Kitabı oku: «Nelson Mandela», sayfa 8
El Gobierno, que pretendía que el apartheid dividiera a los negros y a la minoría india, asumió que la Campaña de desobediencia había logrado el efecto contrario. Por eso, en 1953 aprobó la Ley de seguridad, que otorgaba al ejecutivo la posibilidad de declarar la Ley marcial y autorizar detenciones arbitrarias. La enmienda del Código Penal, también de ese año, restablecía los castigos físicos dentro de los laxos márgenes de la ley. A pesar de que el enemigo invitaba constantemente a mantener prietas las filas, dentro del CNA surgió una corriente de oposición a la postura que el partido había mantenido en la Campaña del desafío. También, arreciaron las voces que ponían en cuestión sus coaliciones y uniones puntuales con el Partido Comunista. De este modo surgió el National Minded Bloc. Sus postulados se hicieron un hueco entre la masa social del CNA, especialmente entre los miembros de la Liga Juvenil.
El ejecutivo parecía ajeno a cualquier iniciativa que le distrajera de la idea de la segregación, por lo que aprobó otras leyes de menor carga política pero de mayor calado a la hora de estructurar una sociedad. El Parlamento dio el «sí» a la Ley de educación bantú, por la cual la formación de los niños era asumida por el Departamento de Asuntos Nativos. Antes de la llegada al poder del Partido Nacional, la inversión educativa en un niño blanco multiplicaba por seis la que se realizaba en un niño negro. Las familias negras apenas podían permitirse que sus hijos fueran a la escuela, y la enseñanza solo era gratuita en Primaria, lo que favorecía un absentismo y un analfabetismo lacerante entre la mayoría de los niños del país: «El sistema de educación bantú estaba considerado por los negros una forma de educación inferior: “Educación para la ignorancia” era la denominación que le dieron. Una comisión gubernamental determinó que la educación bantú “equipararía al niño para su futuro trabajo y su medio”, objetivo que el doctor Verwoerd explicó: “No hay sitio para él (el africano) en la comunidad europea más allá de ciertas formas de trabajo”. El apartheid pretendía consolidarse a través del control de las mentes de los niños en las escuelas. En cuanto se puso en marcha el plan de educación bantú del Gobierno en las escuelas primarias y secundarias, se ordenó a las universidades abiertas que cerraran sus puertas a los estudiantes africanos y se extendió en este nivel de formación el adoctrinamiento de la inferioridad»6. El control sobre los centros educativos también afectaría a una de las instituciones clave en la formación de Nelson Mandela, el Colegio Universitario de Fort Hare, cuyos empleados pasaron de inmediato a ser trabajadores del Gobierno de Pretoria.
En el país, las instituciones eclesiales y misioneras jugaban un papel fundamental en la educación de niños y niñas. Con la nueva ley, el Gobierno pedía a las comunidades religiosas que entregaran sus centros educativos al Estado o, en caso contrario, este tendría que reducir paulatinamente las subvenciones que hasta el momento recibían. Apenas católicos, judíos reformados y adventistas del Séptimo Día se opusieron a esta forma de presión y decidieron que mantendrían los colegios con sus propios medios. El resto, por unos motivos u otros, decidió entregar al Gobierno sus infraestructuras educativas, algo que tendría lugar de forma efectiva en abril de 1955. A los profesores se les prohibía cualquier tipo de disidencia respecto a las políticas gubernamentales. El inglés quedó definitivamente marginado. El plan de estudios, además, estaba explícitamente diseñado para que los jóvenes negros no pudieran alcanzar más que una formación elemental. El sistema educativo era, en definitiva, una forma más de segregación. De este modo, los estudiantes negros quedaban condenados a los escalafones más bajos de la sociedad. El propio Mandela reconoció que «el objetivo de esta ley es enseñar a nuestros hijos que son inferiores a los europeos. Hay que arrebatar la educación de los africanos de las manos de los que educan en la igualdad entre los blancos y los negros. Cuando se apruebe esta ley no serán los padres, sino el Ministerio de Asuntos Nativos quien decida si un niño africano debe o no recibir una formación superior u otro tipo de educación. No sería de extrañar que a los hijos de los que critican al Gobierno y luchan contra sus políticas se les enseñe a taladrar rocas en las minas y a arar campos de patatas en las granjas de Bethal. La educación superior acabará siendo el privilegio de los hijos de las familias que tienen una tradición de colaboración con los colonos en el poder»7.
Mientras sus declaraciones trataban de hacer descarrilar el curso de la historia, su vida más allá del partido también se complicaba. En abril de 1954, la Asociación de Abogados del Transvaal pediría al Supremo que retiraran la acreditación profesional a Mandela por las actividades políticas que le habían valido diversas condenas tras la Campaña del desafío. El recurso de Mandela, que se sirvió de uno de los bufetes de abogados más antiguos de Johannesburgo, fructificó, y el Tribunal falló a favor de la petición del abogado negro. La sentencia señalaba que tenía derecho a defender sus ideas políticas, aunque estas fueran contrarias a las del Gobierno. Una sentencia en contra hubiera sido la puntilla para el bufete Mandela & Tambo, ya completamente consagrado en la ciudad.
Durante este año y las primeras semanas de 1955, continuaron apoyando a los vecinos de Sophiatown, sobre los que pendía la amenaza de una reubicación que cada vez se veía más próxima. Las asambleas se sucedían varias veces por semana y el colectivo se iba enfureciendo a medida que se aproximaba la fecha prevista para el desalojo.
El 9 de febrero de 1955 era el día D en Sophiatown. Todo el trabajo anterior había madurado en una oposición radical a los planes del Gobierno y había generado un eslogan que se convirtió en un acicate para la población, especialmente para los más jóvenes y radicales: «Sobre nuestros cadáveres». Las cartas, las protestas, las manifestaciones y las asambleas solo sirvieron para autoconvencerse de que el realojo era otra injusticia. Pero poco más. Incluso, algunas de esas asambleas fueron intencionalmente mutiladas por las autoridades. Unos días antes, con 10.000 personas congregadas en la mítica Freedom Square, la plaza de la libertad, se esperaba al presidente del partido, Albert Luthuli. De manera oportuna, el político fue proscrito nada más pisar Johannesburgo. A pesar del impacto que tuvo la decisión del Gobierno, no podía saltarse aquel mandato judicial, por lo que tuvo que regresar a Natal.
El CNA organizó el realojo de algunas familias en viviendas de compañeros del partido, pero fue incapaz de plantear alternativas razonables a los habitantes del township. La peor parte de la reubicación se la llevaron los propietarios, mientras que algunos de los inquilinos veían en el traslado una oportunidad de mejorar sus condiciones de vida. La noche anterior, cerca de 500 jóvenes exaltados intentaron una improvisada guerra de guerrillas contra la policía, el ejército y la maquinaria pesada que iría arrasando con todo el barrio. Aquel lema que literalmente insinuaba que la autoridad debería pasar por encima de sus cadáveres había calado entre los más envalentonados. Querían que aquel eslogan se hiciera vida y sus barricadas, sus piedras y sus soflamas fueran realidad. Puerta grande o enfermería. Sin embargo, algunos líderes del CNA locales, como Joe Modise o el propio Mandela, convencieron a los jóvenes de que una acción de ese tipo requeriría de una planificación detallada. De un trabajo previo. De medios para enfrentarse a la policía. Necesitaría de tantas cosas que era difícil enumerarlas sin dejarse nada por el camino. El debate apaciguó los ánimos y a la mañana siguiente la maquinaria pesada arrasó con aquel espacio de libertad para el pueblo negro llamado Sophiatown. No hubo víctimas. No hubo heridos. Varios líderes fueron proscritos. Solo quedó dolor. Y una derrota difícil de digerir para el vecindario, que acabó realojado en Meadowlands, el lugar en el que pensó desde un principio el Gobierno supremacista para aquella comunidad. A pesar de que ayudó a templar los ánimos de aquellos jóvenes, nublados por la injusticia y por todo lo que supuso la noche previa a la expulsión, Mandela afianzaba cada vez más su postura acerca del uso de la violencia contra las políticas del Gobierno. No había más posibilidad. Las huelgas, las manifestaciones, los mítines, los discursos y las peticiones formales habían fracasado. El poder les obligaba a defender su causa por otras vías.
La imagen que se repitió en las calles de Sophiatown, trazadas con orden y desconcierto, fue la de las familias que cargaban literalmente con lo que podían para emprender otro camino de ida. Dejaban sus tierras, las de su propiedad, para ocupar espacios cedidos por el Gobierno. Dejaban sus casas, muchas construidas con ladrillo y cubiertas con chapas de color rojo, con chimeneas y pequeños huertos delante o detrás de las viviendas, para reubicarse donde otros querían. La magia de Sophiatown se desvanecía. Dentro de las casas, que poco a poco fueron cayendo como escombros, como si todo aquello nunca hubiera existido, quedaron las vidas de familias enteras. Los camiones o las espaldas se llevaron lo que pudieron. Del resto se ocupó la maquinaria pesada del Gobierno.
El Ejecutivo de Pretoria, se encontró con una victoria quirúrgica, obtenida casi sin pelea, un trofeo cuyo origen era la envidia de un grupo de blancos porque la población negra gozaba de un mínimo espacio de libertad llamado Sophiatown.
Los libros de historia nada dijeron después sobre qué ocurrió con la única piscina para niños negros que había en todo Johannesburgo.
El 1 de abril de 1955 era la fecha establecida por la Ley de educación bantú para la entrega de los colegios al Departamento de Asuntos Nativos. Desde finales de 1954, el CNA estudió la situación y qué respuesta podía y debía dar. En aquellas largas reuniones, las deliberaciones oscilaron entre varias posturas. Por una parte estaban los convencidos de la necesidad de demostrar el malestar a través de una huelga o el boicot en las aulas, frente a los que pensaban que con una semana de parón sería suficiente y aquellos cuya apuesta pasaba porque las aulas permanecieran cerradas indefinidamente. Mandela se ubicó entre los primeros, no tanto porque pensara que el Gobierno blanco no merecía un castigo semejante, sino porque consideraba que ni el CNA ni el pueblo negro estaban preparados ni tenían la infraestructura necesaria para llevar adelante una manifestación de repulsa tan contundente.
Tenía demasiado reciente el papel que había asumido el partido en Sophiatown, donde no habían sido capaces de dar solución a un problema muy concreto, y otro fracaso podría convertir al CNA en el partido de las promesas incumplidas, o en el partido sin promesas ni soluciones que dar.
Esas orientaciones no pudieron doblegar la postura de aquellos que pedían llevar al límite la oposición, por lo que al final se decretó una huelga indefinida. Como el Gobierno amenazó con expulsar a los niños que no fueran a las aulas, los huelguistas organizaron un sistema paralelo de educación en escuelas clandestinas –denominadas clubes culturales, instaladas en su mayoría en casas particulares– para que los alumnos no sufrieran todavía un mayor retraso en su formación. Mandela tuvo razón y el seguimiento fue desigual. No se consiguió la paralización de las escuelas, no se obtuvo un seguimiento masivo a la huelga por parte de las familias negras, pero sí se logró que el Gobierno, al menos, se replanteara algunos postulados de la Ley de educación bantú. El ministro de Asuntos Nativos, del que dependían los centros educativos, Hendrick Frensch Verwoerd, señaló que la educación debía ser la misma para todos. En realidad, eso no fue más que una declaración de intenciones.
Los hijos de Mandela y Evelyn no secundaron la huelga. Eran alumnos de una escuela de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
La presidencia de Luthuli en el CNA significó un empuje para la causa negra. Una de las cuestiones que comenzó a fraguarse entonces, apoyada por el profesor Matthews fue la oportunidad de que el CNA convocase un Congreso de los Pueblos, una gran asamblea nacional en la que estuvieran representadas todas las razas y comunidades para elaborar una carta fundacional para un nuevo país. Se trataría de un manifiesto en el que se abogaría por una nación plenamente democrática. No querían en modo alguno que aquella especie de nueva constitución sudafricana emanara del partido. Querían que fuera el documento del pueblo, que lo hiciera suyo desde el momento de su firma.
A nivel interno, sin embargo, también debería ser importante para el CNA. Después de algunos fracasos recientes, como el reasentamiento de Sophiatown o la huelga escolar, el CNA debía rearmarse moralmente frente a la ciudadanía. Con el runrún de que el partido podía ser ilegalizado de forma inmediata, no renunciaban a un gran impacto mediático y social. Y el Congreso de los Pueblos podía ser esa oportunidad.
Su origen remoto tuvo lugar en 1953, en una conferencia provincial que el CNA organizó en El Cabo. Allí, «el profesor Matthews propuso una convención nacional de todos los sudafricanos para redactar una carta de la libertad realmente representativa de todas las razas. La propuesta estimuló la imaginación del conjunto del CNA»8. Convocaron a cerca de 200 organizaciones que representaban a las comunidades blanca, mestiza, negra e india a un encuentro previo, que habría de celebrarse en marzo de 1954. Suponía un movimiento casi global para la Sudáfrica del momento. Las cartas con la petición de ideas, de solicitudes, de propuestas, llegaban de ciudad en ciudad. De barrio en barrio. De casa en casa. «“¿Qué haría usted si pudiera redactar las leyes?” o “¿Qué haría para convertir Sudáfrica en un lugar feliz para todos los que en ella viven?”. [...] Convocamos a todos los pueblos de Sudáfrica, blancos y negros... ¡Hablemos juntos de la libertad! Que se escuchen todas las voces, que queden registradas las propuestas que nos harán a todos libres. ¡Reunamos todas nuestras reivindicaciones en una gran constitución por la libertad!»9.
Eran preguntas, frases, que se podían leer en aquellas comunicaciones que comenzaron a recorrer, como el magma de un volcán desatado, todo el país.
Si el deseo de los organizadores de aquel congreso era obtener una respuesta clara, aquello comenzó a convertirse en realidad casi desde el principio. Así lo recordaba Mandela en su autobiografía: «Llegaban escritos en servilletas, en papeles arrancados de cuadernos escolares, en trozos de impresos oficiales, en el dorso de nuestros propios panfletos. Era una invitación a la humildad ver hasta qué punto las sugerencias de la gente de a pie estaban a menudo muy por delante de las de los dirigentes. La existencia más común era la de “una persona, un voto”. Todo el mundo reconocía que el país pertenecía a aquellos que lo habían convertido en su hogar»10.
Si alguien quería aportaciones del pueblo, ahí estaban, por centenares, por miles. Con todo ello, un pequeño grupo del Consejo Nacional de Acción y la ejecutiva del CNA revisaron el borrador del documento que se presentaría en el Congreso de los Pueblos, cuya celebración se fijó para los días 25 y 26 de junio de 1955 en Kliptown. «¿Por qué es significativa y única esta asamblea? –se preguntaba Albert Luthuli–. Su tamaño, espero, la hará única. Pero por encima de todo, la harán única su naturaleza multirracial y sus nobles objetivos, porque será la primera vez en la historia de nuestra nación multirracial en que sus gentes, de toda condición, se reúnan como iguales, sin distinción de raza, color, ni credo, para redactar una carta de la libertad para todos los pueblos del país»11.
Participaron 2.888 delegados de la conocida como Alianza de Congresos, fundada en 1950, y que formaban el CNA, el Congreso Indio Sudafricano, la Organización Sudafricana de Personas de Color y el Congreso Demócrata. Estaban todos menos los que detentaban el poder. Todos menos los representantes del Partido Nacional, aunque sí participó una pequeña delegación de ciudadanos blancos que se oponían, casi desde la clandestinidad intelectual, al apartheid. Si la vida no era fácil para negros, indios y mestizos, los blancos que anhelaban libertad y democracia para todos, tampoco eran personas felices y plenas en la Sudáfrica segregada. Los indios superaban los 300. Los mestizos, sumaban más de 200. La inmensa mayoría, hasta alcanzar esos 2.888 representantes, eran negros. Estas cuatro organizaciones asumieron la Carta de la Libertad como documento que estructuraría su acción política, su ejecutoria a partir de entonces. Era una declaración de intenciones pero, ante todo, fue considerada como una ofensa para el poder supremacista bóer.
En Kliptown hacía sol. Y casi 3.000 personas desafiaban a una policía redundante en su personal desafío. Tenían tomado prácticamente todo el pueblo. Sin una sola provocación, más allá de la propia convocatoria, los policías se dedicaron a hacer fotografías, a identificar de forma preventiva a los que se habían dado cita delante de una gran rueda con cuatro radios que representaban a cada una de las organizaciones convocantes.
La historia de Nelson Mandela, plagada de pequeñas ausencias y casualidades livianas, se repitió en el Congreso de los Pueblos, donde no tuvo papel ni protagonista ni secundario. Sisulu y él estaban proscritos en Johannesburgo, por lo que oficialmente no podían estar en esta pequeña localidad que, a pesar de su cercanía con la gran ciudad, se ubicaba fuera de la cárcel interior en la que habían sido confinados. Pero ambos líderes no quisieron perderse el momento. El desfile de personas. Los eslóganes. Las consignas que apelaban a la libertad y a la igualdad de derechos. Los brazaletes, las camisetas, las faldas con los colores verde, negro y amarillo que identificaban al CNA. Fueron testigos de ello desde la distancia, desde un lugar en el que mascaron el aroma de aquel ambiente, pero desde el que no pudieron paladear el sabor de los debates, de las reuniones, de la toma de decisiones. Con tanta policía, hubieran sido presa fácil, como se demostraría más tarde.
Las jornadas fueron un éxito casi hasta el final. Se leyó el borrador de la Constitución en sesotho, xhosa e inglés. Se fueron debatiendo y aprobando todos los puntos. Entre la solemnidad y la fiesta, los delegados hicieron caminar una asamblea nada fácil en lo organizativo, teniendo en cuenta el número de participantes. Pero a punto de votarse el documento final ocurrió lo que todos esperaban de antemano: irrumpió la policía al sospechar que lo que allí se tramaba era una traición al Estado. No se podía salir del edificio sin el consentimiento de los agentes del orden. La cuestión osciló entre lo terrible –cuando estos se pusieron a confiscar documentos, carteles y anotaciones de los participantes– y lo ridículo, cuando hicieron lo propio con los papeles en los que se indicaba el contenido del menú que se había servido a los casi 3.000 congresistas.
La respuesta de la gente, igual que había ocurrido en anteriores ocasiones, fue pacífica e interpelante a partes iguales. Todos, en un coro gigantesco, comenzaron a cantar el Nkosi Sikelel’ iAfrika. Bajo los sones del himno que muchos sudafricanos querían para su tierra, los policías comenzaron a identificar e interrogar a muchos de los que allí se habían dado cita. Estaba claro que a Pretoria no le era indiferente lo que había ocurrido en Kliptown. Mandela, en un documento elaborado con otros delegados ante las propuestas de la Carta de la Libertad, reconocería que «los ministros están armándose de poderes arbitrarios e inquisitoriales para destruir las organizaciones hostiles y a los oponentes. Están construyendo un estado monopartidista, cuya esencia es la identificación del Partido Nacional con el poder del Estado. Toda oposición a los nacionalistas se considera oposición al Estado. Cada faceta de la vida nacional está subordinándose a la necesidad imperiosa del partido de conservar su poder. Se están tirando por la borda todas las garantías constitucionales y se están suprimiendo sin escrúpulos todas las libertades individuales. Los linchamientos y los pogromos son las armas a las que evidentemente van a recurrir si el movimiento de liberación sigue avanzando»12.
Mandela, que contempló el devenir de la asamblea y del acoso policial desde un lugar seguro, dudó entre quedarse y acompañar a su pueblo o marcharse a Johannesburgo, donde se había convocado apresuradamente una reunión para evaluar lo ocurrido. Optó por lo segundo. Quedarse allí hubiera supuesto una detención y una condena segura.
Con irrupción policial de por medio, la Carta de la Libertad salió adelante. Era todo un programa político y suponía una enmienda a la totalidad al sistema político del apartheid, al reconocer que «nuestro pueblo ha sido despojado de sus derechos de nacimiento a la tierra, la libertad y la paz por una forma de gobierno fundada en la injusticia y la desigualdad». En su redacción, la Carta explicitaba algunas de sus principales reivindicaciones: «Cada hombre y cada mujer tendrá derecho a votar por y para presentarse como candidato a todos los organismos que hacen leyes; [...] los derechos del pueblo deberán ser para todos los mismos, independientemente de su raza, color o sexo; [...] todo el pueblo tendrá el mismo derecho a utilizar sus propios lenguajes y a desarrollar su cultura popular y sus costumbres; [...] la riqueza de nuestro país, el patrimonio de los sudafricanos, será devuelto al pueblo; [...] las restricciones acerca de la propiedad de la tierra sobre una base racial deberá terminar y toda la tierra deberá volver a dividirse entre los que la trabajan para erradicar la hambruna y el hambre de la tierra; [...] nadie deberá ser encarcelado, deportado o sufrir restricciones sin un juicio justo [...]; todas las leyes que discriminan por motivos de raza, color o creencia deberán ser derogadas; [...] todos tendrán derecho a vivir donde ellos elijan, a tener una vivienda digna y a crear a sus familias en dignidad; [...] nadie deberá pasar hambre; [...] los lugares cerrados y los guetos deberán suprimirse y las leyes que separan a las familias deberán ser derogadas; [...] Sudáfrica deberá ser un Estado completamente independiente, que respete los derechos y la soberanía de todas las naciones»13. Así, una tras otra, hasta completar una retahíla de 55 peticiones prorrateadas entre derechos humanos, derechos fundamentales, propuestas económicas, vinculadas a la propiedad de la tierra, educativas, sobre igualdad, trabajo, educación y cultura, vivienda o relaciones internacionales. Anthony Sampson, en su obra Negro y Oro señaló que la Carta de la Libertad «fue lo más aproximado a un manifiesto o proclama emitido por la organización (CNA). De tono más parecido a un salmo que a una enunciación política, rebosante de intencionada vaguedad, comprendía dos frases pugnaces que retumbarían a lo largo de futuras décadas: “Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella, sean negros o blancos” y “La riqueza mineral del subsuelo, los bancos y los monopolios industriales deben pasar al patrimonio del pueblo en su conjunto”. La Carta de la Libertad pronto hallaría su sazón en la historia, dado que después de que a sus autores se les encarcelara y las organizaciones políticas se prohibieran, fue objeto de incesantes interpretaciones»14.
La Carta de la Libertad, adoptada en el Congreso del Pueblo, en Kliptown, el 26 de junio de 1955, remataba así: «Estas son las libertades por las que vamos a luchar, codo con codo, durante toda nuestra vida, hasta que hayamos obtenido nuestra libertad». El Gobierno consideraba aquella declaración de intenciones –en palabras del propio Nelson Mandela, el documento más importante de cuantos había tomado parte el Congreso Nacional Africano–, como un alegato evidentemente rupturista, pero también con evidentes matices asumidos del Partido Comunista. Esa supuesta adhesión del CNA y del propio Mandela al comunismo fue algo de lo que ni el partido ni el hombre lograron sacudirse, y que a este último le fue recordada cada vez que tuvo que sentarse en el banquillo ante un tribunal, primero en el juicio por traición y después en el histórico proceso de Rivonia. Precisamente, en este juicio, del que el líder del CNA saldría directamente hacia Robben Island con una cadena perpetua amarrada a los grilletes, la estrategia del Gobierno volvería a incidir en ese aspecto del que, de nuevo, tuvo que defenderse Mandela. La Carta de la Libertad, dijo en su famoso alegato final, «no es una receta para un Estado socialista. Pide la redistribución, pero no la nacionalización de la tierra; estipula la nacionalización de las minas, y de los bancos, y de los monopolios industriales, porque los mayores monopolios pertenecen a una sola raza, y sin tal nacionalización la dominación racial se perpetuaría a pesar de la distribución del poder político. [...] El CNA nunca ha defendido en ningún período de su historia una transformación revolucionaria de la estructura del país, ni ha condenado jamás, por lo que yo sé, la sociedad capitalista»15.
Kliptown fue una gran noticia no solo por la gestación y proclamación de aquella Carta, considerada como uno de los documentos fundacionales de la lucha moderna contra el apartheid. Aquella cita también sirvió para poner luz y taquígrafos a una tendencia que permanecía viva dentro del país, pero de la que se tenía poca constancia fuera de los límites geográficos de Sudáfrica. Uno de los grandes hombres en la historia del CNA, Albert Luthuli, reconoció que «aparte de la Carta de la Libertad, la Asamblea del Pueblo tuvo otros efectos. Nada en la historia de la liberación de Sudáfrica había acaparado tan bien como esta la atención popular; ni la Campaña del desafío. Incluso en las remotas zonas rurales se sabía lo que estaba aconteciendo y su significado. La oposición ruidosa en la prensa blanca hizo propaganda del Congreso y de la Carta mucho más efectivamente de lo que todos nuestros esfuerzos unidos hubieran logrado. [...] Y se extendió el interés. La participación de grupos de todas las razas en este esfuerzo subrayó la fuerza de la desvelada resistencia»16.
Un año después de su firma, 156 militantes de las cuatro formaciones que organizaron el Congreso de los Pueblos fueron acusados de sedición. El juicio, que se extendió durante cuatro años, terminó con su absolución, algo que no sirvió para que el Gobierno bóer se replanteara sus relaciones con aquellas organizaciones y, ante todo, con sus afiliados. El caso de Nelson Mandela resultó evidente. Durante los años que siguieron, las proscripciones y las limitaciones de movimientos y de reunión contra el que ya era la cabeza más visible del CNA, fueron casi constantes. Esos condicionantes no impidieron que el político sudafricano siguiera trasladando sus ideas a la opinión pública del país. Para ello empleó la plataforma que le propuso la revista mensual Liberation, que editaba Dan Tloome. Aquellos textos aparecieron de forma regular hasta mayo de 1959.
En septiembre de 1955, después de finalizar su segunda proscripción, fue a su tierra. Desde 1948 no había podido tomarse vacaciones. Era, para él, casi una necesidad vital. Llevaba dos años confinado en Johannesburgo y 14 fuera del Transkei en el que nació y se crio. Por mucho que le gustara el ambiente de la gran ciudad, añoraba el cielo y la sabana donde se hallaban sus raíces.
El trabajo en el bufete y, sobre todo, el compromiso con el CNA, le habían convertido en un reo de la formación política. Su familia quedaba, incluso, por detrás de las obligaciones con el CNA. Como tenía que solucionar algunas cuestiones familiares, decidió cogerse unos días y volver a su tierra, también con el deseo de ver cómo era la vida del pueblo sudafricano lejos del aura de las grandes ciudades. Allí, en Johannesburgo, todo se magnificaba, pero Mandela quería ser consciente de cómo se vivía lejos de su burbuja personal. Llevaba 14 años fuera de allí.
Como casi siempre que emprendía un viaje en coche, salió de noche. Le gustaba ver amanecer en medio de las carreteras sudafricanas. Radio Bantú fue su compañera de viaje. El programa Rediffusion Service le convocó con Miriam Makeba, Dorothy Masuku, Thoko Shukuma y Dolly Rathebe. Durante el viaje, de varios días, aprovechó para encontrarse con el presidente del CNA, Albert Luthuli, proscrito en Groutville.
El plan de viaje incluía una parada en Umtata, donde debía tratar con los jefes locales algunos asuntos relacionados con la Ley de autoridades bantúes. A pesar de haber finalizado su encierro en Johannesburgo, la policía sudafricana seguía de cerca los pasos de Mandela y un viaje tan largo no hacía más que levantar sospechas. «Creía que había dejado a la policía secreta atrás en el Rand y no sospechaba que habían extendido sus tentáculos hasta alcanzar un lugar tan lejano como mi pueblo natal. Aún estaba tomando café con dos jefes en mi habitación cuando, a primera hora de la mañana siguiente, mi anfitriona hizo entrar a un caballero blanco. Sin saludar siquiera, me preguntó con arrogancia: “¿Es usted Nelson Mandela?”. “¿Y quién es usted?”, le respondí. Me informó de su rango de sargento y detective y me dio su nombre. Entonces le pregunté: “¿Puedo ver su orden judicial, por favor?”. Se ofendió por mi impertinencia mucho más de lo que yo detesté su arrogancia, pero tras una cierta vacilación me enseñó sus credenciales. Entonces le dije que yo era Nelson Mandela»17. En aquel momento no quedaría detenido, pero fue sometido a un intenso interrogatorio. De dónde venía. A dónde iba. Cuántos días iba a quedarse allí. Con quién iba a verse. Si tenía permiso para entrar en el Transkei. Respondió a muchas preguntas, pero a otras no. Se sentía un hombre libre, a pesar de todo, y no estaba dispuesto a plegarse a los deseos ni a todas las cuestiones de la policía.