Kitabı oku: «Relación y amor», sayfa 3

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CAPÍTULO 6

Si uno se propone meditar, eso no será meditación; si uno se propone ser bueno, nunca florecerá la bondad; si cultiva la humildad, eso no es humildad. La meditación es como la brisa que entra cuando se deja la ventana abierta; pero si uno la mantiene abierta intencionadamente, si premeditadamente la invita a entrar, nunca aparecerá.

La meditación no está al alcance del pensamiento, porque el pensamiento es astuto, tiene infinitas posibilidades de engañarse a sí mismo y, por tanto, nunca encontrará ese estado meditativo. Es como el amor, no podemos perseguirlo.

Aquella mañana el río estaba muy calmado. En sus aguas se veían reflejadas las nubes, el nuevo trigo invernal y el bosque más distante; ni siquiera el bote del pescador parecía perturbarlo; la quietud de la mañana descansaba sobre la Tierra. El Sol apenas despuntaba por encima de los árboles y una voz lejana llamaba a alguien, mientras un canto muy cercano en sánscrito flotaba en el aire.

Los loros y los mirlos no habían comenzado aún a buscar alimento; los buitres, con el cuello pelado, se posaban pesadamente en la copa del árbol, esperando la carroña que llegaría flotando río abajo. A menudo se veía un animal muerto arrastrado por las aguas, con un buitre o dos sobre su cuerpo, mientras otros cuervos aleteaban alrededor con la esperanza de conseguir un bocado. Algún perro solía nadar intentando llegar al cadáver, pero al perder pie regresaba a la orilla para seguir deambulando. Pasaba un tren produciendo un traqueteo metálico a través del largo puente; y en la distancia, río arriba, se extendía la ciudad.

Era una mañana llena de una calma encantadora. Por la carretera todavía no caminaban la pobreza, la enfermedad y el dolor. Había un puente tambaleante que cruzaba el pequeño arroyo y el punto donde este pequeño arroyo, de color marrón sucio, se unía al gran río, se consideraba el más sagrado de los lugares, de modo que hombres, mujeres y niños venían los días festivos a darse un baño. La mañana era fría, pero a ellos no parecía importarles; y el sacerdote del templo que había al otro lado del camino recibía sumas de dinero. Había comenzado la fealdad.

Era un hombre con barba y llevaba puesto un turbante. Se dedicaba a cierta clase de negocio y parecía disfrutar de una situación próspera; se le veía bien alimentado. Era lento en su modo de andar y pensar, y sus reacciones eran aún más lentas; se tomaba algunos minutos para entender una sencilla frase. Dijo que tenía su propio gurú, pero al pasar cerca de aquí había sentido la imperiosa necesidad de subir para conversar sobre cuestiones que le parecían importantes.

«¿Por qué está usted en contra de los gurús? –preguntó–. ¡me parece tan absurdo! Ellos saben y yo no; pueden guiarme, ayudarme, decirme lo que debo hacer, y evitarme muchas calamidades y molestias. Son como una luz en las tinieblas y uno tiene que dejarse guiar por ellos, de lo contrario estaría perdido, confuso y en gran desdicha. me aconsejaron que no debía venir a verle y me mostraron el peligro de aquellos que no aceptan el conocimiento tradicional. me dijeron que, si escuchaba a otros, estaría destruyendo la casa que con tanto cuidado ellos habían construido, pero la tentación de venir a verle era tan fuerte que… ¡aquí estoy!»

Parecía estar complacido de haber cedido a la tentación.

¿Por qué necesita un gurú? ¿Cree que él sabe más que uno mismo? ¿Qué es lo que él sabe? Si alguien dice que sabe, en realidad no sabe nada; además, la palabra en sí no es el hecho real. ¿Puede alguien enseñarle ese estado extraordinario de la mente? Posiblemente sean capaces de describirlo, de despertar el interés de uno, o el deseo de poseerlo y experimentarlo, pero no pueden dárselo. Uno tiene que andar por sí mismo, ha de hacer ese viaje solo, y en ese viaje uno tiene que ser su propio maestro y discípulo.

«Pero todo esto es muy difícil, ¿no es cierto? –replicó–, y los que tienen la experiencia de esa realidad pueden aligerar nuestros pasos.»

Ellos se convierten en la autoridad y todo cuanto uno tiene que hacer, de acuerdo con lo que dicen, es seguirlos, imitarlos, obedecerlos, aceptar la imagen y el sistema que ofrecen. De esa manera, uno pierde toda iniciativa, toda percepción directa; nos limitamos a seguir el camino que, según ellos, conduce a la verdad, pero, lamentablemente, no hay camino alguno hacia la verdad.

«¿Qué quiere decir con eso?,” exclamó, perplejo.

Los seres humanos están condicionados por la propaganda, por la sociedad en la que se han criado, donde cada religión afirma que su propio camino es el mejor. Hay miles de gurús que sostienen que sus métodos, su sistema, su forma de meditación son el único camino que conduce a la verdad. Y si uno observa con atención, ve que cada discípulo tolera, complaciente, a los discípulos de otros gurús. La tolerancia es la aceptación civilizada de una división entre las gentes –política, religiosa o social–. El hombre ha inventado muchos caminos, a conveniencia de cada creyente, y, de ese modo, el mundo se ha fragmentado.

«¿Quiere decir que debo renunciar a mi gurú, abandonar todo lo que me ha enseñado? ¡Estaría perdido!»

Pero… ¿no cree necesario sentirse perdido para poder descubrir? Tememos sentirnos perdidos, no estar seguros, por eso corremos tras aquellos que nos prometen el cielo en el aspecto religioso, en el político o en el social. De manera que fomentan conscientemente el temor y nos mantienen prisioneros en ese temor.

«¿Quiere decir que soy capaz de caminar por mí mismo?», preguntó con voz llena de incredulidad.

Ha habido muchos salvadores, maestros, gurús, jefes políticos o filósofos, y ninguno de ellos ha solucionado el propio conflicto ni la desdicha de uno. Entonces, ¿por qué seguirlos? Quizá haya otra forma muy distinta de afrontar todos nuestros problemas.

«Pero ¿soy lo suficientemente serio como para encarar todo esto por mí mismo?»

Uno no es serio hasta que empieza a comprender –a comprender por sí mismo, no a través de otro– los placeres que persigue. Si vive en el ámbito del placer –no es que no deba existir el placer, pero si esa persecución del placer es el principio y el fin de su vida–, entonces, evidentemente, no puede ser serio.

«Usted me hace sentir impotente y desesperado.»

Se siente desesperado porque desea ambas cosas: quiere ser serio y quiere también todos los placeres que el mundo le ofrece. Sin embargo, debido a que esos placeres son tan pequeños y mezquinos, desea además el placer al que llama “Dios”. Cuando valore todo esto por sí mismo, no según algún otro, entonces al verlo se convertirá en su propio maestro y discípulo. Esto es lo realmente importante, ser uno mismo el maestro, el alumno y la enseñanza misma.

«Pero usted es un gurú –afirmó él–; esta mañana me ha enseñado algo y yo lo acepto como mi gurú

No es que le haya enseñado nada, sino que lo ha mirado. El acto de mirar le ha mostrado algo; el mirar ha sido su propio gurú, si quiere expresarlo de esta manera. Depende de cada uno mirar o no, nadie puede obligarle. Pero si mira porque quiere ser recompensado o por miedo al castigo, ese motivo le impide que pueda ver. Para ver tenemos que estar libres de cualquier autoridad, tradición, temor, y del pensamiento con sus astutas palabras. La verdad no se encuentra en algún lugar distante; la verdad está en la observación de lo que es. Verse a uno mismo tal como es –desde ese estado de darse cuenta en el que no entra ninguna forma de elección– es el principio y el final de toda búsqueda.

CAPÍTULO 7

El pensamiento no puede comprender ni explicarse a sí mismo qué es el espacio. Cualquier cosa que el pensamiento formule estará dentro de los límites de sus propias fronteras y, obviamente, ése no es el espacio donde la meditación pueda darse. El pensamiento tiene siempre un horizonte, pero la mente meditativa no lo tiene. La mente no puede pasar de lo limitado a lo inmenso, ni puede transformar lo limitado en ilimitado; lo uno tiene que cesar para que lo otro sea. La meditación consiste en abrir la puerta a una inmensidad que no es posible imaginar ni especular sobre ella. El pensamiento es el centro alrededor del cual existe el espacio de la idea y ese espacio puede expandirse con nuevas ideas, pero esa expansión que es fruto de cualquier estímulo, no es la inmensidad sin centro. La meditación es comprender ese centro y, por tanto, ir más allá de él. El silencio y la inmensidad van juntos, y la inmensidad del silencio es la inmensidad de una mente que no tiene centro. La percepción de este espacio y del silencio no son cosa del pensamiento, porque el pensamiento sólo puede percibir sus propias proyecciones; y cuando las reconoce, ésa es su propia limitación.

Se cruzaba el arroyuelo por un puente destartalado, hecho de cañas de bambú y barro. El arroyo se unía al río grande y desaparecía en la corriente impetuosa de sus aguas. El pequeño puente estaba lleno de agujeros y teníamos que caminar con mucho cuidado. Después de subir la cuesta arenosa, se pasaba cerca de un pequeño templo y, más adelante, junto a un pozo que era tan viejo como los pozos de la Tierra. El pozo se encontraba en un recodo de la aldea, donde había muchas cabras, así como hombres y mujeres hambrientos con el cuerpo envuelto en sucias telas; hacía mucho frío. Los hombres pescaban en el río grande, pero aun así, estaban muy flacos, demacrados, envejecidos, y algunos de ellos mutilados. En pequeños aposentos lúgubres y oscuros, de ventanas muy pequeñas, las tejedoras de la aldea fabricaban saris bellísimos en seda y brocado. Era una industria que pasaba de padres a hijos, pero los que se quedaban con las ganancias eran los revendedores y tenderos.

La gente no atravesaba la aldea, sino que doblaba a la izquierda y seguía un sendero que se consideraba sagrado, porque se suponía que el Buda lo había recorrido 2.500 años atrás, y peregrinos de todo el país venían a recorrerlo. Este sendero cruzaba verdes campiñas, entre plantaciones de mangos, guayabos, y de algunos templos dispersos. Una de las antiguas aldeas, probablemente más vieja que el Buda, tenía muchos santuarios y lugares donde los peregrinos podían pasar la noche. Todo estaba medio en ruinas, pero a nadie parecía preocuparle demasiado, mientras las cabras vagaban por el lugar. Había grandes árboles, y un viejo tamarindo tenía la copa cubierta de buitres y de una bandada de loros. Se les veía llegar y luego desaparecían entre el verde follaje del árbol; su color era idéntico al de las hojas y, aunque se oían sus chillidos, era imposible verlos.

A ambos lados del sendero se extendían los sembrados de trigo invernal; a lo lejos se veía a los aldeanos y el humo del fuego sobre el cual cocinaban; había una gran quietud, mientras el humo ascendía en línea recta. Un toro fuerte, de apariencia feroz pero más bien inofensivo, vagaba por los sembrados comiendo el grano a medida que el agricultor lo dispersaba a lo largo y ancho del campo. Había llovido durante la noche y el polvo espeso se había asentado en el suelo. El Sol calentaría con más fuerza durante el día, pero ahora había nubes densas y era agradable caminar a la luz del día, oler la tierra limpia y ver la belleza del lugar. Era una tierra muy antigua, llena de encanto, y de tristeza humana, con tanta pobreza y aquellos templos inútiles.

«Habla mucho acerca de la belleza y el amor, y después de escucharle no sé exactamente lo que significan ninguna de estas dos palabras. Soy un hombre corriente, pero he leído mucho, tanto libros de filosofía como de literatura. Según parece, las explicaciones que los libros ofrecen difieren de lo que usted dice. Podría citarle lo que los antepasados de este país mencionan sobre el amor y la belleza, y también lo que creen en occidente, pero ya sé que no le gustan las citas, debido a la autoridad que sutilmente implican. Pero, señor, si le parece bien, podríamos examinarlo y, tal vez, seré capaz de comprender lo que el amor y la belleza significan.»

¿Por qué en nuestras vidas hay tan poca belleza? ¿Por qué son necesarios los museos con sus pinturas y estatuas? ¿Por qué tenemos que escuchar música o leer descripciones de paisajes? El buen gusto puede enseñarse o quizás sea innato en uno, pero el buen gusto no es belleza. ¿Se encuentra la belleza en las cosas que hemos construido –en el flamante avión, en la grabadora, en el fastuoso hotel moderno o el templo griego, en la belleza de las líneas, en la complicada máquina, o en el arco de un hermoso puente que cruza una profunda cavidad?

«¿Quiere decir que no hay belleza en las cosas que están maravillosamente construidas y funcionan a la perfección? ¿No hay belleza en una obra artística de calidad sublime?»

Por supuesto que la hay. Cuando uno observa el interior de un reloj de bolsillo, ve que es increíblemente delicado y que posee cierta cualidad de belleza, como la tienen algunas columnas de mármol antiguas o las palabras de un poeta. Pero si la belleza se reduce a eso, entonces se trata sólo de la reacción superficial de los sentidos. Cuando uno ve una palmera, solitaria frente a la puesta del Sol, ¿es el color, la quietud de la palmera, la paz del atardecer lo que hace que uno sienta la belleza? ¿o es la belleza, como el amor, algo que está más allá del tacto y de la vista? ¿Es cuestión de educación, de condicionamiento, el decir: «Esto es bello y aquello no lo es»? ¿Es cuestión de costumbre, de hábito, de estilo, decir: «Esto es inmundicia, pero eso es orden y en él florece la bondad»? Si en realidad es todo una cuestión de condicionamiento, entonces es un producto de la cultura y de la tradición y, por tanto, no es belleza. Si la belleza es el resultado o la esencia de la experiencia, entonces, tanto para el hombre de occidente como el de oriente, la belleza depende de la educación y de la tradición. ¿Es el amor, como la belleza, privativo del Este o del oeste, del cristianismo o del hinduismo, del monopolio del Estado o de una ideología? obviamente no es nada de esto.

«Entonces, ¿qué es?»

Como sabe, señor, la austeridad de la propia renuncia es belleza. Sin austeridad no hay amor; y sin esa renuncia, la belleza carece de realidad. Por austeridad entendemos, no la rigurosa disciplina del santo, del monje o del comisario político con su orgullosa abnegación, o la disciplina que les da poder y reconocimiento, eso no es austeridad. La austeridad no es rigurosa, no es una reafirmación disciplinada de la importancia personal de uno, no es la negación de toda comodidad, o los votos de pobreza y celibato. La austeridad es inteligencia suma; únicamente puede existir cuando hay la propia renuncia, y eso no puede ser fruto de la voluntad, de la elección, o de un intento deliberado. El acto de la belleza es lo que genera el abandono, y es el amor lo que trae la profunda claridad interna de la austeridad. La belleza es ese amor, y cuando hay amor toda comparación y medida han terminado. Entonces ese amor, haga lo que haga, es belleza.

«¿Qué quiere decir con “haga lo que haga”? Si uno renuncia a sí mismo, no le queda nada por hacer.»

El hacer no está separado de lo que es. Lo que engendra conflicto y perversidad es la separación; cuando esa separación no existe, el mismo vivir es un acto del amor. La profunda sencillez interna de la austeridad hace que la vida no tenga dualidad alguna. Éste es el viaje que la mente debe emprender, para descubrir la belleza que las palabras no pueden expresar; y este viaje es meditación.

CAPÍTULO 8

La meditación es una tarea muy ardua. Exige la más alta forma de disciplina, no de conformidad, de imitación y obediencia, sino una disciplina que es resultado de un constante darse cuenta, no sólo de las cosas externas, sino también de las internas. De modo que la meditación no es una actividad que deba practicarse en aislamiento, sino que es acción cotidiana, y requiere cooperación, sensibilidad e inteligencia. Sin haber echado los cimientos de una vida de rectitud, la meditación se convierte en un escape y, por tanto, no tiene valor alguno. Llevar una vida recta no consiste en seguir los cánones de la moralidad social, sino en liberarse de la envidia, de la codicia y el ansia de poder –que son los causantes de la enemistad–; y no podemos liberarnos de ellos por la acción de la voluntad, sino dándonos cuenta de su presencia al descubrirnos y conocernos a nosotros mismos. Si no se conocen las actividades del “yo,” la meditación se convierte en una excitación de los sentidos y tiene, por consiguiente, muy poca importancia.

En esa latitud apenas se percibía crepúsculo o amanecer alguno, y esa mañana el río, ancho y profundo, era de plomo fundido. El Sol no había asomado aún sobre la Tierra, pero se veía un vivo resplandor en el Este. Los pájaros no habían empezado a entonar todavía su habitual coro matutino, ni se escuchaban aún las voces de los aldeanos hablando entre ellos. El lucero del alba brillaba muy alto en el firmamento y, según lo observábamos, iba palideciendo poco a poco hasta que el Sol asomó sobre los árboles, y el río se tornó de oro y plata.

Entonces comenzaron a cantar los pájaros y despertó la aldea. De pronto apareció en el alféizar de la ventana un mono grande, gris, de cara negra y frente peluda. Tenía las manos negras y su larga cola descansaba sobre el alféizar colgando dentro de la habitación. Se mantuvo sentado allí muy quieto, casi inmóvil, mirándonos sin hacer un solo movimiento. Estábamos muy cerca, a un metro escaso uno de otro; de repente extendió el brazo y nuestras manos se estrecharon unidas durante un rato. Su mano era áspera, negra, y estaba sucia de polvo debido a que había subido a través del tejado, por encima del pretil de la parte superior de la ventana, y había bajado luego a sentarse en el alféizar. Se le veía muy tranquilo y lo sorprendente era que estaba extraordinariamente alegre, sin temor ni ansiedad; se sentía como en su casa. Allí estaba, con el río convertido ahora en oro brillante y, más allá, la verde ribera y los árboles lejanos. Nuestras manos estuvieron unidas por un tiempo; después, con tranquilidad, retiró su mano, pero se quedó donde estaba. Nos mirábamos el uno al otro, y sus ojos negros y pequeños brillaban llenos de extraña curiosidad. Quiso entrar en la habitación, pero vaciló; en lugar de eso, extendió sus brazos y sus patas, alcanzó el pretil, subió al tejado y se fue. Al atardecer estaba de nuevo en lo alto de un árbol, comiendo algo; le saludamos con la mano, pero no hubo respuesta.

El hombre era un sannyasi, un monje, con un rostro amable, más bien delicado, y unas manos sensibles. Iba limpio y su túnica había sido lavada recientemente, pero no planchada. Dijo que venía de Rishikesh, donde había pasado muchos años bajo la dirección de un gurú, el cual acababa de retirarse a las altas montañas y permanecía solo. Había estado en varios ashrams, después de haber abandonado hacía muchos años su casa, quizás desde que tenía veinte –no lo recordaba bien–, y aunque tenía parientes, varias hermanas y hermanos, había perdido todo contacto con ellos. La razón de haber venido y haber hecho un largo viaje, era porque además de algunas cosas que había leído aquí y allá, varios gurús le habían aconsejado que viniera a vernos, y recientemente un compañero sannyasi había insistido en que lo hiciera; por eso estaba aquí. No se podía predecir su edad; parecía de edad mediana, pero su voz y sus ojos se mantenían aún jóvenes.

«Ha sido mi suerte vagar por la India visitando varios centros con sus gurús; algunos de ellos son eruditos, otros ignorantes aunque tienen una cualidad que indica que algo hay en ellos, mientras que otros son meros explotadores que sacan partido de sus mantras; estos últimos han salido a menudo fuera del país y se han hecho famosos, pero muy pocos se han mantenido alejados de todo esto, y entre esos pocos estaba mi último gurú. Ahora se ha retirado a una remota y aislada parte del Himalaya, aunque un numeroso grupo de discípulos vamos a verle una vez al año, para recibir su bendición.»

¿Es necesario aislarse del mundo?

«Evidentemente uno tiene que renunciar al mundo, porque el mundo es irreal, y uno debe tener como maestro a un gurú, ya que él ha tenido experiencia de la realidad y puede ayudar a sus seguidores a encontrarla. Él sabe y nosotros no sabemos. Nos sorprende que usted diga que el gurú no es necesario, porque eso está en contra de la tradición. Usted mismo se ha convertido en gurú para muchos; uno no puede encontrar la verdad por sí mismo, necesita ayuda, necesita los rituales y la guía de aquellos que saben. Quizás al final, uno puede permanecer solo, pero no ahora; somos niños y necesitamos a aquellos que han avanzado por el sendero. Únicamente sentándose a los pies del sabio, uno aprende. Pero usted parece negar todo esto y he venido a averiguar seriamente por qué.»

observe ese río, la luz de la mañana reflejada en él, mire esos centelleantes trigales de un verde cautivador, y los árboles a lo lejos. Todo tiene una gran belleza y, para comprenderla, los ojos que la contemplan deben estar llenos de amor. Escuchar el traqueteo del tren sobre el puente de hierro es tan importante como escuchar la voz del ave. De manera que mire, escuche el arrullo de esas palomas, observe ese tamarindo y los dos loros de color verde que hay en él. Para verlos, los ojos deben estar en comunión con ellos –con el río, con ese bote que pasa repleto de aldeanos que cantan mientras reman–. Todo esto forma parte del mundo; si uno renuncia a eso, está renunciando a la belleza y al amor, a la Tierra misma. Ha rechazado la sociedad de los hombres, pero no las cosas que el hombre ha hecho en el mundo; no ha renunciado a la cultura, a la tradición, al conocimiento; todo eso le acompañó cuando se retiró del mundo. Ha renunciado a la belleza y al amor, porque tiene miedo de esas dos palabras y a lo que puedan significar. La belleza se asocia con la realidad sensorial, con sus implicaciones sexuales, y con el amor que le acompaña. Esta renuncia ha hecho que los hombres llamados religiosos se vuelvan seres egocéntricos, quizá de una forma más sofisticada que el hombre común, pero sigue siendo egocentrismo. Si no tiene belleza y amor, no es posible descubrir lo inconmensurable. Si observa bien el mundo de los monjes y santos, verá que la belleza y el amor están lejos de ellos; puede que hablen de esas cosas, pero tienen una disciplina férrea, son violentos en sus restricciones y exigencias. De modo que, en esencia, no importa qué túnica vistan –ya sea la de color azafrán, la negra, o la escarlata del cardenal–, todos ellos son muy mundanos; la suya es una profesión como cualquier otra y, sin duda, no tiene nada de lo que llamamos espiritual. Algunos de ellos deberían ser hombres de negocios, en vez de darse ínfulas de espiritualidad.

«Pero, señor, está usted siendo demasiado crítico, ¿no le parece?»

No; simplemente estoy exponiendo un hecho, y el hecho no es demasiado crítico, agradable o desagradable, es lo que es. La mayoría de nosotros nos resistimos a encarar las cosas tal como son. Todo lo que estamos diciendo es bastante obvio y sin rodeos. El curso de la vida y el mundo tienden al aislamiento; cada ser humano, a través de sus actividades egocéntricas, se va aislando, no importa que esté casado o no, que hable de cooperación y de ciudadanía, o de logros y éxitos personales. Sólo cuando este aislamiento llega al límite, se desarrolla una neurosis que a veces produce –si se tiene ta-lento– arte, buena literatura, etcétera. Retirarse del mundo y de todo su ruido, de su brutalidad, de su odio y placer, es parte del proceso de aislamiento, ¿no es así? La única diferencia es que el sannyasi lo hace en nombre de la religión o de Dios, mientras que el hombre competitivo lo acepta como una parte de la estructura social.

Es cierto que en ese aislamiento uno alcanza ciertos poderes, cierto grado de austeridad y templanza, que otorgan una sensación de poder, pero el poder, ya sea el del campeón olímpico, el del Primer ministro, o el de la autoridad suprema de las iglesias y los templos, es siempre el mismo. El poder, en cualquier forma que se manifieste, es maligno –si me permite usar esta palabra–, y el hombre con poder nunca puede abrir la puerta de la realidad. Por tanto, el aislamiento no es el camino.

La cooperación es necesaria para poder vivir, y entre el gurú y su seguidor, no hay cooperación de ninguna clase. El gurú destruye al discípulo y el discípulo destruye al gurú. En esa relación entre el que sabe y el que no sabe, ¿cómo puede haber cooperación, cómo pueden trabajar juntos, investigar juntos, hacer el viaje juntos? Esa división jerárquica, que es parte de la estructura social, ya sea en el campo religioso, en el ejército o en la esfera de los negocios, es esencialmente mundana; y renunciar al mundo es seguir atrapado en lo mundanal.

Dejar de ser mundano no consiste en llevar un taparrabos, en hacer una sola comida al día, ni en repetir sin sentido una máxima, una frase, o ser estimulado por un mantra. Aunque abandone el mundo sigue siendo mundano; internamente sigue formando parte del mundo de la envidia, de la codicia, del temor, aceptando la autoridad y la división entre el que sabe y el que no sabe; buscar algo personal sigue siendo mundano, ya sea buscar la fama, o lo que uno llama el ideal, Dios o lo que sea. Aceptar la tradición de la cultura es básicamente mundano, y retirarse a una montaña lejos de la civilización no evita que uno sea mundano. La realidad, bajo ningún concepto, está en esa dirección.

Uno tiene que estar solo, pero esta soledad no es aislamiento; esta soledad significa estar libre del mundo de la codicia, del odio, de la violencia, sean cuales sean sus sutilezas, estar libre del dolor de la soledad y de la desesperación.

Estar solo significa no pertenecer a nada, a ninguna religión o nación, a ninguna creencia ni dogma. Únicamente en esa soledad uno encuentra la inocencia que nunca ha sido tocada por la maldad del hombre, y esa inocencia puede vivir en el mundo, en medio de toda su confusión y, aun así, no formar parte de él. La inocencia no lleva ninguna vestidura particular. El florecimiento de la bondad no depende de sendero alguno, porque no hay sendero que conduzca a la verdad.

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210 s. 1 illüstrasyon
ISBN:
9788472459021
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