Kitabı oku: «Relación y amor», sayfa 2

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«Posiblemente todos estos factores influyan, pero ¿tanta importancia tienen? Por supuesto que podemos seguir analizando indefinidamente, describiendo la causa, pero ¿solucionaremos así la separación entre la mente y el corazón? Eso es lo que quiero saber. He leído algunos libros de psicología y nuestra propia literatura antigua, y nada me apasiona realmente. Por eso he venido a verle, aunque tal vez sea ya demasiado tarde para mí.»

¿Le interesa de verdad que estén unidos la mente y el corazón? ¿De verdad no está satisfecho con sus capacidades intelectuales? Quizás el problema de cómo unir la mente y el corazón sea sólo teórico. ¿Por qué le preocupa que se logre esa unión? En realidad, su preocupación nace del intelecto, ¿no es así?; no surge de un verdadero dolor ante el deterioro de sus propios sentimientos. Ha dividido la vida en intelecto y corazón, y está verbalmente preocupado porque observa de manera intelectual cómo su corazón va secándose. ¡Déjelo que se seque! Intente vivir sólo en el plano del intelecto. ¿Es eso posible?

«No es que no tenga sentimientos.»

Pero… ¿no son esos sentimientos en realidad sentimentalismo, pura autocomplacencia emocional? Sin duda, ése no es el sentir del que estamos hablando. Lo que estamos diciendo es: muera al amor; ¡qué importa! Viva por completo con su intelecto y con sus manipulaciones verbales, con sus astutos razonamientos; porque si realmente vive así, ¿qué sucede? Lo que está haciendo es oponerse a la destrucción de ese intelecto que tanto venera, porque toda destrucción trae multitud de problemas. Posiblemente, al ver el efecto que tienen las actividades intelectuales en el mundo –las guerras, la competitividad, la arrogancia que genera el poder–, sienta miedo de lo que pueda suceder, sienta miedo de la falta de esperanza y de la desesperación del ser humano.

mientras exista esta división entre los sentimientos y el intelecto, uno dominará al otro, forzosamente uno destruirá al otro; no hay un puente que pueda unirlos. Es posible que haya escuchado estas charlas durante muchos años y, tal vez, haya hecho grandes esfuerzos para unir la mente y el corazón, pero ese esfuerzo es de la mente y, por tanto, la mente domina el corazón. El amor no pertenece a ninguno de los dos, porque el amor no tiene la peculiaridad de dominar. El amor no es algo creado por el pensamiento ni por el sentimiento; no es una palabra del intelecto o una respuesta sensorial. Cuando dice: «Necesito sentir amor y para conseguirlo tengo que cultivar el corazón,” en realidad lo que cultiva es la mente y así mantiene siempre a ambos separados; no se puede salvar el abismo que los separa y unirlos con una intención interesada. El amor está al comienzo, no al final de cualquier intento.

«Entonces, ¿qué he de hacer?»

Ahora sus ojos brillaban más; había un movimiento en su cuerpo. miró por la ventana y empezó lentamente a enardecérsele el ánimo.

No puede hacer nada. ¡olvide todo eso! Simplemente escuche; vea la belleza de esa flor.

CAPÍTULO 4

La meditación es la manifestación de lo nuevo. Lo nuevo está más allá y por encima del pasado repetitivo; la meditación es el final de esa repetición. La muerte que la meditación trae es la inmortalidad de lo nuevo. Lo nuevo no se halla dentro del área del pensamiento, y la meditación es el silencio del pensamiento.

La meditación no es un logro personal, no consiste en retener una visión, ni es la excitación producto de las sensaciones. Es como el río que, indómito, fluye rápido y rebasa sus márgenes. Es música sin sonido; no puede ser domesticada ni utilizada. La meditación es el silencio en el cual, desde el mismo principio, el observador ha cesado.

El Sol aún no había salido y a través de los árboles podía verse el lucero del alba. Había un silencio realmente extraordinario; no era el silencio que hay entre dos sonidos o entre dos notas, sino el silencio que existe sin razón alguna, el silencio que debió existir en los inicios del mundo. Y ese silencio llenaba todo el valle y los montes.

Los dos grandes búhos, llamándose uno al otro, no perturbaban ese silencio, y un perro que a lo lejos ladraba a la Luna aún visible, formaba parte de aquella inmensidad. El rocío era muy denso y el Sol sobresalía por encima del monte, lanzando destellos de innumerables colores y bañándolo todo con el resplandor de sus primeros rayos.

Las delicadas hojas de la jacarandá estaban cargadas de rocío y los pájaros venían a ella a darse su baño matinal, agitando las alas para que el rocío de las delicadas hojas humedeciera sus plumas. Los cuervos graznaban con su peculiar insistencia, saltando de una rama a otra e introduciendo bruscamente la cabeza entre las hojas, agitando las alas y acicalándose. Alrededor de media docena de ellos estaban posados sobre una gruesa rama y había muchos otros pájaros dispersos por el árbol, tomando su baño matinal.

El silencio se expandía y parecía ir más allá de los montes. Se escuchaba el habitual alboroto de los niños, sus gritos y sus risas; y la granja empezaba a despertar.

Iba a ser un día frío y ahora la luz del Sol cubría los montes. Eran montes muy viejos, probablemente los más viejos del mundo, con rocas de formas fantásticas que parecían haber sido cinceladas con gran esmero, colocadas una en equilibrio sobre otra; y ni el viento ni golpe alguno podía moverlas de su equilibrio.

Era un valle muy alejado de los pueblos y la carretera que lo atravesaba conducía a otra aldea; estaba llena de baches y no había automóviles ni autobuses que turbaran la ancestral quietud de aquel lugar. Transitaban por ella carretas de bueyes, pero su movimiento formaba parte de los montes. Se veía el lecho seco de un río, que sólo llevaba agua cuando llovía en abundancia, y su color era una mezcla de rojo, amarillo y castaño. Él también parecía moverse con los montes; y los aldeanos, que caminaban en silencio, se asemejaban a las rocas.

El día transcurrió lentamente y hacia el final del crepúsculo, mientras el Sol se ocultaba tras los montes del oeste, el silencio que venía de muy lejos se extendía sobre los cerros, a través de los árboles, cubriendo los pequeños arbustos y la vieja higuera sagrada (el baniano). A medida que las estrellas empezaban a brillar, el silencio iba haciéndose cada vez más intenso; apenas podía uno soportarlo.

Se apagaron las pequeñas lámparas de la aldea, y, con el sueño, la intensidad del silencio se hizo aún más profunda, más amplia, e increíblemente poderosa. Incluso los montes se volvieron más silenciosos, porque también ellos habían interrumpido sus murmullos, su movimiento, y parecían haber perdido su peso inmenso.

Dijo que tenía 45 años; iba impecablemente vestida, con un sari, y llevaba varias ajorcas en las muñecas. El hombre mayor que la acompañaba dijo que era su tío. Nos sentamos los tres en el suelo, frente a un gran jardín en el que crecían un baniano, algunos mangos, una buganvilla de color muy vivo y varias palmeras aún jóvenes. Ella estaba muy triste; movía las manos inquietamente e intentaba no deshacerse en palabras y, quizás, en lágrimas. Su tío dijo: «mi sobrina y yo hemos venido para hablar con usted. Su esposo murió hace unos años y poco después perdió a un hijo; desde entonces no deja de llorar y ha envejecido terriblemente. No sabemos qué hacer. Los consejos médicos habituales no han servido de mucho; está adelgazando y creo ha perdido interés en sus otros hijos. No sabemos dónde acabará todo esto y ella ha insistido en que viniéramos a hablar con usted».

«Perdí a mi esposo hace cuatro años. Era médico y murió de cáncer, pero nunca me lo dijo y, más o menos, hasta el último año no me enteré de su enfermedad. Sufría terriblemente, a pesar de la morfina y otros sedantes que los médicos le suministraban. Ante mis propios ojos se fue consumiendo hasta morir.»

Casi asfixiada por sus propias lágrimas, guardó silencio. Posada en una rama había una paloma arrullándose pacientemente. Era de color gris oscuro, con la cabeza pequeña y el cuerpo grande –relativamente grande, claro, puesto que no dejaba de ser una paloma–. De pronto emprendió el vuelo y la rama osciló de arriba abajo por la presión del inicio del vuelo.

«Aunque parezca incomprensible, no puedo soportar esta soledad, esta existencia que carece de sentido sin mi esposo. Amaba a mis tres hijos –un niño y dos niñas–, y un día, el año pasado, mi hijo me escribió desde la escuela contándome que no se sentía bien; y poco después el director me telefoneó para decirme que había muerto.»

En este instante empezó a sollozar sin poder controlarse. A continuación mostró la carta del niño, donde expresaba su deseo de regresar a casa porque se sentía enfermo, y expresaba sus mejores deseos de que ella se encontrara perfectamente. Explicó que el niño se mostraba preocupado por ella; de hecho no quería ir al colegio, sino permanecer a su lado; pero ella, de alguna manera, lo había obligado a irse, temerosa de que su dolor pudiera afectarle. Ahora ya era demasiado tarde. Las dos niñas, añadió ella, no tenían plena conciencia de todo lo sucedido porque eran muy pequeñas. Súbitamente exclamó: «No sé qué hacer. Esta muerte ha sacudido mi vida hasta los cimientos. Porque, como si de una casa se tratara, construimos con mucho esmero nuestro matrimonio, pensando que tenía una base de sólidos cimientos, pero ahora este terrible suceso lo ha destruido todo».

Su tío debía de ser un hombre creyente, un tradicionalista, pues añadió: «Dios le ha enviado esta pena; pero, aunque ella ha cumplido todas las ceremonias necesarias, no le ha servido de nada. Yo personalmente creo en la reencarnación, pero eso no es ningún consuelo; no quiere ni oír hablar del tema, porque para ella nada tiene ya sentido; no hay forma posible de ayudarla».

Estuvimos allí sentados en silencio durante un rato. El pañuelo de la mujer estaba completamente empapado, de manera que sacamos uno limpio del armario, para que pudiera secar las lágrimas de sus mejillas. La buganvilla roja asomaba por la ventana y la brillante luz del Sur reposaba en todas sus hojas.

¿Quiere realmente hablar de esto, llegar hasta su misma raíz? ¿o busca sólo alguna explicación, algún razonamiento que la reconforte, algunas palabras satisfactorias que le hagan olvidar su dolor?

Ella contestó: «me gustaría examinarlo con detenimiento, pero no sé si dispongo de la capacidad o la energía para enfrentarme a lo que seguidamente quiere plantearme. Cuando mi esposo vivía solíamos venir a algunas de sus charlas, pero ahora puede que me resulte difícil entender sus palabras».

¿Por qué sufre? No me dé una explicación, eso sólo sería una interpretación verbal de su sentimiento y no el hecho real. Cuando hagamos una pregunta, no conteste, por favor; simplemente escuche y trate de encontrar la respuesta por sí misma. ¿Por qué existe en todos los hogares, ricos y pobres, en todos los seres humanos, desde el hombre más poderoso de la Tierra hasta el mendigo, el dolor ante la muerte? ¿Por qué sufre realmente? ¿Es por su esposo o es por sí misma? Si llora por él, ¿pueden sus lágrimas ayudarle? Él se ha ido para siempre y, haga lo que haga, no conseguirá que regrese, ni lágrimas ni creencias ni ceremonias ni dioses pueden devolverle la vida. Es un hecho que debe aceptar; no puede hacer nada. Pero si llora por sí misma, porque se siente sola, por su vida vacía, por los placeres sensuales de que disfrutaba y por la compañía de su esposo, entonces llora por su propia vacuidad y por la lástima que siente de sí misma, ¿no es cierto? Quizás, por primera vez se dé cuenta de su propia pobreza interior. Si me permite decirlo, sin ningún ánimo de ofender, puso todas sus esperanzas en su esposo, y esa entrega le dio comodidad, satisfacción y placer, ¿verdad? Todo lo que siente ahora –la sensación de pérdida, la agonía de la soledad y de la ansiedad– es una forma de lástima por sí misma, ¿no es así? obsérvelo, por favor. No se resista bloqueando su corazón y diciendo: «Amaba a mi esposo y en ningún momento pensé en mí misma; quería protegerlo, aunque a menudo trataba de dominarlo; pero todo lo hacía por su bien y nunca pensé en mí misma». Así pues, ahora que él se ha ido, ¿no es cierto que se da cuenta de su verdadera condición? La muerte de su esposo la ha sacudido y le ha mostrado el verdadero estado de su corazón y de su mente. Puede que no quiera afrontarlo, que lo rechace por miedo; pero si observa un poco más, verá que llora por su propia soledad, por su propia pobreza interior, es decir, por la lástima que siente de sí misma.

«Es usted un poco cruel, ¿no le parece, señor? –dijo ella–. He venido a verle buscando verdadero consuelo, y… ¿qué es lo que me está dando?»

Una de las ilusiones que tiene la mayoría de la gente, es creer que existe tal cosa como el consuelo interior, que alguien puede darle ese consuelo, o que uno puede encontrarlo. Siento decirle que tal cosa no existe. Si lo que busca es consuelo, vivirá presa en la ilusión y, cuando esa ilusión desaparezca, se sentirá triste porque dejará de tener el consuelo. Por tanto, para comprender el dolor o para superarlo, tiene que ver realmente lo que está sucediendo en su interior; no ocultarlo. Señalar todo esto no es crueldad, ¿no le parece? No es algo deshonroso de lo cual deba avergonzarse. Cuando lo vea todo con auténtica claridad, entonces lo soltará inmediatamente, sin un rasguño, sin mancha, renovada, intacta de cualquier acontecimiento de la vida. La muerte es inevitable para todos nosotros; nadie puede escapar de ella. Tratamos de buscar cualquier tipo de explicación, de encontrar apoyo en toda clase de creencias con la esperanza de trascender la muerte, pero hagamos lo que hagamos, la muerte es una realidad que está siempre a la vuelta de la esquina; puede que aparezca mañana o al cabo de muchos años, pero siempre esta ahí, presente. Uno tiene que aceptar este hecho inmenso de la vida.

«Sin embargo…,” interrumpió su tío; y empezó a explicar la creencia tradicional en el atman, en el alma, en esa entidad permanente que continúa. Ahora se encontraba en su elemento, en ese camino tan frecuente plagado de sagaces argumentos y citas. Bruscamente, se había sentado erguido y se podía apreciar en sus ojos el grito de la batalla, la batalla de las palabras; habían desaparecido de él la simpatía, el afecto y la comprensión; se hallaba en su sagrado terreno de la creencia y de la tradición, apisonado por el fuerte peso del condicionamiento. «Sin embargo, ¡el atman está en cada uno de nosotros! Renace y continúa hasta darse cuenta de que es Brahman; y tenemos que pasar por el dolor para llegar a esa realidad, porque vivimos en la ilusión, el mundo es una ilusión; pero sólo hay una realidad.»

¡Y ahí terminó! Ella me miró sin prestarle mucha atención; pero su rostro empezaba a mostrar una sonrisa amable, y ambos nos pusimos a mirar a la paloma que había regresado y a la resplandeciente buganvilla roja.

No hay nada permanente en la Tierra ni en nosotros. El pensamiento puede dar continuidad a cualquier cosa en la que piense; puede dar continuidad a una palabra, a una idea, a una tradición, puede creerse a sí mismo permanente, pero ¿lo es? El pensamiento es la respuesta de la memoria y, ¿es permanente la memoria? Puede construir una imagen y darle a esa imagen continuidad, permanencia, llamándole atman o lo que sea; puede recordar el rostro del esposo o de la esposa y aferrarse a él; sin embargo, todo esto es la actividad del pensamiento; es el pensamiento quien crea el miedo, y, de ese miedo, nace la urgencia de tener lo permanente, miedo de no tener mañana el sustento o el abrigo necesario, el miedo a la muerte. Este miedo es producto del pensamiento, y Brahman también lo es.

Entonces su tío replicó: «La memoria y el pensamiento son como una vela; uno la apaga y la prende de nuevo; olvida y luego recuerda otra vez; se muere y renace de nuevo en otra vida. La llama de la vela es la misma y a la vez no lo es. De modo que en la llama hay cierta clase de continuidad».

Pero la llama que se apagó no es la llama nueva. Tiene que terminar lo viejo para que lo nuevo nazca. Si hay una constante continuidad modificada, entonces nunca hay nada nuevo. Los miles de ayeres no pueden renovarse; incluso la vela misma se consume. Todo tiene que terminar para que lo nuevo sea.

Ante esto, y no pudiendo hacer uso de citas, de creencias o de dichos ajenos, la actitud del tío fue la de retraerse y quedarse callado, totalmente desconcertado y un tanto furioso, porque se había desenmascarado a sí mismo y, al igual que su sobrina, no quería enfrentarse al hecho.

«No me interesa nada de esto –dijo ella–, soy terriblemente infeliz; he perdido a mi esposo, a mi hijo, y me quedan estas dos niñas, ¿qué he de hacer?»

Si de verdad le importan sus dos hijas, no puede vivir interesada en sí misma y afligida por su desgracia; tiene que velar por ellas, educarlas debidamente, y no contentarse con ofrecerles la mediocridad acostumbrada. Pero si sigue obsesionada por la lástima que se tiene a sí misma, a lo cual llama “amor a su esposo,” y vive encerrada en su dolor, entonces está destruyendo también a sus dos hijas. Consciente o inconscientemente, todos somos unos perfectos egoístas y, mientras obtengamos lo que queremos, creemos que todo está bien. Pero en el momento en que un acontecimiento destruye lo que hemos construido, gritamos desesperados esperando encontrar un nuevo consuelo que, por supuesto, de nuevo volverá a ser destruido. De manera que éste es el proceso que continuará funcionando, y si quiere seguir atrapada en esta secuencia repetitiva, sabiendo perfectamente cuáles son sus consecuencias, entonces, ¡adelante! Pero si ve lo absurdo que es todo eso, entonces de forma natural dejará de llorar, dejará de aislarse, y vivirá junto a sus hijas con una nueva luz y con una sonrisa en el rostro.

CAPÍTULO 5

El silencio posee muchas cualidades. Existe el silencio entre dos ruidos, el silencio entre dos notas, y el silencio que se expande en el intervalo entre dos pensamientos. Existe, también, un silencio peculiar, sosegado, penetrante, que emana de un atardecer en el campo; está el silencio a través del cual se oye el ladrido de un perro que llega desde la distancia, o el silbido de un tren según va subiendo la pendiente; existe el silencio de una casa cuando todo el mundo duerme, y su peculiar intensidad cuando uno se despierta a medianoche y escucha el grito del búho en el valle; así como el silencio que precede a la respuesta de la hembra del búho. Está el silencio de una vieja casa desierta, el silencio de una montaña, y el silencio que comparten dos seres humanos cuando ambos han visto lo mismo, han sentido lo mismo, y han actuado.

Esa noche, y particularmente en aquel valle lejano con sus antiquísimas montañas y sus rocas de formas caprichosas, el silencio era tan real como la pared que uno tocaba. Por la ventana se veían las resplandecientes estrellas y el silencio no era autogenerado, ni era debido a que la tierra estuviera tranquila y los aldeanos dormidos, sino que venía de todas partes: de las estrellas distantes, de aquellos oscuros montes, y de la propia mente y el corazón de uno. Era un silencio que parecía cubrirlo todo, desde el diminuto grano de arena del lecho del río – que sólo sabía del agua cuando llovía–, hasta el alto y anchuroso baniano, junto con la leve brisa que empezaba a soplar. Hay un silencio de la mente que ni el ruido ni el pensamiento o el viento pasajero de la experiencia pueden tocar. Este silencio es inocente y, por tanto, infinito. Cuando existe ese silencio en la mente surge de él una acción, y esa acción no genera confusión ni desdicha.

La meditación de una mente que está en completo silencio es la bendición que el ser humano siempre ha buscado. Ese silencio contiene todas las cualidades del silencio. Existe ese extraño silencio que reina en un templo o en una ermita vacía y perdida en un lugar recóndito lejos del ruido de turistas y adoradores; y el pesado silencio que yace sobre las aguas y que forma parte de aquello que está lejos del silencio de la mente.

La mente meditativa contiene todas estas variedades, cambios y movimientos del silencio. Ésa es la mente de verdad religiosa; y el silencio de los dioses es el silencio de la Tierra. La mente meditativa fluye en ese silencio y el amor es la forma como se expresa. En ese silencio hay alegría y bienaventuranza.

De nuevo regresó el tío, esta vez sin la sobrina que había perdido al esposo. Llegó vestido con mayor esmero y también más preocupado e inquieto; su rostro se había ensombrecido a causa de la tristeza y la ansiedad. El suelo donde nos sentamos era duro y la buganvilla roja nos contemplaba a través de la ventana. La paloma vendría probablemente un poco más tarde; acostumbraba a llegar alrededor de esta hora de la mañana y se posaba siempre en la misma rama, de espaldas a la ventana, con la cabeza señalando hacia el Sur, y su arrullo entraría suavemente por la ventana abierta.

«me gustaría hablar acerca de la inmortalidad y de la perfección de la vida a medida que ésta evoluciona hacia la realidad última. A juzgar por lo que dijo el otro día, usted tiene una percepción directa de la verdad y nosotros que no la tenemos, sólo creemos en ella; no sabemos realmente nada sobre el atman y lo único que conocemos es la palabra. El símbolo se ha convertido para nosotros en lo real y cuando se clarifica realmente lo que es el símbolo –como hizo el otro día– nos sentimos atemorizados. Sin embargo, a pesar de este miedo nos aferramos al símbolo, porque en realidad no sabemos nada excepto lo que nos han dicho, lo que los maestros anteriores nos han enseñado y, por eso, llevamos siempre a cuestas el peso de la tradición. De modo que, en primer lugar, quisiera descubrir por mí mismo si existe esta “realidad” que es permanente, esta “realidad” –como quiera que uno la llame: atman o alma– que continúa después de la muerte. No le temo a la muerte, me he enfrentado a la muerte de mi esposa y de algunos de mis hijos, pero me preocupa este atman como realidad. ¿Existe en mí esta entidad permanente?»

Cuando hablamos de permanencia, nos referimos a algo que continúa a pesar del constante cambio que sucede a su alrededor, a pesar de las experiencias, a pesar de todas las ansiedades, tristezas y barbaridades; nos referimos a algo que es imperecedero, ¿no es cierto? En primer lugar, ¿cómo puede uno descubrirlo? ¿Puede eso buscarse por medio del pensamiento, por medio de las palabras? ¿Es posible encontrar lo permanente por medio de lo que no es permanente? ¿Puede buscarse lo inmutable utilizando aquello que está constantemente cambiando, o sea, el pensamiento? El pensamiento puede dar permanencia a una idea, ya sea el atman o el alma, y decir: «Esto es lo real,” porque el pensamiento engendra el miedo al cambio constante y, de ese miedo, nace el deseo de buscar algo permanente –una relación permanente entre dos seres humanos, una permanencia en el amor.

Pero el pensamiento en sí mismo es efímero, es cambiante y, por tanto, cualquier cosa que invente como algo permanente, será igual que él, efímera. Puede aferrarse a un recuerdo durante toda la vida y considerarlo permanente, y luego querer saber si después de la muerte tendrá continuidad; pero es el pensamiento el que al aferrarse a ese recuerdo crea todo eso, le da continuidad y permanencia al alimentarlo día tras día. La permanencia es la mayor de las ilusiones, porque el pensamiento vive en el tiempo, y sigue recordando hoy y mañana aquello que experimentó ayer; así es como nace el tiempo, la permanencia del tiempo, y la permanencia que el pensamiento le ha dado a la idea de alcanzar algún día la verdad. El miedo, el tiempo, el logro, el eterno devenir son todo producto del pensamiento.

«Pero ¿quién es el pensador, el pensador que tiene todos estos pensamientos?»

¿Existe realmente el pensador o existe sólo el pensamiento que crea al pensador y, una vez creado, inventa lo permanente: el alma, el atman?

«¿Quiere decir que uno deja de existir cuando no piensa?»

¿No le ha sucedido alguna vez, de forma natural, que se encuentra en un estado en el cual el pensamiento está por completo ausente? Cuando eso sucede, ¿es consciente de que el pensador, el observador, el experimentador, es uno mismo? El pensamiento es la respuesta de la memoria y el conjunto de recuerdos es el pensador. Pero cuando no hay pensamiento, ¿existe acaso un “yo,” en torno al cual hacemos tanto ruido y alboroto? No me refiero a la persona que se halla en estado de amnesia, ni a la que vive en un ensueño diario o aquella que controla el pensamiento para silenciarlo, sino a una mente que está por completo despierta y atenta. Si no hay pensamiento ni palabra, ¿no tiene la mente una dimensión del todo diferente?

«Por supuesto que es muy diferente cuando el “yo” no actúa, cuando no se reafirma, pero esto no significa necesariamente que el “yo” no exista simplemente porque no esté activo.»

¡Desde luego que existe! El “yo,” el ego, el conjunto de recuerdos existe. Sólo vemos que existen cuando reaccionamos a un reto, pero están siempre en nosotros –quizás latentes o en suspenso– esperando la próxima oportunidad para reaccionar. Un hombre codicioso está ocupado la mayor parte del tiempo en su codicia; puede que en ciertos momentos la codicia esté inactiva, pero sigue estando presente.

«¿Y cuál es esa entidad activa que se expresa en la codicia?»

Sigue siendo la codicia; no hay separación entre ambas.

«Comprendo perfectamente a lo que llama el ego, el “yo,” con sus memorias, sus codicias, con sus reafirmaciones de sí mismo y toda clase de exigencias, pero ¿no existe nada a excepción de este ego? Si el ego deja de existir, ¿quiere decir que sólo hay inconciencia?»

Cuando esos cuervos dejan de hacer ruido, hay algo, y ese algo es el parloteo de la mente: los problemas, preocupaciones, conflictos, e incluso esta cuestión de lo que continúa después de la muerte. Una pregunta como ésa sólo puede contestarse cuando la mente deja de ser egoísta o envidiosa. Nuestro interés no es saber lo que hay una vez termina el ego, sino más bien terminar con todas las manipulaciones del ego. Ésta es la verdadera cuestión; no se trata de saber lo que es la realidad, ni si hay algo permanente o eterno, más bien si la mente, que está tan condicionada por la cultura en la que vive y de la cual es responsable, si esa mente puede liberarse a sí misma y ser perceptiva.

«¿Cómo puedo, entonces, empezar a liberarme?»

Uno no puede liberarse a sí mismo. Uno es la semilla de este sufrimiento y, cuando pregunta “cómo,” está buscando un método para destruir el “yo;” pero en el proceso de destruir el “yo” empieza a crear otro “yo”.

«Si me permite hacer otra pregunta, ¿qué es entonces la inmortalidad? La mortalidad es muerte; la mortalidad es la vida que conocemos, con su dolor y amargura. El hombre ha buscado sin cesar una inmortalidad, un estado sin muerte.»

De nuevo, señor, ha regresado al tema de lo intemporal, de lo que está más allá del pensamiento. Lo que está más allá del pensamiento es la inocencia, y el pensamiento, haga lo que haga, no puede aproximarse a ella porque es siempre viejo. La inocencia, como el amor, es inmortal; pero para que eso exista, la mente debe liberarse de los miles de ayeres con sus recuerdos. La libertad es un estado en el que no hay odio, crueldad, ni violencia. Sin solucionar todo esto, ¿cómo podemos preguntar qué es la inmortalidad, qué es el amor y qué es la verdad?

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210 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788472459021
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