Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 5

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A finales de 1942 aprobó el examen de graduación. Su periplo académico avanzaba, del mismo modo que su amistad con Gaur Radebe. Este le animaba cada vez más a comprometerse en el campo de la política. Sabía, por las conversaciones que mantenían, que el comunismo no estaba entre las preferencias del joven pasante. Nunca le cautivó esa ideología, aunque sí encontró algo de lo que quería para su país y para su gente: «En realidad, no me interesaba la política. Me interesaba la vertiente social de la política... Me impresionaban los miembros del Partido Comunista. El hecho de ver blancos que no le daban ninguna importancia al color de la piel era algo que..., era una nueva experiencia para mí»8. Entre el amor y el escepticismo por el comunismo, Radebe le recomendó adherirse y seguir los postulados del Congreso Nacional Africano. En opinión de Gaur, la lucha de liberación del pueblo protagonizada por este partido era el espacio ideal para la participación de Mandela en la vida política.

Persuadido o convencido, Mandela asistió de manera informal a reuniones del CNA, en principio como observador. Pero llegó el momento en el que tuvo que soltarse. Años después, en la cárcel, en una carta que escribió a Winnie Mandela el 20 de junio de 1970 reconocería que aquellos atisbos de liderazgo eran, para el propio Mandela, imperfectos, vacíos y estaban ataviados con cierto toque de egocentrismo: «Llega un momento en la vida de todo reformador social en el que gritará desde cualquier plataforma, principalmente para liberarse de los trocitos de información no digerida que se le han acumulado en la mente; un intento de impresionar a las masas en vez de iniciar una exposición tranquila y simple de principios e ideas cuya verdad universal se hace patente mediante la experiencia personal y el estudio en mayor profundidad. En esto no soy una excepción, y he sido víctima de la debilidad de mi propia generación, no solo una, sino cien veces. Debo ser sincero y decirte que, al revisar de nuevo algunos de mis textos y discursos del principio, me desconcierta su pedantería, su artificialidad y su falta de originalidad. Su apremiante necesidad de impresionar y de hacer propaganda es claramente perceptible»9. Propaganda en el corazón de la lucha contra el apartheid. Eso sí, tamizada por la reflexión que le dieron los años de cárcel.

Los primeros escarceos de Mandela con la política no agradaban a Lazar Sidelsky, quien le aseguraba que la política echaría a perder su prometedora carrera en la abogacía. Trabajaba con tal dedicación y diligencia en el bufete que se anticipaban dotes para un futuro brillante entre leyes. Además, como si fuera agorero de malos –o, en este caso, certeros– presagios, un día le dijo que «si te metes en política, tu profesión sufrirá y tendrás problemas con las autoridades, que a menudo son tus aliadas en este trabajo. Perderás a todos tus clientes, te quedarás sin dinero, destruirás tu familia y acabarás en la cárcel. Eso es lo que ocurrirá si te metes en política»10. Al dejar escrita en sus memorias esta reflexión de Sidelsky, Mandela reconocía la inteligencia de su mentor en el bufete, de su capacidad de profetizar aquello que él intuía que habría de suceder.

A primeros de 1943 fue a Fort Hare para su graduación, tras aprobar el examen en la Universidad de Sudáfrica. Para tal evento, un hombre pulcro y elegante como Nelson, sabía que no podía ir con el traje remendado que un día le dejó Sidelsky. Pero no tenía dinero para comprar uno nuevo. Ya era miembro del bufete tras la marcha de Gaur Radebe, pero no tenía posibilidad de renovar el fondo de armario, por lo que prefirió tirar en esta ocasión de la amistad, y los recursos, de Walter Sisulu.

Para su primera llegada a Fort Hare había estrenado el traje que encargó el regente para él. Para volver a su tierra, para volver a la universidad en la que empezó a madurar, estrenaría otro atuendo. Los ropajes académicos también fueron prestados por un amigo y antiguo compañero de aula, Randall Peteni. Elegante y solemne, su madre y la viuda del regente le acompañaron aquel día. Aprovechó la graduación para quedarse en su tierra unos días. Al igual que ocurrió con el entierro de Jongintaba Dalidnyebo, se replanteó lo que era y lo que quería llegar a ser. En este caso, con un añadido, le plantearon la posibilidad concreta de volver al Transkei una vez que se convirtiera en abogado. El argumento fue emotivo y justo a partes iguales: si de algo adolecía aquella zona era de personas formadas que pudieran colaborar en su desarrollo. Sin la conciencia del todo clara, aunque con un pálpito que cada vez apostaba más por la vida que le esperaba en Johannesburgo, no se atrevió a negar tal posibilidad. Pero lo que no hizo en modo alguno fue pronunciar un simple .

Mandela ya no pensaba en clave Transkei. Ni Transvaal. Ni Thembulandia. No pensaba ni en xhosa, ni en zulú, ni en sotho. Ni en blanco. Solo pensaba en negro. En derechos. En libertades. En futuro. Su engranaje mental pasaba por una nación pensada en su conjunto. Era ya un incipiente pensamiento global.

Con los ropajes académicos prestados por su amigo. Con su madre allí presente. Con la alegría de sus compañeros de graduación. Y con su traje nuevo. Con el lustre del pantalón y de la chaqueta recién comprados, Nelson percibió con nitidez que aquel acto, aquella celebración, no tenía demasiado sentido. O, al menos, que no tenía la importancia que él mismo le había dado en su momento. Años ha, consideraba que para que un sudafricano negro fuese el líder de su comunidad, debía completar unos estudios, obtener una graduación, lograr una licenciatura, para después volver entre los suyos, destacar, brillar y ser reconocido.

El joven Mandela, que había soñado con un buen salario, un trabajo como funcionario y una apacible vida en torno a la casa real thembu, veía ahora que había aprendido mucho más en los pocos meses que llevaba en Johannesburgo que en toda su vida en el Transkei. Lo que le había aportado la ciudad sin necesidad de título académico era más valioso que ese cúmulo de estudios que sus padres primero, y el regente después, se empeñaron en ofrecerle. La gente y la vida cotidiana en la ciudad le permitían contemplar con perspectiva la inmoralidad de un sistema político quebrado por la falta de justicia de sus postulados. Cada vez era más consciente de que para hacer frente a esa inequidad no le habían preparado en Fort Hare. «En la facultad, los profesores habían rehuido temas como la opresión racial, la falta de oportunidades para los africanos y la maraña de leyes y reglamentos cuyo único fin era subyugar al hombre negro. Pero en mi vida en Johannesburgo me enfrentaba a todo aquello un día sí y otro también. Nadie me había sugerido nunca un modo de erradicar los males derivados de los prejuicios raciales, y tuve que aprender de mis propios errores»11. Eso, de sopetón, es algo de lo que se percató Mandela en aquel acto académico que vivió con dos trajes que, por sus circunstancias económicas, él no habría podido portar.

A su vuelta a Johannesburgo se matriculó en la Universidad de Witwatersrand, conocida como Wits, con el fin de licenciarse en Derecho. Fue el único negro que cursó aquellos estudios ese año. Un solo negro en un campus en el que había alumnos blancos comprometidos con la causa de la igualdad de derechos, pero donde tampoco sobraban compañeros que de una manera u otra le hacían saber que aquel no era lugar para un negro. Wits, como el resto de los centros por los que circuló el expediente académico de Mandela, era de origen inglés. A pesar de las dificultades, en una universidad afrikáner, la presencia de Nelson hubiera sido imposible. Aquí descubrió la política en una dimensión que nunca antes había alcanzado. La catarata de debates estudiantiles, las proclamas casi constantes, la afiliación como forma de supervivencia... Este ambiente superaba con mucho el planteamiento que había visto hasta ahora a través de Nat Bregman o Gaur Radebe.

En aquel tiempo ya había dejado Alexandra y residía en Orlando, Soweto.

La participación sudafricana en la II Guerra mundial, a la que se añadió una grave sequía y el hambre consiguiente entre la población, provocó un gran movimiento ciudadano de las áreas rurales a las grandes concentraciones urbanas. Uno de aquellos lugares fue Soweto, acrónimo de South West Town (la ciudad del suroeste), que a pesar de lo simbólico e insignificante del contenido de su nombre, ya se había convertido en uno de los mayores conglomerados de población del país, «aunque pocos residentes blancos en Johannesburgo habían entrado en ella, y los mapas y planos ni siquiera señalaban su existencia. En el sitio peor emplazado del paraje que constituían los vertederos de las minas, donde el viento arrastraba consigo el polvillo residual del oro, Soweto era una vasta extensión de decenas de miles de pequeños cubículos carentes de electricidad, dominado por los cuartelillos de la policía, sin otra cosa que vallas y cercados destacándose contra el cielo o rompiendo la línea del horizonte. Su aspecto era uniformemente proletario, pero encerraba en su seno a maestros negros, pequeños comerciantes, dependientes y empleados, gánsteres y vagabundos, que todos los días se amontonaban para subir a los trenes y autobuses atestados que los conducían al trabajo en la ciudad blanca»12. Ahí viviría Mandela hasta su encarcelamiento y después de su liberación.

El aprendiz de abogado trabó amistad con blancos miembros y simpatizantes del Partido Comunista, así como con jóvenes de origen indio, la otra gran comunidad presente en Sudáfrica, como J. N. Singh e Ismail Meer. Un día los tres iban al piso de este último. Tomaron un tranvía que sí podían utilizar los indios, pero no los negros. El conductor paró el convoy y avisó a la policía, que los detuvo, los llevó a comisaría y los denunció. Otra lección, otra asignatura que no hubiera nunca podido recibir en Fort Hare.

Fueron sucediéndose los acontecimientos de los lunes, de los martes, de los miércoles y jueves. Fueron pasando todas las horas de todos los días sin que nada en apariencia cambiara, para que al final todo se diera la vuelta como un calcetín antes de ser depositado en el cesto de la ropa sucia.

No fue Gaur. O no solo Gaur. Tampoco Sisulu. O no solo Sisulu. Ni las aulas de Wits. Ni aquellos autobuses que subían de precio haciéndolos inaccesibles para los negros que iban a trabajar a Johannesburgo. Ni aquella taza de té que Mandela utilizó en soledad en el bufete de Sidelsky. No hubo un caballo. Ni una caída. Ni un Damasco. Hubo un mucho y un poco de todo ello: «No experimenté ninguna iluminación, ninguna aparición, en ningún momento se me manifestó la verdad, pero la continua acumulación de pequeñas ofensas, las mil indignidades y momentos olvidados, despertaron mi ira y rebeldía, y el deseo de combatir el sistema que oprimía a mi pueblo. No hubo un día concreto en el que dijera: “A partir de ahora dedicaré mis emergías a la liberación de mi pueblo”; simplemente me encontré haciéndolo, y no podía actuar de otra forma»13.

Sin embargo, en aquella ensaladera rebosante de ideas y personas, sobresalía Sisulu, su personalidad y el camino de movilización que había adoptado: el CNA, que en aquel momento buscaba cómo revitalizar su posición dentro de la sociedad y convertirse en el gran movimiento de liberación sudafricano. Con el tiempo, el propio Sisulu al recordar el momento en el que conoció a Mandela, apuntó que «queríamos ser un movimiento de masas, y un día entró en mi oficina un líder de masas»14.

Una persona, Sisulu, y una declaración, la Carta del Atlántico, fueron los primeros herretes a través de los que comenzó a asentarse la carrera política de Mandela. En el caso de la Carta, suscrita por Roosevelt y Churchill a bordo del USS Augusta el 14 de agosto de 1941 «en algún punto del océano Atlántico», el tercero de sus ocho principios recordaba la necesidad de «respetar el derecho de los pueblos a elegir el régimen de gobierno bajo el cual han de vivir, deseando que se restituyan los derechos soberanos y la independencia a los pueblos que han sido despojados por la fuerza de dichos derechos».

La mente de Mandela se abrió a la política definitivamente por una extraña mezcla, fruto de la combustión de una reunión en altar mar, junto a lo que brotaba en Wits y lo que surgía, de manera informal, en la casa de Sisulu. Y también, por qué no, de lo que salía de unos fogones que manejaba con maestría MaSisulu, la madre de Walter.

Uno de tantos que pasaron por aquella casa fue Anton Lembede, doctor en Arte y licenciado en Derecho. Más allá de la crítica al blanco y a su forma de gobierno, Lembede ponía el acento en la población negra y en su eterno complejo de inferioridad. Ahí, en su opinión, había que incidir para que la lucha contra la desigualdad y la discriminación tuviera sentido y, ante todo, resultados. «Lembede mantenía que África era el continente del hombre negro, y que era tarea de los africanos reafirmarse y reivindicar lo que era suyo por derecho. Detestaba la idea del complejo de inferioridad de los africanos y arremetía contra lo que llamaba la “adoración e idolatría hacia Occidente y sus ideas”. El complejo de inferioridad, afirmaba, era el mayor obstáculo para la liberación. Señalaba que allá donde los africanos habían tenido oportunidad de hacerlo, se habían mostrado capaces de desarrollarse en la misma medida que el hombre blanco»15.

En aquellas reuniones también se citaba otro de los históricos de la lucha contra el apartheid y del propio CNA, Oliver Tambo. Allí comenzó a fraguarse la Liga Juvenil del CNA, con el fin de romper con la imagen que muchos tenían del histórico partido como una organización acomodada y en la que sus líderes miraban solo por sí mismos y por sus privilegios.

Estas y otras iniciativas pretendían romper con una política capciosa que los británicos habían desarrollado a lo largo del tiempo: crear una burguesía negra formada por ciudadanos relativamente pudientes que ocuparan ciertos espacios de poder. Las escuelas, las universidades y determinadas formas de hacer, pretendían generar una élite negra con ciertas aspiraciones que quedaba, al final, subyugada por los beneficios del sistema.

Se trataba, en definitiva, de una división de clases dentro de la comunidad negra. Los que se reunían en la casa de Sisulu sabían del peligro que eso suponía. Y Mandela, con una carrera guiada por la educación británica que había recibido, habría corrido el riesgo de caer en esa tela de araña de no haberse rodeado del CNA y su entorno.

Si de las palabras se pasa a los hechos, de las reuniones se pasa a la manifestación pública, en la calle, de las ideas. Mandela dio ese paso, por primera vez, en agosto de 1943. Y lo dio en una gran concentración. Cerca de 10.000 personas se congregaron en Alexandra para clamar contra la subida del precio de los autobuses. Los responsables del servicio incrementaron de 4 a 5 peniques el coste del billete. Nelson era uno de los muchos perjudicados por la medida. Él mismo, con unos ingresos más que ajustados, no podía tomar el transporte colectivo muchos días para poder llegar a fin de mes. El nuevo precio era abusivo para una población que a duras penas podía ir y venir al trabajo. No solo tenían autobuses segregados. No solo tenían que utilizar un transporte peor. No solo eran ciudadanos de segunda. También debían costear unos excesos destinados de forma implícita o explícita a minar la moral de todo un pueblo. Aquilatada poco a poco su concepción de la discriminación, más aquellas reuniones ya bastante habituales del CNA en las que participaba, se animó esta vez a no ver pasar la manifestación. Formó parte de la misma. Se unió a esa decena de miles de negros que pedían que se frenara un abuso más. Mandela en su autobiografía calificó aquella experiencia como estimulante y alentadora. Percibió el estímulo al instante, como un chute de adrenalina, cuando se sintió unido al grito de sus vecinos, de sus amigos, de sus compañeros de batalla en los autobuses segregados. Que fue alentadora lo descubrió poco después. La convocatoria fue eficaz. Junto a la concentración humana, los convocantes decidieron secundar una medida de presión que muchos, obligados por un salario raquítico, adoptaban con frecuencia: no montar en aquellos autobuses. Así, pasaron casi 10 días en los que los vehículos que debían llevar a los trabajadores de Johannesburgo a Alexandra y a otros lugares circularon vacíos. «Ya volverán», debieron pensar los responsables del transporte urbano de la ciudad el primer día. «Ya volverán», pensaron con menos énfasis, el segundo día. A la tercera jornada, la reflexión comenzó a virar: «¿Y si no vuelven?». Después de cuatro, cinco, seis, siete, ocho días, la empresa retrocedió en su propuesta inicial.

El precio del viaje se quedó en 4 peniques. Los negros volvieron a sus autobuses segregados. Pero al precio por el que se habían sacrificado.

Luego vendrían derrotas y sanciones; un camino pedregoso. La cárcel. Una condena. Pero la primera fue una victoria del pueblo negro sudafricano, entre el que estaba Nelson Mandela.

Su ingreso en el CNA, en 1944, se produjo como la llegada de las nubes al acercarse la época de lluvias, con naturalidad. Aquella nueva forma de compromiso traslucía la importancia que Nelson daba a la lucha contra la segregación racial. Dentro de la formación se comenzaba a contemplar un cierto aburguesamiento del propio partido. La casa de Sisulu era uno de esos espacios en los que se analizaba tanto lo que hacía el Gobierno de Pretoria por mantener el statu quo, como aquello que la población africana debía modificar para cambiar el sentido de la historia. Y una de las medidas que se propusieron fue la creación de la Liga Juvenil del CNA, orgánicamente unida al partido, pero con la identidad propia que le daría una masa social joven, pujante y resolutiva. Esos rasgos le alejarían del cuerpo jerárquico del CNA, compuesto por los viejos dirigentes que, en opinión de muchos, se habían dejado mecer por la historia y habían arrinconado la reivindicación. Las nuevas generaciones pedían cambios, más actividad y otra actitud. Los luchadores por la libertad que impulsaron la Liga «habían ido a las escuelas de misioneros, estudiaron con becas, leían libros de texto, pero también periódicos y se contagiaban del descontento con un nacionalismo directo y vigoroso. La Liga de Jóvenes atacó las políticas anteriores del Congreso (Nacional Africano), el liderazgo de los moderados, la vacilación y la transigencia»16.

Aunque no había llegado todavía el momento del uso de la violencia, algo que fue real con Umkhonto we Siezwe (la Lanza de la Nación), sí se esperaba algo más de contundencia en la reivindicación. Una comisión de seis personas, entre las que estaban Lembede, Sisulu, Tambo y el propio Mandela, planteó la cuestión al entonces presidente del CNA, Alfred Xuma. Este rebajó las expectativas del organismo del partido y propuso que la Liga Juvenil se convirtiera en un espacio para la captación de nuevos afiliados al CNA. Así se aprobaría el Domingo de Ramos de 1944, en la Conferencia Anual del CNA celebrada en Bloemfontein. Lembede fue elegido presidente, Oliver Tambo secretario, Sisulu tesorero y Mandela ocupó un cargo en el comité ejecutivo. En su documento fundacional reconocían que el desarrollo de África debía estar protagonizado por los propios africanos.

El compromiso de Mandela con el CNA no le satisfacía, entre otros motivos porque como trabajaba todo el día en el bufete y el resto del tiempo intentaba centrarse en unos estudios que casi siempre iban a remolque de todo lo demás, no tenía disponibilidad para una causa que le había absorbido la mente. Era más frustración por falta de tiempo que apatía por los escasos resultados logrados hasta el momento.

Los debates dentro del partido se sucedían, y uno de los que mayor peso ocupó entonces fue la idoneidad o no de incluir en las filas de la lucha contra la segregación a blancos y a comunistas sensibles con la lucha por la libertad. Entonces, con un ideario político todavía en mantillas, Mandela se opuso a ambas posibilidades. Ante el riesgo o el temor de padecer una especie de síndrome de Estocolmo que les hiciera entender la causa de los blancos, no quería ni a unos ni a otros. Ni a la mezcla de ambos. A pesar de contar con amigos blancos y con comunistas comprometidos en la lucha de los negros por la liberación, en aquel momento su pensamiento era contrario a ello.

Buena parte de aquellos debates se seguían sucediendo en casa de Walter Sisulu donde Mandela también conoció a Evelyn Mase, la primera gran mujer de su vida, con la que tendría cuatro hijos. Evelyn vivía con su hermano Sam en casa de los Sisulu. Estudiaba Enfermería en el Hospital General para no europeos de Johannesburgo. A pesar del bullicio político que acompañaba la vida cotidiana de aquellas cuatro paredes, Evelyn se sentía muy ajena a todo aquello.

La falta de decisión que Nelson Mandela había mostrado con otras chicas a las que había conocido y de las que se había enamorado, le sobró con Evelyn. Le pidió iniciar relaciones. Se enamoraron y, a los pocos meses, se casaron en Johannesburgo. Se convirtieron en marido y mujer en 1944 en el juzgado segregado para negros, como marcaba la ley. Evelyn, de blanco y con un velo que cubría su pelo. Nelson, de traje oscuro y corbata de nudo estrecho. Serios ambos. Muy serios, al menos para la instantánea. No hubo celebración, solo los testigos. No hubo fiesta, solo los testigos y la firma. No había hogar, ni vivienda. Tuvieron que compartir las primeras nupcias en Orlando East en casa de uno de los cuñados de Nelson. Luego se fueron con una hermana de Evelyn a las minas de City Deep.

De familia en familia, los Mandela se independizaron en 1946. Se trasladaron a Orlando East y, después, a una vivienda más grande en el 8.115 de Orlando West. Aquel era uno de esos townships en los que Pretoria había ubicado a los negros que querían vivir cerca de las grandes ciudades. Ese lugar, sucio, polvoriento y empobrecido, se convertiría en el primer hogar real para el matrimonio. Entre otros factores, pudieron acceder a esta casa porque había nacido su primogénito, Madiba Thembelike, y necesitaban más espacio que para la simple pareja. Y con el hijo, y con el nuevo hogar, los Mandela pasaron de ser acogidos a ser acogedores. Por allí comenzaron a desfilar durante más o menos tiempo, familiares y amigos de él y de ella. Se cumplía así una de las máximas del pueblo africano, y en especial de la comunidad de origen de Mandela, donde cualquier miembro de una familia tiene derecho a solicitar un hueco donde dormir y vivir a cualquier miembro de la misma en caso de necesidad. La familia extendida comenzó a ser realidad a partir de entonces en Orlando West, un enclave que, al final, formaría parte de uno de los nombres históricos del apartheid: Soweto. Ese lugar, más allá del simbolismo, no era más que un nuevo zarpazo a la dignidad del pueblo negro. Los suburbios del suroeste. Las miserias del suroeste. La segregación del suroeste.

La vida de los Mandela caminaba aprisa. Varias viviendas y un hijo en apenas dos años de matrimonio. Pero la realidad no les daba la tregua que cualquier pareja joven pudiera requerir. No podían dedicarse mutuamente todo el tiempo que hubieran necesitado. El compromiso de Nelson con el CNA y con la Liga Juvenil, junto al desarrollo de los acontecimientos históricos, no hacían fácil la compatibilidad de las esferas familiar y política en el 8.115 de Orlando West.

En 1946 se produjo una de las grandes huelgas mineras de la historia sudafricana. Sindicados desde 1940 en la African Mine Workers Union, gracias al impulso del CNA, los cerca de 70.000 mineros que trabajaban en el Reef pedían un salario digno y justo, vacaciones pagadas y una serie de mejoras a las que el Gobierno no accedió. En lo fundamental, el salario, reclamaban multiplicar por cinco el sueldo, y pasar de dos a diez chelines diarios. La huelga duró una semana, en la que Mandela ya conoció los entresijos de la reivindicación, se acercó al movimiento minero, recorrió las galerías, los túneles, percibió el dolor que supuraba el subsuelo sudafricano. Pero aquella huelga no sirvió nada más que para el aprendizaje. La represión fue contundente, murieron 12 mineros, la huelga terminó y el sindicato fue laminado por las fuerzas del orden. Otros 52 sindicalistas y líderes del parón minero fueron procesados por incitar a la huelga y por sedición. Según Carmen González, autora de El movimiento obrero negro sudafricano, «la violencia de la represión estatal indicaba hasta qué punto la acción de los mineros negros había conmocionado al régimen. [...] Las tensiones registradas en épocas anteriores entre el Partido Comunista sudafricano y el CNA habían sido superadas, entre otras cosas, con el surgimiento en el seno de este último de una Liga Juvenil comprometida con una teoría y una práctica que se alejaban de los viejos métodos de resistencia pasiva. El resultado de la combinación fue dramático: por primera vez en muchos años, los sindicalistas negros entraron en estrecha relación con las principales organizaciones del movimiento de liberación y muchos de ellos pasaron a ocupar posiciones claves en el CNA, en el cual también habían confluido numerosos militantes y dirigentes del Partido Comunista»17.

Aquella fue una de tantas, porque «las huelgas de mineros ocupaban un espacio sagrado en la leyenda de la Lucha. Había pocas injusticias que evocaran tanto al apartheid como un minero negro, excavando en la tierra de sus ancestros para enriquecer a sus jefes blancos, mal pagado, víctima de enfermedades pulmonares, viviendo en moteles-prisión y con los ocasionales derrumbamientos de túneles»18.

Ese mismo año, 1946, el Gobierno sudafricano también apretó las bridas a la comunidad india con la Ley de posesión y ejercicio de actividades de los asiáticos. Este cuerpo legal establecía límites bastante parecidos a los que ya condicionaban la vida de los negros: ponía freno a la libertad de movimientos, multiplicaba los requisitos para adquirir propiedades, establecía los lugares donde podían residir. A cambio, podían tener representación en el Parlamento a través de testaferros blancos. Esta ley se convertiría en el preludio de la Ley de áreas para los grupos, que pretendía mantener inmune e incontaminada a la población blanca del resto de grupos y comunidades que vivían en Sudáfrica. La respuesta de la comunidad india a tal desatino fue la resistencia pasiva, organizada y sistemática durante dos años. Era otra forma de lucha que también tuvo consecuencias, porque sus principales impulsores fueron condenados a trabajos forzados y cerca de 2.000 voluntarios fueron encarcelados por oponerse a una ley radicalmente injusta. La forma de protesta que puso sobre el tapete la comunidad india subyugó a los impulsivos miembros de la Liga Juvenil del CNA. Había más formas de oponerse al Gobierno de Pretoria que la simple manifestación y la declaración de intenciones, por muy contundente que esta fuera. La resistencia pasiva y la pérdida del miedo a la cárcel o a la represión policial cautivaron a un movimiento que necesitaba otro discurso y otra épica a la que aferrarse.

Al rebufo de aquella campaña de resistencia pasiva, y con la perspectiva de que la legislación comenzaba a ser represiva también para el resto de la población sudafricana no blanca, los máximos representantes del Congreso Nacional Africano, el Congreso Indio del Transvaal y el Congreso Indio de Natal, Alfred Xuma, Yusuf Dadoo y Monty Naicker, suscribieron el conocido Pacto de los Doctores, según el cual –manteniendo su independencia y sus propias líneas políticas de acción– serían capaces en determinadas circunstancias de trabajar de forma conjunta para luchar contra las desigualdades raciales en el país.

Mientras, Mandela ahondó aún más su relación con el Congreso Nacional Africano al ser nombrado miembro del comité ejecutivo. Era su primer cargo de responsabilidad en el partido. Sí, se había significado más en la Liga Juvenil, pero no en el CNA. Hasta ahora, junto al interesante proceso de escucha y debate del que había sido testigo como actor secundario, apenas acumulaba cierto conocimiento de la lucha sindical por la huelga minera de 1946. Eso y poco más. Sin embargo, ocupar un sillón en la dirección nacional del partido le reafirmó en su compromiso con el país: «No me había visto directamente involucrado en ninguna campaña de importancia, y aún no comprendía los riesgos y las incalculables dificultades de la vida de un luchador por la libertad. Me había limitado a dejarme llevar sin pagar precio alguno por mi compromiso. Desde el momento en que fui elegido miembro del comité ejecutivo de la región del Transvaal empecé a identificarme con el Congreso en su conjunto, con sus esperanzas y desalientos, sus éxitos y sus fracasos; quedé vinculado a él en cuerpo y alma»19, según señaló el mismo Mandela al hacer memoria de su vida en aquellos años.

En 1947 finalizó su período de trabajo y formación en el bufete de Witkin, Sidelsky & Eidelman. Junto a lo que suponía para su crecimiento profesional, para el joven padre de familia la salida del bufete significaba perder un exiguo, pero necesario, salario que entonces era de ocho libras, diez chelines y un penique. Evelyn trabajaba y aportaba 17 libras a la economía familiar, bastante más que Nelson. Sin embargo, aquel trabajo mal remunerado era fundamental para el sustento familiar y para poder continuar con sus estudios. Por ello pidió un préstamo al Fondo de Bienestar Bantú a través del Instituto Sudafricano de Relaciones Raciales de Johannesburgo. Con la cantidad solicitada, 250 libras esterlinas, tendría que asumir el pago de matrículas, libros más una pequeña cantidad para los gastos diarios. Sin embargo, solo recibió 150 libras.

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9788428561518
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