Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 4

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II
Lazar Sidelsky
(1941-1948)

Johannesburgo era una de las fuerzas motoras de la economía sudafricana. La ciudad apuraba el paso por el esfuerzo que suponía la participación del país en la II Guerra mundial, en la que había declarado oficialmente las hostilidades contra el gigante nazi. Esa ciudad iluminada que habían descubierto Justice y Nelson en el coche que les trajo desde Queenstown era capaz de devorar mano de obra de cualquier rincón del país. De día, el hormiguero se trasladaba a las áreas industriales. De noche, a sitios como Sophiatown, Alexandra, Martindale o George Goch. Eran barrios para negros, para trabajadores llegados de fuera. Sitios inhóspitos, sin árboles, donde la gente se arremolinaba en pequeñas casitas, construidas con chapas o con lo que el ingenio o la casualidad pusieran por delante de sus inquilinos. Tan minúsculas y tan parecidas unas a otras que fueron bautizadas como cajas de cerillas. Aquellos suburbios eran, en realidad, guetos alejados de la exuberancia de los barrios de los blancos.

Justice y Nelson no tenían dinero ni porvenir, por lo que la primera encomienda a la mañana siguiente fue la búsqueda de empleo. Johannesburgo significaba, para muchos sudafricanos, trabajo. Y trabajo, para esos mismos hombres, era sinónimo de minería. De oro. De túneles. De picar. De excavar. De una vida bajo la superficie. Dos millones de negros trabajaban en las minas sudafricanas; 600.000 de los cuales lo hacían en el entorno de Johannesburgo. De aquellas explotaciones salía cerca del 70% de la producción mundial de oro; un 20% del uranio y el 35% de los diamantes.

Los dos recién llegados se dirigieron a Crown Mines con una recomendación que el regente había trasladado a la compañía para que contrataran a su hijo. Del resto, del puesto de trabajo para Nelson, se encargarían sus ingenios y sus mentiras. Justice se entrevistó con Piliso, el capataz de la mina. Además de ajustar sus condiciones, le advirtió de que Nelson era su hermano y que el regente pedía también un empleo para él. Piliso cayó en la trampa y le contrató.

En la superficie, la ciudad podía alcanzar el millón de habitantes, a los que se sumaban los que vivían en las zonas aclimatadas para los trabajadores. Allí, en el primer entorno laboral que Mandela conoció en la Johannesburgo de sus sueños, experimentó el contraste entre trabajar dentro y fuera de las minas; entre hacerlo en los túneles o en las oficinas. Y una diferencia, posiblemente la más evidente, procedía del lugar donde cada uno de aquellos hombres se ganaban el pan. Bajo tierra solo había trabajadores negros: «Una mina de oro no tiene nada de mágico. Desnuda y perforada, todo tierra y sin árboles, vallada por los cuatro costados, una mina de oro recuerda un campo de batalla devastado por la guerra. El ruido era estridente y constante: el chirrido de los ascensores, el golpeteo de las perforadoras, el rugido constante de la dinamita, el ladrido de las órdenes. Allá donde mirara –recordaría Mandela–, veía hombres negros con monos polvorientos, de aspecto cansado y abatido. Vivían sobre el terreno en desnudos barracones que contenían cientos de lechos de cemento separados entre sí solo unos cuantos centímetros»1. El mito del que les había hablado Banabakhe Blayi se desmoronaba delante mismo de sus ojos.

Mandela comenzó a conocer no solo la injusticia de las leyes que segregaban, donde los trabajos se dividían según el color de la piel de quien los ejecutara, o según el privilegio que pudiera conseguir algún jefe local, sino también la de un capitalismo salvaje que ya hacía de África su campo de experimentación más lustroso y, a la vez, más luctuoso. Aquellas excavaciones de Crown Mines fueron para los jóvenes Nelson y Justice un aldabonazo de la realidad que acompañaba, y acompañaría, al continente. Eran clases en directo de materias muy diferentes a las impartidas en Mqhekezweni, Clarkebury o Fort Hare.

La estructura social sudafricana quería mantener a los negros fuera de las ciudades, había que tratarlos como ciudadanos de segunda día tras día. Sin embargo, los reyes tribales y los líderes comunitarios sí eran recibidos con reverencia, casi con veneración, en determinados lugares donde la dominación blanca era una evidencia. Uno de esos lugares eran las minas. ¿El motivo? Una sola palabra, apenas una indicación de los líderes comunitarios, servía para que jóvenes de las aldeas emprendieran el fatigoso camino hacia lo que parecía un futuro prometedor: las minas de oro de Johannesburgo. Con esa petición, directa o indirecta, las grandes compañías mineras, en poder del capital blanco, se nutrían de la mano de obra poderosa, barata y silenciosa de los negros que escarbaban la tierra hasta hacerla sangrar, llorar o regurgitar la mayor cantidad posible de oro que hubiera en sus entrañas. En el caso de Crown Mines, por la escasa calidad del mineral, la hemorragia de trabajo debía ser abundante. Muy abundante.

En este contexto, la carta del regente y la mentira de Justice los convirtieron casi en privilegiados. Casi entre comillas. El hijo de Jongintaba Dalindyebo pasó a engrosar el equipo de oficinistas, algo que era casi un exotismo para un ciudadano negro. Nelson, por su parte, ocupó un puesto como guarda nocturno. Ambos tendrían, además del trabajo, la comida gratis y un lugar para dormir. Piliso, obsequioso por la carta del padre de Justice, e ignorando la mentira propinada, les dejó dormir varios días en su casa. Después tendrían que pasar a los barracones.

¿El salario? Ahí no había diferencias. Escaso. Pequeño. Raquítico.

En la soldada, Justice y Nelson se igualaban con el resto de trabajadores negros que agujereaban las tripas de Johannesburgo.

Ese pequeño sueldo era un caramelo con sabor a pequeño privilegio que consolaba, o alegraba, a dos jóvenes que habían dejado atrás una boda no deseada.

Una vez hubieron abandonado la relativa comodidad del hogar de Piliso, Justice –en su condición de hijo del regente– era tratado con deferencia por sus compañeros de barracón. Le recibieron con regalos, agasajos e, incluso, con un dinero que compartía con el camarada Nelson. De este modo, junto a la ausencia de compromisos familiares o matrimoniales, los dos amigos se antojaban poseedores de las cartas marcadas de la vida: un trabajo no demasiado exigente, al que se añadía la pleitesía de sus compañeros convertida en más monedas con las que llenar el bolsillo.

Una de las infinitas diferencias entre los trabajadores negros y blancos de la mina era el espacio donde pretendían descansar y lamerse las heridas provocadas por el trabajo diario. Los lugares infectados por su propio nombre, los barracones, eran para los negros, que eran estabulados según su comunidad o lugar de procedencia. De este modo, los responsables de Crown Mines y de otras tantas compañías trataban de mantener cierta paz social. Sin embargo, si este objetivo no se cumplía y se producían enfrentamientos entre unos y otros, la empresa se ponía de perfil y no gastaba ni un gramo de sus energías –ni de sus recursos– para cuidar a su mano de obra, sabedora de que en los bantustanes la gente seguía anhelando el sueño de la gran urbe, de Johannesburgo, la ciudad del oro.

Su primer y efímero éxito como amigo de un respetado miembro del equipo de oficinistas fracasó porque Piliso les pilló en la mentira. Ni era hermano de Justice ni el regente había sugerido a Crown Mines su admisión. Fue despedido. Se acabaron las monedas regaladas, la envidia de los compañeros y un trabajo sin demasiadas exigencias.

Justice, a pesar de la patraña, mantenía una buena agenda de contactos de su padre. Por eso no dudó en recurrir a un antiguo amigo del regente que, además, ocupaba un alto cargo en el ya pujante Congreso Nacional Africano, A. B. Xuma. A través de este, y por la circunvalación de un tercero, llegaron de nuevo con una solicitud de trabajo a Crown Mines a la que tuvo que dar respuesta Piliso, el capataz. Esta vez no hubo turno de réplica ni tiempo para la duda: los echó de allí sin contemplaciones.

El despido trajo a Mandela un nuevo compañero de viaje, su primo Garlick Mbekeni, con el que se fue a vivir y con el que emprendió la azarosa tarea de encontrar un nuevo empleo.

La nueva búsqueda de trabajo le llevó a ver a un importante agente inmobiliario en Market Street, era Walter Sisulu, pieza destacada de una agencia especializada en la compraventa de inmuebles para negros.

La oficina de Market Street supuso el descubrimiento de un mundo protagonizado por ciudadanos negros, algo impensable para él hasta entonces. El fogonazo sucedió por medio de la secretaria de Sisulu. A aquella entrevista de trabajo fue con su primo Garlick: «Nos sentamos en la sala de espera del agente inmobiliario mientras una bonita recepcionista africana anunciaba nuestra presencia a su jefe en el despacho que había dentro. Una vez transmitido el mensaje, sus ágiles dedos bailaron sobre el teclado de una máquina mientras escribía una carta. Jamás en mi vida había visto un mecanógrafo africano, y menos aún una mecanógrafa. En los pocos despachos oficiales y empresariales que había visitado en Umtata y Fort Hare, los oficinistas habían sido siempre blancos y varones»2.

Aquello era Johannesburgo, un ambiente completamente diferente a todos los lugares por los que había pasado antes. De su aldea natal a Qunu sintió que había un escalón. De ahí a Mqhekezweni, entendió que había subido un tramo de golpe. Pasar a Clarkebury equivalió a una zancada de un piso de altura. Fort Hare, más de lo mismo. Pero Johannesburgo fue diferente. Era una ciudad que impartía lecciones casi en cada baldosa de sus aceras. Aquí entendió que no era necesario que un negro tuviera un título universitario para triunfar en la vida. Aquello, que casi se había amachambrado en su mente en las distintas etapas formativas que había completado, se había venido abajo con estrépito tras los primeros contactos con Walter Sisulu, ese hombre negro de impecables trajes grises cruzados, inglés fluido y don de gentes que se había convertido en una referencia para muchos sudafricanos que querían emprender una nueva vida en Johannesburgo. Sisulu no había terminado ningún ciclo universitario. El modelo en el que se miró entonces, y en el que seguiría mirándose años y años, rompía el tinglado que tanto trabajo había costado levantar a Nelson. En Johannesburgo la universidad no garantizaba, en principio, nada más que un título. Nada más.

Después de un breve período en casa de su primo Garlick se fue a vivir con el reverendo J. Mabutho a Alexandra, una barriada de apenas ocho kilómetros cuadrados a las afueras de Johannesburgo. En aquel momento, Alexandra también era conocida como la ciudad oscura por la ausencia de suministro eléctrico. Fue el primer contacto de Nelson Mandela con un entorno donde la segregación era más que evidente: «Allí aprendí a adaptarme a la vida urbana y entré físicamente en contacto con todos los males de la supremacía de la raza blanca. Aunque el distrito segregado tenía edificios bonitos, era el típico suburbio pobre, superpoblado y sucio, con niños desnutridos deambulando por ahí desnudos o vestidos con sucios harapos. [...] A pesar de eso, Alexandra era más que un hogar para sus 50.000 residentes. Al ser una de las pocas áreas del país en las que los africanos podían adquirir bienes inmuebles de propiedad y gestionar sus propios asuntos lejos de la tiranía de las regulaciones municipales, era tanto un símbolo como un reto»3.

Los primeros pasos de Mandela en Johannesburgo fueron una secuencia de mentiras que le hicieron perder trabajos y lugares donde vivir. Esas mentiras, o esas verdades contadas con matices, esos relatos que bordeaban lo real con lo imaginado sostuvieron sus primeros tiempos en la gran ciudad. Los embustes que arrastraba desde su huida de casa del regente provocaron que también tuviera que abandonar la casa del reverendo cuando este se enteró por terceros de las trapacerías de su joven inquilino. La salida de su nuevo y efímero hogar tuvo algo de pedagógico. El reverendo dio ejemplo con él y le mandó al purgatorio de la búsqueda de una nueva casa. Eso sí, fue una penitencia con indulgencia incorporada, ya junto a la expulsión hizo posible que Nelson se instalara con la familia Xhoma, que vivía en el vecindario.

Tuvo que comenzar una nueva vida. Físicamente en una habitación con el suelo de tierra apelmazada y techo metálico, sin calefacción, ni agua corriente, ni luz eléctrica. Una chabola. La nueva dirección del joven Nelson estaba en Alexandra: Séptima Avenida número 46.

Alexandra era una ciudad de contrastes. Más bien era un suburbio de contrastes. Mejor dicho, era solo un suburbio.

Las apariencias, en Alexandra, no eran ni más –ni menos– que eso. Alguna fachada ilustre o un edificio resultón por aquí y otro por allá no podían apagar el resplandor siempre original del hambre; o el silencio siempre dañino de la suciedad de los niños de la calle; o que las fuentes de agua potable se alternaran casa sí y casa no, y que cada caño fuera el responsable del suministro de varias unidades familiares; o ese olor a humo de unas cocinas que no siempre ardían por la noche debajo de un puchero; o de ese gris marengo que reinaba en la noche alexandrina, cuyas calles casi nunca se iluminaban haciendo justicia a su apodo.

Alexandra, la ciudad oscura. Alexandra, un enclave con el vaso medio vacío, donde la oscuridad era muy diferente a la del Transkei, donde las estrellas se encargaban de llevarle la contraria a la realidad.

Lo mejor, que no era otra cosa que la vida sin aditivos, naufragaba o braceaba sin piedad en Alexandra. La vida sin más. Mucha vida en términos cuantitativos, porque más que ordenación urbana aquello parecía un desorden apelotonado. Lo peor de aquella sucesión de vidas, también sin aditivos, ocupaba los papeles principales y secundarios de aquel lugar. Muerte y violencia con un linaje de ocho apellidos. Y alcohol, mucho alcohol. Había casi más, o casi tantos, bares clandestinos –los conocidos como shebeens, en los que se bebía cerveza casera de baja calidad y menos control sanitario– que fuentes de agua potable. Aquellos tugurios gozaban de una buena salud que convivía con la mala muerte que, a la corta o a la larga, aseguraba el consumo masivo de esa cerveza que se vendía por unas pocas monedas. El dinero que se empleaba en alcohol del malo hubiera venido muy bien en las esqueléticas despensas de Alexandra.

Ahí, donde Cerbero custodiaba sus puertas con sigilo, Mandela encontró algo en apariencia impensable, una especie de paraíso colectivo: «Al ser una de las pocas áreas del país donde los africanos podían adquirir propiedades libremente y hacerse cargo de sus propios asuntos, un lugar donde la gente no tenía que aceptar la tiranía de las autoridades municipales blancas, Alexandra era una tierra prometida urbana, una prueba de que nuestra gente había roto sus vínculos con el campo convirtiéndose en habitantes permanentes de la ciudad. El Gobierno, en su intento de mantener a los negros en el campo o en las minas, sostenía que los africanos eran por naturaleza un pueblo rural, mal adaptado a la vida en la ciudad. Alexandra, a pesar de sus problemas y defectos, desmentía tal aseveración»4.

La táctica de vencer a través de la división que pregonaba con hechos el Gobierno sudafricano se quebraba en este lugar. Un pequeño triunfo, aunque todavía no premonitorio de lo que habría de venir. En aquel paraíso con goteras encontró Mandela un hogar, aunque nunca tuviera una casa. En Soweto, donde sí vivió mucho tiempo, sí tuvo una casa aunque, también según él mismo reconoció, nunca encontró un hogar. Esta es la diferencia entre la casa y el hogar.

En lo laboral, gracias a la influencia de Walter Sisulu, comenzó su trabajo como pasante, como aprendiz, en el bufete Witkin, Sidelsky & Eidelman. A pesar de husmear desde lejos el olor de la toga, Mandela no se conformaba con la pasantía. Incluso, aunque el propio Sisulu le mostraba con su ejemplo que el hecho de terminar sus estudios era algo relativo, Mandela expuso con claridad a sus nuevos jefes que deseaba terminar Derecho en la Universidad de Sudáfrica, que le permitía seguir el trayecto académico a distancia. Podría trabajar y estudiar a la vez. Aquella contratación fue un paso más en el curso rápido de aprendizaje que estaba completando Mandela en sus primeros meses en Johannesburgo. Witkin, Sidelsky & Eidelman era un bufete de abogados blancos que contrataban a un joven negro. Uno de los socios, Lazar Sidelsky, mostró especial atención en el joven becario y, en particular, en su formación. Frente al criterio de Sisulu, Sidelsky sí consideraba fundamental la educación para el desarrollo de los sudafricanos negros.

Mandela no fue el único negro contratado en el reputado despacho de abogados, que no hacía distinción entre sus clientes. Defendía del mismo modo a un hijo de la clase dominante blanca, que ayudaba en alguna transacción inmobiliaria que tenía a Sisulu como intermediario. Por eso no fue de extrañar que contrataran a otro joven negro, Gaur Radebe. Con diez años más en su tarjeta de identidad, Radebe se mostró desde el principio mucho más suspicaz que Mandela ante la discriminación racial. También demostró estar más capoteado en la vida de una gran ciudad y en el trato con el blanco que el joven del Transkei.

Los jefes y las secretarias recibieron casi con mimo a los nuevos. Mandela escuchó las explicaciones pertinentes sobre el funcionamiento de la empresa, dónde estaban sus puestos de trabajo, sus labores y los usos y costumbres de esa pequeña comunidad humana en la que, frente a los pronósticos, convivían negros y blancos. La encargada de guiar ese improvisado tour de bienvenida fue una secretaria, y a partir de ahora compañera, de apellido Lieberman.

Uno de aquellos momentos donde unos y otros se igualaban era el rato que dedicaban a tomar el té. Ellos, como negros, no tenían ninguna obligación de llevar o traer las tazas o la tetera a sus compañeros. Solo tenían la obligación de tomar el té cuando les apeteciera. En la explicación de aquella ceremonia laboral del té, Lieberman le insistió, casi machaconamente, en que tenían dos tazas nuevas compradas expresamente para ellos. Dos tazas exclusivas para ellos. Dos tazas. Dos. Le insistió mucho en ello, del mismo modo en que le repitió casi hasta la pesadez que debía replicar esas indicaciones a su compañero Gaur. Debía repetirle todo, pero no se podía olvidar del asunto, en apariencia trivial, de las tazas.

El halago de las tazas. El regalo de las tazas. La trampa de las tazas.

El obsequio escondía la letra pequeña y las cláusulas invisibles que evidenciaban la discriminación. Los compañeros de Witkin, Sidelsky & Eidelman podían compartir tiempo y espacio con sus compañeros de piel negra. Pero beber de las mismas tazas era muy distinto.

Entre máquinas de escribir, legajos y mesas donde fluían los recursos y apelaciones propias de un bufete de abogados, Mandela –cuyo trabajo oscilaba entre la mensajería y las labores administrativas– trasladó a Gaur de forma precisa las indicaciones de Lieberman. Aquel aprovechó la coyuntura y sacó a pasear el colmillo del que quiere provocar y sabe cómo hacerlo. Pergeñó una venganza preventiva en silencio, de la que solo compartió una indicación con Mandela: este debía hacer lo mismo que él hiciera.

En la primera de las ocasiones en la que un empleado del bufete llegó con una bandeja en la que brillaban las cucharas, humeaba la tetera y entrechocaban sus cerámicas las tazas, destacaban por su poco uso las que deberían pertenecer desde ese momento a los dos nuevos. Gaur se adelantó a sus compañeros y cogió, intencionadamente, una de las tazas viejas, usadas y, por supuesto, propiedad de sus compañeros de piel blanca. Se sirvió ceremonioso el té en medio de un silencio educado pero tenso. Con la mirada invitó a Mandela a seguir su ejemplo. No fue la inapetencia hacia el té lo que llevó a Nelson a no tomar una tacita ese día, aunque apelara a ello en su descargo. Otra mentira, una más, pero esta justificada en la conciencia de Mandela. Optó por no secundar a Radebe. Debía haber hecho pública su disconformidad a formar parte de una provocación en el lugar en el que les acababan de abrir las puertas, pero aquel día se limitó a excusarse. El resto, tomó el té en solitario. Con su taza.

Otro paso más en el aprendizaje de la compleja sociedad sudafricana, servido en una simple taza de té.

El trabajo en Witkin, Sidelsky & Eidelman le reportaba una mísera fortuna de dos libras por semana. De ahí, chelín a chelín, penique a penique, había que restar el alquiler de una humildad llamada vivienda; el precio del autobús para negros –autobús para nativos lo llamaban, en uno más de los ilustrativos eufemismos salidos de la fábrica de falacias conceptuales que inventaran y desarrollaran con pericia los sucesivos Gobiernos sudafricanos–, algo para comer y velas, muchas velas, con la que poder seguir sus estudios por correspondencia en la Universidad de Sudáfrica. Cumplía así con la promesa que le hizo a Sidelsky, jefe y mentor en el bufete.

Velas porque no había corriente eléctrica. Velas porque no podía permitirse una lámpara de queroseno.

Entre Alexandra y el bufete había nueve kilómetros. Cuando el mermado presupuesto no alcanzaba para nada más, empleaba casi dos horas en llegar andando al trabajo. Como tampoco había dinero para adecentar o renovar el vestuario, se ponía el traje de su jefe. Literalmente se ponía su traje. En concreto uno que le regaló y que mantuvo, remiendo tras zurcido, durante cinco años. Él mismo diría en su autobiografía que cuando se deshizo de él había ya más arreglos que traje. Pobreza en estado puro.

El aspecto de Mandela era desastrado, en contraposición con las imágenes que veríamos de él, apuesto y galán, en su época de esplendor. Pero lo peor estaba bajo una chaqueta que escondía el hambre del cuerpo. Hambre que saciaba muchos días solo a base de pan. En la casa de los Xhoma, donde vivió cerca de un año, se acostumbró a comer los fines de semana. Era, muchas semanas, la única comida caliente que ingería a siete días vista.

A través del contacto con la soledad y el bullicio que comparten espacio en las grandes ciudades, Mandela entendió que había desatado buena parte de los lazos que mantenía con su pasado. No se trataba tanto de desentenderse de su pueblo, de su gente, del mundo rural al que pertenecía, sino de liberarse de algunos grilletes que seguían condicionando a muchos sudafricanos negros que trataban de emprender su vida en lugares como Johannesburgo o Alexandra: «Lentamente, descubrí que no tenía por qué depender de mis relaciones con la realeza ni del apoyo de la familia para seguir avanzando, y forjé relaciones con personas que ni conocían ni les importaba mi vinculación con la casa real thembu. Tenía mi propia casa, por humilde que fuera, y empezaba a desarrollar la confianza y seguridad que necesitaba para seguir adelante yo solo»5.

Pero compartió camino con gente como Sidelsky, que siguió de cerca a su pupilo, y le animó tanto a terminar sus estudios como a alejarse de la política. En opinión de uno de los pilares del bufete, esta sacaba lo peor de cada individuo: la corrupción, las envidias, las luchas de poder o el logro personal a toda costa. Todo aquello formaba parte de un mundo que, para Lazar Sidelsky, no era recomendable. Si quería ejemplificar aquella propuesta de vida, tenía dos modelos en los que Nelson no debía fijarse demasiado: uno muy cercano, Gaur Radebe. El otro, demasiado influyente en la Johannesburgo del momento –y en el futuro del propio Mandela–, Walter Sisulu. Eran, para el jefe de Nelson, un ejemplo en lo profesional, pero un mal reflejo en el que mirarse desde el prisma de lo político.

Las palabras de Sidelsky no solo no ahuyentaron el riesgo del dúctil Mandela, sino que provocaron casi el efecto contrario. El interés del mentor se convirtió casi en un conjuro para rodear a su joven pasante de lo más granado, y lo más prometedor, de la política del momento. Tras Sisulu y Radebe llegó Nat Bregman, considerado por Mandela como su primer amigo blanco. Aterrizó en el bufete como él, contratado como pasante. Si una simple taza de té le había hecho comprender el mundo en el que vivía dentro de aquella oficina, un no menos simple bocadillo le abrió la perspectiva a una ideología, el comunismo, con la que muchos quisieron vincular a Nelson Mandela durante toda su vida. Bregman le invitó a compartir un pedazo de aquel simple almuerzo que llevaba, entre pan y pan, una moraleja: el espíritu del comunismo radicaba en compartir absolutamente todo. Nat era miembro del Partido Comunista sudafricano e intentó acercar a su amigo hacia esa ideología. Le invitó a fiestas, a charlas, a escuchar qué era aquello que defendían individuos entre los que, a priori, la cuestión del color no era demasiado importante. Una de las reticencias que tenía Mandela respecto a aquel partido era su relación con la religión, algo que para él, que se había criado y formado en centros cristianos, suponía un conato de conflicto personal. Sin embargo, aquella no fue la principal diferencia. «Empezaba a ser consciente de la historia de opresión de mi propio país, y consideraba la lucha en Sudáfrica como algo puramente racial. Pero el partido (comunista) interpretaba los problemas de Sudáfrica a través del prisma de la lucha de clases. Para ellos, se trataba de que los que lo tenían todo oprimían a los que no tenían nada. Me resultaba un punto de vista interesante, pero no me parecía especialmente relevante en la Sudáfrica de aquellos días. Tal vez fuera aplicable en Alemania, Inglaterra o Rusia, pero no parecía apropiado para el país que yo conocía»6. El Partido Comunista, muy importante en el África austral, encontró entre la población negra, normalmente descontenta y ubicada entre los sectores menos favorecidos de la sociedad, una tierra fértil donde extender sus ideas.

Su estancia en el domicilio de los Xhoma duró solo unos meses. Mandela seguía siendo uno más de los sudafricanos negros que esperaban en Alexandra, a las puertas de Johannesburgo, a que ocurriera el milagro de una prosperidad que no terminaba de cuajar. En 1942 se mudó a la Witwatersrand Native Labor Association (WNLA), la agencia de contratación de los trabajadores de las minas, donde convivió con sudafricanos de todas las etnias, con mozambiqueños, con namibios... Allí se hablaba una lengua a medio camino de todas ellas, el fanagalo. En aquel lugar, donde la mayoría de los compañeros de hospedaje eran mineros, Nelson era literalmente un bicho raro. Los demás bajaban a la mina en busca de lo que hubiera en las entrañas de la tierra. Mientras, él gastaba los días entre la pasantía y sus estudios.

La WNLA, por ser el sitio en el que vivían muchos de los negros que llegaban del campo a la ciudad a causa de la fiebre de un oro que nunca era para ellos, también era lugar de paso para los líderes tribales de toda Sudáfrica. Caían por allí de vez en cuando si se les requería por algún asunto relacionado con los trabajadores de su zona, si se les pedían más brazos para escarbar la tierra, o si iban a la ciudad por negocios de uno u otro pelaje. No era infrecuente que unos u otras hicieran acto de presencia por las dependencias de este microcosmos sudafricano. Una de ellas fue la reina regente de Basutolandia (Lesotho), Mantsebo Moshweshwe, quien se detuvo un momento a hablar con el bicho raro de aquel hábitat hostil para el estudio y el Derecho. En mitad de la conversación se dirigió a Nelson en la lengua del pueblo sotho. Mandela respondió con el desconocimiento atado a la mirada. La regente tiró de crítica solemne ante el gesto. «Me miró con incredulidad y después se dirigió a mí en inglés: “¿Qué clase de abogado y líder será usted si no sabe hablar el lenguaje de su propio pueblo?”. La pregunta me azoró y me hizo poner los pies en la tierra. Fui consciente de mi papanatismo y descubrí hasta qué punto estaba poco preparado para servir a mi pueblo. Había sucumbido a las divisiones étnicas potenciadas por el Gobierno blanco y no sabía cómo hablar a mi propia gente. Sin el lenguaje no es posible comunicarse con la gente ni comprenderla; no es posible entender sus esperanzas y aspiraciones, conocer su historia, apreciar su poesía o saborear sus canciones. Una vez más, comprendí que no éramos pueblos diferentes con distintas lenguas, éramos un único pueblo con lenguas diferentes»7.

En el invierno de 1942 falleció Jongintaba Dalindyebo. Mandela y Justice recibieron tarde la notificación del deceso, por lo que llegaron al palacio un día después de su entierro. Nelson tuvo sentimientos contradictorios. Se había reconciliado con él hacía meses, olvidando toda la peripecia de su huida y de la contratación en las minas de Johannesburgo. Ahí percibió alivio. Frente a esto, lamentaba no haber correspondido la grandeza que el regente había manifestado siempre con él. No haber llegado a tiempo de la despedida, ahondó en aquella sensación de cierto abandono del deber con una de las grandes autoridades de su pueblo.

Pasó casi una semana en Mqhekezweni, tiempo que le sirvió para enfrentarse de nuevo con la persona que había sido y con la que ahora era; para confrontar lo que significaba para él su etapa en Johannesburgo, lo que podía llegar a ser. Y lo que podía haber sido de haber perseverado en los planes que para él tuvieron el regente y su familia. Ahora, antagonistas unos y otros, la imagen que surgía era la de un personaje situado frente a un espejo cóncavo y a otro convexo. Y él, en medio.

Justice tuvo que asumir el cargo de su padre y se acabó para él la aventura en Johannesburgo. Pero Nelson volvió a la gran ciudad. Otra maroma que Mandela desataba de forma consciente. Poco a poco, el pantalán del puerto de su tierra natal iba quedando más lejos; no en lo afectivo, pero sí en lo profesional y en la vida que le esperaba.

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