Kitabı oku: «Etnografía y espacio», sayfa 2
Partiendo también desde este punto de vista, el capítulo VIII, escrito por Santiago Valenzuela, propone una narrativa que no esconde la afectación que tiene el encuentro etnográfico tanto en los sujetos que indagan, como en aquellos cuyas vidas se describen. Estudiando las rutas de africanos, asiáticos y caribeños por el Urabá antioqueño, Valenzuela reflexiona acerca de las implicaciones de una etnografía de lo transitorio, de fenómenos que, a diferencia de las etnografías clásicas, no se producen en lugares fijos y bien delimitados, o siguen circuitos regulares. El autor describe los momentos casi fugaces en los que logra interactuar con los migrantes que pasan unas pocas horas o unos pocos días por el puerto de Turbo, antes de continuar por el Darién su ruta hacia Estados Unidos. Este carácter efímero lo lleva a interesarse por las infraestructuras precarias y los roles que el tránsito va haciendo surgir.
Por su parte, el capítulo IX se localiza en un contexto de discursos alrededor de los usos del espacio, la tierra y el territorio en contextos de conflicto ambiental. Surge de un largo proceso de investigación de su autor, André Dumans, en el norte del estado de Goiás, en Brasil. Los discursos que emergen y estructuran el conflicto ambiental hacen parte de la etnografía como práctica de conocimiento, y moldean tanto las interacciones del etnógrafo en campo, como sus análisis. Una tendencia dentro de estos discursos consiste en hacer visibles las formas de arraigo al territorio y las formas de desterritorialización. Coexiste con esta tendencia otra que hace énfasis en el “retorno al cautiverio”, un estado en el que algunos grupos sociales no logran el rebusque del sustento y arraigarse a través del movimiento. El autor se pregunta por las maneras en que estos discursos se articulan y, al hacerlo, reflexiona acerca de la etnografía como forma de conocimiento.
En el capítulo X, Mateo Valderrama presenta un panorama de transformaciones en los vínculos que los campesinos de San Francisco, Oriente antioqueño, han tenido con su espacio a causa del desplazamiento forzado. En dichas transformaciones ha jugado un rol protagónico la creación de periferias e imaginarios geográficos por parte del Estado y sus modelos económicos, extractivos y de ejercicio de la violencia. El autor narra el proceso de reconstrucción de vínculos posterior al desplazamiento que tuvo lugar en la región en la década de los noventa. Narrar, recorrer y trabajar hacen parte de las formas cotidianas pero contundentes a través de las cuales los campesinos combaten los modelos impuestos por el Estado, cuya comprensión, nos recuerda el autor, pasa por la dilucidación de los anclajes al capitalismo global que constituyen los lugares.
Desde una lectura vivida de la tragedia de Mocoa en 2017, el libro cierra con el capítulo XI, escrito por Simón Uribe. En este se interpelan las interpretaciones hegemónicas de las causas de la avenida torrencial que dejó cientos de víctimas mortales y arrasó distintos barrios de la ciudad. Su mirada etnográfica, atenta a las materialidades, infraestructuras y procesos que han configurado la ciudad, le permite evidenciar la tensión entre la ciudad formal e informal, como una estrategia para cuestionar las respuestas facilistas a las causas de la avalancha y llamar la atención sobre la necesidad de miradas complementarias, interdisciplinares, donde tanto fuerzas físicas como sociales estén incluidas.
Apuntes para una geografía del conocimiento etnográfico
En todos estos trabajos vemos que, a pesar de las transformaciones e incorporaciones de nuevas preguntas y objetos de conocimiento, la escala etnográfica del “cara a cara”, de la situación y el encuentro cotidianos, continúan siendo reivindicados como una de las características fundamentales de un enfoque etnográfico. ¿Qué retos y debates implica este encuentro en la producción de conocimiento? Quisiéramos cerrar esta reflexión con la pregunta por las geografías del conocimiento etnográfico inspiradas en la noción de geografías del conocimiento como “perspectiva de investigación que busca establecer el papel que juegan las espacialidades y materialidades en los procesos de producción de conocimiento”.17
De modo transversal a las diferentes maneras de articular el espacio y la etnografía está la comprensión de esta última como una práctica de producción de conocimiento. En sintonía con Serje18 y su abordaje de la antropología como práctica espacial de producción de conocimiento, y con Piazzini19 y sus trabajos alrededor de las geografías del conocimiento científico, consideramos la práctica etnográfica como práctica espacial. Reconocer esta característica de la etnografía implica entonces reconocer que los retos y preguntas en relación con las comprensiones del espacio y su producción en el trabajo de investigación no se saldan simplemente al transformar los temas, lugares o problemas de investigación. El reto implica la práctica misma de producción de conocimiento como modo de generar espacialidades y ser afectada por configuraciones espaciales particulares.
Hart recuerda que las críticas realizadas por Arjun Appadurai a las etnografías tradicionales, mediante las cuales se produce un conocimiento que “encarcela a los “nativos” en localidades delimitadas”, también fue una crítica a los tradicionales “estudios de área” de la geografía. Es decir, la crítica permeó a varias disciplinas y, en general, a las prácticas de producción de conocimiento que “mapean culturas esencializadas en territorios delimitados y que despliegan estrategias de ‘congelación metonímica’, a través de las cuales ciertos aspectos de la vida de las personas caracterizan o representan toda la cultura”.20
Luis Guillermo Vasco ya nos había llamado la atención hace algunos años sobre la existencia de una territorialidad propia de la práctica etnográfica, aquella que diferencia los espacios de la práctica y la teoría. Este antropólogo colombiano, que dedicó su vida al trabajo con indígenas emberá y guambianos, acompañando varias de sus luchas, plantea que esta territorialidad no implica simplemente una diferencia, sino también “una separación espacial y temporal”. Esta separación crea entonces una lógica de exterioridad entre los mundos, donde se produce el conocimiento y los mundos donde se encuentra la información. Esta perspectiva de la investigación percibe “el campo” como un espacio dado, lleno de datos, a la espera de que un investigador inquieto se digne a sacarlos del olvido, del silencio o a develar aquello que nadie más ve. Esa exterioridad del mundo “por conocer” a través de la etnografía estuvo precedida también por la separación de roles entre quienes “recolectaban” la información y quienes analizaban, interpretaban y producían el conocimiento. Separación que no necesariamente desaparece cuando se inaugura la estrategia de “observación participante”.
Tanto Luis Guillermo Vasco como Marilyn Strathern alertan sobre la crítica de la antropología de los años ochenta, que, preocupada con la forma, no logró cuestionar ni debatir la jerarquía de conocimiento que se instalaba en la oposición distancia-familiaridad. No basta, por tanto, con plantear que las conexiones de un mundo globalizado y poscolonial hacen complejas las diferencias nosotros-otros, sino que es necesario comprender las dinámicas en las que se crea esa diferencia y se mantiene para la reproducción de un modo de conocer.
Al respecto, Marilyn Strathern, en su ensayo sobre los límites de la autoantropología, pone en discusión cuestiones como la familiaridad y la distancia, la producción de conocimiento antropológico “cuando se está en casa”.21 Esta autora entiende la autoantropología como aquella realizada sobre el contexto social que la produce y debate suposiciones comunes a la hora de pensar las implicaciones de este tipo de trabajo etnográfico. Dichas cuestiones retan justamente la geopolítica clásica de producción de conocimientos antropológicos a través de la etnografía. Strathern nos recuerda que “las bases sobre las cuales la familiaridad y la distancia se asientan son cambiantes”.22 En este sentido, entiende la reflexividad no como una práctica asociada a una aparente “virtud personal” de los antropólogos, necesaria para lograr estudiar la propia sociedad. En su lugar, habla de “reflexividad conceptual”, es decir, una reflexividad interesada en calibrar en qué medida el relato antropológico “devuelve o no”23 a las personas con quienes trabajamos las concepciones que ellas tienen sobre sí mismas. Esta comprensión de la reflexividad trasciende la preocupación por las lógicas de la producción de la división nosotros-otros. Más que distancia o familiaridad, se trata de comprender dónde se configuran esas continuidades y esas rupturas en las formas de conocer el mundo.
Existe así una producción de conocimiento antropológico encuadrado en una geopolítica donde la “reflexión nativa es incorporada como parte de los datos a ser explicados, no pudiendo ella misma ser tomada como su encuadramiento, de modo que hay siempre una discontinuidad entre la comprensión nativa y los conceptos analíticos que organizan la propia etnografía”.24 Desde este tipo de producción de conocimiento, Strathern plantea que no hay mucha diferencia si esa etnografía se produce desde Essex, en Inglaterra, o desde Melanesia. Es decir, si la práctica etnográfica no se transforma en su modo de relacionarse con los conocimientos y reflexiones de los “nativos” o “interlocutores”, en realidad no existe una deslocalización, por más global, occidental o postmoderna que se pretenda la perspectiva.
En esa geopolítica de la discontinuidad entre conceptos, las perspectivas de aquellos con quienes se encuentra el etnógrafo en su práctica aún son percibidas como fuentes de información, no como análisis ni conceptos producidos por sujetos de conocimiento. La preocupación por la representación, las voces y los textos no es entonces una preocupación que cuestione en profundidad los órdenes espaciales en la producción de conocimiento antropológico, en esta preocupación posmoderna la información y la fuente continúan siendo “exterior” al lugar donde se analiza y se crea el conocimiento.
La propuesta de Strathern para repensar esa geopolítica de los conceptos en la etnografía parte de una comprensión de la práctica etnográfica más allá de los lugares donde se desarrolla, las herramientas con que se realiza, pues, sobre todo, implica nuestros modos de conocer. Para Strathern, hacer etnografía requiere “aprender más allá de lo que ya sabemos y, por lo tanto, sobre la imprevisibilidad de las informaciones a ser adquiridas de un material que consideramos (equivocadamente) haber comprendido”.25 Se trata de preparar a alguien para estar; saber estar no significa exclusivamente una relación con un lugar, sino con una formación que “permite de hecho saltar de un contexto para otro, aplicando las mismas nociones en lugares diferentes”.26 Contexto, entonces, no es un telón de fondo, estático, es algo constantemente cambiante y en creación, algo que producimos y, en muchas ocasiones, por más que nos movamos de un lugar a otro, no solemos transformar.
Luis Guillermo Vasco evidencia, desde su trabajo etnográfico con los indígenas, conceptos de tiempo y espacio que estaban en juego en los procesos de recuperación de tierras que trascendían en mucho la idea de espacio como contenedor o de tierra como materialidad.27 Desde los años ochenta, Vasco trabajó con el comité creado por los guambianos en 1982 para reconstruir las formas propias de relacionarse con las tierras que se estaban recuperando. De esta experiencia y de su trabajo con los emberá, surge la comprensión de la etnografía como el método para recoger los conceptos en la vida: “Recoger los conceptos en la vida no se refiere a un pensamiento encapsulado en la lengua, sino al pensamiento práctico, que a través de la palabra, como en encuestas, entrevistas y similares, solo puede alcanzarse en forma muy restringida. Se hace necesario vivir con la gente su vida cotidiana, compartir actividades y trabajos, pues en ella está su pensamiento, aquel que algunos llaman en forma errada pensamiento étnico, y complementarlo con la observación”.28
Vasco diferencia esta propuesta de la idea de observación participante, en tanto no busca ser simplemente una técnica eficaz de “recoger información”, sino una manera de involucrarse y conocer desde la experiencia. En este mismo sentido, Jeanne Favret-Saada plantea que la observación participante siempre ha tenido más de observación que de participación. En su trabajo con la brujería en Bocage, Francia, propone pensar la etnografía como un proyecto de conocimiento que se hace efectivo en la posibilidad de “ser afectado”, de “experimentar las intensidades vinculadas a una posición”.29 Desde la década del setenta, Favret-Saada evidenciaba la potencialidad de reconocernos como parte del mundo que investigamos y que nos afecta, e igualmente la necesidad de reconocer cómo las experiencias propias, puestas en diálogo con otras experiencias, se tornan elementos importantes en la construcción del conocimiento. Para Favret-Saada abandonar nuestro principio de orientación etnocéntrico como única medida de realidad y de las teorías que elaboramos es el camino posible para “ser afectado” y producir conocimiento con otros.
Si la distancia entre sujetos que estudian y objetos de estudio ya no es el rasgo que caracteriza el trabajo etnográfico, si lo distante y lo próximo son igualmente importantes para el despliegue de esta práctica de producción de conocimiento, ¿qué nuevos lugares tiene el espacio en la etnografía? Como vimos, el espacio comienza a ser un componente fundamental para comprender las sociabilidades, al igual que toda configuración social involucra a su vez formaciones y órdenes espaciales diversos. Aquí el espacio entra en las preguntas y problemas de investigación y, por lo tanto, propone retos en los modos de hacer, en los modos de comprender eso que llamamos terreno o campo.
Una etnografía cercana a la idea que propone Tim Ingold, un proceso de aprendizaje, de prestar atención, donde el trabajo de campo puede ser entendido como “una prolongada clase magistral en la que el novato gradualmente aprende a ver cosas, a escuchar y a sentirlas también, de la forma en las que sus mentores las saben hacer”;30 quiénes son esos mentores, dónde están, qué posiciones ocupan y cómo hacen sus mundos y se relacionan con ellos es parte del aprendizaje y de la misma creación de los problemas y contextos de investigación, por lo tanto no existen como exterioridad a la espera de un etnógrafo curioso que quiera producir conocimiento.
La etnografía no puede comprenderse entonces como una suma de herramientas que se aplican en un espacio dado, donde hay unos sujetos que son considerados fuentes de información o “ejemplares” de modos de vida. La etnografía, al contrario, permite acompañar procesos, dinámicas, relaciones, seguir personas, materiales, infraestructuras. Es en esas trayectorias donde la experiencia es el principal camino para el aprendizaje. Una etnografía en relación con el espacio no es, pues, una etnografía de espacios dados, territorios estáticos, materialidades, artefactos ya hechos, más bien es la posibilidad de ver cómo son producidos por sujetos y a su vez producen sujetos colectivos, relaciones, sociedades. Seguir las prácticas, procesos, conexiones y movimientos que le dan existencia a esas entidades es el reto de estas apuestas etnográficas.
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16. Ibid., 15.
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22. Strathern, “Os limites da autoantropologia”, 133.
23. Ibid., 135.
24. Ibid., 136.
25. Ibid., 12.
26. Ibid.
27. Luis Guillermo Vasco, “50 años con los indios. La vida de un etnógrafo” (Conferencia dictada en la Universidad Javeriana, Bogotá, 2016).
28. Luis Guillermo Vasco, “Replanteamiento del trabajo de campo y la escritura etnográficos”, en Entre selva y páramo. Viviendo y pensando la lucha india (Bogotá: icanh, 2002), s. p., http://www.luguiva.net/libros/detalle1.aspx?id=271&l=3.
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