Kitabı oku: «Cuando Colón llegó a Japón», sayfa 3
4. 1492: El viaje de descubrimiento
¡Todo estaba listo! ¡Tras años de maquinaciones, espionaje náutico, ardua labor comercial y cálculos erróneos basados en la Puta Peor Bibliografía del Mundo, el viaje iba a comenzar!
Colón estaba que no cabía en sí de gozo y, al llegar a Palos, estaba seguro de que sus esfuerzos y dificultades habían terminado. Ja.
Escenas del descubrimiento: Cristóbal Colón visita a los monjes de La Rábida
—Entonces, ¿has tenido problemas en Palos, Cristóbal? —pregunta fray Antonio de Marchena mientras le sirve un vaso de vino al genovés, que está visiblemente frustrado.
—Pues unos cuantos, padre, unos cuantos. No están lo que se dice ansiosos por ayudar. Parece que todos tienen algo mejor que hacer que cumplir las órdenes de Sus Majestades…
—La relación entre ellos es complicada desde esa deuda que adquirieron… ¿No os han provisto de barcos? Me dijo fray Juan…
—No, no, si las carabelas sí que las tenían a punto. ¡Pero vaya mierda de naves! En serio, padre, están que se caen a pedazos; nadie en su sano juicio navegaría con ellas por nada más grande que una charca. Y ojo, que yo lo haría, ¿eh? Porque estoy desesperado por partir…
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Pues que, aunque tenga las naves, ¡no tengo tripulación! Los marineros de Palos se han puesto de culo porque no me conocen de nada y dicen que les doy mal rollo. Que la idea de ir al oeste les parece un disparate y que, en caso de embarcarse en tamaño dislate, lo harían con un capitán al que conocieran bien. Yo les he insistido mucho, pero uno ha comentado que tengo acento portugués y han empezado con que no les caen bien los portugueses. Y les digo: «¡Eh, eh, si yo soy genovés!». Y resulta que los italianos todavía les caen peor. Total, que aquí estoy, atrapado, con permiso de los reyes y sin nadie que quiera navegar conmigo. Salvo cuatro criminales.
—¡¿Cuatro criminales?! —se escandaliza fray Antonio.
—Sí, sí, supongo que los reyes se esperaban el rechazo de los de Palos y firmaron otra provisión para permitirme reclutar marineros de las cárceles. Pero, vamos, poco aprovechable, ya le digo, uno que está condenado a muerte por asesinato y unos amigos suyos que lo encubrieron y estaban también pringando en el calabozo.
—No parece la mejor compañía para quedarse a solas en mitad del océano.
—Pues no, la verdad. Ya le digo que no tengo más que problemas.
—Pero, bueno, Cristóbal, es la historia de siempre, tienes que hablar con las personas adecuadas. Los marineros son marineros, muy suyos, ya sabes. Lo que necesitas es meterte en el bolsillo a algún capitán influyente al que conozcan. Mira, habla con los Pinzón. Martín Alonso es uno de los regidores de Palos, criado del duque de Medina Sidonia, y tiene buena posición. Ahora envío una nota para que te reciba. Ha navegado mucho y los hombres confían en él. Y le va la marcha, por lo que cuentan; si le convences, seguro que te enrola toda la tripulación que necesitas.
Y así fue: Cristóbal Colón entró en conversaciones con aquel tal Martín Alonso Pinzón y, en un par de horas de charla, con dos botellas de vino, le convenció de lo ricos e inmortales que iban a ser los capitanes de aquel viaje y que lo repartirían todo como hermanos. Otro par de horas después, Martín Alonso había convencido a sus hermanos Francisco y Vicente, y juntos, empezaron a recorrer Palos, los pueblos vecinos y la provincia entera, en busca de parientes, amigos o marineros reputados a los que embarcar. En la misma Palos, Colón conoció a otro personaje interesante y muy influyente: Pero Vázquez de la Frontera, el marinero más viejo y respetado del lugar, que en sus años mozos había navegado con la armada portuguesa. Quizá si aquel matusalén hubiera tenido otra experiencia, habría dicho que Colón era imbécil y habría alzado a toda la vecindad en su contra. Pero resultaba que, en 1452, el tal Pero había embarcado en la exploración atlántica del portugués Diego de Teives, en la que hallaron un «mar de hierba». El viejo navegante siempre había lamentado haber dado la vuelta, pues suponía que, tras aquel mar de yerbas flotantes, se hallaban las míticas tierras asiáticas de Cipango y Cathay. Cuando Colón le explicó la ruta planeada, mostró un apoyo total al proyecto, lo que acabó de convencer a otros reticentes, e incluso animó a Martín Alonso Pinzón a poner dinero de su bolsillo para sufragar gastos.
El tal Pinzón, por cierto, dijo que, en efecto, las carabelas que le habían preparado a Cristóbal en Palos eran una mierda y que él se encargaría de conseguir otras mejores. Habló con un tal Cristóbal Quintero con el propósito de fletarle su nave, una carabela nórdica llamada La Pinta, que había arrendado en otras ocasiones y rendía de maravilla en mar abierto. De paso, consiguió enrolar al mismo Quintero como marinero. Pinzón era un tipo realmente eficaz. Luego fue a hablar con unos conocidos, los Niño, otra familia de navegantes influyentes, con el mismo resultado: tres hermanos enrolados (Pedro Alonso, Francisco y Juan) y una nave fletada: una carabela de vela latina llamada, como no podía ser de otra forma, La Niña.
Y como Colón debía aportar un tercer barco, los Pinzón le pusieron en contacto con la persona adecuada: un navegante y cartógrafo cántabro que llevaba años en Puerto de Santa María y tenía en propiedad una nao estupenda llamada La Gallega. El tipo en cuestión era un navegante y cartógrafo llamado Juan de la Cosa, y no solo le fletó la nave a Cristóbal, sino que se enroló en el viaje junto a un puñado de marineros vascos que pululaban por Cádiz tan acalorados como el propio De la Cosa. El almirante, pensando que iba a necesitar mejor protección que una pinta, una niña y una gallega para un viaje tan peligroso, rebautizó a esta última como Santa María.
En agosto de 1492, todo estaba listo, con las tres flamantes naves reparadas y bien pertrechadas. Las bodegas, llenas de alimentos, agua, vino y productos varios para posibles intercambios. Y a bordo, una variopinta tripulación de casi un centenar de hombres, entre los que se contaban Cristóbal, los Pinzón, los Niño, los criminales, un tonelero, un pintor, un artillero, un sastre, tres cirujanos, los vascos de Juan de la Cosa, un italiano de Calabria, algún murciano e incluso un judío amigo de Cristóbal, traductor de mozárabe, árabe y hebreo. ¿Por qué un traductor de árabe y de hebreo? Pues porque no encontró ningún traductor de chino. «Mejor eso que nada», pensó Colón. Por otro lado, era más fácil que algún chino conociera el árabe antes que el español, pues estaban más cerquita. Y, además, ¿no podían encontrar las míticas tierras habitadas por la tribu perdida de Israel? Sería una putada encontrar a unos judíos ricos con ganas de comerciar y no poder hacer negocios porque nadie hablara hebreo, y ellos, al estar perdidos, tampoco hablarían castellano.
Con estos mimbres comenzó el viaje que cambió el mundo.
El primer viaje de Colón empezó como cualquier mal comienzo de vacaciones veraniegas. Al poco de salir, se jodió el coche; la carabela, en este caso, y más concretamente La Pinta, cuyo timón se rompió. Según explica (presuntamente) Bartolomé de las Casas en su Diario de a bordo (que, también presuntamente, es una transcripción anotada del cuaderno de bitácora de Cristóbal), sospecharon del propietario, Cristóbal Quintero, que había sido visto rondando el gobernario poco antes de que se desencajara. Quizá Quintero estaba borracho cuando aceptó alquilar su barco y unirse a la tropa y, cuando se le pasó la resaca, se encontró en alta mar, embarcado en un viaje hacia la muerte bajo el mando de un loco. En cualquier caso, nadie tiró a Quintero por la borda, y los expedicionarios tuvieron que apañar el timón de La Pinta de mala manera y hacer escala en las Canarias. Cosa que, por otro lado, planeaban hacer para cargar alimentos frescos que les duraran unos días más de viaje.
Pasaron allí la primera semana de septiembre, entre Lanzarote, La Gomera y Gran Canaria, admirando las explosiones volcánicas del Teide («vieron salir gran fuego de la sierra de la isla de Tenerife»), comprando quesucos canarios, tomando el sol y reparando el timón de La Pinta y algunas vías de agua que se habían abierto.
«Desde luego, parece que me haya comprado la carabela en Aliexpress, joder.»
Cristóbal Colón, 3 de septiembre de 1492
Ya que estaban entretenidos con las reparaciones, Colón ordenó sustituir las velas latinas de La Pinta y La Niña por velas cuadradas, más adecuadas para aprovechar los vientos atlánticos. Y quizá el almirante se habría quedado unos días más en las Canarias haciendo turismo, o se habría acercado a Tenerife para ver de cerca los fuegos del Teide (y habría muerto asfixiado como un Plinio de la vida), pero, entonces, llegó otra carabela española que le informó que una flota portuguesa andaba por la zona buscando y, tal vez, siguiendo a Colón, por lo que decidió partir sin más demora el 6 de septiembre.
Empezaba así la Gran Odisea Española, la epopeya náutica ibérica por antonomasia, cuyo mayor exponente fue que… vieron pájaros.
En serio.
Hasta que no llegan a América, el Diario de a bordo es un coñazo; nunca ocurría nada. De vez en cuando veían pájaros. «Eso es que estamos cerca de tierra», decían, porque este pájaro nunca se aleja más de veinte millas de tierra, y este otro nunca más de quince, etc. ¿Cómo lo sabían? Pues por experiencia marinera, es decir, que no lo sabían, porque, vamos, si esa gente pensaba que iba a llegar a Japón en cosa de un mes navegando por el Atlántico, ¿cómo cojones iban a saber con precisión las millas que tal o cual ave marina se alejaba de la costa? Pero era un pensamiento racional que confortaba las mentes de los hombres: si había pájaros, debía de haber cerca rocas o árboles donde hicieran sus nidos. Y era un pensamiento útil de forma aproximada. Los portugueses, a fin de cuentas, habían descubierto las Azores y otras islas siguiendo pájaros. ¿Por qué no iban a hacer ellos lo mismo?
Aquella fue la mayor labor de Colón durante la travesía: consolar a la tropa de marineros y funcionarios, cuyo fervor por el descubrimiento decrecía a medida que pasaban los días. Así que ver un pájaro significaba que había tierra cerca. Un día hallaron un mástil roto flotando en el agua: otra prueba de que había tierra en las proximidades, aunque fuera una tierra mortal donde naufragaban los barcos.
—Pero, don Cristóbal, bien podría haberse hundido el barco en mitad del océano por una tormenta.
—He dicho que hay tierra cerca. Tan cerca que tendrás que alcanzarla a nado si vuelves a ponerme en duda.
Otro día vieron una ballena. Todo un espectáculo, «señal de que estaban cerca de tierra, porque siempre andan cerca». También eran expertos en cetáceos y sabían de sobra que las ballenas nunca nadan en alta mar, son gigantes porque les gusta embarrancar en las playas y morirse al solecito.
Algunos días llovía: «Vinieron unos llovizneros sin viento, lo que es señal cierta de tierra».
También encontraban algas flotando, a veces sueltas, a veces en grandes masas como para hallar en ellas algún cangrejo. Otra señal de tierra cercana, era evidente. Aunque la verdad era que estaban en el corazón del mar de los Sargazos: una masa de agua casi inmóvil en mitad del Atlántico, con tres corrientes marinas que la aíslan, donde se concentran sargazos (un tipo de alga flotante) en extensiones que parecen praderas. El mar de hierba del que hablaba el viejo Pero Vázquez de la Frontera.
Hacia finales de septiembre, la tripulación estaba hasta el moño del viaje. Le preguntaban a Cristóbal por qué no viraban para seguir los dichosos pájaros en busca de la supuesta tierra que tan cerca estaba, pero este decía que «pa qué», que ya sabían que esas islas estaban allí, que las tenía en el mapa; el mismo Toscanelli las había dibujado sin haber salido de Florencia en su puta vida. Que ya las visitarían a la vuelta, porque lo que él quería era dirigirse a Cipango. Algunos, por la noche, murmuraban que quizá era hora de introducir un cuchillo entre las costillas de aquel perturbado que tenían por almirante y dar media vuelta con un tripulante menos. La comida se estaba pudriendo. Y conste que la comida ya era una porquería recién embarcada: aparte de los quesos de La Gomera, en las despensas de las carabelas se guardaba pescado en salazón, tocino, harina y lo que las fuentes llaman «bizcocho». Pero no piense el lector en el esponjoso y aromático bizcocho de la abuela, eso habría durado cinco minutos en alta mar. Lo que ellos llamaban «bizcocho» era un pan sin levadura que se cocía una vez… y otra… y otra… hasta que no quedaba una gota de agua en su interior. O sea: el pan más jodidamente duro del universo. Mal combo cuando cogías el escorbuto, porque te dejabas los dientes clavados en el bizcocho de las narices. Aunque podía sacarles de un apuro si, llegados a tierra, alguien les atacaba, porque en las carabelas no viajaba un solo soldado, pero con un bizcocho bien lanzado seguro que pulverizabas cráneos.
Para bajar aquellos manjares, los expedicionarios llevaban algo de vino y un buen cargamento de agua que era una delicia beber; para evitar que se pudriera, le echaban un montón de vinagre.
Imaginará el lector el ambiente en las carabelas cuando se plantaron en octubre. Tras dos meses de viaje, el hedor de la comida podrida y de veinte o treinta tripulantes sucios y sudados era tan insoportable que subían a dormir a cubierta y no saltaban al agua porque no sabían nadar. Estamos hablando de veinte o treinta bocas oliendo a perro mojado, de veinte o treinta culos por barco tirándose pedos de comida descompuesta, de cuarenta o sesenta sobacos infames, ¡de cuarenta a sesenta pies con aroma a infierno!
«Menos mal que estoy resfriao y no huelo ná».
Tripulante anónimo de La Pinta, 29 de septiembre de 1492.
No, los hombres no estaban contentos, y parece que si no estalló el motín fue porque Martín Alonso Pinzón logró calmar los ánimos en el último momento. Y eso que no sabían ni la mitad, porque el mamón de Colón les mentía con las distancias. Cristóbal no quería que nadie le copiara la ruta si tenía éxito, y contaba con que el viaje sería duro y que más de uno querría dar la vuelta; poco después de salir de Canarias, informó a la tripulación de que avanzaban menos millas de las que en realidad recorrían. Si hacían doce millas, decía nueve. Si hacían setenta millas, decía cuarenta. El mismo Cristóbal debía de estar preocupadísimo a esas alturas: estaban ya demasiado lejos como para una vuelta segura con lo puesto… ¡Si no hallaban tierra pronto, podían darse por muertos! ¿Y si Toscanelli la había cagado con las medidas? Vaya faena tirarse años lidiando con los cosmógrafos reales para acabar dándoles la razón al morir en mitad de la nada.
Tuvieron suerte: la noche del 11 de octubre, a Cristóbal le pareció ver un destello a lo lejos. ¡Lumbre! Avisó a algunos de sus hombres para que corroboraran, y sí, eso parecía, aunque estaba tan lejos que uno no podía fiarse. La célebre confirmación llegó al día siguiente desde La Pinta (que con el nuevo velamen era la más rápida de la flota, la que iba en cabeza), cuando el vigía Rodrigo de Triana gritó: «¡Tierra! ¡Tierra!».
Por supuesto, Colón comentó: «Yo ya la había visto antes».
5. Cuando Colón llegó a Japón
No se sabe con exactitud cuál fue la primera isla que vieron Cristóbal y sus muchachos. Luego sabrían, por los nativos, que se llamaba Guanahani. El almirante la llamó San Salvador por motivos obvios. Lo único seguro es que estaba en las Bahamas. Pero Cristóbal creía que había llegado a Japón.
Si la confusión de los indígenas fue remarcable, imagine el lector la de los cristianos.
El 12 de octubre, Colón se subió a una barca con los capitanes Pinzón, el intérprete, el escribano de la armada y un grupito de apoyo, y se dirigió a tierra. Cristóbal portaba el estandarte real. Cada Pinzón, un pendón con una cruz verde: uno con la Y de Ysabel y otro con la F de Fernando. Y con sus barbas, sus brillantes armaduras, sus espadas de hierro, su hedor insoportable.
Los indígenas no comprendían qué demonios era aquello. Los saltos culturales tienen estas cosas: ni siquiera parecían concebir que aquella gente hubiera venido navegando desde el este; era gente rarísima que llegaba de donde nunca nadie venía, del sol. Pensaron, por tanto, que venían del cielo. También que el cielo debía de ser un lugar tremendamente apestoso.
Los de la barca, mientras tanto…
Escenas del descubrimiento: los españoles llegan y empiezan a timar y a secuestrar a la gente
Cristóbal Colón salta de la barca, chapotea en la orilla, cae de rodillas y besa la arena. ¡Salvados, loado sea el Señor! Se yergue enseguida y, con toda la dignidad del mundo, toma posesión de aquellas tierras en nombre de los reyes mientras el escribano toma buena nota. El resto del grupo mira a su alrededor, alucinado con la belleza de las Bahamas. Y todavía se sorprenden más cuando reparan en que los nativos que se acercan están desnudos, cubiertos apenas por algunas pinturas aquí y allá.
—Esto es el paraíso —comenta uno de los tripulantes sin quitarle ojo a las bamboleantes tetas de una vieja indígena.
—¡Y qué bien huele! —añade otro, que apenas recordaba otros aromas más allá del olor de pies, de axilas o de culo.
—Pero estos no parecen chinos —remata el aguafiestas del grupo, confundido ante aquella gente de robustos y hermosos cuerpos, ni blancos ni negros, sino de un café con leche parecido al de los canarios.
Luis de Torres, el intérprete, se dirige a los nativos en todas las lenguas que conoce, sin ningún éxito. Al final, unos y otros empiezan a gesticular y a emitir gruñidos guturales, o a repetir palabras lentamente, intentando entenderse.
—No-so-tros —pronuncia Cristóbal mientras se señala el pecho y muestra a sus amigos—, cris-tia-nos. Cris-to. —Señala a sus desnudos interlocutores—. Vosotros, ¿qué? Vo-so-tros, ¿qué dioses adoráis?
Los indígenas dicen palabras incomprensibles, se rascan la cabeza y se miran unos a otros. Los más avispados se señalan a sí mismos y dicen «ta-í-no».
—Estos taínos no se enteran de nada —comenta Martín Alonso mientras le enseña a un indígena su espada—. Toma, cógela. Tú coger espada. Buen acero español. Coge, coge. ¡Espera! ¡Por ahí no!
El nativo, tras coger la espada por la hoja, se corta la mano y huye hacia la espesura gritando de terror.
—Esta gente no ha visto un arma en condiciones en su vida, hermano —dice Vicente—. Mira, si llevan palos con… ¿qué es eso que tienen en la punta?
—Parece un diente, como de pez, ¿no? —opina uno de los marineros.
—Joder, qué gente más rara…
—Parecen muy pobres —dice Luis de Torres, que ya ha desistido de probar con el árabe y el hebreo y gesticula de forma exagerada como los demás—. Ese tipo de ahí lleva un arete en la nariz que parece de oro, pero salvo eso…
Los españoles empiezan con los primeros intercambios, ya que los taínos parecen pacíficos y muy amigables. Están encantados con cualquier tontería que los españoles les dan: cuentas de cristal, cascabeles, lo que sea, incluso tazas rotas y basura que llevan en la bolsa. Ellos, a cambio, les regalan ovillos de una especie de algodón, les dan algo de comida que les sienta de maravilla, y uno de los taínos les regala con mucho ímpetu y gran gesticulación unos papagayos muy raros, de vistosos colores y curvado pico negro, que chillan como demonios.
—¿Qué es esto? —pregunta Luis de Torres al tiempo que señala el pájaro—. ¿Qué-es-este-bi-cho?
—Roro —dice uno de los taínos.
—Don Cristóbal, dicen que estos pajarracos se llaman «loros».
—Pues quiero uno para mi camarote —dice el almirante, encantado con aquellos bichos, y el taíno de los loros sonríe y le ofrece un pájaro tras otro.
Colón los acepta todos; planea llevarse unos cuantos y enseñárselos a Isabel y Fernando, porque no tiene muy claro que vaya a encontrar oro, pero al menos esos pájaros son vistosos, y los portugueses llevaron algunos parecidos del África tropical, allá donde tienen las minas de oro…
Deciden quedarse un par de días con aquellos taínos tan simpáticos. Decenas, centenares de hombres y mujeres desnudos o semidesnudos, pintados y semipintados, todos sonrientes y amables, vienen a visitarlos ahora que se ha corrido la voz. Lo hacen en unas extrañas barcas que parecen talladas en un simple tronco y que ellos llaman «canoas». Las mujeres están de buen ver, pero los españoles se comportan. No se ve mucho oro, salvo algún arete en la nariz o en la oreja. No parece haber especias, aunque Dios sabe qué potenciales económicos tienen esos árboles y esos extrañísimos frutos. ¡O qué potencial económico y geoestratégico pueden tener los loros!
En cierto momento, Colón repara en las cicatrices de algunos indígenas, gesticula para preguntarles por ellas y ellos dicen un montón de palabras incomprensibles a la vez que señalan en varias direcciones, hacia el sur, el suroeste y el noroeste; luego, hacen grandes gestos de remar y de atacar mientras siguen farfullando.
—Mira —le dice Cristóbal a Martín Alonso—, parece que de vez en cuando vienen aquí enemigos y les dan para el pelo a nuestros nuevos amigos. Eso quiere decir que Cipango está muy cerca, debe de ser alguna isla próxima. ¡Sin duda la tierra firme está al alcance! ¡Tenemos que partir de inmediato! Tengo en La Santa María una carta de puño y letra de Sus Majestades para el Gran Khan, y me he jurado entregársela y llevarles una respuesta en persona.
—Bueno —conviene el capitán Pinzón—, da gusto estar en tierra, pero la verdad es que aquí no hay nada, aparte de playas, y esta gente es más pobre que las ratas. Cargamos toda la comida y el agua que podamos y nos vamos. ¡Chicos! ¡Id apurando los últimos intercambios, que nos largamos!
—También debemos llevarnos a algunos de estos taínos —comenta Colón—, tenemos que enseñarles castellano y que nos hagan de intérpretes. Porque, entre tú y yo, Luis de Torres no me sirve de nada. Traerlo ha sido una estupidez.
—Pero ¿van a querer acompañarnos?
—¡Somos la gente del cielo, joder! Para ellos tiene que ser un honor. Y si se resisten, pues yo que sé, montamos algún numerito para distraerlos y raptamos a unos cuantos, un par por barco. Total, aquí no vamos a volver. Espero.
La negociación es relativamente sencilla, si bien los seis afortunados taínos que marchan con la gente del cielo no parecen muy convencidos. Uno de los marineros estornuda un par de veces y se limpia los mocos con el antebrazo antes de estrechar la mano de un taíno y partir. El puñetero catarro lleva más de un mes amargándole el viaje.
Cuando la gente del cielo se pierde en el horizonte hacia el noroeste, uno de los guerreros de la tribu se acerca al cacique.
—¿Qué dices, entonces? ¿Son dioses o no son dioses?
El cacique se encoge de hombros.
—Todos los signos así lo indican. Llegaron del sol naciente, de donde nunca viene nadie, en canoas aladas gigantes. Sus cabezas están cubiertas de pelo de arriba abajo. Tapan sus cuerpos con tejidos extraños y se protegen con esos caparazones brillantes como si fueran cangrejos. Nos han traído pequeños objetos maravillosos de ese reino del más allá que llaman Espania.
—Objetos que, por otro lado, no sabemos para qué pueden servirnos…
—Y la prueba definitiva es su hedor, que no es de este mundo. Nunca creí que una divinidad pudiera ser tan maloliente.
—Al menos se han llevado los putos loros —comenta el guerrero—; mi mujer ha puesto el grito en el cielo cuando se ha enterado, pero es que no me dejaban dormir, y mira, cuando vi que al tipo ese, el que parecía el líder, le gustaban, pensé: «¡Enchúfaselos todos!».
—Ahora te obligará a cazar diez más. Le gustan un montón.
—Bueno, pero al menos he ganado una semanita. De quien me compadezco es de los seis que se han largado con los dioses barbudos. No puedo ni imaginar cómo deben de oler sus canoas.
—Yo también los compadezco, pero debo pensar en el bien de la tribu. Para nosotros ya ha pasado lo peor. Dentro de tres generaciones, la visita de la Gente del Cielo será apenas una historia para dormir que contarán las viejas a los niños.
Mientras los primeros taínos que conocieron a un europeo ni se olían la que se les venía encima, los europeos de las carabelas ni sabían dónde estaban. Las siguientes semanas las pasaron navegando por las Antillas Mayores, trabando contacto con cuantos indígenas se acercaban a verlos mediante los intérpretes capturados en Guanahani, que resultaron mucho más útiles que el bueno de Luis de Torres. La relación entre ellos y los españoles, sin embargo, era compleja. Tras repartirlos por parejas en cada carabela, empezaron a enseñarles castellano y, de paso, a cristianizarlos. Los taínos ponían los brazos en cruz y decían «pater pater» con cara de no entender una mierda, y mal que bien les iban señalando direcciones y dando nombres de nuevas islas. También iban en las avanzadillas cuando se topaban con algunos nativos miedosos; los enviaban en un bote junto a algunos españoles para que gritaran que tranquilos, que aquellos barbudos eran buena gente, que no hacían daño a nadie y que tenían un montón de cuentecitas de cristal y otras mandangas increíbles para intercambiar como regalo. Y era verdad. Hasta entonces, los españoles no habían dado muestras de mayor violencia que algún rapto ocasional. Sin embargo, cuando regresaban a las carabelas, los intérpretes secuestrados miraban de reojo, murmuraban entre ellos y planeaban cómo escapar. Seguramente no soportaban el hedor de las carabelas: no estaban preparados para la divinidad.
En aquellas semanas de navegación caribeña empezó el festival toponímico que le complica la vida a cualquiera que quiera saber más sobre la conquista de América. En primer lugar, los taínos llamaban a las islas con diferentes nombres. O eran los españoles los que no entendían lo que los taínos decían. El mismo Colón llegó a desconfiar en cierto momento, tras algún incomprensible intento de fuga, creyendo que los intérpretes los confundían a propósito.
Luego, claro, como estaban apropiándose formalmente de aquellas tierras en nombre de la Corona, les daban a las islas y sus accidentes más reseñables nombres castellanos según el santo del día, algún evento particular o como peloteo a Sus Majestades. Así, tras partir de Guanahani-San Salvador, Colón fue descubriendo y rebautizando otras islas de las Bahamas. A la siguiente que hallaron, una tal Samaná (según aparece en el mapa que haría Juan de la Cosa), la llamó Santa María de la Concepción, y nadie sabe si era el actual cayo Rum o cayo Samaná. A otra, que llamaban Samaet, la bautizó Isabela en honor a la reina. A otra mayor la llamó Fernandina en honor al rey. Y, en cada parada, nuevos contactos, nuevos gruñidos y gestos, nuevas dudosas mediaciones con los intérpretes, nuevos intercambios de cuentas de vidrio y tacitas por ovillos, tubérculos y loros, nuevas referencias a enemigos armados que, sin duda, era gente del Gran Khan. Y nueva maravilla de los españoles ante tantas cosas nuevas y desconocidas, pues hasta los peces eran raros y de extraños colores, e incluso hallaban y mataban serpientes de siete palmos. Colón se queja constantemente en el diario de no tener más conocimientos botánicos, porque no solo es incapaz de identificar los árboles y arbustos, sino que tampoco puede augurar su potencial económico. Y, visto el poco oro que encontraban, necesitaba hallar un potencial económico en cualquier cosa. Llevaban algunas muestras de canela y pimienta para enseñárselas a los nativos y que les dijeran si había por los alrededores, pero casi siempre ponían cara de estar viendo eso por primera vez. De vez en cuando, saltaba alguna falsa alarma: algún nativo decía que sí, que había un bosque de canela detrás de tal o cual colina, pero luego nada de nada.
Finalmente, en uno de aquellos islotes desubicados de las Bahamas, obtuvieron indicaciones precisas sobre dos islas inmensas que llamaban Colba y Bohío, o Bofío. Decían que en ellas había muchos navegantes con grandes naos que tenían oro y perlas, y Cristóbal asumió que serían de los atacantes que describían los nativos. Colba, por tanto, tenía que ser Cipango, es decir, Japón. Por las noches, en su camarote, acariciaba la carta de los Reyes Católicos al Gran Khan, saboreando con anticipación el momento en que se convertiría en el nuevo Marco Polo. ¿Y Bohío? Pues Dios lo sabría; se acercarían a dar un vistazo y, si había oro o especias, verían el modo de iniciar la explotación.
Partieron de la isla Isabela el 24 de octubre y tardaron cuatro días en llegar a Colba. No encontraron mucha civilización, pero era grande, y se toparon con varios ríos, algunos de bocas anchas y navegables. Las casas, sin embargo, mantenían el estilo tribal que ya iban conociendo, techadas con hojas de palma. Por si acaso no era Japón, Cristóbal llamó a aquella isla Juana en honor al heredero de Sus Majestades, el infante Juan. Las comunicaciones con los nativos seguían con buenas vibraciones.
Escenas del descubrimiento: Pinzón se viene arriba
Martín Alonso sube a La Santa María y llama a Cristóbal a gritos.
—¿Qué pasa, Martín? —pregunta Cristóbal Colón, pensativo, mientras se hurga la nariz.
—Oye, almirante, he estado interrogando a los nativos de las casas de allá y, por los gestos y lo que dicen los taínos, se ve que aquí, en Colba…
—Isla Juana, Martín, habla con propiedad.
—Bueno, pues Juana, cojones, ¡atiende! Me cuentan que en el interior hay una ciudad que se llama Cuba y que su rey está en guerra con el Gran Khan en el norte.
—¡Anda! Pues son excelentes noticias, supongo. ¿Y estás seguro? ¿Cómo has obtenido datos tan concretos?
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