Kitabı oku: «Panteón», sayfa 9

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La muestra de ingenio final nos alerta del tema de cómo la legalización modifica la comunicación religiosa. Mientras que tanto la petición a Hércules como las gracias prometidas se integraban en una comunicación plena y duradera, en el contexto de la institución del votum se convirtieron en acontecimientos discretos en el tiempo. Una vez que la obligación en la que se incurría mediante el voto se había resuelto, el vínculo que unía a ambas partes en una responsabilidad mutua se deshacía.

Parece que, en la propia Roma, hasta la época de la Segunda Guerra Púnica, en el siglo III (218-201 a.C.), habría habido solamente dos circunstancias, o quizás tres, en las que se usarían los vota: en la partida de un comandante a la guerra (vota nuncupare), en la construcción de un templo y en la inauguración de los «grandes juegos» (ludi magni). La historia romana de Livio no aporta ningún relato de vota personales anteriores a la finalización de la Segunda Guerra Púnica. Hasta el año 200 a.C. no parece que se haya suscitado el tema de cómo puede vincularse el cuerpo político con actos regulares de comunicación religiosa mediante los vota, y cómo los vota, en general, pueden desvincularse de las causas (y de los recursos) concretos. Los («grandes») juegos votivos eran acontecimientos que se producían de manera periódica y los gastos se relacionaban directamente con el «voto quinquenal» de un cónsul que los precedía[32]. Las comedias que se mencionan en el inicio de esta sección tratan con situaciones de este tipo.

El votum no era la encarnación de la piedad romana, sino más bien una manera especial de garantizar, mediante la comunicación religiosa, unos recursos sustanciales bajo jurisdicción pública. Este dispositivo se colocó a finales del siglo II a.C., y su fin era tratar cuestiones como: ¿cómo se van a pagar exactamente las cien cabezas de ganado prometidas por un tal Escipión en España[33], pero que tienen que matarse en Roma? El contexto para la institución del votum en Lazio, y tal vez más directamente en Roma, era la centralización en aumento del gobierno estatal. El votum también abordaba las disputas que surgían en tipos más comunes de comunicación religiosa. Creaba sin duda problemas nuevos y podía dar lugar al ridículo, pero rápidamente se hizo popular. Ya bajo la República, el empleo del votum se había formalizado hasta el punto de que, en Rímini, Pupio Salvio pudo asumir que todo el mundo entendería que el acrónimo VSLM que lucía su inscripción[34] quería decir: votum solvit lubens merito («cumplió con placer su voto como merecía el dios»).

2. SACRALIZACIÓN

Clasificaciones

Tierra comprada y señalada en el uhturado de C. Vestinius, hijo de V & Ner.Babrius, hijo de T (en la comunidad X), en el maronado de Vols. Propertius, hijo de Ner. & T. Volsinius hijo de V (en comunidad Y). Yo (la piedra) quedo como sagrada (¿señal?)[35].

Con esta inscripción, compuesta en caligrafía latina pero en el idioma umbro, y fechada en el primer cuarto del siglo I a.C., los susodichos magistrados marcaban la linde entre la tierra que poseía una comunidad y las tierras de la comunidad vecina. Sacre (sacer en latín) indica el estatus de la piedra. Es algo que no puede moverse; es una propiedad pública compartida: y, por esta razón, no se menciona el nombre de ninguno de los propietarios individuales de la tierra. No puede haber duda ninguna de que el término tiene su origen en la esfera de la comunicación religiosa en su sentido más amplio. Al igual que donum, encontramos inscrito sacrum en los objetos de todos los lugares, cada vez más, durante el Imperio. De hecho, los dos términos suelen aparecer juntos. Para quienes eran capaces de clasificar cualquier artículo de propiedad –incluyendo los esclavos– resultaba sencillo designar el terreno neutral como una posesión divina[36], aunque su clasificación legal como tal, formulada por primera vez en los libros de texto del siglo II d.C.[37] era otra cuestión, que equivalía a constreñir a los dioses para que encajaran en un esquema que, incluso los juristas romanos que lo crearon, limitaban a los territorios dentro de las fronteras de lo que era «romano» en el sentido más literal de la palabra: la ciudad y su entorno inmediato latino. ¿Qué podría haber significado, en otro ejemplo, que Júpiter poseyera un santuario en Gubbio?[38].

Lo que esto significaba desde el punto de vista de las leyes de propiedad era entonces, como ahora, una perspectiva entre muchas, por muy iniciada o inculcada que pudiera haber estado desde los tiempos arcaicos (o incluso antes) por el lapis niger del Foro Romano[39] y, en otros lugares, por las advertencias de no traspasar la localización. En realidad, la propiedad de los agentes sobrehumanos, las ofrendas que se depositaban en un sitio, por ejemplo, no siempre se quedaban allí tranquilas. En ocasiones podían volver a circular, por así decirlo, gracias a un ladrón, o podían ser «resignificadas» por un cacique político local[40]. Y, como ya hemos visto, cualquiera que creyera que le correspondía mejorar un complejo lo hacía sin dudar a la hora de invadir los bienes previos. Precisamente esos proyectos de construcción, la intensidad con la que se usaban los sitios, y los objetos que en ellos se depositaban eran lo que impulsaba el proyecto de sacralización, determinando tanto el foco como la extensión de complejos que, en su mayor parte, no se circunscribían mediante piedras liminares o muros, o que adquirieron esos rasgos muy tardíamente.

Estrategias

Todos estos pozos, objetos y estructuras formaban parte de una estrategia que buscaba distinguir la acción definida como comunicación religiosa de la acción que, como no adscribía ninguna relevancia a esos actores especiales, no necesitaba afirmar su relevancia respecto a ellos. En este sentido, los objetos y las prácticas comunicativas eran las que otorgaban una presencia concreta a lo divino en una localización específica[41]. Pero había también prácticas precisas de sacralización. El empleo del incienso, cuyo origen se localiza en el Mediterráneo oriental (y que ya era allí un producto de importación) era una de las maneras preferidas mediante las que se podía satisfacer un deseo de distinción, de destacar socialmente, y también, no menos importante, de búsqueda de la sacralización. El «descubrimiento» del incienso fue un rasgo del periodo Orientalizante, cuando llegaron hasta Italia toda una serie de innovaciones e importaciones derivadas de los contactos de ultramar. Los utensilios necesarios para quemar incienso se copiaron a partir de modelos fenicios y se producían de manera local, principalmente en bronce. Las formas que así llegaron experimentaron un desarrollo posterior en el siglo V y los siglos siguientes, hasta que se generalizó un quemador de incienso simplificado en forma de cuenco[42]. A diferencia de Grecia, la asociación de la quema de incienso con las libaciones –ture et vino– se convirtió en una marca dual que designaba las actividades como sagradas; el pyxis etrusco, redondo, o la acerra romana, rectangular, se convirtieron en accesorios que señalaban a un individuo como el portador temporal de un papel religioso[43]. La forma de jarra con dos asas de la olla o de la urna, nada adecuada para verter, se sustituía con frecuencia por la hydria griega de tres asas; no obstante, la forma antigua más engorrosa persistió mucho tiempo en el culto de Italia central, y la empleaban las vírgenes vestales romanas incluso ya bien entrado el Imperio. Las vestales, que eran enormemente visibles en Roma, también usaron durante mucho tiempo para el banquete las formas arcaicas de los utensilios y las vasijas de almacenamiento[44]. En el contexto de los ritos concretos, su atuendo incluía fibulae de bronce de un tipo que se remonta a una época tan temprana como la cultura de La Tène en Europa Central[45].

Quien así convertía sus acciones en algo especial, a la vez que hablaba con destinatarios especiales y señalaba su importancia ante ellos, al mismo tiempo se dirigía a sí mismo, se garantizaba a sí mismo su propia importancia[46]. Y, como vimos en el capítulo I, ambos lados de una conversación así sin duda se dirigían también a otro público, más amplio, humano. Al inscribir objetos que se destinaban a la comunicación religiosa, ya fuera en los templos o en las tumbas, los primeros usuarios, primero de la caligrafía griega, después de la etrusca y después de la latina, se aprovechaban de una cualidad inherente a las tres escrituras, que consiste en que, como usan tanto las consonantes como las vocales, reproducen el sonido exacto de las palabras. Donantes y objetos fueron así, por lo tanto, capaces de «hablar», pero solamente si podían contar con la cooperación de lectores que respondieran al desafío implícito en los signos fonéticos leyéndolos en voz alta, como era normal en la antigüedad[47]. La famosa inscripción de principios del siglo V d.C. [––] iei steterai Popliosio Valesiosio suodales Mamartei (…como acompañantes de Poplio Valesio, erigimos esto para Marte) procedente de Satricum[48], estaba hecha para ser declamada y debe haber tenido en mente un público así.

Que debía haber un público presente es evidente cuando se abordan otras formas de ritualización. ¿Por qué iban los aristócratas a molestarse en montar carreras de carros o luchas de gladiadores si no hubiera habido un público para verlas? El elemento de sacralización, la referencia a los difuntos o a los dioses, que daba a estos acontecimientos su importancia especial, es un poco más problemático. Los competidores individuales es posible que invocaran por su nombre a deidades en dichas ocasiones, pero la sacralización era más evidente e impresionante si el acontecimiento en su conjunto hacía esa referencia. Los nuevos medios de comunicación religiosos ofrecían diversas soluciones. Una de ellas era la elección de localización. Un acontecimiento podía celebrarse en el Capitolio de Roma, junto al Templo de Júpiter; o se podía construir todo un complejo nuevo para este fin, como Olimpia en el Peloponeso. Otra posibilidad era utilizar estatuas, en cuyo caso debían ser transportadas en procesión desde los templos. Además de los torneos, las pinturas funerarias del siglo VI y tal vez del siglo VII testimonian desfiles y procesiones en las ciudades etruscas; estos figuran, en diversas localizaciones, en el repertorio de motivos diseñados para la representación del prestigio aristocrático. Ya hemos visto los carros de dos ruedas, del tipo que se usaban en las carreras y en las procesiones, figurando en los frisos de terracota de los tejados, su presencia un indicio de que dichos acontecimientos eran comunes en Italia[49]; y pueden verse en Roma en contextos claramente sacralizados desde finales del siglo VI en adelante[50]. Contemplar estos espectáculos, escuchar el clamor de los cascos y las armas, oler el sudor de los caballos y de los contendientes (o del aceite con el que los contendientes se untaban), tal vez incluso correr con ellos: todo esto convertía a meros espectadores en participantes en el ritual[51]. Y provocaba otra transformación, puesto que convertía la actividad aristocrática del «juego» (ludi) en comunicación religiosa, en acción pública. No podía decirse lo mismo de cualquier actividad. La representación aristocrática de una cacería era algo habitual en la Antigüedad y persiste hasta el día de hoy. Dichas cacerías se montaban a enorme escala en la temprana Edad Moderna, y han sido un tema importante en los relatos y las imágenes de todos los periodos, pero apenas fueron sacralizadas hasta que los romanos adquirieron las destrezas organizativas y arquitectónicas necesarias para resituar la caza en el anfiteatro[52].

La ritualización y sacralización de algunas actividades tenía implicaciones que hay que tener en cuenta. En primer lugar, había que designar días concretos del año para estos acontecimientos. También afectaba a los papeles de los actores implicados. Antaño participantes y competidores, ahora los aristócratas tenían que convertirse también en organizadores y promotores. Y las cosas se complicaban aún más cuando había aspectos de una representación que tenían que señalarse como «especiales» para que se pudiera percibir como religiosa: el caballo victorioso en la carrera October equus de Roma era sacrificado y el ganador de la carrera capitolina tenía que beber absenta[53]. Esos excesos tal vez se suprimían cuando un acontecimiento era menos destacado. El baile puede haber sido un elemento habitual, pero solo podemos saberlo de manera indirecta[54]. No solo los niños subían a los columpios en la feriae latinae, las fiestas que atraían a los latinos de las ciudades circundantes a Alba[55]. La ritualización y la sacralización, la caracterización reiterada de una comunicación como «especial», como comunicación religiosa, cambiaba el carácter de lo cotidiano, añadía nuevas formas al espectro de la actividad religiosa y, en muchos sentidos, la hacía más visible, más «pública».

3. RITOS COMPLEJOS

Los grandes ritos requerían una participación nutrida y las partes interesadas acudían en masa a los lugares donde se celebraban para hacer su contribución particular. Incluso aunque los papeles de anfitrión e invitado estaban claramente definidos en cada caso, esos ritos se consideraban como pertenecientes a una ciudad o incluso a una región completa; las ciudades griegas los convirtieron en una completa ocasión diplomática, sin dejar por ello de ser religiosa[56]. En la ciudad de Roma, en continuo crecimiento, el interés aumentaba a la par que aumentaba la población. Los «juegos» empezaron a durar más a partir del siglo II d.C., y se añadieron los «juegos escénicos» (producciones espectaculares). Las ocasiones para celebrar estos juegos también se multiplicaron y se crearon después formas arquitectónicas permanentes para acomodarlos, siguiendo primero el modelo del teatro griego y después modificándolo. Con el tiempo, el teatro y el anfiteatro romanos se convirtieron en un sinónimo de la vida mediterránea y así continuó siendo hasta la Antigüedad Tardía.

Pero esto nos aleja del relato histórico. Las huellas que los ritos han dejado son difíciles de leer. Hasta finales del siglo I d.C. no tenemos una detallada descripción, que nos proporciona Dioniso de Halicarnaso, un griego procedente de Asia Menor, de una procesión de circo, con sus participantes y los dioses caminando hacia el circus (el equivalente romano del hipódromo griego) donde tendrían lugar las carreras[57]. En Italia solamente tenemos las tabulae Iguvinae, las Tablas Eugubinas, unas tablillas de bronce procedentes de Gubbio, cerca de Perugia, inscritas en el siglo II y a principios del siglo I, para hacernos una idea de lo lujosas que podían ser las procesiones rituales en las ciudades más pequeñas. Nos dicen que un ritual, tal vez interpretado para proteger el asentamiento, no podía celebrarse a no ser que dos individuos, trabajando en colaboración, hubieran ambos observado auspicios favorables. Después venía la inspección de las tres puertas, con sacrificios animales a diversas deidades tanto delante como detrás de cada puerta, más una ofrenda adicional. El sacerdote que dirigía, que se distinguía por llevar un báculo, sacrificaba otros tres animales en los santuarios de Júpiter y Coredius, recitando en cada ocasión unas largas plegarias[58]. El uso de la escritura había posibilitado, evidentemente, que los ritos se hicieran más complejos[59].

En Roma también los terratenientes, magistrados y mandos militares celebraban procesiones comparables bajo la forma de circuitos en torno a una localidad. Estas podían implicar a toda la ciudad, a un grupo concreto de personas, a los ciudadanos con voto o a una unidad militar. De esta manera, añadían un elemento de comunicación religiosa a la identidad de grupos o localidades constituidas política, militarmente o sobre la base de la propiedad. No sabemos cuándo empezó esta práctica. Como rito estable puede que no se remonte más allá del siglo III, habiendo derivado de un rito de confirmación de la ciudadanía[60]. Un grupo de tres animales –una oveja, un cerdo y un toro (los suovetaurilia)– acompañaban la procesión, indicando el estatus ritual de los actores implicados y convirtiendo el rito en algo reconocible como tal cuando ocurría. La intención sin duda era desambiguar un grupo o un lugar y su correspondiente relación de propiedad[61]. El texto eugubino deja esto muy claro con respecto al papel que jugaba la gente de la ciudad en otro ritual. En este caso, las pruebas proceden de las palabras de una oración que se usaba en el rito rural agrum lustrare, descrito en la primera mitad del siglo II d.C. por Catón el Viejo en su manual de agricultura. Conscientes de todos los peligros que amenazaban con echar a perder la cosecha, desde la enfermedad hasta la guerra, los actores de este rito buscaban contactar con otro mundo que les resultaba más difícil de comprender. Tratando de definir ese mundo como fundamentalmente benévolo, estos gestores de una granja centraban su estrategia de gestión de daños en sus propias fechorías, que eran predominantemente de naturaleza ritual y por lo tanto redimibles únicamente mediante la repetición ritual. Era pues fundamental definir con precisión ambos lados de la relación, lo que requería una especificación exacta del grupo de actores religiosos implicados y de los miembros relevantes de la otra esfera, esto último mediante el uso de los nombres específicos de los dioses.

En caso de que la catástrofe ya hubiera ocurrido (como una derrota militar), o después de un ejemplo de buena suerte generalizada (una victoria de las fuerzas de la propia ciudad) a quienes esto afectaba en Roma seguían una estrategia diametralmente diferente. La «petición a los dioses», la supplicatio, ahora exigía una movilización lo más amplia posible de los participantes, incluyendo mujeres y dependientes. Durante todo un día (y cada vez durante más tiempo: en el siglo I d.C. llegó a durar en una ocasión hasta 50 días) en todos los templos, que se quedaban abiertos para la ocasión, se suplicaba o se daban las gracias a los dioses[62]. La resonancia, en el sentido de la conectividad entre los suplicantes y los otros no indudablemente presentes, bien se celebraba como algo que se había reforzado o bien se lamentaba su ausencia en un sentido general y no específico. Las distinciones competitivas, de base arquitectónica o teológica, ya no jugaban un papel. Así la sacralización floreció, se hizo total; y, al expandirse, llegó a tipificar lo que a mediados del siglo I d.C. sería un régimen progresivamente absolutista, que buscaba controlar incluso la comunicación religiosa.

Calendarios

Nuestro análisis de la sacralización de los espacios nos ha llevado a examinar amplios lapsos de tiempo. Ha sido así no solamente por la disponibilidad limitada de las fuentes, sino también por el hecho de que probablemente habría detalles que diferían en cada interpretación individual de un rito y muchos de estos cambios –aunque en el momento habitualmente serían perceptibles solo a un nivel microscópico– solamente se notaban a largo plazo. Por otra parte, los cambios en la implicación de la gente con la sacralización del tiempo, en otras palabras, con el calendario, han sido con frecuencia revolucionarios y, como poco, objeto de un encendido debate. Aquí tenemos que fijarnos especialmente en Roma, puesto que el calendario romano jugó un papel decisivo en la historia de las prácticas religiosas, especialmente en términos de la sacralización, que constituye el núcleo de este capítulo.

Que prácticamente consideremos los fasti romanos como un hecho de la naturaleza tiene únicamente que ver con la circunstancia de que muchos calendarios modernos son descendientes directos del formato que estableció Roma. (he contado esta historia por completo en otro lugar[63]). En resumen, a finales del siglo IV, las fases de la luna habían dejado de ser las unidades centrales para la medición del tiempo y fueron sustituidas por meses de longitud similar, con ajustes hasta culminar en el mecanismo de intercalado que hoy existe. Roma así se apartaba de todos los sistemas que se usaban tanto en los mundos italianos como griegos, donde se entendía que el curso de los meses, desde la luna nueva hasta la luna llena, reflejaban fracciones esenciales del año solar y las fases de la luna se observaban de manera acorde; el sol y la luna eran quienes marcaban el curso ordenado del tiempo y proporcionaban el marco para adscribir determinadas cualidades a días determinados y así sacralizarlos[64]. Como una medida técnica, los gobernantes locales insertaban meses intercalares de tanto en tanto, por motivos astronómicos y, por lo tanto, climáticos; aunque a menudo lo hacían porque parecía políticamente oportuno alargar el año[65]. La intención de Roma era alterar esta situación.

Ya fuera como causa o como consecuencia de la renuncia a los meses lunares empíricos, la forma escrita del calendario cambió a un formato que representaba todos los días del año en columnas mensuales. Esta iniciativa claramente sobrepasaba la que se había emprendido, por ejemplo, en la tabula capuana a principios del siglo V a.C., donde los deberes rituales, probablemente de un sacerdocio, habían sido apuntados en una lista de los días afectados[66]. Mientras que el nuevo y conveniente formato hacía que el calendario fuera más sencillo de usar en las esferas económica, legal y política, al mismo tiempo dejaba claro hasta qué punto, en analogía con la propiedad sagrada de la tierra (espacio), el tiempo también había sido sacralizado. No hay duda de que este proyecto formaba parte de un proceso político en el que los diversos estratos de la sociedad, especialmente las elites patricias y plebeyas, se fundían en una única elite política unificada y se veían obligada a prestar su atención a los compromisos religiosos de unos y otros[67]. En la época que denominamos la República, la afirmación de los «patricios» de que solamente ellos poseían la competencia requerida para comunicarse con los dioses, era cada vez más discutida[68]. No por nada la nueva representación gráfica basaba su nombre en los días cuyo uso estaba no limitado por la religión, los dies fasti. Los principales modelos históricos usados por los romanos eran los calendarios procedentes de Ática, que listaban todos los días en los que había obligaciones financieras suscitadas por los compromisos culturales, junto con los nombres de los benefactores[69]. Quienes estaban activamente concernidos por el proyecto romano, entre los cuales las fuentes nombran concretamente al censor y pontífice Apio Claudio (que posteriormente adquirió el apellido «el Cie­go»)[70] y quien probablemente era su escriba pontificio, Cneo Flavio, consideraban el calendario como un instrumento municipal destinado a definir los límites de una religión «pública» que fuera relevante para todos. Sus intentos incorporaron numerosos errores que tuvieron que resolverse mediante la llamada lex Hortensia del año 287 a.C.

Tal vez disponible públicamente en una única copia, el texto del calendario no resultaba útil para que los individuos se organizaran sus prácticas religiosas. Incluso cuando en el Imperio ya había ediciones privadas del calendario ampliamente disponibles, no parece que sus indicaciones de las fiestas reservadas para los dioses (feriae) y los días de fundación de templo fueran de uso común para que los individuos adjudicaran tiempo para sus propias actividades religiosas[71]. Los ritos complejos y la sacralización del tiempo más allá de los ritmos semanales y mensuales que revela el calendario, refleja la complejidad en aumento de la vida en la ciudad de Roma. Para quienes estaban por debajo del nivel aristocrático, la intrincada serie de días especiales representaba oportunidades para el entretenimiento y para la ocasional autoidentificación, más que un esquema para la actividad religiosa personal.

4. HISTORIAS E IMÁGENES

La comunicación con el reino de quienes me he referido como «actores no indudablemente plausibles», pero a quienes los itálicos de la época habrían sido capaces de dirigirse con sus nombres individuales –tanto como nosotros nos dirigiríamos a los dioses o a los difuntos por su nombre, distinguiéndolos perfectamente unos de otros– no se limitaba normalmente a las palabras. El significado de las palabras se reforzaba con movimientos corporales, gestos o representaciones de los cuerpos de los actores vivos. Dichas palabras y acciones estaban imbricadas en relatos acerca de los destinatarios. Las historias se relacionaban con los propios relatores, con sus hijos, sus vecinos y algunos otros, pero también se ocupaban de los actores especiales, ya fueran estos dioses o ancestros fallecidos. Puede que incluyeran recordatorios de las vidas de los difuntos; experiencias de los vivos, como sueños que incluyeran a quienes hacía tiempo que murieron; o simplemente historias sobre actores similares: ya fuera remontándonos a las experiencias religiosas auténticas o a meras ficciones. Incluso cuando se ocupaban del pasado, esas narraciones ofrecían guías importantes para el presente y el futuro, con independencia de si explicaban, trazaban límites o enseñaban cómo debe comportarse uno y cómo no debe comportarse[72].

Que contar historias fuera (¡y sigue siendo!) importante en todas partes no quiere decir que fuera igualmente importante en todas partes, o que fuera importante en todas partes en los mismos sectores sociales o, por supuesto, que una historia concreta fuera igual en todas partes. No tenemos textos, excepto los procedentes del antiguo Oriente y de la Magna Grecia, que se remonten más allá del siglo III a.C. Lo que sí tenemos son imágenes que parecen relacionadas con historias o que están calculadas para contar un relato. Habitualmente representan escenas que solo pueden entenderse como una acción dentro de una serie completa de acciones. En una época tan temprana como los siglos VII y VI, los consumidores del norte de Etruria y Lombardía, que eran ricos en términos de poder de intercambio más que en poder adquisitivo (pues aún no había una economía monetaria con la que ser rico en efectivo), estaban ya encargando grandes vasijas de bronce que describían no solamente escenas de caza y batalla, sino también paisajes y banquetes. Estos objetos fuera de lo ordinario estaban destinados a alardear, no solamente porque representaban las cualidades y virtudes humanas relacionadas con las actividades descritas[73] y, por lo tanto, definían a quienes contemplaban esos objetos bien como iguales o como inferiores. Esas vasijas probablemente se exhibían en el contexto de los banquetes y, siglos más tarde, en Roma y en un contexto así. Los cuentistas, ya fueran jóvenes o profesionales, representaban historias en verso y entonaban loas a los ancestros[74].

Mientras que las narraciones en prosa de las abuelas o de los compañeros de caza estaban sujetas a una revisión constante, es probable que bajo la forma rítmica de la poesía la formulación de una historia adquiriera estabilidad. La poesía es adecuada para la repetición. Las imágenes, por otro lado, eran piezas únicas. Pero también tendían a la estabilidad, al menos en los detalles concretos, y, tanto en estos como en su composición general, invitaban a la imitación. Ya hemos observado esto en el caso de los frisos narrativos y de los grupos en los tejados en los templos. Un proceso semejante estaba ocurriendo en las pinturas funerarias etruscas y más tarde fue adoptado también en Roma, como muy tarde en la época de los Escipiones en el siglo III. Hay que tomar en cuenta las cámaras funerarias etruscas si queremos entender este último desarrollo romano.

Los arquitectos o promotores de las tumbas que acabamos de mencionar creaban espacios en los que los difuntos estaban presentes: en tanto estatuas de piedra o de barro, bajo la forma –difícilmente recuperable por la arqueología– de cabezas de madera, tal vez colocadas sobre postes, o textiles, o bajo la forma de urnas que incorporaban elementos de la figura humana[75]. Las formas plásticas podían cambiar según los cambios en las modas y, también seguramente, a medida que cambiaban los conceptos sobre los parámetros existenciales precisos de los difuntos; o podían permanecen inalteradas por esas influencias. En cualquier caso, las ideas relevantes fueron entusiastamente adoptadas en toda la región del Mediterráneo[76]. En último análisis, ya fuera la ontología coherente o no, era inmaterial; lo que importaba era que, en estos espacios, era posible interactuar con los ancestros difuntos[77], o representar esa interacción y, por lo tanto, demostrar a otros que un vínculo duradero seguía teniendo efecto[78]. En el proceso, las figuras representadas se asociaron con prototipos, se formaron tradiciones efímeras en una búsqueda de la inteligibilidad y la aceptación y después se disolvieron, ya fuera en un retorno a las formas pasadas o en prosecución de algo nuevo.

Las historias pueden cumplir la misma función que las imágenes; pueden producir relatos coherentes, aunque no puedan responder a todas las preguntas. El abuelo se me apareció en un sueño, pero cuando desperté ya no estaba: ¿Qué se puede discutir ahí? Más importante, no obstante, es la capacidad de registrar que fue mi abuelo quien, en vida, hace tiempo, expulsó al enemigo; y que sigue siendo mi abuelo. Mientras que la narración progresa de manera coherente a través de un tiempo consecutivo, una imagen permite dar a una sucesión de escenas una sincronicidad que renuncia a los marcadores temporales sin afirmar positivamente que estén totalmente ausentes. Con frecuencia, juegos, banquetes y procesiones no se señalan como pertenecientes a una u otra esfera temporal, incluso cuando aumenta el repertorio disponible de dichos marcadores temporales. La costumbre de poner comida ante los muertos iba decayendo progresivamente, ya desde principios del siglo VI[79]. Cada vez se entendía más que el viaje al inframundo era final e irreversible; los pintores interponían entre ambos reinos seres alados designados como no humanos. En el siglo V en especial, se adoptaron los motivos griegos, especialmente áticos, que describían escenas de despedida en un arco que simbolizaba el paso de la vida a la muerte[80]. La secuencia de imágenes, en su escenario localmente definido, revela una concepción no muy clara de un después, o incluso de una clara dirección de progreso hacia un destino así[81]. Para muchos, no obstante, la idea de un viaje hacia los ancestros de cada uno era muy importante[82]. El énfasis en el linaje genealógico era de hecho un fenómeno tan importante y extendido que, como muy tarde en el siglo VI, condujo a una remodelación del sistema de los nombres personales, con la introducción del gentilicio o el nombre de familia[83]. El diseño de las tumbas posteriormente dio nuevas formas y posibilidades de expresión a esta preocupación. Mediante el medio pictórico era incluso posible referirse a ancestros enterrados en otro lugar[84], y el uso de una tumba a lo largo de sucesivas generaciones[85] reforzaría su función como escenario para la apropiación del estatus y del respeto debido a los ancestros. En este momento de la historia no había otro lugar donde el vínculo familiar cognaticio amplio, es decir un vínculo definido por una ascendencia común (o que se entiende que se define así) podía ser expresado tan eficazmente[86]. Ese proceso fue también adoptado posteriormente en Roma.

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