Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 7

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La predicción no siempre se cumple, y Mandela pudo continuar un viaje que, sin embargo, prosiguió accidentado. Por la mañana, después de una noche de conducción casi eterna, se quedó sin combustible. Con un bidón vacío en la mano, Mandela se acercó hasta una explotación agrícola donde una mujer mayor, y blanca, directamente le dijo que para él no tenía gasolina. En realidad, la mujer podía haber dicho que no tenía gasolina ni para él, ni para nadie que fuera como él. Pero resumió el mensaje. Para él no había nada que vender ni que prestar ni que regalar. Siguió caminando, lo que le permitió razonar un cambio de estrategia. La situación no daba para orgullos estériles, sino para una humildad práctica, aunque fuera falsa. Por eso, en la siguiente granja, Mandela se dirigió al granjero con el término baas, que significaba amo o patrón. Odió la palabra y lo que ella denotaba y connotaba, pero obtuvo el combustible.

La secuencia que siguió fue sencilla. Llegó a Thaba ‘Nchu. Moroka firmó el documento. Mandela volvió a Johannesburgo.

Lo que vino después, no lo fue tanto. El CNA advirtió al Gobierno de que debía derogar las seis leyes antes del 29 de febrero de 1952. Si no lo hacía, se sentían legitimados para emprender acciones fuera del marco legal para conseguirlo. Malan respondió con un lenguaje que no auguraba nada bueno. El Gobierno tenía, en su opinión, la autoridad suficiente para tomar cualquier medida que considerara oportuna frente a aquella postura. Cualquiera era cualquiera.

Mandela, en su autobiografía, calificó este momento como una declaración de guerra. En cualquier caso, aquello sirvió para preparar la desobediencia civil como forma de lucha contra la injusticia. Después de varias manifestaciones por las principales ciudades del país, el CNA y el Congreso Indio de Sudáfrica (CISA) anunciaron el 31 de mayo que la Campaña del desafío comenzaría el 26 de junio de 1952, cuando se cumplía el segundo aniversario del Día nacional de protesta. Mandela fue el responsable en su organización, de reclutar voluntarios y de recaudar fondos. La campaña se preveía difícil. El objetivo era la resistencia pacífica a la acción del Gobierno, lo que podía suponer el arresto y encarcelamiento de los voluntarios. «Uno de los objetivos de la Campaña de desobediencia civil de 1952 fue... imbuir cierto espíritu de resistencia ante la opresión; no tener miedo al hombre blanco, al policía, a su cárcel, sus juzgados..., y aquella vez 8.500 personas fueron a la cárcel deliberadamente porque rompieron leyes cuya intención era humillarnos y mantenernos aislados, reservar determinados privilegios a los blancos. Rompimos aquellas leyes y nos expusimos al encarcelamiento, y como resultado de campañas de esa naturaleza conseguimos que nuestro pueblo ya no temiera la represión, que estuviera preparado para desafiarla Y si un hombre puede enfrentarse a la ley e ir a la cárcel y salir de ella, no es probable que ese individuo se deje intimidar por la vida carcelaria»12.

Uno de los actos simbólicos de aquella campaña fue la quema del carné que habilitaba la circulación de los ciudadanos negros, el conocido pass. Mandela fue el primero en hacer arder aquel documento, antes de lo cual «escogió el momento y el lugar que podían causar el máximo impacto en los medios. Las fotografías de la época le muestran sonriendo para las cámaras mientras infringía aquella ley fundamental del apartheid. En el plazo de unos días, miles de personas negras siguieron su ejemplo»13.

La campaña contemplaba dos niveles de acción. En la primera, grupos reducidos de voluntarios irrumpirían en espacios exclusivos para blancos. Trenes. Bancos. Playas. En este caso, incluso se preveía avisar a las autoridades del tipo de acción que se pretendía desarrollar para que las detenciones y acciones policiales fueran lo menos violentas posible. La segunda, sin acuse de recibo, pretendía movilizaciones masivas y paros organizados por todo el país. Cuatro días antes de la Campaña tuvo lugar el Día de los voluntarios, en el que Mandela ofreció un mitin a cerca de 10.000 personas. Todo estaba a punto.

La primera acción fue en Port Elizabeth. Un grupo de 32 voluntarios entró en la estación de tren por la puerta de los ciudadanos blancos. Fueron detenidos; los primeros de un total de 250 voluntarios que se habían saltado de forma pacífica las normas del apartheid. Entre ellos estaba Mandela, que fue abordado por la policía cuando regresaba a casa después de un duro día de trabajo. Eran ya más de las once de la noche, por lo que estaba vigente el toque de queda, y un ciudadano negro no podía circular por la calle sin un permiso extraordinario. Entre sus planes no estaba ser detenido tan pronto, pero no hubo excusas. Era uno de tantos que durmió en Marshall Square, una cárcel sórdida y oscura en la que, a pesar de todo, los huelguistas entonaron a todo pulmón el Nkosi Sikelel’ iAfrika (Dios bendiga a África), el himno del pueblo negro sudafricano que, con el tiempo, formaría parte del nuevo himno de la nación. La preocupación de Mandela en aquella noche de canciones y reivindicación fue quién llevaría adelante la campaña si él iba a estar mucho tiempo encerrado. Al final, fueron solo tres días.

Antes de esa breve detención ya había pasado por la cárcel. Bueno, hablar de cárcel sería mucho. Pasó apenas un día en el calabozo no por participar en la Campaña de desobediencia civil, sino por pasar a un baño para blancos. ¿Se equivocó al leer el letrero que determinaba quién podía orinar o no en ese lugar o convirtió aquello en un gesto simbólico de lucha contra todo un sistema? En una conversación con Richard Stengel, y entre risas, reconocería que fue por un error. Aunque esa sonrisa escondía, quizás, otra intencionalidad14.

Durante la campaña, al final fueron detenidas 8.500 personas. Entre los que estaban dentro y, sobre todo, entre los que no habían sido arrestados, se hizo viral un llamamiento dirigido al Primer Ministro: «Malan, abre las puertas de la cárcel. Queremos entrar». La estancia en prisión solía ser breve, apenas unos días que terminaban tras la asunción del pago de una pequeña multa, pero la repercusión del hecho fue mayúscula durante los seis meses que duró el desafío. El impacto tuvo un efecto directo e inmediato en el CNA, que multiplicó por cinco sus afiliados, pasando de 20.000 a 100.000 miembros. «Cometimos muchos errores, pero la Campaña de desafío abrió un nuevo capítulo en la lucha. Las seis leyes que habíamos cuestionado no fueron derogadas, pero no nos habíamos hecho ilusiones al respecto. Las habíamos elegido porque eran la manifestación más inmediata y visible de la opresión, y el mejor mecanismo para incorporar a la lucha al mayor número posible de personas»15, cosa que lograron con la primera embestida.

El 30 de julio de 1952, Nelson Mandela estaba trabajando en un despacho de abogados cuando llegó la policía con una orden de detención. Se le acusaba de violar la ilegalización del Partido Comunista. El requerimiento, replicado con otros líderes del partido en Johannesburgo, Kimberley y Port Elizabeth, era una nueva forma de actuar del Gobierno de Daniel Malan. La Policía se había hecho con documentación en diversas redadas en sedes del CNA y en casas de sus afiliados, lo que permitió la detención de militantes del partido, de la Liga Juvenil, del CISA y del Congreso Indio del Transvaal (CIT). James Sebe Moroka, presidente del CNA, Walter Sisulu o el propio Mandela se sentaron en el banquillo en un juicio que se desarrolló en septiembre de ese año en Johannesburgo. Eran, en total, 21 acusados. Si salían condenados, las autoridades descabezarían a los principales actores de la inestabilidad en la que se veía inmersa Sudáfrica desde el inicio de la Campaña de desobediencia. Si eso hubiera ocurrido, se habrían cumplido los planes del Gobierno, pero también los de los acusados, ya que estos habían planificado ser condenados en grupo. Sin embargo, Moroka se desmarcó y actuó por cuenta propia. Eligió un abogado diferente y en pleno proceso renegó de la causa anti-apartheid, expresó su convencimiento de que los negros nunca podrían tener los mismos derechos que los blancos y señaló a algunos de sus compañeros de banquillo como seguidores del Partido Comunista. Una traición en toda regla que quebró el ánimo del resto de los antiguos compañeros de brega. El juicio, que social y mediáticamente tuvo gran impacto entre la ciudadanía, se saldó con una condena de nueve meses de cárcel y trabajos forzados por «comunismo estatutario». La sentencia quedó en suspenso durante dos años. El juez tuvo en consideración que, a pesar del efecto de las movilizaciones, decidieron intencionadamente no utilizar la violencia.

Una de las cosas que cambió la Campaña del desafío fue el estigma del prisionero. Antes de la misma, ir a la cárcel se convertía en una rémora para el ciudadano negro, mestizo o indio. Ahora era casi un orgullo. Y había, al menos, 8.500 orgullosos ciudadanos de haberse plantado desarmados y pacíficos frente al mecanismo opresor del Partido Nacional. La campaña se fue desvaneciendo y a finales de año cayó casi por agotamiento y apatía. Era muy difícil mantener un alto nivel de emoción y actividad durante tanto tiempo. Además, frente a lo que algunos pensaban –que el Gobierno estaba noqueado por el impacto de las acciones de desobediencia–, el enemigo se mantuvo firme y tenía unos cimientos que ni siquiera habían comenzado a oscilar. La segunda fase de la campaña no llegó ni a plantearse, y el CNA se mostró incapaz de llevar la resistencia pacífica al ámbito rural. En las ciudades la repercusión había sido significativa. En el campo, apenas perceptible. Sin embargo, entre sus logros, uno se embutió en el alma de uno de los principales impulsores de la campaña, Nelson Mandela. Ahora sí, después de la participación directa en aquella protesta, tras su paso por la cárcel unos días, y con una condena en su expediente, se consideraba preparado para la lucha. Ese sería, sin duda, el momento de suscribir su compromiso de por vida contra el apartheid.

A finales de 1952, con la traición reciente de James Sebe Moroka, el CNA eligió nueva dirección. El presidente electo era un hombre más enérgico, Albert Luthuli. Mandela emergió ya como primer vicepresidente, cargo que se acumulaba a la presidencia del CNA en el Transvaal que ya ostentaba. Luthuli, que ocupaba el cargo de jefe tribal elegido por el Gobierno, recibió meses antes presiones del Ejecutivo para abandonar el CNA y renegar de la Campaña del desafío. Luthuli se negó y se reafirmó en la lucha no violenta contra el desafío del Gobierno del Partido Nacional. Hizo pública entonces una carta titulada «El camino a la libertad pasa por la cruz», en la que reincidía en su compromiso por la lucha no violenta y la resistencia pacífica. A pesar de la apuesta de Mandela por Luthuli, no pudo asistir a su elección, igual que le ocurrió unos años antes cuando se votó al ahora repudiado Moroka. Entonces un empleo recién estrenado imposibilitó su presencia. Ahora la causa vino de manos del Gobierno, que prohibió participar a 52 líderes políticos del país en mítines o encuentros durante seis meses. Junto a esa limitación para tomar parte en actividades políticas, se limitaban sus movimientos a Johannesburgo, ciudad de la que no podía salir. No podía hablar con dos personas a la vez. No podía ir a reuniones familiares. Se perdió el cumpleaños de su hijo.

Era, literalmente, un proscrito.

«La proscripción –dejó escrito Mandela– representa tanto un confinamiento físico como espiritual. Induce una especie de claustrofobia psicológica, que hace que uno añore no solo la libertad de movimientos sino también la de espíritu. Era un juego peligroso, ya que uno no se encontraba cargado de grilletes ni entre rejas. En este caso, las rejas eran leyes y reglamentaciones que eran fáciles de violar, y a menudo se violaban. Era posible escapar sin ser visto durante breves períodos de tiempo y disfrutar temporalmente de una libertad ilusoria. El efecto más insidioso de aquellas prohibiciones era que llegaba un momento en que uno podía acabar pensando que el opresor no estaba en el mundo exterior, sino dentro de uno mismo»16. Aquella sería la primera de muchas.

A pesar de que el partido diseñó, con su nueva dirección, una nueva estructura, Mandela era consciente de que el Gobierno podía plantear en breve la ilegalización tanto del CNA como del CISA, igual que hizo antes con el Partido Comunista, por lo que debían organizarse de tal modo que el movimiento no desapareciera, la lucha no se perdiera y las ilusiones de tantos ciudadanos negros no mutaran en una profunda decepción. Desde el partido le pidieron idear un camino alternativo que les permitiera trabajar en la clandestinidad. Aquello se denominó Plan Mandela o, en clave, Plan M. El propio Mandela, proscrito en Johannesburgo, participó en encuentros y reuniones formativas furtivas, normalmente por la noche, para establecer la que sería forma de organización del partido cuando estuviera fuera de la ley. El objetivo era «consolidar el mecanismo administrativo del CNA. Permitir la difusión de importantes decisiones tomadas a un nivel nacional a cada miembro del organismo sin necesidad de reuniones públicas, de declaraciones de prensa ni de circulares impresas. Crear, en las mismas ramas locales, congresos locales, que representaran efectivamente la fuerza y la voluntad del pueblo. Extender y dar más ímpetu a los vínculos entre el Congreso y el pueblo y consolidar la dirección del Congreso»17.

Esta estrategia, el Plan M, fue adoptada de forma desigual por el país, por lo que cuando llegó la ilegalización, el CNA no tenía una estructura sólida y engrasada para hacer frente a lo que habría de venir.

IV
Oliver Tambo
(1952-1957)

Llegar a final de mes era tan arduo como tratar de frenar la avalancha del apartheid. La política en Nelson Mandela era una de las dos caras de la moneda de un hombre, y de una familia, que pasaban por apuros económicos todos los meses de todos los años.

A pesar del nivel de compromiso adquirido por Nelson con el CNA durante este tiempo, pertenecía a un partido muy numeroso pero orgánicamente poco estructurado. No percibía ni un céntimo por su trabajo allí. De hecho, en todo el CNA solo había un liberado, Thomas Titus Nkobi. El resto, hacían de la causa el motivo de su desgaste personal y familiar.

Evelyn recibía un pequeño sueldo como enfermera en prácticas, al que se sumaron y sucedieron los sueldos de miseria que Mandela percibió en Witkin, Sidelsky & Eidelman; Terblanche & Briggish; Helman & Michel o H. M. Basner, los bufetes en los que había ido capoteando en las lides del Derecho. Los conocimientos se fueron acumulando, pero la falta de tiempo le impidió obtener el título por la Universidad de Witwatersrand. Un suspenso tras otro, tras otro, tras otro, le hicieron replantearse la necesidad de empeñar tiempo y dinero en la consecución del rango académico requerido. Después de trabajar a las órdenes de Basner comprendió que era el momento de abrir su propio bufete, una aventura en la que navegó junto a su secretaria, Zubeida Patel, con cierto éxito hasta que maduró con Oliver Tambo, amigo y antiguo compañero en Fort Hare, la posibilidad de trabajar juntos. Tambo, contratado entonces en el bufete Kovalsky & Tuch, accedió en cuanto pudo dejar ese trabajo. Nacía Mandela & Tambo. El pequeño despacho, situado justo enfrente de la sede judicial de Johannesburgo, en Chancellor House, se convirtió en el primero y único de abogados africanos negros en todo el país. «La Cancillería, en la calle Fox era uno de los pocos edificios en los que se alquilaban oficinas a arrendatarios negros: los dueños eran indios. Esto era antes de que cayera el hacha de la Ley de áreas por grupos declarándola zona blanca, y persiguieran a los propietarios que no desahuciaran a los africanos. Mandela & Tambo estaba escrito en letras gigantescas en los cristales esmerilados de las ventanas, como un reto. Sudáfrica blanca ya tenía suficiente con que dos hombres de piel negra ejercieran la abogacía, pero aún peor era que las letras revelaran también nuestra afiliación política»1, recordaría años más tarde el propio Oliver Tambo.

Los negros sudafricanos, obligados a pagar unas minutas muy por encima de las de los blancos, y muy por encima de sus exiguas posibilidades, convirtieron a Mandela & Tambo en un fenómeno en la ciudad. No fueron pocas las veces en las que tuvieron que abrirse paso entre una pequeña multitud para poder acceder a su puesto de trabajo. Mandela, con su traje claro, chaleco en pico cerrado casi hasta el cuello, la corbata oscura con algún escarceo en blanco, veía a través del cristal el conjunto en mármol que, delante del tribunal, representaba a la Justicia. «Aunque su formación jurídica le enseñó que la justicia es ciega, empezó a ver demasiadas pruebas de lo contrario. Vio casos en los que los jueces valoraban la clasificación racial de sus clientes por la inclinación de sus hombros o teniendo en cuenta si se les adhería un lápiz al pelo o no. Vio causas en las que los acusados blancos quedaban libres gracias al color de su piel, y en las que a los acusados negros se los condenaba debido al color de la suya. [...] Y a regañadientes concluía que la ley no consistía en unos principios morales inmutables de justicia igualitaria, como había creído anteriormente; era una táctica susceptible de ser utilizada para sus propios fines políticos»2.

Un cartel en la ventana anunciaba un bufete conformado por una pareja muy bien avenida, pero que también demostró ser muy trabajadora. «Todas las semanas hablábamos con ancianos venidos del campo que nos contaban que sus familias habían trabajado durante generaciones un trozo de tierra casi yerma del que iban a ser desahuciados. Todas las semanas hablábamos con ancianas que fabricaban cerveza africana como forma de complementar sus miserables ingresos y por ello se enfrentaban a penas de cárcel y a multas que no podían pagar. Todas las semanas hablábamos con personas que habían vivido en la misma casa durante décadas para encontrarse ahora con que el área donde estaba enclavada había sido declarada zona blanca y se les obligaba a abandonarla sin indemnización alguna. Todos los días escuchábamos y éramos testigos de los miles de humillaciones a las que se veían sometidos durante toda su vida los africanos de a pie»3. Todo eso ocurría porque decidieron abrir un bufete en un país en el que ser negro era casi como ser ilegal en su propia tierra. Lo que quedó como ilegal, literalmente, fue el propio despacho. Meses después de la inauguración descubrieron que según la Ley de áreas urbanas no podían tener la oficina abierta en la ciudad sin un permiso gubernamental. Se lo denegaron, aunque les concedieron una licencia provisional amparada en la Ley de áreas para los grupos. Cuando expiró no se lo renovaron y les invitaron a marcharse a una zona para negros, cosa que hubiera supuesto el cierre definitivo del bufete, así como la imposibilidad de atender a sus numerosos clientes al no poder desplazarse fuera de Johannesburgo.

Con la extinción de aquel permiso, el cierre fue cada día una amenaza real. Si el bufete hubiera estado dirigido por dos ciudadanos de piel blanca, aquello no hubiera ocurrido. Pero los nombres que aparecían en la ventana, frente a la imagen de la Justicia, eran los de Mandela y Tambo. En cualquier momento podían obligarles a quitar ese letrero y a cerrar la puerta. La clausura del despacho habría supuesto la salida de Mandela de una ciudad, Johannesburgo, en la que se encontraba cómodo, muy cómodo. Una ciudad que recorría presuntuoso con sus siempre bien encajados trajes y al volante de uno de aquellos grandes y elegantes Oldsmobile que poblaban sus calles, pero que pocas veces estaban conducidos por manos negras.

Cerca de Johannesburgo estaba Sophiatown, una de esas barriadas genuinamente africanas y en las que los ciudadanos negros tenían prerrogativas utópicas en otros townships. Situada a poco más de cinco kilómetros de la ciudad del oro, Sophiatown tenía el orgullo de albergar la única piscina para niños negros de toda la zona. Esa, y algunas edificaciones que originariamente eran para ciudadanos blancos y daban cierto aire solemne y señorial a la barriada, constituían las principales diferencias respecto a otros barrios de las mismas características. Dentro, era casi todo igual al resto de townships. Calles abandonadas. Edificios miserables. Pocos puntos de suministro de agua. Pensado originalmente como un barrio de expansión para blancos relativamente pudientes –de ahí un significativo número de construcciones de hermoso trazado– su cercanía con un basurero hizo que el proyecto inicial cayera en el olvido y el constructor se viera obligado, contra su voluntad, a vender sus casas a los negros. De hecho, los sudafricanos negros podían en Sophiatown comprar terrenos antes de la aprobación de la Ley de áreas urbanas, en 1923. Este hecho sí era diferencial respecto a otros townships donde el suelo era de titularidad pública. Al ser privado, los negros no tenían necesidad de pases para acceder a su barrio. El tipo de algunas de sus construcciones, la cercanía respecto a Johannesburgo y cierto aire de libertad dentro del barrio, convirtieron a Sophiatown en objeto de deseo de la población blanca. Por muy paradójico que resultara, cierta clase media-baja blanca envidiaba esas edificaciones de Sophiatown. Envidiaba que los negros fueran propietarios de sus terrenos. Envidiaba que se sintieran libres en ese pequeño reducto. Y eso, en un país donde su supremacía no se podía contestar, era todo un insulto. Por eso Sophiatown, junto a Martindale y Newclare, barrios en los que podían vivir hasta 100.000 personas, entraron en la dinámica de eliminación y realojo de su población a lugares determinados por el Gobierno. Aquella no era más que otra muestra del afán del Gobierno de Pretoria de construir una sociedad a su antojo y de darse el gusto de saberse dueños de los destinos de los ciudadanos de su país, especialmente de aquellos que no eran de piel blanca. La justificación de Pretoria para la asunción de tal medida era la eliminación de los suburbios, pero lo que se escondía detrás de esa exposición de motivos era una forma, una más, de control y dominio de los blancos sobre la vida de los negros. En este caso, incluso, habían previsto el movimiento forzoso de población sin disponer de las infraestructuras necesarias para reubicar a tal cantidad de familias en otro gueto.

En el fondo de aquellos movimientos de desalojo y realojo estaban los intereses económicos y grupales de la minoritaria y poderosa población bóer, que era la que controlaba la industria más poderosa y floreciente del país: la minería del oro. Según el Anuario oficial de la Unión de Sudáfrica, en 1953, frente a los 46.700 blancos que trabajaban en el sector, el número de negros y mestizos superaba los 452.000. Pero no solo ahí. También en el resto del tejido industrial o productivo del país, la aportación de la mano de obra blanca era casi anecdótica. El trabajo en las granjas gastaba la misma desproporción. En 1952, el Anuario reconocía la existencia de cerca de 300.000 blancos en explotaciones agrícolas y ganaderas ocupadas por granjeros de ascendencia europea. Los sudafricanos negros casi alcanzaban los 2,2 millones. Entre indios y mestizos, sumaban otros 600.000 más.

Números aparte, aquel rincón, Sophiatown, seguía barruntando la forma de oponerse a la decisión de los que ostentaban el poder. En junio de 1953, un cine del township, el Odin, acogió el primer gran mitin de cuantos se sucedieron durante meses en contra de aquel anuncio de realojo forzoso. Al advertir la presencia de Mandela en el entorno de aquel lugar, la policía se dispuso a detenerlo porque creían que seguía siendo un ciudadano proscrito y confinado en Johannesburgo. Sin embargo, la orden acababa de expirar. Aquella sala de proyecciones y Freedom Square fueron los lugares emblemáticos de la protesta en Sophiatown. En cada convocatoria se vieron rodeados e intimidados por una policía con ganas de empujar, atosigar, molestar o provocar a una ciudadanía harta de soportar los desmanes del poder, y muy preocupada por lo que parecía un seguro cambio de vida. Pocos días después del mitin en el Odin –en el que el activista anti-apartheid Ahmed Kathrada sería detenido–, fue Nelson Mandela quien se encargó de dirigirse al público. La injusticia que sentía por todo lo que estaba ocurriendo en aquel township hizo que poco a poco se fuera calentando, hasta que sus palabras se incendiaron y apelaron a la violencia como única forma de hacer caer el sistema del apartheid. Mandela advirtió que aquel cambio de estrategia podía estar más cerca de lo que muchos pensaban. Sus palabras restallaron entre el público y fueron recibidas con rencor por la policía, allí presente. De algún modo, con su actitud y sus gestos, los agentes le advirtieron que lo peor estaba por llegar.

Mandela sabía, o al menos intuía, que eso podía ser así, pero había llegado a un punto en el que no se resignaba a que su comunidad ocupara un papel segundón dentro de la sociedad que le había visto nacer. Tenía la impresión de que tras el éxito relativo de la Campaña del desafío, el Gobierno no se iba a dejar interpelar de nuevo con movimientos a gran escala de la población negra y del resto de las minorías, y que pronto, muy pronto, no sería posible manifestarse ni legal ni ilegalmente.

Las palabras de Mandela en el Odin llegaron a la dirección del CNA, que reprendió con severidad al enardecido orador. Dentro de las filas del partido temían que la adopción de una postura de enfrentamiento directo con el Gobierno no podía traer más que perjuicios. Entendían que no era el momento, que el cara a cara no podía ser la estrategia. Mandela acató las órdenes y a partir de entonces en cada intervención pública defendió la línea oficial de la no violencia. Sin embargo, dentro de sí, estaba convencido de que ese no era el camino.

En ese tiempo, Walter Sisulu fue invitado a participar en el Festival mundial de la juventud y los estudiantes por la paz y la amistad, que se celebró en Bucarest. A espaldas del CNA, Mandela le consiguió un documento que certificaba su identidad y nacionalidad, lo que le permitió viajar hasta la capital rumana en las líneas aéreas israelíes, las únicas que no requerían otra documentación para los ciudadanos negros sudafricanos. Mandela, convencido de que el tiempo de la resistencia pacífica había terminado, le pidió que intentara completar una visita a la República Popular China para informarles de la situación en el país, y para sondear la posibilidad de que les suministraran armamento para emprender la lucha armada contra el Gobierno del Partido Nacional. A pesar del conflicto que supuso en el CNA que Sisulu y Mandela hubieran actuado a espaldas del partido –el presidente, Albert Luthuli consideró que ambos habían vulnerado las leyes internas del partido, y el profesor Zachariah Keodirelang Matthews estimó que aquel momento no era propicio para la visita a un país del bloque socialista–, Sisulu logró llegar a China, donde apoyaron su causa, aunque la complejidad de la lucha armada no sedujo demasiado en el país asiático.

No fue este el único rifirrafe de Mandela con el partido. La tensión emocional que vivía Mandela en aquel momento, en el que había sido amonestado por su ímpetu verbal, más el enervamiento que le provocaba la ilegalidad eterna en que vivía la comunidad negra, le hicieron enfrentarse verbalmente a la dirección del partido, lo que llevó incluso a Albert Luthuli a plantear un amago de dimisión. Mientras, Zachariah Keodirelang Matthews, más sereno pero más contundente que Mandela, intentó poner en su sitio al joven abogado y casi siempre impetuoso miembro del CNA: «Mandela, ¿qué sabes tú de los blancos? Yo te he enseñado todo lo que sabes sobre ellos y sigues siendo un ignorante. Acabas de salir del cascarón»4.

La presencia de Mandela en Sophiatown fue posible por el final de la proscripción, lo que también le permitió continuar con su trabajo en el despacho más allá de los límites de Johannesburgo. El final de la cárcel interior en la que se convertía aquella forma de castigo, justificó que Mandela aceptara algunos casos lejos de allí. Esta huida era una forma de defender a personas que vivían lejos del bufete, pero también una manera de escaparse del reducto de la gran ciudad. Una de aquellas escapadas le llevó el 3 de septiembre de 1953 a Villiers, en el Estado libre de Orange. Condujo de noche, como a él le gustaba, y con el regusto de la tranquilidad del camino se presentó en el tribunal donde le esperaba una sorpresa. La policía le estaba esperando para entregarle una orden en la que se le pedía que dimitiera de sus cargos del CNA. Además, se le volvía a confinar a los límites de Johannesburgo y se le prohibía, de nuevo, participar en reuniones o concentraciones de índole político. La nueva condena, amparada en la Ley de supresión del comunismo, se extendería los próximos dos años.

La primera consecuencia de aquella comunicación fue su regreso inmediato a Johannesburgo. La segunda, y más dolorosa, el paso atrás que tuvo que dar en su compromiso con el CNA que, a partir de ahora, debería mantener en la clandestinidad.

En octubre, un mes después de su proscripción y dimisión de los cargos del partido, tuvo lugar la Conferencia del CNA del Transvaal, en la que Andrew Kunene, miembro de la ejecutiva, leyó el discurso que ya tenía preparado Mandela. En él, de nuevo, incidía en la adopción de nuevas formas de lucha contra el apartheid: «El pueblo oprimido y los opresores están enfrentados. El día del ajuste de cuentas entre las fuerzas de la libertad y las de la reacción no está lejano. No tengo la menor duda de que cuando llegue ese momento prevalecerán la verdad y la justicia... Los sentimientos de la población oprimida nunca habían alcanzado tal grado de amargura. La grave situación del pueblo le obliga a enfrentarse hasta la muerte a la repugnante política de los delincuentes que gobiernan nuestro país... Derribar a los opresores es algo que la humanidad aprueba, y es la más elevada aspiración de todo hombre libre»5.

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9788428561518
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