Kitabı oku: «Cuando Colón llegó a Japón», sayfa 2
Este tipo de criaturas inventadas o malinterpretadas abundan en la descripción de Oriente de Juan de Mandeville:
Hay en las Indias una isla en la cual viven hombres de gran forma como gigantes y no tienen sino un ojo en la frente, los cuales no comen más que carne y pescado, sin pan.
En la provincia de Sitia hay unas grandes y altas montañas […] y sobre dichas montañas viven una manera de gentes que se llaman panocios, los cuales tienen todos los miembros así, como nosotros, salvo las orejas, que las tienen tan grandes que parecen mangas de tabardo y con ellas se cubren todo el cuerpo; tienen la boca redonda así, como una escudilla. Y todavía hay otra isla donde viven hombres que andan en cuatro pies y son todos vellosos y súbense por los árboles así, como si fuesen simios, y andan desnudos.
En otras islas hay gentes que tienen los pies como cabras y tienen cuernos; son muy poderosas gentes y grandes corredores, que toman las bestias salvajes muy rápido y se las comen.
Otros hombres monstruosos tienen la cara muy deformada, con el labio inferior tan enorme que, cuando quieren dormirse al sol, llegan a taparse toda la cara con sus mismos labios.
Hay en otra isla una clase de gentes muy maravillosas que son a la vez hombres y mujeres, porque juntos y pegados están sus cuerpos, y no tienen más que una teta por un lado, pues del otro no tienen nada, y cada uno de ellos lleva órganos de hombre y mujer.
Podríamos seguir: hombres y mujeres con cuello de grulla, o los cinocéfalos, esos humanos con cabeza de perro… Más allá de lo plagiado, el tipo se inventaba un montón de mandangas; llegó a decir que, al pasar por el monte Ararat, el Arca de Noé todavía encallada arriba. Como para fiarse de sus descripciones y medidas geográficas. Pero, claro, el libro es entretenidísimo, fue un best seller del siglo xiv, y el genovés lo tenía en su mesilla de noche.
El problema era que Cristóbal se tomaba en serio aquellos libros.
Como el 98 por ciento de Occidente por aquel entonces.
Porque, verán, Alfonso V de Portugal (al que Isabel la Católica había dado calabazas) estaba tan interesado en encontrar una ruta alternativa a Asia como cualquiera en la época. De ahí que apoyara a su tío, el infante Enrique el Navegante, en sus exploraciones africanas. Y de ahí que preguntara sobre la cuestión a sus cosmógrafos e intelectuales portugueses. Por ejemplo, a Fernando Martins de Roriz, clérigo y médico con muchos contactos en Italia, que consultó a un amigo suyo, un geógrafo florentino llamado Paolo dal Pozzo Toscanelli.
Toscanelli estuvo unos cuantos días dándole vueltas a la petición de su amigo Fernando, pensando en cómo ayudar al rey de Portugal, y razonó que lo primero era definir cuán grande era exactamente el mundo, porque nadie se ponía de acuerdo. Para ello, se sumergió en lo que se sumergían los humanistas: en los clásicos grecorromanos. Y, sorpresa, los clásicos tampoco se ponían de acuerdo. ¡Aquello era un puto lío!
El primero era Eratóstenes, sorprendentemente preciso al calcular el diámetro de la Tierra, pese a su incierto método de tomar como medida el «estadio» (sin tener en cuenta que el estadio de su ciudad no medía lo mismo que el estadio de la ciudad vecina).
Pero, como ocurre tantas veces, alguien hace algo bien y viene otro y se lo jode. Fue el caso de Posidonio, que más de un siglo después resolvió que lo de Eratóstenes era una chapuza; rehízo los cálculos y escribió que la Tierra era mucho más pequeña de lo que decía Eratóstenes, y de lo que es en realidad. Y, luego, apareció Marino de Tiro e hizo estimaciones por el estilo.
Para rematarlo, llegó el gran geógrafo Ptolomeo, que en su Geographia tomó las medidas de Posidonio y Marino en lugar de las de Eratóstenes. Y como eran tres autoridades contra una, Toscanelli se decantó por Ptolomeo y consideró que la Tierra tenía más o menos el tamaño de Marte.
Satisfecho con aquellas medidas, Toscanelli pensó que el planeta no era para tanto y que quizá se podía llegar a Asia navegando por el Atlántico hacia el oeste, dando la vuelta al mundo. ¿De dónde podía sacar las medidas, la latitud y el perfil costero de Asia? Pues de la fuente más precisa que encontró, o sea, de Los viajes de Marco Polo. ¡Que ya hemos visto que eran medidas como poco imprecisas y, como mucho, inventadas! Y eso contando que no echara cuentas también con las medidas del Libro de las maravillas del mundo.
Aquello era fantástico. Toscanelli estaba encantado, a nadie se le había ocurrido llegar a Asia por el otro lado, ¡y él acababa de demostrar que era posible e incluso fácil! El geógrafo corrió a escribir una carta a su amigo Fernando Martins, incluyendo un mapa con latitudes y longitudes en las que Japón quedaba a un tiro de piedra de las islas Canarias, como quien dice. Y no contento con aquellas facilidades, aun incluyó a mitad de ruta la mítica isla de Antilia, por si los navegantes de Alfonso V necesitaban reabastecerse y estirar un poco las piernas.
Huelga decir que, cuando Alfonso V tuvo noticia del plan y se lo explicó a sus cosmógrafos, lectores de Eratóstenes, estos le dijeron que ni se le ocurriera financiar ningún disparate por el estilo, porque el planeta era mucho más grande y quien lo navegara en esa dirección moriría en mitad del océano. Puede que hubiera alguna isla desconocida perdida en mitad del Atlántico, sí, pero ¡cómo encontrarla! ¿Y a qué lunático se le ocurriría dibujar en un mapa una isla que nadie había visto?
Total, que la carta de Toscanelli quedó en manos del clérigo Martins relegada al olvido.
Para entonces, Cristóbal Colón ya era conocido entre el clero portugués (como hombre devoto y con gran capacidad para relacionarse y medrar), y algún amigo con casulla le pasó bajo mano la dichosa carta de Toscanelli. Y, claro, a Cristóbal le encantó esa idea.
Así que, sumando su curiosidad, su amor por la navegación, su ambición, las noticias recogidas en sus viajes y el apoyo teórico de geógrafos clásicos y modernos, quedaba claro que Colón debía lanzarse a la aventura.
Solo necesitaba los contactos adecuados. Y de eso se encargó casándose, en 1480, con Felipa Moniz, hija del colonizador del archipiélago de Madeira, un tal Bartolomeu Perestrelo. Este, aparte de cierto relumbrón como aristócrata, tenía buenas relaciones con familias como los Braganza, y con esos contactos Colón intentó llegar a la corte del rey de Portugal para que estudiara la propuesta.
De pronto, todo empezó a moverse.
3. El patrón y el dinero
Hacia 1483, Cristóbal Colón había logrado armar un proyecto con las suficientes fuentes y apariencia de racionalidad para que el nuevo rey de Portugal, Juan II, le echara al menos un vistazo. El rey lo remitió a sus sabios cosmógrafos. Su respuesta: «Esto es el mismo rollo de Toscanelli que ya vimos hace unos años. Es un dislate, olvídelo».
Bueno, poca gente logra sus objetivos al primer intento. Y eso que el rey Juan no desistió del todo de la idea; envió dos o tres expediciones por el Atlántico hacia el oeste a ver si se topaban con algo que no fuera el escorbuto. De hecho, a uno de esos capitanes lo nombró almirante de una tierra que decía haber descubierto, aunque nunca más se supo del capitán y de la tierra. Y claro, sin pruebas, yo puedo afirmar haber encontrado la Atlántida, y créame usted.
Para Cristóbal Colón, en cualquier caso, aquello era una vía muerta. Y, de hecho, en 1485 prefirió largarse de Portugal antes de acabar muerto: Juan II, por problemas nobiliarios, había comenzado una purga que alcanzaba a los valedores de Cristóbal, los Braganza. Por otro lado, tanto él como su hermano se habían aficionado a visitar la escuela náutica de Lisboa, un lugar donde uno se enteraba siempre de cosas y podía consultar cartas náuticas, salvo los portulanos secretos con indicaciones que el rey de Portugal no quería que nadie conociera. Pero un día, al parecer, el bueno de Giacomo despistó a los guardias, o los sobornó para que hicieran la vista gorda, se coló en la sala prohibida y chorizó algunas cartas náuticas. Cuando el rey de Portugal se enteró, emitió una orden de busca y captura contra el menor de los Colón, pero este ya había puesto pies en polvorosa y jamás llegaron a atraparle. Esa orden no se extendía a Cristóbal; pero, entre unas historias y otras, le pareció inteligente salir de escena por un tiempo. ¿Adónde podía ir? ¿A qué corte podría colarle el proyecto? Mientras Bartolomé y el fugado Giacomo, con las cartas secretas bajo el brazo, se dedicaban a lanzar globos sonda en diferentes rincones de Europa, para Cristóbal la decisión era fácil: Castilla. Allí se lo trabajaría personalmente.
Todo eran ventajas.
Primero, estaba cerca. Vaya palo vivir en Inglaterra, con el mal tiempo que hacía. Castilla, en cambio, estaba al lado y el clima era parecido. Y aunque no tenía que llevarse a su mujer —Felipa Moniz murió justo entonces—, sí debía transportar al hijo que había tenido con ella, Diego, y mejor no alejarlo del resto de la familia, de sus cuñados y cuñadas. ¡Con alguien tendría que dejarlo cuando al fin lograra salir en un barco hacia lo desconocido por un período impredecible en la misión más peligrosa de la historia! Su cuñada, Briolanja, vivía en Huelva y era un encanto. ¡Maravilloso!
Cristóbal, en la década que pasó en Portugal, no solo había aprendido portugués, también un castellano nivel Michael Robinson que le permitiría desenvolverse con soltura.
Además, tenía buenos contactos religiosos en Castilla. No había podido entrarle al clero, pero sí a las órdenes religiosas, en particular a los franciscanos de La Rábida y a los cartujos de Sevilla. De ahí saldrían cosas interesantes, seguro.
Por último, en Castilla, y en Sevilla más concretamente, Colón tenía un contacto comercial muy útil que consiguió por los Marchionni de Lisboa. ¿Genoveses como ellos? No, porque a Colón los negocios genoveses de Sevilla, centrados en el Mediterráneo y el Atlántico Norte, no le interesaban. La ruta que él planeaba partía de latitudes africanas y, en Sevilla, el italiano que más puesto estaba en eso era un tal Gianotto Berardi, Juanoto para los sevillanos, que se dedicaba al comercio de especias y de esclavos africanos como los portugueses. Berardi era uno de los principales proveedores de esclavos de Sevilla, igual que Marchionni lo era de Lisboa.
Así que, ya ve el lector, la viveza del buen Cristóbal: había llegado a Portugal solo, ignorante, desnudo y flotando, agarrado a un madero, y una década después salía de allí con buena familia, un porrón de contactos, excelente formación, vestimenta decente y un proyecto entre las manos que podría cambiarlo todo. ¿Conseguiría convencer a los Reyes Católicos?
Bueno, todos sabemos que finalmente lo consiguió.
Pero le llevó su tiempo; tuvo que trabajárselos a fondo, como un buen comercial en busca de una gran cuenta.
El primer contacto, eso sí, fue rápido. En 1486, apenas un año después de llegar a Castilla, ya había trabado amistad con un montón de personajes relevantes de la corte y conseguido que se estudiara su proyecto. Los frailes franciscanos le pusieron en contacto con Hernando de Talavera, un fraile jerónimo, amigo y confesor personal de la reina Isabel. ¿Y quién mejor para emponzoñar el oído de una reina que pasaría a la historia como «la Católica» que su propio confesor?
El problema era que «la Católica» no era «la Idiota» y tenía cosmógrafos en su reino, y los mamones eran también followers de Eratóstenes. «Que no, Su Católica Majestad, que ese hombre está loco, morirá a medio camino».
El proyecto fue rechazado, pero Isabel no conseguía sacárselo de la cabeza. Estaban dándole duro a los últimos musulmanes de la península y, unida al reino de Aragón, era un pepinazo de Corona. Si encima descubrían una ruta alternativa hacia Asia y monopolizaban ese comercio, iba a ser la bomba: se convertirían en los amos del mundo. Todas las cortes europeas se pondrían de rodillas para mendigar las migajas de los españoles. Y tendrían un montón de asiáticos a los que cristianizar. ¿Quién sabía en qué falsos dioses creían aquellos putos chinos? ¡Si Colón tenía razón, el sueño de un mundo cristiano estaría a su alcance! ¡Entre los cristianos occidentales y los nuevos cristianos chinos le harían tal pinza a los musulmanes que Constantinopla duraría tres Ángelus y medio!
La reina, pues, le dijo a Colón que de momento nada, pero que no se fuera muy lejos, que seguirían estudiándolo y verían si la cosa acababa fructificando. Y como Colón se había quedado sin curro al irse de Portugal, le asignó una pensioncilla a cargo del contribuyente para que no muriera de hambre mientras esperaba.
Nuevos contactos, nuevas presiones, nuevos viajes para conocer a más gente, nuevas visitas a nobles de alta gama. Juanoto Berardi le puso en contacto con algunos de sus mejores clientes, como el duque de Medina Sidonia o el duque de Medinaceli. Y el proyecto de Colón volvía a ser examinado y revisado. Se lo miraban del derecho y del revés en la universidad de Salamanca, nuevos geógrafos daban su opinión; los curas malmetían aquí y allá, dependiendo de sus ansias de caer bien a alguien o de si hallaban nuevos infieles a los que cristianizar.
De vez en cuando, Colón hacía un amago, el típico «no se lo piensen demasiado porque esta casa tiene muchos novios». Por ejemplo, a finales de 1488, fatal de pasta y con la noticia de que el portugués Bartolomé Díaz había regresado con el descubrimiento de la ruta africana hacia las Indias, Colón se agobió muchísimo y le escribió al rey de Portugal, Juan II, que le invitó a visitarle. Y esa carta se la enseñó a Isabel la Católica: «Mire, señora, que no es por nada, pero si el rey Juan se ofrece a apoyar mi proyecto, por mal que me sepa tendré que ponerme en sus manos. Que no es mi deseo, porque yo quiero que Castilla alcance la gloria eterna con mi gesta; pero, en fin, su pensión de usted ya no me da para mucho, y tengo bocas que alimentar».
La reina, bordeando el fuera de juego, le deseó suerte en su viaje a Portugal.
En algunos momentos, Colón llegó a flaquear. La campaña militar castellana avanzaba, nadie parecía tener tiempo ni ganas de atender sus demandas, y en sus visitas comerciales se lo veía mirando la hora. En 1490, a los reyes no se los encontraba en los palacios habituales, sino en un campamento real levantado en Santa Fe, a un tiro de piedra de Granada, aislada y a punto de caer como una fruta madura. Allí se dirigió Colón, en 1491, mientras la reina Isabel hacía estudiar de nuevo su proyecto en una nueva junta, que lo rechazaría una vez más. Aunque, a estas alturas, los motivos del rechazo ya no tenían tanto que ver con la viabilidad del proyecto como con las exigencias de Colón.
Fray Hernando de Talavera se prepara para la junta
Fray Hernando de Talavera se arregla el hábito y carraspea un gargajo mientras su asistente se acerca para ponerle al día.
—Muy bien —dice fray Hernando—, dentro de una hora se reúne el consejo y hemos de informar a Sus Majestades. ¿Qué tenemos hoy en el orden del día? ¿Se sabe algo de Boabdil?
—Bueno, antes de entrar en el tema de Granada, tenemos una nueva solicitud de don Cristóbal Colón, que…
—¡El puto Colón otra vez! Joder, qué tío más pesado. ¡Si ya le hemos dicho cincuenta veces que se meta su proyecto por el ojete!
—Es persistente.
—Es un plasta. ¡Y pensar que yo mismo le di cancha al principio y puse a la reina a su favor! ¡Vaya cagada! Ahora la reina está obsesionada. Y Granada por tomar, y nosotros aquí, escuchando las chorradas de ese tipo. En fin, a ver, ¿qué quiere ahora?
—Dice que deberíamos mirar de nuevo su proyecto, que cree que hemos contado mal las millas porque, según sus cálculos…
—Mira, a mí lo de las millas ya me da igual. De hecho, preferiría que se largara en su dichoso viaje y se muriera de hambre en el mar del Norte, o que lo acuchillasen sus hombres y lo tiraran por la borda. Así al menos dejaría de dar por saco. ¿Qué pide? ¿Dinero? Porque con la dichosa guerrita estamos más pelados que el desierto de Almería.
—Bueno, además de una cantidad ingente de maravedís, quiere ser almirante de todo cuanto descubra, al mismo nivel que el de Castilla. Y también quiere ser virrey, para gobernar allende los mares a su antojo —Fray Hernando se va poniendo rojo por segundos—, además de un cuarenta por ciento de todas las ganancias, aunque podría estar dispuesto a bajar el porcentaje…
—Veeenga…
—… y libertad absoluta para dirimir cualquier pleito comercial que…
—Sí, hombre, sí, y lo hacemos vicepapa también, para que administre la voluntad de Dios. Pero este colgao, ¿qué narices se piensa?
—Dice que la conquista de Granada palidece en su pequeñez ante la grandeza del descubrimiento que él les promete a Sus Majestades y que no puede demorar más su proyecto u otro se le adelantará. Y que está por irse a Francia, a ver si le hacen más caso.
—Pues a ver si hay suerte y se larga. En fin, vamos tirando, que si no, no llegamos. Lo peor es que los funcionarios del rey Fernando le son favorables. Especialmente el secretario, Luis de Santángel, que no sé si lo sabes, pero no es cristiano viejo, ¡es un converso! Algunos dicen que Colón también lo es; vete a saber si esto no es un complot judío.
La opinión de Talavera y sus afines se impuso, y la junta desestimó las descabelladas pretensiones. Colón, hasta el gorro, renunció, o hizo como que renunciaba (a saber…), y comunicó a todos que adiós, que se iba, ¿eh? «Miradme bien, que me marcho a Francia. Mirad, estoy subiendo al caballo. Qué lástima que os vayáis a perder el descubrimiento del milenio. Me acomodo un poquito más en la silla, salgo ya mismito al galope y no podréis atraparme; ahora o nunca».
Estaba a unos seis kilómetros de Santa Fe cuando le alcanzó el mensajero real diciéndole que no se fuera, que finalmente Santángel había convencido a Sus Majestades e impuesto su opinión (prometiendo poner él mismo un montón de dinero sobre la mesa), y la Corona aceptaba organizarle el viaje.
¡Bingo! Colón se quedó unos meses más junto a los reyes, mientras se iniciaban las negociaciones definitivas entre los intermediarios y Sus Majestades remataban la faena de Granada, que recibieron de manos de Boabdil el 2 de enero de 1492.
El 17 de abril de aquel año, quedaría cerrado el trato y formalizado en las celebérrimas Capitulaciones de Santa Fe, negociadas entre Juan de Coloma (amigo del rey Fernando y secretario de ambos monarcas) y fray Juan Pérez (uno de los amigos franciscanos de La Rábida que tenía Colón). Y resultó que el franciscano fue mejor negociador que el secretario, porque Colón se llevó el gato al agua en casi todo lo que pedía.
Las Capitulaciones tienen muchos aspectos curiosos; el mayor y más famoso: que se hable de las tierras «que ha descubierto» Colón. Esto ha dado pie a todo tipo de especulaciones, la clase de enigmas sobre la que los historiadores se abalanzan como perros famélicos. ¿Había noticias certeras previas al viaje de Cristóbal? ¿Se habían tragado las historias de los capitanes portugueses? ¿Tenían algo que ver las cartas náuticas que había mangado su hermano Giacomo en Lisboa? Quizá lo redactaron «por anticipado» para no tener que modificarlo después, o quizá es una modificación posterior, como también se ha argumentado. O vaya usted a saber qué trola les estaba contando Colón a los reyes. «Sí, entonces vi perfectamente aquella costa con el catalejo, lo juro, pero tuvimos que volvernos porque de allí venía una inoportuna tormenta que nos habría hecho polvo, y miren, están ustedes de suerte, porque de haber llegado entonces, se habría quedado la gloria el rey de Portugal».
Otro aspecto curioso de las Capitulaciones de Santa Fe, como dijimos, es que Cristóbal les sacó a los reyes casi todo lo que pedía.
Para empezar, el título de almirante de forma vitalicia y hereditaria. ¿Prerrogativas del cargo? Pues las mismas que había tenido el último almirante de Castilla. Y entiéndase su importancia; en los últimos tiempos, el cargo había pertenecido a una más que influyente y rica familia, los Enríquez, que pasaban de comandar los mares y se dedicaban a atesorar más cargos y más dinero. Hasta el punto de que nadie, salvo el almirante, tenía una idea exacta de cuántas y cuáles eran sus prerrogativas; ni siquiera los reyes, lo cual es tremendamente absurdo. Pero, en general, se entendía que el almirante controlaba toda la flota, los astilleros y los puertos en el territorio bajo su control, así como la administración de justicia correspondiente, y eso era un enorme bocado para Cristóbal.
Pero aún había más. Les sacó también el título de virrey, para manejar el cotarro político en las Indias a su aire, siempre con la venia de Sus Majestades, claro.
Las ganancias quedaron en un diez por ciento, que era mucho si había tantas riquezas como prometía.
Y, entre otros detalles, también se le concedió la autoridad para resolver los litigios mercantiles que surgieran de aquel comercio a punto de hacerles ricos a todos. Siempre que esa prerrogativa correspondiera también al ya difunto almirante Enríquez, que, como hemos visto, nadie lo tenía claro.
En resumen: Cristóbal Colón les sacó el hígado. Los historiadores también han especulado mucho sobre esto; se preguntan por qué los reyes no exigieron más contrapartidas, o por qué no especificaron cómo iban a cobrar lo que no fuera el diez por ciento de Colón. Yo creo que no hay más misterio. El propio Fernando el Católico ofreció un motivo muy razonable de su puño y letra un par de décadas después, cuando los conquistadores de La Española le pedían las mismas condiciones para salir a descubrir:
Todo lo que ahora se puede descubrir es muy fácil de descubrir, y no mirando esto, todos los que hablan de descubrir quieren tener fin a la Capitulación que se hizo con el almirante Colón. Y no piensan cómo entonces ninguna esperanza había de lo que se descubrió, ni se pensaba que aquello pudiese ser la merced que yo le iba a hacer.
En otras palabras: que daban por hecho que Colón volvería con las manos vacías, o mejor aún, que palmaría en el viaje.
Seguro que, tras su regreso, Isabel se ciscó en Fernando, y Fernando se ciscó en todo el santoral.
Las apuestas arriesgadas es lo que tienen.
Conseguido el patrón, solo faltaba el dinero. ¿Quién iba a financiar el viaje?
En fin, la Corona, ya pringada del todo, aportó la mayor parte, más de un millón de maravedís, adelantados como dijimos por Luis de Santángel. También tenían cogidos por los huevos a los vecinos de la villa de Palos de la Frontera por una deuda con la Corona; firmaron una provisión que los obligaba a proporcionar a Cristóbal un par de carabelas tripuladas y pertrechadas a costa de sus bolsillos, y ahí tenías trescientos o cuatrocientos mil maravedís más.
Pero todavía no era suficiente. Colón debía poner su parte, cerca de medio millón adicional, algo que el genovés nunca les perdonó a Sus Majestades; en su testamento, en el que legaba una suculenta fortuna, se quejaba de lo tacaños que habían sido los reyes al no pagarle el viaje entero.
Colón no tenía tal cantidad, claro, así que tuvo que pedir prestado a varias almas cándidas, como su socio florentino en Sevilla, Juanoto Berardi, el esclavista. Este pobre infeliz moriría antes de llegar a cobrar el dinero prestado y el puto Colón estuvo a punto de quebrarle el negocio, pero Berardi se vengaría a su manera: en sus tratos con el almirante, presentó a Cristóbal a un aprendiz muy avispado que le habían enviado de Florencia, un tal Amérigo Vespucci, con el que llegaría a trabar amistad y que se la jugaría en el futuro de la peor manera posible. Volveremos a encontrarle en los capítulos finales de esta historia.