Kitabı oku: «La orgánica del cine mexicano», sayfa 2

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Y la orgánica desempolvadora didáctica culmina con el aventón de la adulta madre soltera perdonada María Julia (Marisol Chiquete aún con grácil lunar en el labio) al adulto Leo para que éste acabe chapoteando en un sucio charco como le había prometido desde niña, pues siendo él mismo una promesa más que cumplida y pronto a cumplir su promesa de matrimonio al ofrecerle de rodillas a su hermosa novia infantil un enorme anillo de bodas, ésa era la mejor manera de probarle que no era el único gran pagador de promesas.

La orgánica sexomarásmica

En Loca por el trabajo (Spectrum Films - Eficine 189 - Cable y Comunicación de Campeche - Cadena Radiodifusora Mexicana - Canales de TV Populares - Intellectus - Terma - Transmisiones Nacionales de Televisión - Televisora Peninsular - Herdez, 96 minutos, 2018), abigarrada séptima comedia romántica del veterano dramaturgo-cineasta ya sexagenario Luis Eduardo Reyes (Amor letra por letra, 2008; Más allá del muro, 2009; Qué pena tu vida, 2016; Ni un minuto más, 2017; Una mujer sin filtro, 2017, y la dominicana Cómplices, 2018; libreto de Casi una gran estafa de Guillermo Barba Behrens, 2017), con sobretrabajado guion conjunto del también realizador excuequero shocking José Luis González Arias, Concepción Taboada Fernández y Gustavo Rodríguez, la alta ejecutiva de una empresa de juguetes infantiles Alicia Toscano (Bárbara de Regil aún más graciosamente seductora que en Ni tú ni yo) cree orgullosamente llevar una vida perfecta cuando su jefe Carlos (Esteban Soberanes) la asciende a envidiable y presuntuosa encargada del marketing con exigencias por encima del tiempo completo (“No te preocupes, mi vida personal es lo de menos”), a pesar de ser una prepotente y patética maniaca adicta al trabajo, de ser además una madre pésima de un listísimo niño Santiago (Emilio Beltrán) cuyos mensajes demandantes de compañía o de porra futbolera ni se acomide a consultar en el celular (“Que metas muchos goles” le desea porque aún no se entera que juega como portero) y de ser en esencia una lamentable frígida sexual que por atender su teléfono móvil acostumbra desgraciarle el intento de coito matinal a su guapísimo esposo Leonardo Leo (Alberto Guerra) que prefiere irse al sillón (“Yo tampoco quiero nada ya entonces, me voy a dormir a la sala, mi cielo”) y una misógina discriminadora que mira con igual desprecio tanto a su obesa sirvienta ignorantaza Rosa (Martha Claudia Moreno) como a su progenitora cincuentona aún ganosa Marcedes (Adriana Barraza) que se está dando un segundo aire con el nuevo mastodóntico galán otoñal Braulio (Hernán Mendoza) dándose espacio para socorrer a su hija enajenada (“Estás en crisis, hija” / “Tengo un trabajo increíble, ¿qué más quieres, mamá?”) y a la flaquilla ultratatuada vecina en apariencia superpromiscua Marcela (Marianna Burelli) con quien suele toparse en el elevador de su común edificio lujoso, y por eso, cuando la insufrible arrogante Alicia sea a la vez abandonada por su marido (“Para darnos un tiempo”), para descubrirlo casi de inmediato fornicando tras la puerta de la esbelta rubia despampanantemente operada Daniela (Pamela Almanza), y sea despedida de su formidable empleo al desplegar sobre la mesa de la exigente clientela los juguetes eróticos (descomunalmente fálicos en su mayoría) contenidos en una caja de la vecina que ha confundido (tomando un 6 por 9) con la que debía incluir los nuevos gusanitos musicales, la muy desdichada verá su mundo feliz desplomarse a pedazos, no quedándole otro remedio que refugiarse con la erotizada vecina causante involuntaria de su desgracia, descubriendo en cuatro estocadas de esgrima verbal que nunca ha tenido siquiera un orgasmo verdadero, no fingido, acompañar a su nueva amiga a reventarse con irresistibles galanes en un antro de ligue y a la sexshop Erotika Store que la libérrima chava heredó por vía materna, aceptar allí el regalo de un inofensivo conejito que oculta un enloqueciente vibrador infalible, probando luego la eficacia de un calzón que provoca orgasmos en serie al ritmo de cualquier música escuchada, incluso la de los himnos del partido de los Titanes vs. Visitantes que lanzan los altavoces para hacer gritar de gozo incontenible a la instantánea entusiasta eufórica del equipo deportivo de su hijito (“Mamá, no te conocía así”), y entonces la exejecutiva desempleada se aliará con Marcela y su socia Fabiana (Regina Blandón) en su negocio (“Esto no es una tienda, es una mina de oro”), urdiendo una hábil campaña publicitaria en internet y sus redes sociales (“El placer viene a ti”), para promover sin falla y evitar la quiebra del establecimiento caído en la rutina y lleno de impagables deudas, con enorme éxito, pero aún falta retener al marido amoroso que ha retornado a casa sólo para disfrutar de los cambios de esa ahora sexualizada cónyuge que sin embargo le oculta con mentiras manipuladoras y no se atreve a revelarle la naturaleza de su nuevo trabajo, situación que provocará un sinnúmero de malentendidos y desencuentros difíciles, involucrando a las aspiraciones de la abuela deseosa de convertirse en demostradora de juguetes en una feria erótica donde participa su hija, así como a la sospechosa seudoamante de su marido Daniela ante la que fingía demencia o vómitos repentinos, y a la devastada vida amorosa de la socia Marcela revelada en su genuina infelicidad para aprovecharse de ella, hasta que la maniática Alicia decida renunciar a los éxitos subrepticios de esa nueva actividad laboral que otra vez la absorbe y enajena, admitiendo abiertamente además sus desalmados ocultamientos y embustes, y reconciliándose al fin con medio mundo, con todos aquellos a quienes había dañado por egoísta y malísima administradora, con su madre vuelta momentáneamente deleznable, con la victimizada amiga socia Marcela a la que había intentado alejar de su novio perpetuo a espaldas de ella, con una rival Daniela a punto de casarse, con su marido al fin omniperdonador, con su hijito llevado por papito a navegar en yate a Acapulco al lado de una tal Amanda, y así hasta el omnisuturador final feliz, sin más prejuicios ni perjuicios eróticos, por obra e imposición graciosa de una triunfal orgánica sexomarásmica.

La orgánica sexomarásmica contrapone de manera facilona la miseria sexual con el éxito profesional, donde la trama de comedia romántica a la mexicana actual llega a la cúspide del apeñuscamiento embutido, donde Alicia podrá descubrir sobre seguro humorístico el goce genital para ingresar al auténtico País de las Maravillas porque ya erotizada y satisfecha “nada la detiene”, donde la mentirosa patológica por impulso deliberado y por omisión (que no son lo mismo según se remarca) sufrirá apenas el castigo del aplazamiento del arribo victorioso de la felicidad, para que a su abrumador retrato de una frígida abrumada le ocurra y transcurra y recurra algo muy semejante a lo que sucedía a Una mujer sin filtro en la zozobrante versión nacional de la franquicia chilena dirigida por el mismo Luis Eduardo Reyes cuyo estudio del comportamiento de una treintona enajenada pronto llegaba al tope, se desviaba de su objetivo y derivaba en sandeces, para acabar devaluando todo aquello que brillante o forzadamente había conseguido, al negar una a una todas las invectivas presuntamente subversivas lanzadas a su paso, mediante disculpas de lugar común (“Estamos mejor que nunca, ya cambié”) y una colmena de mujeres-avispa desatadas persiguiendo su sueño, por lo menos ahora también corporal, si bien congestionada, en una sexocongestión que ninguna estrella del viejo cine populachero de los años noventa (el de posficheras, el de albures con nalguita, el del imperio del Güero Castro, el de Las Nachas o su eufemismo Las Ignacias de Alfredo Zacarías de 1991) hubiera imaginado jamás, aun en la plenitud de la complacencia, que es asimismo la complacencia del cine de Reyes apostando desde sus épocas de autor escénico por fórmulas vulgares y por una visión limitada y reduccionista de la sociedad (Modelo antiguo llevado a la pantalla por Raúl Araiza en 1992 y De interés social filmado como Golpe de suerte por Marcela Fernández Violante el mismo año), esa complacencia que magnifica el paradigma sexo / éxito como un binomio fatal, una ecuación irresoluble, la dicotomía impensable de zanjar en una sociedad subdesarrollada: érase una chica treintona de Modelo antiguo y De interés social escaso que se volvió Loca por el orgasmo; más que un escándalo viviente, un retroceso en lo poco alcanzado por la lucha feminista del siglo XXI.

La orgánica sexomarásmica funciona ante todo como un escueto surtidor de gags que, sin orden ni concierto y desconcertantes o arbitrarios, parecen extraerse de todas partes, como lo son las delicias orgásmicas procuradas por la buena vibra plástica del conejito sexual que guiña perversamente el ojo sensual o avanza vertiginosamente inmóvil por un pasillo móvil por efecto óptico o encarna en un abismado compañero de carrito en la montaña rusa de Chapultepec, los inacabables orgasmos desquiciantes en negrísima lencería supersexy, las falsas celebraciones tumultuarias de los empleados de la sexshop al agasajable “Cliente 69” que será cualquiera que suba la escalerilla de la calle para dignarse a entrar en el sitio indigno, los orondos paseíllos por intercorte sincopado de la hembra golosa al fin por una vez sexualmente satisfecha, las indefectibles interpretaciones distorsionadas de los clamores placenteros tras las puertas por Alicia celosa o por su hijito cándido (“Sufre mucho con mi papá, verdad” / “Hasta lo máaas profundo”, suspira la criada presa de envidia anhelante), los multiformes arrebatos de histeria permanente e inidentificable procedencia sexoinconsciente supuestamente característicos de la mujer moderna siempre gesticulante o sobreactuando cual enervada, las laptops operadas en el asiento trasero o cual perfecto sucedáneo comunicacional o informativo, los derrumbamientos de ánimo femenino cayendo al suelo tras la cama o descomponiendo feamente la faz o azotando la frente contra la mesa del comedor u ovillándose gemebunda en un rincón o permaneciendo incólume ante las obscenas agitaciones de lengua masculina, las obviotas fijaciones orales de la amiga chupando paletas de caramelo rojo a diestra y siniestra, la rosada maleta-caja de Pandora erótica que se abrirá en el momento inoportuno para expandir su promesa oportuna, la misericordiosa coincidencia sainetera barata de un Leo por Leonardo con un Leo por Leopoldo o Polo que elimina la presunta infidelidad del marido, y last but not least el cruel cortón marital unilateral por una llamada de teléfono inteligente (“Hola Alicia, vamos a separarnos un tiempo”) y el perenne e insistente y mareador jugueteo con los dispositivos celulares cual si estuvieran vivos y más allá de su valor como símbolo de estatus (que hace mucho no lo son) o utilitario comunicacional: causantes de interruptus y de celos irreprimibles, invasivos, portadores de mensajes borrables de inmediato sin dejar huella como si nunca hubiesen existido, delatores, inagotables fuentes de datos enojosos e intempestivas reacciones viscerales, considerados síntomas de irritación máxima o de (des)lealtad inequívoca, conductos de noticias inesperadas o datos capaces de hacer cambiar algún proyecto fundamental de vida, arrojables muy lejos cual aparatos condenados con vida propia y al final sustituibles por uno de emergencia, uf, o séase en suma, un verdadero bombardeo de gags de dudoso gusto eficaz o en definitiva indigestos o de inefable pena ajena.

La orgánica sexomarásmica se quiere dar el lujo de ser tan socarrona cuan hipócritamente erotómana de manera natural, gracias al personaje de la madre erotizada sólo porque aquí no se discrimina a la tercera edad como base de invectivas beatas y pueril-seniles reducciones al absurdo (¿la exclusión / inclusión de la vejez sexualizada resulta ahora chistosa en sí?), o de manera autoexcitada, a través del proceso-progreso físico de la propia heroína, sólo atenta al regreso del Señor que de súbito propala a gritos entusiastas la sirvienta, en armonía con la sobrevaloración setentera del orgasmo femenino recién desinhibido antier (“¿Alguna vez has tenido un orgasmo?” / “Millones, nooo”) porque ¿seguirá siendo subversivo? y con esa fotografía a base de rimbombantes encuadres y pesadillescos colores pastel de Alejandro Fido Pérez-Gavilán, esa música de Pascual Reyes que se asume vil eco de numerosas cancioncitas descerebradas y machaconas, esa edición precipitada y casi subliminal de Óscar Figueroa, y ese diseño de producción con dirección de arte de Nicolás Scabini al punto de la rutilancia innecesaria, al que ni el ofuscado diseño sonoro de Rodolfo Romero y Emmanuel Romero será capaz de salvar del ridículo radiante.

La orgánica sexomarásmica encuentra la manera de ser sólo sintomática, romanticona, defensora e inclusive ensalzadora de la institución matrimonial, tan púdica y posvirginal como “una orgía de castidad” (diría Jean Cocteau), una erotomanía pudibunda, pese a la salacidad de su humor meramente verbal (“¿De a doble, pues por dónde?”) y de sus situaciones sexuales e incluso directamente genitales, pues en última instancia trascenderá un ni-ni-ni apabullante y arrasador de coitos no realizados, ya que ni el marido babas se acostaba con la gimiente rubia Daniela, ni la compulsiva Alicia ni la falsa promiscua Marcela podían acostarse con los guapísimos galanes del antro porque eran gays, ni Daniela ni Marcela querían otra cosa que casarse con sus reacios prometidos, e incluso la tal Amanda tan aceptada por el pequeño navegante Santiago y su insulso padre no podría resultar otra cosa que una perraza de aguas, como gag casi final.

Y la orgánica sexomarásmica concluye culminantemente con el abalanzamiento de la redimida Alicia sobre los rendidos miembros de su incuestionable familia nuclear, porque “Ustedes son únicos y para toda la vida”, renunciando a su adicción al trabajo, pero quizá sólo hasta cierto punto, pues ahí está acechando otro telefonema oportunamente inoportuno solicitándole el marketing de quince tiendas sexuales en el merito todoacomplejante Nueva York.

La orgánica bufopersecutoria

En Te juro que yo no fui, antes La paloma y el cuervo (Spectrum Films - Terminal - Eficine 189, 84 minutos, 2018), jocundo octavo largometraje del veterano autor total capitalino de comercialísimas comedias ligeras de 56 años Joaquín Bissner (¡Aquí espantan!, 1993; Santo enredo, 1995; Un baúl lleno de miedo, 1997; ¡Qué vivan los muertos!, 1998; Mosquita muerta, 2007; Me late chocolate, 2012, y Todas mías, 2013), el célebre instrumentista virtuoso aún joven y guapo pero ya internacionalizado Ludwig Pérez (Mauricio Ochmann narciseando) acaba de estrenar el Concierto para contrabajo del director orquestal José Antonio Potro Farías en el hoy culto Teatro de la Ciudad y, para poder irse a tomar la mala copa con un sonsacador viejo amigo del Conservatorio (Rodrigo Murray), acepta mandar por delante su gigantesco instrumento valiosísimo hasta el hotel Secrets en la paradisiaca Playa Mujeres de Cancún, adonde se ha dado cita con su celosísima aunque esplendorosa cónyuge Mónica (Ariadne Díaz desatada si bien convincente), sin saber que dentro del estuche del estorboso contrabajo se ha escondido la guapísima rubia hispana Rebecca (Marta Hazas) que solicita su auxilio, obtenido de jocosa manera impositiva y a regañadientes, pues se dice perseguida por dos ubicuos árabes malencarados de turbante (Thomas Ebert y Antonio Méndez) que supuestamente se proponen secuestrarla para incluirla en el harem de un príncipe saudí de nombre impronunciable pero ella no puede llamar a la policía ya que desea evitarle a su país un conflicto internacional, aunque en realidad se trata de una seductora ladrona de alta escuela que tiene en su poder un enorme diamante que ahora ha perdido dentro del carromato de lavandería donde temporalmente se había escondido de su acosador sexual hotelero Franz (Santiago Salcido), por mera coincidencia el amante de emergencia de la enteca melómana alemana Maya (María Aura tan estragada cuan deliciosa germanoberreante) que por su parte también acosa al apuesto y desbordado músico en el terror absoluto Ludwig, provocando los celos por partida múltiple de su tequilera esposita literalmente de armas tomar Mónica, redundando en un inextricable enredo de persecuciones, al interior de las cuales también participan, hallando y perdiendo y volviendo a hallar y perder el codiciado diamante, a sabiendas o ignorándolo, todos los personajes presentes, con el añadido de la alocada camarera anteojudamente madura Lily (Mónica Dionne), el sobajado conserje proveedor de las pistolas de su primo Agapito (Moisés Iván Mora) y una cínicamente dizque preocupada galana Chela (Mariana Harlow) con pareja millonaria para que ambos se vean una y otra vez despojados de cuanto vehículo posean dentro del resort hotelero, de día por las pistas de golf y los arroyos y ríos y playas y mares que lo cruzan, o celebrando una anticipada noche de brujas una fiesta de disfraces de Halloween durante la cual la alivianadísima rubia española cambiará a un fulgurante look con cabellera negra para escapar de los árabes en sus narices y para seguir cautivando a un apabullado Ludwig que, aún vestido de señora con atuendo playero, primero sólo quería recuperar ante todo su amado instrumento y luego ni modo (“¿Involucrarme? ¿Más?”), acabará enamorándose románticamente de la irresistible extranjera abusiva Rebecca y muy bien correspondido por ella (“Ojalá te hubiera conozido en otras circunstanzias”) al refugiarse champañeramente durante una medianoche en un regio yate sin dueño visible, desatando la furia de la esposa legítima Mónica (“No te puedo dejar solo ni un instante, porque...!”), pegando incontrolablemente tiros al igual que los árabes echando bala a diestra y siniestra, hasta que el círculo de las huidas acuáticas literalmente se cierre y las dos heroínas rivales y el héroe cómplice acaben aprehendidos por los guardacostas y sean todos enviados a sus respectivas prisiones, incapaces de entretener por más tiempo su orgánica bufopersecutoria.

La orgánica bufopersecutoria acomete la hoy ya imposible tarea de hacer una película burlesca de acción bufa pura, de persecución absurda y delirante, de principio a fin, en forma ininterrumpida, infinitamente más abstracta y pulcra que las fallidas persecuciones farsescas sofisticadas que pretende el cine mexicano actual de Emilio Portes Castro (Pastorela, 2011; El crimen del cácaro Gumaro, 2014) a su homóloga Issa López (Todo mal, 2018), yendo ahora de la parodia cuando mucho autoparódica al sainete amorfo y apenas potencial, con personajes excéntricos hitchcockianamente girando alrededor de un bípedo aflictivo demasiado normal, a bordo de cualquier tipo de vehículos turísticos vueltos aventureros y antiturísticos, o casi de cualquier género, o sin realmente serlo: estuche de contrabajo, avión, carromato de lavandería, carrito de golf, motocar, motocicleta, lancha de motor, yate abandonado, o lo que sea, por pasillos laberínticos y atracciones exóticas artificiales y prefabricadas, soportando las igualadas ayudas serviles del personal hotelero, tolerando que tanto la encantadora foránea Rebecca como la energuménica hembrista irritada-irritante Mónica y la ajada autoinsufrible Maya elijan corretear y ser correteadas con el mismo disfraz seudoafricano de bolitas.

La orgánica bufopersecutoria se enorgullece de sus rorras impresionantes made in Televisa (“¡Ay Dios mío, mándame una así!”) y a través de sus culebrones, con sus besotes en la trompa recién abriéndole la puerta a la desconocida que busca despistar (“¡Es mi marido!”), con su título tomado de la canción-tema (“Yo te lo juro que yo no fui / yo no fui, yo no fui”) de la incomparablemente pícara comedia motociclista de la Edad de Oro mexicana A.T.M. A toda máquina del gran Ismael Rodríguez (1952), con sus gags visuales que remiten a serie La risa en vacaciones de René Cardona hijo (comenzada en 1988 y concluida diez películas después en 1998) y sus irrespetuosos gags verbales en boca del conserje igualado (“Enseguidamente” / / “Me acosaba sexualmente” / “A mí también me ha pasado lo mismo”) o de la paranoica huidiza atrabancada foránea librándola apenitas al atravesar su diminuto vehículo a contraflujo entre dos enormes camiones (“Tranquilo, no pasa nada”), con su anacrónica obsesiva gran cacería al diamante que hace añorar la vivacidad inglesa de Los enredos de Wanda (1988) de un septuagenario Charles Crichton (1910-1999) a su vez añorando el genialmente mediocre robo (o robobo) perfecto y el clímax persecutorio enloquecido de Su primer millón (1951) revisados por Monty Python, con su gesto de controlador odio femenino atacando mediante dos rápidos dedos hacia el indefenso cónyuge agobiado (“Te vuelvo a ver con esa mujer ¡y no vives para contarlo!”), con sus enredos inverosímiles je-jé de verdadera matiné dominical (tan mal glosada por aquella también persecutoria Matinée de Jaime Humberto Hermosillo, 1976) o de nostalgia baturraza de años treinta ya revisada por el Juan Bustillo Oro de entonces, con sus desbarrancadoras zambullidas al agua con todo y moto, o por ahí.

La orgánica bufopersecutoria confunde en todo momento persecución con corretiza multívoca, unánime y plurivalente, para alejarse así, muy pronunciadamente, dentro de las autoexcitadas comedias chifladas de Bissner, tanto de los devaneos románticos reposteros con delicados efluvios intimistas de Me late chocolate como del envalentonado romanticismo etéreo del novelista mujeriego asediado por ninfómanas Bruno Bichir de Todas mías que ahora funge como antecedente directo de este antimacho alfa Ochmann (vuelto el bicéfalo Viruta y Capulina a la vez de una nueva comicidad blanca acaso así llamada por aséptica e inocua) que aún alucina al paso devastadoramente efímero en bikini de una despampanante Aislín Derbez (su esposa en la vida real) y parece haber optado de antemano por el clásico aunque difícil Mudarse por mejorarse ( Juan Ruiz de Alarcón en nuestro universal Siglo de Oro) que le ofrecía la seductora extranjera por encima de la infeliz mexicanita posesiva y acomplejadaza, pese a la confabulación a su favor de un ritmo que quisiera ser de tan desaforadamente lunático como el del distante insuperable Loquibambia de H. C. Potter (1941) y no resulta más que fatigoso y caótico e ineptamente rengueante de pena ajena, pues el realizador ha decidido regresar a sus orígenes archibanales y huecos de ¡Aquí espantan! y Santo enredo o Mosquita muerta, sin discurso ni profundidad tragicómica posibles, siempre mal servido por una edición atroz de Sigfrido García y el realizador, por una fotografía en colores muy tenues de Verónica Amil refrendable por pósters de la Secretaría de Turismo, por una dirección de arte de Marina Viancini que hurga por los suntuosos espacios del conglomerado hotelero y las exclusivas playas turquesa de Isla Mujeres sus mejores vistas, por un gestor vestuario semifantástico de Gilda Navarro, por los escasos efectos especiales de Álex Vásquez, por una invasiva música grandilocuentemente chiclosa en atronadora escala seudosinfónica del tal inefable Potro Farías en cualquier circunstancia y, para colmo, hasta por los balsámicos consejos de un barman con verba de autoayuda que encarna el director Bissner en persona sin el mínimo entusiasmo o convicción (“¿Disfrutando de sus días aquí en Cancún?”).

Y la orgánica bufopersecutoria acaba mirando impotente e impasible al inmenso diamante pasar de mano en mano, volar por los aires, escurrirse sin motivo ni aviso ni remedio, caer al agua, hasta el amplificado fondo del océano y resucitar en el vientre de un pescado en trance de trozarse de un machetazo, para volver a volar majestuosamente ahora por encima de todas las cabezas voraces, para codicia frustrada de la ganona Lily ipso facto asediada, y despojada, porque las reclusas carcelarias embutidas en el Auditorio Elba Esther G., entre las que se cuentan las irreconciliables adversarias románticas Mónica y Rebecca, ya han recibido con incallables silbidos lujuriosos al contrabajista intocable Ludwig del reclusorio de enfrente, previo a la excarcelación del hiperdotado varón y la reunión de éste con su hechicera españolita en el idílico locutorio de la prisión femenina, por siempre jamás de los churros de los siglos de la inefable infumable sangronería caricaturesca, así nunca sea.

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