Kitabı oku: «Alada y riente», sayfa 2
Dispénsame, amigo, si te confío la impresión que en ese primer encuentro me provocasteis. Ser deglutido por el animal acuático que con ahínco has perseguido a muerte a lo largo de cientos y cientos de millas marinas no es algo fácil de asumir. Pero más difícil aún resulta aceptar como verosímil, una vez instalado en las vísceras del elemento, el carácter compartido del hecho. A ciencia cierta sé que vosotros recibisteis mi llegada con análoga sorpresa: ello no supone merma en el estupor que me abrumó al contemplaros allí, y no me duelen prendas al reconocer que al principio creía estar soñando. Entiéndeme. Uno cae dentro de la tripa de una ballena y de algún modo subconsciente alberga al menos el reconfortante alivio de considerarse, Jonás aparte, más o menos pionero en la materia. Encontrar al deslizarte desde el tubo digestivo al propio interior del estómago una pequeña embarcación, un escritorio modesto, un venerable hombrecillo y un niño que con todos los respetos no dudaré en calificar de singular, no es circunstancia fácil de interiorizar. Yo recuerdo todavía, de un modo retrospectivamente entrañable, el pasmo reflejado en vuestros rostros cuando irrumpí en la improvisada vivienda. Espero que vosotros guardéis en vuestras almas, envuelta en similar aura de ternura, la memoria del desconcierto dibujado en el mío.
Algún realista soterrado aduciría que en tales condiciones, independientemente de la personalidad de los tres cautivos, el nacimiento de cierta clase de amistad era inevitable. Poco peso tiene este argumento enfrentado a la realidad de vuestra ayuda infatigable en semejantes circunstancias. Con el ánimo auxiliador del veterano que orienta y templa la desazón del neófito, me facilitasteis considerablemente el trance. No sé qué habría sido de mí sin vuestro aliento, sin vuestros consejos. Curtidos ya en aquellas lides, con casi un mes de cautiverio a vuestras espaldas, me instruisteis en el arte de sobrellevar las innumerables limitaciones que conlleva el sufrir prisión tan obscena. Trucos como la utilización de guantes en la búsqueda de besugos o merluzas que sirvieran de almuerzo, con el objeto de sortear los nocivos efectos que la explosiva mezcla de jugos gástricos y agua produce en la epidermis, o la realización de las evacuaciones corporales en el rincón más próximo a la escotilla que comunica el buche con el intestino, a fin de facilitar un pronto desalojo de los excrementos y el orín, resultan allí de perentorio aprendizaje; y vosotros me formasteis en estas disciplinas con paciencia y eficacia. Jamás terminaré de agradecéroslo. Inagotable es, asimismo, mi gratitud por otra concesión conmovedora: me incluisteis en el turno establecido a la hora de proceder para el uso del camastro de vuestra embarcación. Pero mucho más allá de estos favores materiales, domésticos, está vuestro continuo auxilio espiritual en un momento francamente aciago.
Déjame, inolvidable amigo, que abra en este capítulo de agradecimientos un apartado especial dedicado a tu hijo. Reconozco que guardé, durante los primeros días de convivencia, ciertas reservas respecto a su persona, comprensibles por otro lado o así espero que las juzgues: reservas no ajenas, claro está, a su increíble apariencia física. Durante dos o tres días, no osé apenas mirarle. Estaba perplejo. Deseaba soslayar la certidumbre de lo que veía. Tras observarle momentáneamente, necesitaba esperar un tiempo prudencial antes de volver a enfocar mis ojos hacia él: acaso de ese modo la realidad científica, cotidiana, acabaría imponiendo su ley frente a lo que sólo podía constituir una alucinación motivada por la intensidad excesiva de mis últimas andanzas marítimas, las luchas con el coloso y demás penalidades. Poco a poco, con esa lenta asunción con que el ser humano termina haciendo suya la quimera, y tal vez ayudado por la locura de la que ya era portador, que por sí misma me situaba quizá en disposición de admitir lo inadmisible, asimilé su particular realidad somática. Al cuarto día de estancia en la ballena, haciendo acopio de valor, me aventuré a manifestarte mi estupor ante la evidencia. Reíste con desparpajo. Atribuyendo tu anterior mutismo a la fuerza de la costumbre, que te movía en ocasiones a olvidar la especial configuración material de tu vástago, y obrar a todos los efectos como si fuera un chico de carne y hueso, me referiste la extraña y fascinante historia, la que todavía hoy, en la penumbra de mi habitación, dudo si enmarcar en un contexto de puro ensueño. Aunque en aquel instante, es curioso, la escuché de tus labios con la máxima naturalidad. Una vez asumido que uno comparte estómago de cachalote con una criatura de madera, que habla y se mueve y se comporta como un niño normal, resulta sencillo, supongo, creer lo de tus plegarias a la Estrella Azul, así como lo del Hada que según tu hijo apareció un rato después para brindarle el don de la vida. Resultaba sencillo asumir las orejas de burro que, pujantes y cartilaginosas, brotaban de sendos agujeros en su plumífero sombrero amarillo. Resultaba fácil, incluso y al fin, achacar las dimensiones exageradas de su nariz, adornada con ramos de hojas naturales y hasta con algún pequeño nido donde piaban enternecedores gorrioncillos, a sucesivos deslices de insinceridad, ya que a un mágico castigo por tal pecado asegurabas tú que se debían. Con el trato diario, los iniciales recelos ante tu insólito hijo se disiparon, minimizados por su bonhomía. Poco a poco descubrí a un niño cuyo corazón (¿de roble ausente?) latía desplegando amorosos sones de celestial candor y caridad. Sus episódicos falsos testimonios, por otro lado, siempre comprensibles en la infancia y en todo caso purgados con suficiente dureza a base de adicionales centímetros de pituitaria, no podían ensombrecer su bondad inapelable. Sus méritos crecieron a mis ojos cuando me narraste su odisea. Un niño capaz de meterse en el mar a pie y caminar por las profundidades abisales hasta encontrar a la ballena que ha ingerido a su padre con barca y todo, para voluntariamente ser devorado por esta y así acompañar a su progenitor en el suplicio, ha de reunir por fuerza, y por muy de madera que sea, notables cualidades humanas. Bien es verdad que todo esto no hubiera acontecido si tu hijo, aquella fatídica mañana, no hubiera desobedecido tus indicaciones, tomando un sendero distinto del que conduce al colegio. No negarás, sin embargo, que su gesta posterior, arrostrando los múltiples peligros oceánicos con la sola determinación de dar contigo, compensan con mucho esta travesura, por más que el Hada tratara de magnificarla asimilándola a la más censurable fechoría. Sé que debiera circunscribirme a mis asuntos, pues ninguna autoridad ostento en esta materia, pero ya te dije muchas veces que a mí, personalmente, lo del crecimiento de su nariz, por ejemplo, se me antoja una pena desorbitada en relación a sus magros delitos. Se me ocurren cien mil faltas más severas que una mentirijilla de vez en cuando.
Pero volvamos ahora, metafóricamente hablando, a las entrañas del pez. Las desventuras más aciagas, las peripecias más terribles, forjan lazos poderosísimos. No es preciso que abunde en la paradoja que para mí suponía hallarme poco menos que enterrado en vida bajo la grasienta tierra a la cual quise dar muerte. Sin vuestra presencia a mi lado, acaso no hubiera podido resistirlo. Es difícil expresar con palabras que le hagan justicia la sabia lección humana que me brindasteis; las palabras son siempre limitadas, como un fuego que no alcanza a acalorar la estancia. Cuando caí en las fauces del monstruo, me encontraba demasiado cegado por la locura como para siquiera tomar conciencia de que otras presencias humanas me circundaban, que otros corazones —acaso no obturados por el odio— latían en rededor. Ahora, cuando empuño esta pluma de ave y doy rienda suelta a mi prosa atropellada, vehemente, me consumo en nostalgia de vosotros, una melancolía que humedece estos ojos, los mismos que durante años sólo atinaban a escrutar con encono desde unas pupilas empequeñecidas por la afrenta de la vida y de la muerte. Vosotros supisteis engalanar esta existencia roma, clausurada al perdón, con un último rasgo de humanidad. Mínimo, si se quiere, pero no por ello despreciable si atendemos al punto de partida, un espíritu en perpetua lucha interna, sin resquicio para la paz.
Recuerdo esas noches en el interior de las tripas del fenómeno; en realidad, sostenidos por meras conjeturas, no podíamos discernir a ciencia cierta entre la noche y el día. En todo caso, recuerdo las horas en que a ti te correspondía utilizar el catre para iniciar aquel sueño siempre inquieto, superficial, que el infierno que padecíamos tenía a bien concedernos. Mientras dormías, tu hijo te observaba con arrobo y yo a mi vez, a escondidas, le observaba a él. Puedes estar orgulloso de tu primogénito. Contemplándole así, a la luz incierta y movediza de nuestra lámpara de aceite, velando tu sueño encaramado al mástil de vuestra barca como un onírico vigía, me sentía intensamente conmovido, y no puedo negarlo. No puedo negar que, intercambiando los papeles paternofiliales, la escena me remitía a otra muchas veces repetida en un pasado, por desgracia, irreconquistable. Yo también tuve un hijo cuyo sueño velé con los ojos enrojecidos por la emoción de sus mejillas leves, con el regazo sacralizado por el reposo de su porvenir. Ya no puedo precisar si alguna vez te hablé de ellos. Tuve una joven esposa y un adorable niño a quienes abandoné por otro amor, el amor de mi odio, un amor más irracional que por ello, de manera insensata, juzgué más platónico, más excelso. No dejé de tenerles presentes, no dejé de adorarles ni un solo minuto de mi vida.
Es sólo que la saña, cuando es verdadera, derrumba los cimientos del hogar más sólido. La más desaforada pasión extramarital no es capaz de minar la institución familiar con tanta efectividad como el despliegue del odio, dotado de toda su parafernalia de espumarajos anímicos. Sólo la insoslayable necesidad de vengarme a mí mismo, sólo la necesidad incanjeable de ajusticiar a Moby Dick podía alejarme de ellos, y fue precisamente la realización de esa tarea, divina a la par que endiablada, la que tuvo que enfrentarse a mi condición de padre y marido. Venció, por desgracia. Era mi destino y tenía que suceder.
Recuerdo, sí, esas noches de textura idéntica a los días, esos días homologables a noches. Seguro que tú tampoco podrás olvidarlo mientras vivas. ¿Pudimos de hecho resistir ahí dentro doce días, o tal vez la acuciante necesidad de aire puro aceleró la percepción del tiempo en mi mente, conduciéndome a un cierto error por exceso? ¡Cómo apestaba la acumulación de pescado muerto, de algas apagadas, de plancton hacinado en la oscura gruta carnal entre cuyas paredes discurría —es un decir— nuestra vida! ¡Cómo atosigaba la negrura circundante, de qué modo desazonaba la absoluta ignorancia respecto al rumbo seguido por nuestro portador! ¡Qué pánico nos poseía cuando la criatura gustaba de efectuar bucles y giros en su ominosa ruta, lanzándonos despedidos de unas paredes a otras, volteándonos maliciosamente en un juego macabro y zahiriendo nuestros cuerpos! ¡Cuán molestos resultaban los movimientos sísmicos en que para nosotros se traducían sus eventuales, groseras, presuntas cópulas, que tal vez, últimamente suelo pensarlo, no eran sino masturbatorios frotamientos contra las profundidades oceánicas! ¿Recuerdas cuando hubimos de rescatarte bajo el peso del mástil de vuestra barca, arrancado por causa de uno de esos terremotos, motivados a su vez por el furor testicular del leviatán? Tu hijo resultó vital en la tarea de liberar tu cuerpo, sepultado bajo el palo mayor, antes de que el agua inundara tus pulmones, como también su privilegiado cerebro de alcornoque —valga la aparente sinrazón— devino fundamental en la idea que a la postre nos permitió alcanzar el exterior. Tu hijo. ¡Tu inefable hijo!
Tu hijo te idolatra, mi noble amigo. No lo pierdas nunca. No es de tu misma sangre, eso es cierto. No es de ninguna sangre, en realidad, puesto que no es plasma, sino savia vegetal, lo que por sus venas fluye. No es hijo de tu carne, no es hijo de tu placer. Es, por el contrario, hijo de algo más valioso: es hijo de tu trabajo. Como recompensa a tu abnegada laboriosidad, como premio también a tu capacidad creativa, quiso el Cielo retribuir tu compromiso con la belleza de las pequeñas cosas. De la madera hiciste un muñeco, y del muñeco nació la vida. Pese a los años transcurridos desde entonces, sigue sin ser bueno que el hombre esté solo, y por ello modernos adanes, cada cierto tiempo, son escogidos por el Creador para obrar en sus existencias milagros que desmientan el sindiós de la soledad. Obviando los molestos trámites de la costilla y la mujer, obviando también el engorroso paso de la procreación, quiso el Supremo Hacedor brindarte el definitivo don a que estos conducen: la paternidad. No cometas jamás, si aceptas un consejo de amigo, torpeza similar a la mía. No pierdas ese regalo incalculable.
Lo reitero: para vivir, Londres es un lugar tan inmejorablemente pésimo como cualquier otro. Cuenta en su haber con una ventaja que antes pasé por alto enumerar, un mérito de orden ambiental. Las nubes bajas, el tiempo lluvioso, la persistente neblina, armonizan de modo extraordinario con mi actual estado de ánimo. Porque puedo decir que un húmedo desinterés, una trágica abulia, una —si cabe la contradicción—doliente indiferencia se ha instalado en mi alma con el traicionero silencio con que el vapor de la niebla se adueña de la mañana. La densa niebla londinense, que anega las calles y siembra en los congojos una sensación de desarraigo aplastante, la niebla que se extiende en el espacio y el tiempo y parece advertirme que las limitaciones visuales que de ella se derivan van más allá del plano meramente físico, y se adentran también en lo anímico asfixiando la esperanza —ese polifémico ojo del alma—, se me antoja la humareda de un fabuloso tren que acaba de partir, que por siempre estará recién partido para siempre. Soy viejo.
Soy viejo y estoy cansado. Aquí acabaré mis lúgubres, mis necios días, amado Geppetto. Con una nueva pierna —de madera esta vez, en homenaje a tu hijo— y convertido en un profesional de la casquería, aguardo mi descanso, tan inmerecido como inexorable. Moby Dick no tuvo siquiera la gallardía de aniquilarme del todo. Me tragó de un sorbo, me escupió envuelto en moco y en criaturas marinas y me condenó a un lento final en una lenta ciudad, ciudad triste donde algún día —no lejano— exhalaré mi último suspiro. No pudo ser más cruel mi ancestral enemigo: ese último suspiro estará penetrado del fétido aroma de la mediocridad.
Algunas noches despierto sobresaltado, envuelto en una espiral móvil de silencio y lágrimas, de sangre y luz. En un primer momento, deslumbrado por un espanto clarificador, me asombro ante la estaticidad del suelo sobre el cual reposa mi lecho. ¿Dónde está el continuo movimiento al que las olas someten al barco, el vértigo adictivo que infunde el hallarse en alta mar? ¿Acaso no es este mi camarote? ¿Acaso no orzamos por enésima vez, en errática persecución del cetáceo? Cuando comprendo que todo eso ha acabado, que nunca volverá, que ese rumor que la noche trae desde lejos no corresponde a viento alisio alguno, sino a los terrenales sonidos con que el hampa callejera desvirtúa la quietud de la madrugada, experimento una almagama inextricable de hastío y ansia, la que define al hombre que ha descendido a las más negras mazmorras del alma, el hombre que las odia y las teme y las conjura, el hombre que no sabe vivir fuera de ellas.
Me alojo en una paupérrima pensión. La calle en la cual vivo, cuyo nombre puedes leer en el sobre, pertenece al más humilde suburbio londinense. No pasará mucho tiempo antes de que la endeble espina que me sustenta ceda definitivamente a la carcoma de mi vejez. He luchado demasiado; he padecido con creces; inmisericordemente he sido asaetado por la locura. Una mañana la mujer encargada de las tareas de limpieza entrará en mi habitación y me encontrará muerto. Encontrará el cadáver de este desgraciado viejo tullido. Tétrica, férreamente atrapada en la osamenta de mis dedos, encontrará acaso, como un postrero tesoro, el trozo de papel sobre el cual escribiste para mí vuestra dirección en Italia. Me contentaría con que me ayudaras a sustituir un único detalle en este austero cuadro fúnebre. Me contentaría con que me ayudaras a pintarlo de nuevo y dibujaras, presa en mis rígidos dedos, una carta de tu mano. Si tu hijo se aviene igualmente a escribir unas líneas, la felicidad será completa. Podré morir tranquilo. Me hicisteis tanto bien que preciso confirmar que nuestras vidas se tocaron, necesito una prueba gráfica de que representasteis algo más que el lado amable de mi enajenación. Necesito saber que existís. Necesito saber que estáis bien.
Con este ruego desesperado, y con el envío del más cálido abrazo, se despide de vosotros vuestro amigo fracasado, este turbio espectro en vida que responde al nombre de
Ahab
Erigen burdos copetes en la cúspide del devenir sensato de la vida, y en virtud de ellos te niegan. Con bocas entrelazadas por mucosas punzantes, te niegan a ti, que desde el alumbramiento de mis ojos has sido mi luz y mi norte, mi guía y mi voz caliente de honestidad, mi clave de justicia, mi crujido leve de prudencia. Te niegan, música nocturna y discreta de mi templanza, pentagrama latente y pequeño de mi amor al mundo.
Serpentean mi firmeza por presuntos vericuetos verbales de realismo barato y ponen en mi mano la brújula fraudulenta, la que precisa y exactamente te niega. Te niegan a ti, criatura modélica de filantropía vibrante, bisagra de las articulaciones cefálicas de Dios, susurro en la oscuridad forestal de légamos y formas engañosas. Te niegan. ¿Quieren sustituirte, quieren suplantar tu aliento cabal con sus vulgares graznidos, o simplemente pretenden desalojar por siempre el trono? ¿Se trata de un afán magnicida revestido de oropeles cuerdos, a través de los cuales puedo por fortuna vislumbrar la realidad? ¿O es tan sólo una trama urdida con el fin de obviarte? Son en todo caso transparentes a mis ojos, son plebeyamente transparentes y no me embriagan con sus cánticos de sentido común. Lejos de sentirme abrumado entre esa melodía de desagües digitales, sigo perpetuamente encaminado a ti, alumbrado por el chirriar de la ejemplar puerta, casto silbido diseñado a mi medida, por y para mí.
Te niegan y no debe inquietarte.
La simple gratitud derivada de tu entrega, de tu empeño en velar desde el primer pestañeo el sueño de mis noches y mis días, bastaría para sostenerte frente al tañer de sus zafias cuerdas. Las esgrimen contra ti, blandiendo sus acordes incandescentes como pujantes uñas verificables. Sólo por gratitud las esquivaría. Pero hay algo más que justa correspondencia a tus desvelos, no sólo el corazón se guarece ante sus furibundos y muy documentados acorralamientos, sus muy empíricos arietes demostrados. También el cerebro se parapeta tras luciérnagas que desestiman sus intentos, los deslegitiman y deshacen, deshielan y quebrantan y así hasta que desistan. Te sigo fiel por sentimiento y convencimiento. Mil veces pueden negarte, sutil, agazapado salmo de rectitud inmarchitable. No me preocupan, amigo. No te preocupen tampoco a ti.
Pupilas que han presenciado fabulosos quiebros a las leyes de Natura parecen hoy circunscritas, de nuevo, al halo grisáceo de lo cotidiano. Cerebros ya acomodados al filo de lo fabuloso escamotean migajas fulgurantes a ese lado del espejo, el que un día hubieron de reconocer como el original, el que hoy —sorpresivamente— es relegado como antaño al papel de mera imagen. En la noche de los tiempos se conformaron con platónicos reflejos cavernarios y a la noche de los tiempos retornan, tan pertinaz parece ser el efecto imanante de la profundidad de la gruta. Hasta quienes un día desestalagmitizaron entelequias se ven hoy abocados, nuevamente, a muros insuperables de raciocinio, como si ni siquiera imponiéndose en la salud pavimentada de tierra firme pudiera la fantasía real abrirse paso hacia bajo contra entre hasta según sobre a la realidad fantástica. Cómo semejante proceso ha podido obrarse en sus almas, lo ignoro. Pero no temas un posible efecto de contagio. Cuantas veces me equivoqué, cuantas veces erré en la selección de métodos, tú vaciaste en mi oído un ajustado consejo que, tierno e insoportable, me impelía a rectificar. Sabe ahora, sabe aquí y ahora y por siempre, rector de mis jornadas, aspersorio faro de centellas en la tormenta barroca de mi espíritu, que de hoy en adelante y hasta el fin truncaré cada salaz «no existe» en ardiente y purificador «no existo» para que de este modo, contraviniendo por sistema sus reglas, todo intento de negarte por parte de ellos redunde en un nuevo peldaño furibundo, una emergente nueva etapa en el convencimiento de que son ellos, rigurosamente ellos, los prescindibles, los ya de hecho y hace mucho tiempo prescindidos.
Ingolstadt, 17 de marzo de 17…
A la señorita Elizabeth Lavenza
Amada Elizabeth:
Vayan por delante mis disculpas por no haberte escrito antes. Incluso la pluma que sostengo parece participar de la vergüenza que me embarga y se muestra tímida en su modo de asomarse al tintero, medrosa al enfrentar el pliego de papel. De sobra sé que debiera haberte dedicado más atención en las últimas semanas. ¿Semanas? ¡Dios mío!
Haciendo ahora improvisado recuento, descubro para mi propio descrédito que han transcurrido meses desde mi última carta. No sé si tengo derecho a suplicar tu perdón, mi adorada prima. Cifro mi esperanza en tu indulgencia en el carácter absorbente y aun obsesivo de la tarea a la que he estado entregado en los últimos tiempos, tarea cuyo desarrollo extenuante y asombrosas consecuencias me dispongo a referirte ahora. He dudado si contártelo y he sufrido en esa duda. Mi vida, empujada a una vorágine enloquecedora que yo mismo he impuesto a mis días, ha descrito un vuelco radical. Estoy confuso, Elizabeth, confuso y conmocionado. Mi corazón parece sumido en una honda consternación, causada por los abominables frutos de mi empeño. Mi conciencia, por su parte, se dirige desbocada al abismo del horror. Es precisamente ese estado de desesperación el que me ha convencido: debía escribirte. Debía buscar en tu acrisolada prudencia el consejo necesario en estos momentos desangelados, cuando mi alma no alberga más que un sinfín de turbios presagios y sordos lamentos. Compungido y temeroso, trémulo y abatido, no quiero observar pero observo la hueste de sombras que, a consecuencia de la obra realizada, se cierne sobre mi porvenir y hasta —no lo juzgues pretencioso o desmedido— sobre el porvenir del Hombre. Será difícil que creas lo que me afanaré en narrarte. El temor a que me tomes por loco me ha mantenido maniatado en lo que respecta a mantener contigo una comunicación sincera, pues una verídica relación de los hechos bien podría —pensaba— moverte a poner mi cordura en tela de juicio. Finalmente he resuelto contártelo todo. Eres, mi querida Elizabeth, una de las dos únicas personas a quienes podría confiar la verdad. La otra sería mi padre, pero estoy en condiciones de afirmar que incluso a él superas en la jerarquía de mis afectos. Sólo me resta, antes de iniciar el desglose de mis avatares, formular mi último ruego: Elizabeth, debes creer lo que vas a leer.
Respecto a la naturaleza de los experimentos a que he estado consagrado en la última etapa de mi vida, básteme decirte, de entrada, que se centran en las posibles consecuencias derivadas de la interacción entre energía eléctrica y materia inerte. ¡Qué diablos! ¿A qué viene sustentar estas reservas cuando mi intención, por mucho que la pluma zozobre, es hacerte partícipe de la entera verdad? Expresémoslo sin ambages. He pasado los últimos meses de mi vida encerrado en un sórdido laboratorio, empleando noches y días en el desatinado afán de brindar vida a la materia inerte, utilizando para ello energía eléctrica. Desatinado afán he escrito y lo mantengo, aunque no por su carácter utópico, sino más bien por la realidad infausta que (ahora comprendo) el logro de ese hito podría acarrear. No por su carácter utópico he escrito y lo mantengo también, pues no creo necesario demorar por más tiempo el hacerte saber que lo he conseguido. Yo, tu dilecto primo, tu compañero de juegos de la infancia, he sido capaz de animar el corazón de un muerto, he descubierto la veta de la inmortalidad. No me duelen prendas en reconocer de entrada que los primeros esfuerzos científicos realizados se revelaron infructuosos en ese sentido, haciéndose necesaria la explotación de (llamémoslas así) vías subsidiarias que también te detallaré.
Sí, mi bien amada Elizabeth, yo lo he conseguido. Epígono del Creador, sucedáneo del Hacedor Supremo, he transmitido la corriente de la vida a miembros que ya aceptaban, con la aciaga resignación de las piedras o los muebles, su categoría inanimada. Ojos, dedos, pómulos clausurados por el óbito han recobrado por mi mediación el hálito de antaño. Y no pienses que me siento orgulloso de ello, antes bien me estremezco ante los que imagino desoladores acontecimientos derivados de mi acto.
¡Idolatrada Elizabeth! Debes de sentirte confusa, aterrorizada incluso, al enfrentarte a estas primeras líneas de mi carta. Ojalá pudiera adjuntar a esta, bajo el mismo sobre, pruebas irrefutables de mi testimonio. O acaso me conformara con poder explicártelo todo frente a frente, mirando tus dulces ojos, de tal suerte que tú pudieras encontrar en los míos el refulgir inequívoco de la verdad, que pudieras verificar en mi voz, en mi ánimo maltrecho y sin embargo firme, en la acostumbrada calidez de mi abrazo, que soy el Víctor de siempre, que ningún acceso de demencia o desvarío desbarata la credibilidad de mis palabras. Aunque he contemplado cosas que bien pudieran haber atrofiado mi entendimiento por efecto del espanto, sigo —créeme— en mi sano juicio. Me atrevo a sugerirte, tierna Elizabeth, que prosigas la lectura de mi relato por más que este te resulte inverosímil, por más que la hipótesis de mi locura cobre un sesgo favorable. Poco, salvo remitirme al hombre que siempre conociste, puedo alegar a favor de la plena estabilidad de mis facultades mentales.
Tampoco puedo engañarte respecto a mis motivaciones. Si la angustia atravesada en los últimos tiempos hubiera dejado en mi espíritu algún poso de mi vieja fatuidad de hombre de ciencia, atribuiría a un talante altruista la realización de experimentos tan macabros. Pero la desesperación, noble prima, trunca de cuajo todo atisbo de engolamiento. No era el deseo de convertirme en benefactor del género humano lo que me inclinó a afrontar el empeño de devolver la vida a los muertos. Seamos sinceros: anhelaba sin más la gloria vacua, el oropel sedoso de la posteridad. Llevado de ese fútil deseo construí para mis pruebas en el laboratorio una criatura semihumana, un monstruo repulsivo de estatura desproporcionada y rasgos horrísonos. La cuestión de la estatura tiene una explicación lógica: el trabajar con miembros gigantescos, con enormes vísceras y tejidos y cartílagos, me otorgaba una mayor maniobrabilidad. En cambio, el asunto de los rasgos pavorosos es achacable, lo reconozco, a simple dejadez. Diseñar, dar forma e infundir vida a una masa de músculos y huesos de más de ocho pies de altura es tarea demasiado ardua para intentar conciliarla con criterios estéticos, más propios del escultor afanado en maximizar la belleza que del hombre de ciencia con sus pragmáticos desvelos. No puse (lo admito) mucho interés en crear un ser bien parecido; tan exigente es el Arte con sus elevadas encomiendas que cuando desaparece toda prioridad por satisfacerlas la balanza se inclina abrumadoramente al lado opuesto.
Aquella noche, veíame el destino encerrado en un laboratorio junto a aquel nauseabundo pseudohombre que había manufacturado y al cual me proponía dar vida. No procede que me extienda en pormenores acerca del procedimiento seguido para fabricar aquella criatura, básicamente integrada por despojos de otras. Allí estaba yo, en cualquier caso. Allí estaba yo, encerrado en ese húmedo laboratorio con la sola compañía de cinco o seis cucarachas, la criatura que las superaba en términos de repugnancia y los artefactos mecánicos destinados a avivar en su anatomía el fuego fatuo de la vida. Hallábase el monstruo tendido sobre el camastro, muerto y sin embargo impregnado de vida latente. A consecuencia de su enorme estatura, los brazos desplomados alcanzaban a tocar el suelo con los dedos; las piernas, abiertas a ambos lados del catre, permitían a las descomunales plantas de los pies posarse dócilmente sobre las baldosas gélidas. Iluminado por siete haces oblicuos de luz nocturna y azulada, que se proyectaban sobre su fisonomía con una textura espectral, su fornido tórax, de dimensiones enormes, semejaba el casco de un barco volcado en alta mar bajo el brillo ciego de las estrellas. Era una noche clara, seca, terrible, nueva. El monstruo, tumbado boca arriba, completamente desnudo, yacía lánguidamente, como una planta desmadejada o una marioneta desprovista de mano interior. Al trasluz añil del cauce luminoso que se filtraba por la ventana, su piel verdosa cobraba un color incierto. Yo lo miraba como hipnotizado, en una mezcla inextricable de náusea y fascinación. Aunque intuía tácitos cataclismos, agazapados y lentos apocalipsis, abrigaba la esperanza de verificar el primer signo de vida en sus ojos como el niño aguarda el advenimiento de la Navidad, con la misma ingenuidad, con idéntica impaciencia. La promesa de la posteridad superaba con creces cualquier escrúpulo moral, y a la pregunta obligada —referente a posibles efectos secundarios de un eventual éxito— sólo podía oponerse la certidumbre de que el éxito era en sí demasiado seductor para escudriñar la respuesta. Imaginaba mi nombre escrito en los libros de Historia de la Ciencia, casi podía leer el párrafo donde se relataba aquella noche memorable. La noche en la cual el doctor Víctor Frankenstein relegó a Dios al papel de mero precursor de Víctor Frankenstein. No, querida Elizabeth, no me he vuelto loco, y desde mi cordura te suplico que continúes leyendo.