Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 9
Su siguiente parada era Qunu, lugar en el que se había criado. Lugar en el que residía su madre. Según la costumbre de su pueblo, a pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que se habían visto, no se abrazaron. Nosekeni Fanny comenzó a preparar un té en medio de las cavilaciones de Mandela sobre la situación en la que vivía su madre, metida en medio de ningún sitio y en una situación de estrechez y pobreza que le dolieron al hijo. Le pidió que le acompañara a Johannesburgo, pero no estaba dispuesta a dejar el entorno rural que tanto quería.
Si la noche antes de emprender este regreso al Transkei su hija Makawize le había pedido que le dejara acompañarle en el viaje, algo a lo que se negó, ahora era su madre la que con su modo de vida le hacía plantearse el esfuerzo que su modo de vida estaba suponiendo para su familia. «Me pregunté –y no por vez primera– si estaba realmente justificado que descuidara el bienestar de mi propia familia para luchar por el bienestar de otros. ¿Puede haber algo más importante que cuidar de una madre anciana? ¿Es la política tan solo un pretexto para eludir las propias responsabilidades, una excusa ante la incapacidad para atender a la familia como uno habría querido hacerlo?»18.
Mandela estuvo 15 días en su tierra, alternando momentos y tiempos con su madre, con sus amigos y con la familia del regente. Su viuda, Non-England, le acogió como siempre lo había hecho. Sin embargo, aquellas jornadas le convencieron de que no quedaba de lo vivido en su infancia más que el recuerdo y un puñado de lugares.
Emprendió el camino de vuelta, cómo no, de noche. El trayecto, igual que a la ida, tuvo varias paradas, numerosos encuentros e intercambio de pareceres con líderes del CNA de las localidades por las que fue pasando. Para evitar seguimientos no deseados o por simple curiosidad, no tomó el mismo itinerario, y recorrió por primera vez el camino que une Port Elizabeth con Ciudad del Cabo. Descubrió nuevos paisajes. Vio, por primera vez, elefantes y babuinos. En Knysna, en lo alto de una ladera, paró el coche para contemplar un paisaje boscoso ejemplar que se expandía por los puntos cardinales de la brújula. Sin embargo, la mirada de Mandela no era de admiración por lo que veía. Era una mirada estratégica por lo que un paraje como aquel podía significar, era el lugar ideal para que un grupo guerrillero pudiera esconderse después de una acción de sabotaje contra algún objetivo del Gobierno. La evolución interna de Nelson seguía en marcha, y en ese proceso se abría hueco a codazos cierta forma de lucha armada contra el sistema implementado por el Partido Nacional.
En Ciudad del Cabo pasó unos días. El 27 de septiembre cuando subía las escaleras que daban acceso a la sede de la revista New Age escuchó el cambio de impresiones subido de tono de su administrador, Fred Carneson, y varios miembros de la policía. La discusión se aderezaba con el indudable sonido de un registro: portazos, muebles que se movían de sitio, papeles que caían abruptamente sobre el suelo. Mandela dio marcha atrás y se fue. No tenía ganas de unirse a una fiesta que no iba con él. Ese día, la policía, amparada en la Ley de supresión del comunismo, realizó registros y redadas en más de 500 casas, oficinas y despachos de todo el país. Entre ellas, en el despacho Mandela & Tambo. Era una vuelta de tuerca más. Casi como si se tratara de una premonición autocumplida, se anticipaban nuevas proscripciones. Nuevas detenciones. Nuevos dolores.
Tras una parada en Kimberley, regresó a casa. Los chicos le acosaron con preguntas y con el ansia de los regalos esperados. En su autobiografía, Mandela no cita ni de pasada a su esposa, Evelyn, que sufría por un matrimonio que no marchaba bien. «El matrimonio, que, en apariencia, estaba sólidamente fundado y sellado con el nacimiento de cuatro hijos, empezaba a derrumbarse. Había resistido los problemas económicos, pero ahora era sacudido por la presión de la separación. La propia Evelyn sentía que había pagado un precio muy alto por su carrera de obstetra, que su ausencia había producido la pérdida de afecto de su esposo. Nelson resultaba sumamente atractivo para las mujeres y era fácilmente seducido por ellas»19.
El dosier que Mandela presentó al CNA de su viaje al Transkei coincidió con el debate dentro del partido sobre otro informe, el de la Comisión Tomlinson, que establecía las condiciones para el desarrollo de los bantustanes. En síntesis, el plan proponía las condiciones para un modelo de desarrollo separado. Como era imposible la integración de las razas, el plan preveía la industrialización de los bantustanes. El Gobierno supremacista, a través del ministro de Asuntos Nativos, H. F. Verwoerd, entendía que todo lo que no supusiera el desarrollo de los negros en los lugares en los que habían sido confinados, estaba condenado a fracasar. El Gobierno proponía una agrupación en siete homelands, que se corresponderían con los principales grupos étnicos de Sudáfrica. «El Gobierno del Partido Nacional estaba convirtiendo la vida de mi pueblo en un cruel rompecabezas. La intención de las autoridades al crear el sistema de homelands era emplear el Transkei y otras áreas africanas como reservas de mano de obra barata para la industria blanca»20.
El Transkei era en aquel momento el principal vivero de mano de obra de la industria sudafricana; de hecho más de una tercera parte de los sudafricanos empleados en las minas de oro de Witwatersrand procedían de la tierra de Nelson Mandela.
El hijo de Nosekeni Fanny se convirtió en un hombre proscrito por tercera vez en marzo de 1956. De nuevo recluido en una cárcel con calles y avenidas que respondía al nombre de Johannesburgo. De nuevo imposibilitado para participar en reuniones de cualquier tipo. Esta vez, la proscripción tenía un período de tiempo más extenso: 5 años. Sin embargo, en esta ocasión, interiormente Mandela se sintió poco interpelado. Había asumido la primera proscripción como un ejercicio de sumisión inquebrantable a la ley. Durante la segunda, que coincidió con la firma de la Carta de la Libertad en Kliptown, se permitió ciertas licencias. Ahora, aunque no formalmente, se había declarado en rebeldía por una decisión que consideraba formal y moralmente injusta. Pero ahora parecía que la cosa iba más allá.
El 5 de diciembre comenzó movido y tenso. Tres agentes de policía aporrearon la puerta de su domicilio al alba, registraron la casa y le detuvieron por alta traición. Sus hijos fueron testigos de aquella acción que no hacía más que incrementar la presión que sufría Mandela desde hacía meses. No era suficiente con la proscripción. Ahora llegaba la detención. Desde su casa se trasladaron al despacho, donde tuvo lugar otro exhaustivo registro que duró tres cuartos de hora. El siguiente paso fue un lugar ya conocido por Mandela, la cárcel de Marshall Square, donde pasó tres noches después de la Campaña del desafío. En aquel lugar se volvió a encontrar con compañeros de circunstancias. La detención de Mandela formaba parte de una gran redada a nivel nacional que provocó el arresto de 145 activistas en todo el país. Se enteraron de ello porque alguien introdujo en la prisión un ejemplar de la edición vespertina del diario The Star. Ni siquiera Albert Luthuli se libró de la razia. Los detenidos fuera de Johannesburgo fueron trasladados rápidamente a Marshall Square. Todos debían estar juntos para la vista del día siguiente, en la que fueron acusados de alta traición y de querer derrocar al Gobierno.
La acción policial no terminó ahí. Una semana más tarde cayeron otros 11, entre ellos Walter Sisulu. Casi toda la ejecutiva del CNA fue arrestada por la policía. El paso hacia la aniquilación del partido parecía, esta vez, más firme que nunca.
De Marshall Square fueron conducidos al Fuerte, sobrenombre con el que se conocía a la prisión de Johannesburgo. Desnudos y puestos en fila contra la pared, pasaron un ridículo examen de salud que los convirtió en aptos para ser encerrados. Los 156 prisioneros ocuparon dos grandes celdas comunes recién pintadas. Recibieron como dote tres mantas finas y una estera para dormir en el suelo. Los retretes, a la vista de todos, estaban en el suelo de las celdas.
Lo que pretendía ser un escarmiento al movimiento anti-apartheid, en realidad se convirtió en un aldabonazo a su lucha. Fuera del Fuerte, la opinión pública sudafricana y la comunidad internacional se adhirieron a la causa que les había llevado hasta la cárcel. Dentro, los 156 detenidos convirtieron cada uno de los 15 días que allí pasaron en una asamblea permanente de la Alianza para el Congreso. Entre proscripciones, redadas y detenciones, en muy pocas ocasiones los líderes negros, indios y mestizos sudafricanos habían tenido la oportunidad de debatir, de cambiar impresiones, de conocerse más. Y los días del Fuerte fueron propicios para ello. Cada día tenía su afán. Tenían tiempo para la actividad física, para la reflexión política y para la música. Las canciones para la libertad eran la banda sonora de aquella prisión de Johannesburgo. Entre rutinas y rutinas se intercalaban las visitas de amigos, abogados y familiares. Una de aquellas, en las dos semanas que transcurrieron entre la detención y la vista previa, fue la de Evelyn. Fue la última vez que compartieron un tiempo y un espacio como matrimonio.
La vista preliminar tuvo lugar el 19 de diciembre en una instalación militar de Johannesburgo, el Drill Hall. Eran tantos los acusados que no había en toda la ciudad un edificio capaz de albergar una sesión tan nutrida. Las medidas de seguridad para el traslado fueron tan evidentes que cualquiera hubiera pensado que los que iban dentro de los furgones eran asesinos en serie. Entre la gente que se agolpaba en las inmediaciones del tribunal y los 156 encausados se estableció un diálogo a través de las canciones que reivindicaban la libertad. Cantaban desde las aceras y respondían las voces desde dentro de los furgones, lo que generó un ambiente de triunfo. Luego habría que esperar el resultado de la condena, pero en los prolegómenos, los luchadores por la libertad se habían ganado el respeto y el reconocimiento de la ciudadanía, algo que suponía una victoria frente al Gobierno afrikáner.
La sala era un reflejo, otro más, de la sociedad sudafricana. Había bancos para blancos y para negros. Los acusados esperaban una sentencia ejemplarizante, y sus secuaces, bulliciosos, mostraban un apoyo que transformaba el escenario hasta hacerlo parecer un mitin. El Drill Hall era una especie de hangar, muy amplio, casi gigantesco, ocupado por sillas de madera apelotonadas en las que, a pesar de todo, era difícil mantener el rigor establecido por la ley. Los periodistas ocupaban el sitio que podían, entre afines al Gobierno y seguidores de la causa de la libertad. Los policías transitaban entre las filas de sillas, aparecían y desaparecían por cualquier parte. Entraban y salían para poner orden dentro o fuera de la sala. Era un juicio horneado en medio de la tensión, la excitación colectiva y el ánimo de revancha. Todo junto en una vista que, debido al número de encausados y a la jerarquía de los mismos, tenía pinta de no ser una más.
Sobre todos los imputados recaían los mismos cargos: alta traición y conspiración para acabar con el Gobierno por métodos violentos y con el objetivo de instaurar un régimen comunista. La acusación no se circunscribía a un hecho concreto, sino a un período de tiempo lo suficientemente amplio –y en el que se habían producido acontecimientos tan significativos– que era difícil esperar algo que no fuera una condena. El plazo donde comenzó a correr el reloj de la acusación se iniciaba el 1 de octubre de 1952, y finalizaba el 13 de diciembre de 1956, cuando fue detenida la segunda parte del grupo. En aquel tiempo tuvieron lugar la Campaña del desafío, el desalojo de Sophiatown y el Congreso de los Pueblos, con la proclamación de la Carta de la Libertad. Si eran considerados culpables podía esperarles un único castigo: la muerte. El objetivo de la vista previa tenía como objetivo determinar si el caso debía pasar al Tribunal Supremo.
Todo parecía en orden para comenzar la sesión hasta que tomó la palabra el juez encargado del caso, F. C. Wessel, magistrado jefe de Bloemfontein. Debido a la multitud que abarrotaba la sala, a las dimensiones de esta... y a la voz queda y plana del magistrado, su inicio se tuvo que aplazar un par de horas hasta que se instaló un sistema de altavoces capaz de hacer audibles las diferentes intervenciones. Al final, la sesión se pospuso al día siguiente. Los imputados comieron en el patio de las dependencias militares y convirtieron la jornada casi en una fiesta hasta su vuelta al Fuerte.
Aquel jolgorio, que pareció molestar a las autoridades, se tornó en ambiente sombrío al día siguiente cuando introdujeron a los 156 acusados dentro de una jaula metálica. Además del valor simbólico de ver al grupo de los líderes raciales dentro de aquella estructura, la instalación imposibilitaba que estos se comunicaran con su defensa. Esta protestó por un gesto que indignaba a unos y hacía indignos a los otros. Si no retiraban aquella jaula, la defensa abandonaría la sala inmediatamente. Con la queja lograron que parte de aquella estructura despareciera antes del inicio de la vista previa, en la que el fiscal jefe, Van Nierck, empleó dos sesiones para enumerar los cargos. Sin embargo, al cuarto día, todos fueron puestos en libertad bajo fianza. Blancos, indios, mestizos y negros pagaron diferente cantidad para quedar en libertad provisional. Como muchos de ellos no podían asumir esos costes, personas a título personal se ofrecieron para colaborar en el pago de las mismas. De una manera informal surgió lo que luego quedaría institucionalizado como el Fondo de ayuda a la defensa en el juicio por traición, impulsado, entre otros, por un obispo, Ambrose Reeves; un escritor, Alan Paton; un diputado laborista, Alex Hepple; o Ellen Hellman, del Instituto de Relaciones entre Razas.
Se vio de repente en la calle cuando más preparado estaba para quedarse en la cárcel. Estaba listo para asumir lo que había ocurrido: la detención y un paso por el presidio. Había intensificado el ejercicio físico y había ajustado la dieta, de modo que había perdido peso, bastante peso. Sabía que en la cárcel el cuerpo debía mantenerse con menos recursos. Su figura ya no era la del hombre corpulento. Ahora seguía siendo, por estatura, un hombre grande, pero delgado, fino, estilizado. Estaba física y mentalmente preparado para la batalla política, para afrontar el juicio por traición, para el encierro, el silencio y el castigo. Quizás lo que no estaba era listo para que su vida familiar naufragase cuando menos lo esperaba.
El compromiso de Mandela con la política y la forma de entender la vida de Evelyn no tenían ni un solo punto de intersección. El enamoramiento inicial, los hijos, la todavía incipiente carrera política de Nelson, algunos éxitos, la vivienda unifamiliar... Algunas situaciones habían mantenido a flote el casco de una nave agujereado por las balas. Alguien achicaba el agua de vez en cuando, pero no se podía salvar el Titanic vaciando las bodegas con un pequeño barreño.
En 1953, Evelyn se matriculó en un curso para trabajar como matrona en Durban. Debía permanecer varios meses en aquella ciudad, donde completaría sus estudios en el Hospital King Edward VII. La madre y la hermana de Mandela fueron las que achicaron el agua durante este tiempo. No habría reproches porque Evelyn podría completar sus estudios y Nelson continuaría su ya pujante carrera política, además de seguir trabando en el bufete. Aunque fue mucho el tiempo que pasaron separados, Mandela apenas la visitó en una ocasión.
Engendrada durante aquella visita, o antes de la partida, con los exámenes finalizados, Evelyn regresó a casa con un diploma bajo el brazo y un ya más que evidente embarazo. A finales de 1953 nació Makawize, seis años después de la muerte de la segunda hija del matrimonio. Llevaría su mismo nombre.
Con la hija muy pequeña, y un marido cada vez más ausente del domicilio, Evelyn entró en contacto con los Testigos de Jehová y comenzó también una dinámica que la mantenía mucho tiempo fuera de casa. Uno defendía la causa de los excluidos. La otra se aferró a la difusión de La Atalaya, la revista de los Testigos. Cada uno con su causa. Cada uno mirando para un lado. Ninguno de los dos entendía del todo los principios que enarbolaba el otro. En el caso de Evelyn, confiaba en que la política no sería más que un pasatiempo, un entretenimiento pasajero y que, una vez abandonado, haría que Mandela retomase su carrera como abogado en el Transkei.
Mandela, por su parte, analizaba casi con precisión de entomólogo la vida religiosa de su mujer. «Aunque algunos aspectos del credo que había adoptado me parecían interesantes y valiosos, ni podía ni quería compartir su devoción. Había en ella un punto de obsesión que me producía rechazo. Por lo que podía discernir, su fe propugnaba la pasividad y la sumisión frente al opresor, algo que yo no podía aceptar bajo ningún concepto [...]. Cuando yo le decía que estaba prestando un servicio a la nación, ella me contestaba que servir a Dios estaba por encima de servir a la nación. Estábamos perdiendo todo terreno en común, y yo me iba convenciendo de que nuestro matrimonio empezaba a ser insostenible»21.
Pero del plano de las ideas se pasó al de los hechos, al de las influencias, al de las buenas y las malas influencias. Eso se trasladó de la discusión marital a los hijos. Evelyn los llevaba a la iglesia y les leía La Atalaya. Nelson les hablaba de la causa del apartheid y de Roosevelt, Stalin o Gandhi. El hijo mayor, Thembi, incluso, estaba inscrito en una especie de sección infantil del CNA.
El cabeza de familia y sus ausencias del hogar, cada vez más frecuentes, eran un foco de sospecha de infidelidades. El escaso tiempo que pasaban juntos se hacía denso, cada minuto era una cucharada de masa repleta de grumos.
A pesar de la mediación de Walter y Albertina Sisulu, al final no hubo nada que salvar.
Una vez abonadas las fianzas de rigor tras el juicio por traición, Mandela se dirigió a su casa, y lo que se encontró fue un espacio vacío y silencioso. No estaba Evelyn. No estaban los niños. Por no haber, no había ni lo imprescindible de cualquier hogar. Por no quedar, no quedaban ni las cortinas. Evelyn se había marchado con su hermano. Este, como si de la Magdalena se tratara, fue el que anunció a Nelson que la esposa y los hijos estaban viviendo en su casa. «Tal vez sea lo mejor. Tal vez cuando las cosas se hayan tranquilizado volváis a juntaros»22, fue lo que dijo. Era una posibilidad, aunque alguien que se va de forma transitoria no se lleva hasta las cortinas. «La pareja rompió porque Mandela tuvo sus propias aventuras durante los años cincuenta, pero, tal como él explicaría más adelante, también porque Evelyn le planteó un ultimátum: tenía que escoger entre ella y el CNA. (Evelyn) era una mujer menuda y gentil, testigo de Jehová, que regentaba un comercio rural y parecía contenta de que su matrimonio con Mandela hubiera finalizado en su momento»23.
El 9 enero de 1957 se reanudó la vista con el turno para la defensa, que dirigía Vernon Berrangé. La exposición trató de desmontar la idea de que la Carta de la Libertad fuera un elemento que alentara el odio o incitara a la comisión de cualquier delito. La idea no era tanto defenderse de las acusaciones, como probar que el macrojuicio era político, y que eran estas y no otras motivaciones las que les habían llevado ante el tribunal.
Contra esa exposición de motivos, la Fiscalía buscó una especie de victoria por agotamiento. Las pruebas se fueron sucediendo cadenciosas, aburridas, algunas hilarantes hasta llegar a cerca de 12.000 documentos de todo tipo, desde la Declaración de los Derechos del Hombre a un libro de cocina ruso, infinidad de recortes de prensa, notas manuscritas o mecanografiadas. Todo valía para intentar que 156 alborotadores no consiguieran desestabilizar el sólido cimiento del apartheid. Con pinceladas de grueso trazo jurídico, una a una, esas pruebas servían como piezas de un puzle irreal que conducían a dibujar la imagen del comunismo en el ideario del tribunal. Todo tendía a pintarlos como comunistas empedernidos, miembros de un partido ilegalizado. Junto a esa obsesión, el Estado también incluyó entre sus testigos a gente como Solomon Ngubase, que se presentó como licenciado en Letras por Fort Hare y secretario del CNA en Port Elizabeth. En una declaración que se destapó como falsa, Ngubase subrayó lo que parecía una política conspiratoria del CNA para acabar con los blancos en el Transkei o la búsqueda de armamento en la Unión Soviética para llevar la revolución a Sudáfrica. El interrogatorio de Vernon Berrangé sacó a la luz las mentiras de Ngubase, que ni era licenciado ni había tenido cargo orgánico alguno en el partido. Sin embargo, el pájaro de la falsedad estaba listo para volar. En Drill Hall se había hablado de conspiración, y eso complicaba las cosas para los encausados.
La vista preliminar se convirtió, de facto, en una condena para los acusados, que iban de sesión en sesión atiborrados de aburrimiento, tedio, hastío y la sensación de que si las pruebas no eran concluyentes, el Estado se encargaría de fabricarlas. Fueron diez meses en los que no faltaron los crucigramas, los periódicos o las lecturas en el banquillo de los imputados.
12.000 pruebas y 8.000 páginas de testimonios más tarde se cerró la fase preliminar y se entregó la documentación a las defensas para su estudio. Tres meses después se retiraron las acusaciones contra 61 de los imputados. Aunque la mayoría de ellos eran cargos bajos o intermedios, entre la larga lista se escurrieron Albert Luthuli y Oliver Tambo. Los que quedaron atados a la silla del proceso sintieron tanta alegría como desconcierto. No entendían cómo dos de los pesos pesados del CNA habían eludido la fase definitiva del juicio. Habría que esperar.
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