sin piedad. Bueno, esto último, se está resquebrajando a raíz de la visita que hice, hace un par de meses, a aquella tienda que os comentaba al principio.

Una tarde a finales del mes de mayo, recibimos una llamada del director del centro donde estudiaba Sebas, invitándonos a mi marido y a mí, a la ceremonia de graduación de fin de curso, en la que hubiera participado mi hijo con todos los honores, diciéndonos que, a iniciativa de los compañeros de Sebas, tenían previsto hacer una ceremonia especial de despedida en su memoria. En aquel momento no le respondí, pero me comprometí que en un plazo de cuarenta y ocho horas le daríamos una respuesta. De esta forma, Joan Anton (mi marido) y yo, podíamos evaluar la invitación. A favor, teníamos el hecho de comprobar que Sebas era muy querido por sus compañeros y eso siempre hace ilusión a los padres, sobre todo cuando se pone de manifiesto de forma pública. En contra, evidentemente, la sacudida que representaba revivir públicamente su muerte. A pesar de ser una ceremonia simbólica.

Después de evaluar los “pros” y los “contras” decidimos que iríamos, pues de una forma u otra estábamos convencidos de que nuestro hijo estaría presente, al menos en el recuerdo de todos los presentes. Es más, desde un primer momento, quise que su presencia se materializara en un medallón precioso que me había regalado él, hacía justamente un año, en motivo del día de la madre, y que llevaría puesto de forma bien visible. Sólo me hacía falta encontrar una cadena de plata adecuada, pues de este metal estaba hecha la joya. De todas las cadenas que tenía no había ninguna que me acabara de gustar del todo. Quería una de especial para que el medallón luciera como se merecía. Una amiga mía, Mónica, que en todo momento me había acompañado en aquel proceso de dolor y desesperación me dijo que conocía una tienda en Mataró, donde se hacían cadenas de todo tipo y que, con toda seguridad, encontraría lo que estaba buscando.

Quedamos para el lunes de la semana siguiente, a media mañana, cuatro días antes del día de la ceremonia, ya que ese día no tenía que ir al laboratorio. Cabe decir que, si bien vivimos en el Maresme, concretamente en Premià de Mar, siempre escogemos ir a Barcelona, ya sea para ir de compras, quedar con los amigos, ir a un restaurante, ir al cine o al teatro.

Tal vez hacía más de diez años que no había ido a Mataró. Lo encontré todo muy cambiado, tanto el paisaje urbano —había crecido mucho y se habían mejorado algunas vías de comunicación—, como el paisaje humano, se veían muchas personas provenientes de tierras lejanas. La primera impresión que tuve era que se había convertido en una pequeña ciudad, con todos los defectos de una ciudad grande y todos los defectos de un pueblo. Seguramente, si la conociese más, también encontraría todas las virtudes que sin duda tiene.

La tienda a donde me llevaba mi amiga estaba situada en el centro histórico de la villa, muy bien cuidado por cierto, por lo que empecé a cambiar esa primera opinión, no muy favorable, de la antigua Iluro romana. Poco antes de llegar a nuestro destino me fijé en una pequeña tienda que tenía el escaparate lleno de piedras de varios tipos. El conjunto constituía un universo especial y atrayente. Decidí entrar, a pesar de los requerimientos de mi amiga, pues íbamos con el tiempo justo antes de que cerrasen las tiendas al mediodía. Sin embargo, Mónica me siguió y entramos dentro, sin saber muy bien a qué, pues no era mi intención comprar ninguna piedra.

Una vez dentro, enseguida vi que el local no era muy grande, pero tenía un encanto especial. Era un poco alargado, en la parte izquierda estaban expuestos las piedras y los minerales, según variedades y colores. Cada una de ellas tenía un pequeño cartel que indicada sus cualidades y sus utilidades. En la parte derecha, vi una gran cantidad de collares, pulseras y anillos hechos con aquellas piedras ya pulidas, lo que me hizo pensar que quizás también tendrían lo que estaba buscando. Finalmente, en el mostrador central del fondo de la tienda, me fijé que tenían un apartado de artículos orientales, tales como estatuillas hindús y budistas, varillas de incienso, etc. Hasta ese momento, no me di cuenta de que, en un extremo del mostrador, estaba sentada una mujer más o menos de mi edad, que no paraba de mirarme de una forma que me pareció extraña, pero a la que no quise decir nada y me limité a darle un tímido “buenos días”.

De las primeras reticencias de Mónica, debidas a que íbamos justas de tiempo, pasamos a mirar cada una de esas fascinantes piedras y a preguntarnos sobre las que nos favorecían más. En un momento determinado, se inició una pequeña discusión entre nosotras dos. Ella me decía que una determinada piedra era la “mía” y yo insistía en otra totalmente diferente, que cuando la cogí con la mano noté la energía que desprendía, cosa que no me ocurría con la que me decía Mónica. Para salir de esa pequeña discusión sin sentido, me dirigí a la señora de la tienda y le pregunté:

—Perdone, usted que tiene más experiencia, ¿cuál cree que es “mi piedra”?

—Sin duda, la que tiene usted en la mano —me respondió—, ya que la otra es una imitación —añadió al mismo tiempo que se levantaba de la silla.

—Gracias —le respondí—. ¿No tendrá también collares o cadenas de plata? —le pregunté con la convicción de que su respuesta sería negativa.

—No, lo siento, todos los tipos de collares que tenemos están expuestos en ese mostrador —me respondió señalando el mostrador situado a mi derecha.

Cuando ya me disponía a despedirme de aquella mujer y sin darme tiempo a decirle nada, me dijo:

—Perdone por lo que le voy a decir, pero usted lleva un gran dolor y sufrimiento interno.

—¿Cómo dice señora? —le respondí sin apenas recuperarme de la sorpresa inicial después de tan inusual afirmación y en un lugar como aquél.

—Sé que usted está pasando por un trance doloroso que tiene que ver con un hecho dramático que sucedió ahora hará cosa de unos seis o siete meses. ¿Me equivoco? —añadió con un tono totalmente seguro pero deferente y respetuoso.

—Oiga, usted y yo no tenemos el gusto de conocernos, por lo que ya me dirá a santo de qué vienen estas afirmaciones tan gratuitas —le respondí en un tono no muy simpático.

—Este drama se refiere a la muerte de su hijo. Un chico muy guapo que nos dejó en la plenitud de su juventud, lleno de vida y de energía. Perdone si me meto allí donde no me llaman por lo que le voy a decir: “Sepa que no es usted la que ha venido a esta tienda, sino que la han traído”.

—¿Cómo dice? —le pregunté con la voz medio temblando por la ira contenida—. ¿Cómo se atreve a decirme lo que me está diciendo, si no me conoce de nada ni sabe lo que realmente ha pasado ni lo que estoy sintiendo? Y además, ¿qué le importa a usted y quién le ha dado vela en este entierro? —añadí con un tono más elevado y enérgico de voz.

—Una vez más, tengo que pedir que me disculpe, pero sólo tengo que decirle que ha sido precisamente su hijo quién la ha traído hasta mí.

—¿Cómo? —le dije, ahora sí en un tono muy alterado de voz y con ganas de empezar una buena bronca con la persona que me estaba hurgando en lo más hondo de mi herida—. ¿Se puede saber cómo puede decir usted que ha sido él quién me ha llevado hasta este lugar?

Durante unos segundos un silencio que se podía cortar con un cuchillo se instaló entre nosotras dos, al mismo tiempo que no dejábamos de mirarnos a los ojos. Ella mantenía una mirada firme, pero cálida; la mía era desafiante. Pasados estos segundos, que parecieron eternos, aquella mujer añadió con una seguridad y una tranquilidad exasperantes:

—Sencillamente porque está a su lado.

—¿A mi lado? ¿Dónde? ¿Dígame? ¿Dónde está mi hijo según usted? —Insistí, ahora sí un poco descontrolada y mirando por todas partes de la tienda para fortalecer aún más mi planteamiento y dejar en evidencia las tonterías que estaba escuchando.

Durante todo este rato, mi amiga Mónica se había mantenido en un segundo plano, asistiendo a aquella insólita conversación, separada medio metro de mi lado izquierdo, en silencio, pero lista para intervenir por si las cosas se complicaban.

—Está encima de su hombro derecho —me respondió con una calma fuera de lugar—. Es más —añadió—, le haré una breve descripción de su hijo.

Iba a replicarle para decirle que tal vez quería decir “era” en lugar de “es” pero algo dentro de mí me hizo callar.

—Es un muchacho alto, corpulento, con mucha vitalidad y mucha energía. Su cabello es rubio, muy largo y rizado. Sus ojos son de color verde, tiene una mirada limpia y luminosa. Sus labios son carnosos, con los que seguramente, habrá roto más de un corazón. Lleva una camisa de deporte, de manga larga, de cuadros azul cielo y amarillo; en su muñeca derecha lleva una pulsera de cuero, de color marrón oscuro. ¿Sigo con la descripción? —me preguntó.

Aquella fue la primera sorpresa, pues su descripción coincidía plenamente con la realidad, pero como había la posibilidad de que me hubiese reconocido, ya que tanto mi foto como la de mi hijo salieron durante tres o cuatro días en la prensa comarcal, le dije:

—Oiga, no me dice nada nuevo ya que usted lo puede haber reconocido porque salimos en los periódicos cuando se produjo el maldito accidente.

—Sí, efectivamente existe esta posibilidad —me dijo una vez más con aplomo— pero lo que no ha dicho ningún periódico es que su hijo tenía la costumbre, cuando estaba frente a usted, de agarrarse constantemente el pelo con las manos y hacerse una especie de cola, para que el cabello no le tapase la cara.

Eso sí que me desmontó totalmente. Efectivamente, eso sólo lo hacía cuando estaba en casa ya que tanto su padre como yo, le insistíamos, que si quería dejarse el pelo tan largo, al menos lo llevara bien cuidado. Toda mi argumentación en contra se derrumbó. Sólo me atreví a preguntarle:

—¿Y todo esto por qué? ¿Qué es lo que pretende con todo lo que me ha dicho?

—Mire —me respondió—, tengo la suerte o la desgracia, según se mire, de tener este don de la visión especial que me permite ver a seres que ya están desencarnados y normalmente sólo funciona cuando tengo que ayudar a alguien de nuestro mundo. —¿Ayudar, ayudarme a qué? —le pregunté, ahora, en un tono entre dudoso y receloso.

—Ayudar a encontrar su paz, una paz que su hijo ya ha conseguido, pero que quiere, o mejor dicho, necesita que ustedes, tanto su marido como usted, también tengan. Por eso la ha conducido hasta aquí, para que me conociera. Pero no piense en un cuerpo físico, que éste quedó en nuestro mundo, piense en la energía —en su energía— ya que ésta, siempre queda en activo, ni se crea ni se destruye, se transforma. Es la energía de su hijo la que yo puedo ver.

No supe qué decirle ya que estaba totalmente confundida. Por un lado se hundían casi todos mis planteamientos sobre la vida, la muerte y la posibilidad de la existencia de un “más allá”, pero por otro parecía ser que una nueva puerta de luz y de esperanza se abría frente a mí. Una puerta, hay que decir también, llena de misterios e incertidumbres, sobre todo para una persona como yo, que siempre había querido respuestas racionales y lógicas cuando se me planteaba cualquier tipo de problema. Sólo me atreví a decirle un “hasta pronto” al mismo tiempo que mi amiga y yo nos disponíamos a salir de aquella tienda. Mi amiga estaba pálida por todo lo que había escuchado en los diez minutos más trepidantes de nuestra existencia.

—Hasta pronto, señora —me respondió. Seguidamente, añadió—. Sé que nos volveremos a ver, porque usted volverá.

Terminé de hacer la compra del collar de plata, en la tienda que había dicho mi amiga. Después, cuando volví a casa, le conté a mi marido todo lo que me había sucedido en aquella tienda. No me dijo nada porque él es muy respetuoso con todo lo que yo digo y hago. Todavía no he vuelto a esa tienda porque sencillamente no tengo las fuerzas necesarias para enfrentarme a no sé qué, pero tengo la seguridad que, tarde o temprano, tendré que volver.

Junio del 2007.

2 Policía autonómica de Cataluña.

Ya sé quién es este niño

Tengo un sobrino, José Ramón, hijo de mi hermano, que está en lo que se llama “la edad del pavo”, es decir, que a veces le daría un buen coscorrón, para ver si así, se le pasa la tontería. La verdad es que a menudo no nos acordamos de cómo éramos nosotros, ya que a su edad, también hacíamos de las nuestras y nos parecía de lo más normal. Tampoco éramos conscientes, o nos importaba un bledo, lo que pudieran pensar de nosotros nuestros padres. En fin, es ley de vida.

Retrocedamos ahora un poco y situémonos en la época de su nacimiento. Después de un embarazo complicado, con dolores, pérdidas y reposo absoluto, este sobrino mío fue el superviviente de un parto con cesárea (poco habitual en aquella época), de gemelos univitelinos, en el que el otro feto, una niña, sólo pudo vivir poco más de un par de horas antes de morir. La falta de un riñón y una lesión en la médula espinal hicieron, prácticamente inviable, su existencia de forma autónoma. Aunque no llegó a ser bautizada, siempre la llamé por el nombre que, seguramente, hubiera llevado: Rosa. José Ramón y Rosa eran los nombres que habían decidido sus padres en honor de nuestra abuela y del padre de mi cuñada.

A resultas de este parto y de unas complicaciones posteriores, mi cuñada ya no tuvo más hijos. La verdad sea dicha y es que nunca saqué nada en claro, ni me importa, la verdad, pero no sé si fue porque quedó imposibilitada (siempre defendió esta versión) o es que ya no le quedaron más ganas de volver a quedarse embarazada, con lo que José Ramón se convirtió en hijo único. Un hijo único un poco especial, por lo que a continuación os explicaré.

Hasta los dos años de edad, su crecimiento y su forma de ser era del todo normal. A partir del tercer año y a medida que iba dominando el lenguaje y a ser cada vez más autónomo en sus juegos, sus padres empezaron a observar un comportamiento un poco extraño, por no decirlo de otra forma.

Cuando se quedaba solo, siempre buscaba juegos en los que fuera necesaria la participación de un segundo jugador. Cuando su padre o su madre le hacían la observación de que para un juego en concreto, por ejemplo las damas, era necesaria la participación de otro jugador y le manifestaban la voluntad de querer jugar con él, su respuesta era siempre la misma:

—Ya estoy jugando con Rosa.

Cabe decir, que nadie le habló nunca de su malograda hermana ni de que nombre hubiera tenido en caso de haber vivido.

Primero no le quisieron dar importancia porque, tal como les habían dicho, tanto el pediatra, al ser consultado por el tema, como posteriormente los monitores de la guardería, el estímulo de la fantasía es muy necesario para los niños, pues les permite que, posteriormente y a medida que van creciendo, van aprendiendo a distinguir la realidad de su imaginario y por tanto, no hacía falta que se preocupasen.

El médico les explicó que el hecho de que la llamara por su nombre, seguramente, sería porque algún día habría escuchado el nombre de su hermana sin que ellos se dieran cuenta ni fueran conscientes de su presencia. Ésto los tranquilizó.

Sin embargo, fueron pasando los meses y los años y en lugar de disminuir, esta “relación” imaginaria iba más en aumento. Ya no eran sólo los juegos en pareja, muchos ratos en los que estaba en su habitación, se los pasaba “charlando” solo, dirigiéndose a un ser imaginario y sólo se escuchaba una parte del diálogo, la de José Ramón que seguía una línea lógica de preguntas y respuestas, propias de una criatura de su edad. Por aquella época ya tenía casi siete años.

Hay que decir que sus relaciones con los demás compañeros de escuela eran escasas, pues apenas tenía amigos con los que pasar los ratos de ocio y con los pocos que tenía, sólo se relacionaba cuando se encontraban en el patio, durante los descansos entre clases o a la hora de hacer deporte. El resto del tiempo y a diferencia de los demás niños, apenas veía la tele, se comportaba como un niño solitario y parecía encontrarse la mar de bien. Ante la preocupación de sus padres, cuando se referían a su soledad, él siempre les respondía que “no estaba solo”, ya que casi siempre estaba acompañado de su hermana Rosa.

Como es lógico, la preocupación de los padres aumentó hasta que un buen día decidieron que era la hora de encontrar un amigo para su hijo. Un amigo que viniera a casa a jugar con él y que estuviera dispuesto, incluso, a aguantar algún chasco por parte de José Ramón. Fueron a la escuela a exponer la situación al director y al tutor de su hijo, que tras analizar la situación y conociendo el talante de José Ramón, decidieron que quizás, Javier, el hijo del tutor que tenía tres años menos y que José Ramón no conocía de nada, pero que tenía un gran carácter y una gran capacidad de empatizar con todo el mundo, seguramente, conseguiría congeniar con él y de esta forma, lo sacaría poco a poco de su aislamiento y del mundo particular en que se encontraba instalado.

Decidieron que al día siguiente, viernes, Javier se presentaría en su casa.

Esa misma tarde, cuando volvieron de la reunión, mientras José Ramón merendaba, sus padres le anunciaron que al día siguiente conocería a un amigo nuevo y que “era muy divertido” y que, seguramente, acabarían siendo muy buenos amigos, aunque fuera más pequeño que él.

José Ramón acabó de merendar en silencio y se retiró a su habitación a hacer los deberes y a jugar un rato, hasta la hora de ir a cenar. No habían pasado ni diez minutos desde la merienda cuando José Ramón volvió hacia la sala donde estaban sus padres y les dejó estupefactos cuando les dijo de una forma clara y rotunda:

—Ya sé quién es ese niño que vendrá mañana. Se llama Javier, es casi tan alto como yo, pero tiene el pelo negro, es muy alegre y le gusta mucho jugar a la pelota y montar en patinete. Le conozco de cuando jugábamos los tres juntos: él, Rosa y yo, antes de venir a este mundo.

La perplejidad de mi hermano y de mi cuñada no encontró límites cuando al día siguiente, tal como estaba previsto, llamaron a la puerta y apareció el tutor de José Ramón acompañado de Javier, un simpático muchacho con la misma descripción que había hecho su hijo de él, y como si se hubiesen conocido de toda la vida, los dos niños se fueron juntos, contentos y sin parar de reír, a jugar a la habitación de José Ramón.

Noviembre del 2005.

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