Kitabı oku: «La orgánica del cine mexicano», sayfa 6

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La orgánica encegueciente define así, en síntesis y al cabo, a partir de todos esos elementos, una estructura visual a modo de jornada lírica en cuatro sucesivas escenas celebratorias meridionales o cánticos populares cosmicointimistas caucásicos con raíz eslava: cántico de la mañana (la eclosión de la enfermedad hecha conciencia), cántico de la bebida al mediodía (el cumplimiento de cada fantasía acezante), cántico de la melancolía al caer la tarde (el súbito estallido de la invidencia total y la gravedad de la cirugía) y cántico de procesión nupcial a la luz de la luna (el omnicompensatorio reclamo del padre para reconquistar a la madre), cuatro cánticos de alabanza y alborozo a contracorriente del melodrama mexicano clásico.

La orgánica encegueciente se restaña por su dinámica interna, entre el padre y el hijo (“¿Por qué se divorciaron tú y mi mamá?” / “Porque hay algo en la vida que se llaman prioridades”), o entre el padre y la madre dialogando de pronto en los dos extremos del elegante encuadre (“¿Te molesta que el hombre con que me voy a casar quiera complacer a nuestro hijo?” / “¿Complacer o sobornar?”), o dentro de un two shot de repente inaguantable (“¿Sabes qué pienso cuando me dices mi amor? Que no estás ni así de encontrar a alguien a quien decírselo”), hasta que, por un proceso tripartita y disparejo, más allá de todo determinismo naturalista o cualquier imposición argumental, los entrañables Rodrigo-Ale-Santi del sobrio relato, ahora inseparables, en el gozo y el dolor, serenamente gozosos y severamente dolientes tal como aspiraba el poeta español Miguel Hernández (“Ay qué severidad del gozo / y qué serenidad del sufrimiento”), terminen gritando implícitamente en silencio un estentóreo y clamoroso ¡de nuevo juntos! de improviso sustituido por un “Ya veremos” generosamente abierto.

Y la orgánica encegueciente hace culminar en la prodigiosa escena final una brillante retórica de planos subjetivos que era casi un subdiscurso visual, como si se tratara de la película futura visionariamente proclamada por Antonin Artaud-Germaine Dulac hecha más de sensaciones que de hechos narrativos; en esa secuencia, planteada a partir de la pantalla en negro desde la perspectiva del niño Santi en trance de ver brumoso a través de las gasas que cubren sus ojos, muy poco a poco va combatiendo esa difuminación para contemplar casi en foco los rostros de sus padres acezantes y a punto de esbozar una medio grotesca medio conjunta sonrisa de triunfo sobre la adversidad y sobre cualquier asomo de cursilería chantajista, porque la ambigüedad del momento también transporta vivencias de otro modo informulables, pasiones renacientes y sentimientos encontrados, en todas las acepciones de ese término aquí terminal.

La orgánica asilada

En la coproducción con Estados Unidos Más sabe el diablo por viejo (Fox International Productions - Traziende Films - La Victoria Films, 113 minutos, 2018), tumultuoso cuarto largometraje del sonorense con estudios de mercadotecnia en Harvard y maestría en dirección cinematográfica en la Universidad del Sur de California de 48 años José Pepe Bojórquez (cortos previos: The Last Bus, 1998; A Promise Is a Promise, 1999; The Love of My Life, 1999; Love Invents Us, 1999; Virus Man, 2000; The Golden Rose, 2000; Guardian Angel, 2001; The Power of Love, 2002, y Everything That I Am, 2003; largos: La novia del mar, 2006; Luna escondida, 2012, y Legends, 2014), con guion suyo y de Alfredo Félix Díaz basado en un argumento original de Ty Granoroli y Brad Hall, el ínfimo e infeliz aspirante a actor con inútil licenciatura en química Teo (Osvaldo Benavides) sólo ha intervenido en TVroles ocasionales, sigue preparándose en vano (“Haberla hecho de taquero en La rosa de Guadalupe no cuenta”), sufre al ser frecuentemente confundido en la calle con otro galán joven (ése sí en ascenso exitoso gracias a estelarizar spots publicitarios de golosinas), participa en infructuosos castings para interpretar el papel protagónico de El rey Lear de William Shakespeare, acumula cuentas sin pagar, le debe cuatro meses de renta (aparte del gas, la luz, el internet) a su exasperado cuate administrador gay traidor Lencho (Guss Morales), ya sólo cuenta con la fidelidad de su amigo paseaturistas en carromato rojo Red (Martín Altomaro con cinta pielroja sobre la frente) y, el colmo, para quitárselo de encima como competencia de su novio el actor con quien suelen confundirlo, la insidiosa delegada del sindicato de intérpretes Elsa (Laura de Ita concentrando toda la vulgaridad aviesa en el engullido de un churro mientras habla) ha invertido perversamente los dígitos de su edad (nacido en 1938 en vez de 1983) para asignarle cama al pobre Teo en cierta Casa del Actor creada por el difunto histrión mujeriego Julio Fajardo (“Tengo ocho meses sin trabajar, ni siquiera de extra...” / “Debe ser un error en el sistema”), circunstancia que, a la desesperada económica, habiendo sido desahuciado de su depto y habiéndose momentáneamente refugiado en casa de una sacrificada hermana a punto de correrlo por otros compromisos familiares, el buen Teo decide aprovechar la ocasión, sacarle beneficio al error, y sintiéndose el sublime actor que improvisa y haciéndose pasar por un deslustrado varón ilustre de 79 años, ingresa en efecto en ese curioso asilo para ancianos actores, provisto de un prostético maquillaje-disfraz removible con máscara de hule y panza artificial que lo envejecen de manera más que convincente, siempre auxiliado por su leal compañero Red que se finge su protector sobrino nieto (“Imagínate las fiestas que podemos hacer aquí”), y allí se le abre un mundo variopinto hasta la superexcitación y el agobio, bajo el utilitario control del corrupto doctor guapo Hugo Bellamy (Arturo Barba), al servicio de políticos aún más torvos que él, secundado por las arpías del patronato Sonia Fajardo (Vanessa Ciangherotti) y Candita (Tiaré Scanda), y finalmente poblado por una deliciosa fauna que encabeza la exigente enfermera bondadosa Malena (Lupita Sandoval) y compuesta por asilados decrépitos de todo tipo y actitud, como la ajada exreina de belleza de populares películas genéricas Angélica Aguirre (Lorena Velázquez) en perpetua pugna de pullas y celos pasmados (por su amante común Fajardo) con la exestrella de vulgares cintas de ficheras Marilú Sáez (Isela Vega), la aguda vigilante omnisapiente Victoria Placeres (Tara Parra), la perpetuamente aniñada aunque devenida revenida O por lo redondo Nelly Durán (Tina Romero pasando de alocada Alucarda a Evita Muñoz Chachita eterna), el regio primerísimo actor présbita sempiternamente reputado como el más grande de su época aunque en el fondo frustradísimo por nunca haber pasado a la dirección Joselito Fernández (Ignacio López Tarso con su patriarcalmente escasa bis cómica), el paralítico voluntario otrora doble tarzanesco de origen hollywoodense en silla de ruedas Stuart Young (Roger Cudney), más los pululantes viejillos picarescos buenaonda, tipo Rudy Macedo (Patricio Castillo), Antonio Abud ( Juan Luis Orendain poco después fallecido) y Rolando Sosa (Alejandro de la Peña), integrando una cuadrilla en permanente ebullición intimidadora y algo incontrolable, si bien bendecida afortunadamente por la juncal presencia fresca y delicada de la pasante de medicina cumpliendo su servicio social Dafne (Sandra Echeverría tan etéreamente grácil como en Volando bajo), de quien se enamora ipso facto el acojonado acongojado Teo y desde entonces intentará seducirla por todos los medios a su alcance, sin atreverse a confesarle su primordial impostura, la que provoca complicadas situaciones equívocas, mientras a su vez todas las ruquitas exaltadas asedian eróticamente a ese nuevo hipervital objeto del deseo (“¡De veras es muy guapo!” / “Lástima que en mi generación ya no haya hombres así” / “En todas las épocas hay hombres atractivos”), a quien por otra parte el ocioso malencarado-acartonado Joselito / López Tarso ha adoptado cual receptáculo perfecto para sus ahora desperdiciados conocimientos actorales, en tanto que el sinuoso doctor Bellamy lo repudia cada vez menos cordialmente, pues lo registra, o lo ve inconscientemente, como un rival y un obstáculo para doblegar el rechazo sensual de la inexpugnable fortaleza amatoria de Dafne, todo lo cual no impide que el falso septuagenario se vaya convirtiendo en una especie de inspirador dentro de ese ámbito y en un líder para salidas parranderas a oír mariachis y a salones de baile, situación que no tarda en provocar un enfrentamiento directo con Bellamy, sobre todo cuando Teo secunda a la incorruptible omnipretendida Dafne, quien rechaza a ese abominable especimen, echándole en cara sus abusos y haciendo fracasar la manipulación que hace de las votaciones a favor de su consentida Angélica para que se encargue de la develación de una costosa estatua en honor del fundacional Fajardo, por lo que el valeroso Teo, ahora sí resuelto a apoyar abiertamente a su adorada Dafne en las actividades culturales para llenar el tiempo libre a las que nadie asiste (clases de tango, por ejemplo), Teo lanza y pone en práctica la brillante idea (“¡Tengo una Idea!”) de grabar una webnovela llamada Un melón y cuatro mujeres en la que puedan intervenir como actores y actrices aquellos asilados provectos que lo deseen, que vienen a ser casi todos, además del también excamarógrafo Cuco Retana (Francisco Walter) y el TVguionista ciego aún dominador de los más infalibles resortes argumentales Fósforo (Ricardo de Pascual hijo procedente de las TVemisiones Burbujas y El tesoro del saber), auspiciando la mayor diversión para los inquilinos y consiguiendo una merecida popularidad al ser subida la serieweb a YouTube, lo que aunado al éxito de Teo en un casting teatral y su resolución de prescindir de la máscara senecta acelerará el buen éxito de los siguientes episodios de esta interminable aunque previsible orgánica asilada.

La orgánica asilada se pretende desternillante e insólita comedia slapstick al estilo anacrónico y no resulta sino otra comedia-migraña más, sin mirada ácida a lo Billy Wilder ni amargura a lo Leo McCarey (autor de la más bella cinta sobre la vejez jamás realizada: La cruz de los años / Dejad paso al futuro, 1937) o Preston Sturges o Frank Tashlin, primero dramatizando el pavoroso burnout de su héroe a causa de la pérdida del valor intrínseco y extrínseco de su trabajo, que ha dejado de ser mínimamente gratificante o esperanzador, y luego lanzando al pobre tipo, para su resarcimiento psicológico, a un maremágnum de arbitrarios segmentos retacados hasta la saturación y proliferantes escenas e incidentes inútiles en una superpintoresca Ciudad de México (esas peripecias para la perdonable falsificación de documentos de identidad y análisis de laboratorio: “Súbele más a los triglicéridos”), con un protagonista maquillado como Fidel Castro o León Trotsky u otros esperpentos o rociado de estiércol por el makeup artist Roberto Ortiz del terrorífico Kilómetro 31 de Rigoberto Castañeda (2006), agobiante dirección de arte de Lizette Ponce, incandescente fotografía sin razón de Chris Chomyn, energuménica edición sofocante de Camilo Abadía y autoexcitada música estólidamente seudopopulachera de Benjamín Schwartz, que integran en su conjunto un perfecto marco al más incesante bombardeo imaginable de consternantes gracejadas verbales (“Te lo lavas”), chistoretes inoportunos (“Es cajeta, no se preocupe, ahí como lo ve mi tío todavía controla el Nescafé”), humor a huevo (“¿Dónde dejo el caballo?”), sangronadas mamonas (“Exit is that way”) y deprimentes detalles de chiste visualizado (la entrega de un kit de ingreso al asilo con bálsamo para almorranas y demás, la picazón de la máscara, el involuntariamente removido avispero atacando, los obvios despistes o trampas del rodaje dentro del rodaje como unas inubicables bofetadas repentinas de Angélica al inerme Rudy buenazo), para guiar quasi farsescamente así el viaje de la comedia enloquecida a la habitual comedia romántica mexicana al seudogusto comercial de antaño (nunca se va más allá de la historia del anciano Enrique Guzmán que vende su alma al diablo Manolo Muñoz para poder ligarse a Angélica María en Mi alma por un amor de Rafael Baledón, 1964), o al definitivo mal gusto hoy en boga, desbocadamente dedicada la mayor parte de su metraje a exacerbar todas y cada una de sus situaciones y micromotivos, como sea y cueste lo que cueste.

La orgánica asilada crea una falsa impresión y acaso hasta un espejismo de abundancia gracias al despliegue de incidentes, situaciones rápidas y trazos caracterológicos de un plumazo, todo ello a base de personajes huecos como marionetas, de un dispositivo de estereotipos que actúan a modo de peones y figurantes unidimensionales sólo al servicio de la maquinaria narrativa y referencial, sin mayor interés ni psicológico ni social, sino meramente funcional, para hacer una serie de prefijadas y embotadas demostraciones carentes de peso alguno, con tanta densidad burlesca como las agrias agresiones femeninas (“¡Quítate los piojos!” / “¡Garrocha!”) o como aquel multinvocado exfajoso Fajardo ya difunto y por ende inmostrable cual protagonista de la Rebeca hitchcockiana (1940) pero que ha dejado un asilo y dos presuntas divas envejecientes en pique imparable aún riñendo por su recuerdo cual cadena perpetua, o con tanta gracia como el actor legendario escabulléndose a oscuras en la habitación del nuevo recluso privilegiado (“Me robé lo que quedó de pastel” / “No se le vaya a subir el azúcar” / “A nuestra edad todo lo que suba es bueno”) o como el paralítico por depresión que milagrosamente resucita para participar en la webnovela en proceso.

La orgánica asilada penetra en un hipotético e improbable asilo privado-casa del actor para repetir caritativas o deleznables fórmulas fáciles, similares al romance entre ancianos relegados por sus familias (con las conmovedoras exestrellas Luis Aguilar y Beatriz Aguirre) en Los años de Greta de Alberto Bojórquez (1991), semejantes a la realización de los sueños de una otrora prostituta en casa de retiro gracias a un concurso donde arriesga todo porque nada tiene que perder en La Paloma de Marsella de Carlos García Agraz (1998) y reductibles al caótico thriller noir geriátrico de Club Eutanasia de Agustín El Oso Tapia (2005), de nuevo equidistante tanto de las vilezas residuales que caracterizaban a los clásicos asilados realistapoéticos de El final del día ( Julien Duvivier, 1939) como de la dignificante revuelta moral in extremis en La casa de la sonrisa de Marco Ferreri (1991), hoy y siempre acumulando, en torno a un grupo de famosos actores más o menos olvidados del irremediable pasado, lugares comunes tan acerbos cuanto beatos sobre la vejez, simplificaciones apresuradas y maniqueísmos esquemáticos alrededor de los ojillos vivaces de un fracasado con disfraz de mono capuchino y de las aventuras voluptuosas de una máscara de hule, incongruencias naturalistas no tan denunciadoras como supone (“Esta película es completamente diferente, muy auténtica, con un mensaje muy bonito y familiar”, declara Sandra Echeverría secundando a Bojórquez en una entrevista de Julieta Pérez para Tiempo Libre, de julio 26 al 1 de agosto de 2018) y profusión de juicios sumarios caracterológicos (con menos chispa que el poemínimo “Soy un buen actor / de segunda / del tercer mundo” de Efraín Huerta), a medida que los viejos en perspectiva se degradan inexorablemente, ancianos actores ya reducidos a su mínima expresión y a vil recuerdo dentro y fuera de la pantalla u otra vez dentro de la minivideocámara hayan sido o no célebres porque en última instancia resultarán tan desechables como el mismo intruso ahí donde todo y todos se agitan pero nadie es Don ni Doña ni Don / Doña Nada, pese a la exnaturaleza de experto didáctico (López Tarso todavía presuntamente twitteando y facebookeando) o a las cartas de nobleza que se les conceden al azar a sus congéneres por aquí o por allá, y a pesar del envalentonamiento unánime, comenzando por los instintivos gruñidos y zarpazos al aire de Teo apenas investido como anciano, y culminando con los zarpazos y gruñidos espirituales que reparte la enardecida sabihondería de almanaque de Joselito / López Tarso desatado (“En la vida, como en el escenario todo es compartir”), más lo que se junte esta semana (“Nosotros lo que queremos, pues es sentirnos vivos”), o sea, más o menos los irreversibles deterioros fenomenológica y existencialmente descritos por Simone de Beauvoir en su tratado sobre La vejez, quizá el libro más feroz jamás escrito sobre “la situación existencial de los viejos en nuestras sociedades, planteando la necesidad de un cambio de estructuras sociales”, para que dejen de ser tratados cual “sujetos de segunda clase” (Cristina Sánchez Matos, en Simone de Beauvoir. Del sexo al género), tal como aún lo hace Bojórquez, porque esos viejos (en palabras de la propia Simone citadas por la mencionada filósofa expositora Sánchez Matos), “si manifiestan los mismos deseos, los mismos sentimientos, las mismas reivindicaciones que los jóvenes, causan escándalo; en ellos, el amor, los celos parecen ridículos; la sexualidad, repugnante, la violencia irrisoria. Deben dar ejemplo de todas las virtudes. Ante todo se les exige serenidad”, puesto que, “o por su virtud o por su abyección, se sitúan fuera de la humanidad”.

La orgánica asilada se da el lujo de plantear, sin embargo, pese a todo en su contra, por excepción y diríase contradictoriamente, lo que semejaría un cierto avance con respecto a la concepción de la vejez en el cine nacional, si es cierto que aquello que define más profunda e inalterablemente a los seres humanos a través de los tiempos son sus miedos y sus deseos: el miedo a envejecer, que se condensa en el inclementemente autoirrisorio dicho mexicano “Ayer maravilla fui, y hoy ni su sombra soy”, o el miedo a la muerte próxima, que se desahoga con el entierro de un infartado actor secundario al son guitarrero de “Viejo, mi querido viejo”, parece aquí compensarse muy juiciosamente y de facto con la frase misericordiosamente lúcida de Platón “No tengas miedo a envejecer; siempre será otro el que lo hará en vez de ti”, y por otra, aquí el repertorio del Deseo provecto que inclusive “sobrevive a la potencia” (Shakespeare), ya no se reduce a los viejos machazos libidinosos que aún se quieren tirar a todas las rancheritas laborando en una hacienda cualquiera que es cualquier reducto del dominio patriarcal, ni los viejos pluralmente diezmados enamorándose crepuscularmente entre ellos (como en los mencionados casos de Los años de Greta / La Paloma de Marsella / Club Eutanasia), porque aquí el asedio sexual crea un acezante festín de reprimidos (“Yo vi cómo las ruquitas sexys te tiraban todo el calzón; vas a tener más acción así que de joven”), la ruquita exactriz angelical Angélica cree poder lucir seductora a toda hora, la voyerista ajada Victoria puede averiguar sin querer queriendo el secreto de Teo por estar codiciando sus nalgas atisbando sus calzones Vigor bajados a la mitad, la pasita actriz exfichera Marilú puede amanecer salazmente tirada con plumas y glamorosa bata de seda sobre un sillón tras una presunta noche de placer con el sucedáneo emergente al bat Red o después caminando de la manita con él, el hada obesa obsesa Nelly puede desatorarse al tratar de entrar por la ventana, y la sorprendida sorprendente Dafne podrá descubrirse de repente básicamente enamorada de un anciano y cediendo a dejarse besar por él a lo Rodolfo Valentino, porque es el único hombre que ha creído jamás en ella (“Es lo mejor que me ha pasado en la vida”), aunque bárbaramente se encabrone hasta el berrinche y la decepcionada ruptura perentoria al develarse el engaño, y aunque todos esos espejismos se den a nivel de gag y sin desarrollo posible entre ancianos víctimas ahora del cretinismo cuando quizá sólo demandarían de un poco de tranquilidad, infraseres incapaces de alcanzar cualquier forma de respetabilidad o verdadera sabiduría.

Y la orgánica asilada se concibe ilusoria e ilusamente como poética del asombro y el reencuentro de 65 actores de dos generaciones opuestas: la predesinhibida generación de fines de los años cincuenta o principios de los sesentas y la generación millenialmente hiperconectada actual, porque en un final feliz unanimista que no repudiaría nuestro desaparecido prócer del cine de ficheras y del cine de albures con nalguita Víctor Manuel El Güero Castro de los años ochenta-noventa (con Los hojalateros, 1990, a la cabeza), nuestro impostor librado del imbroglio postsainetero, su novia aplaudidora a rabiar y todos los comparsas libidinosos participantes acabarán preescritamente abarcados por un top shot prefabricado con nocturna cámara ascendente, en medio de una bocacalle fúlgida, por donde bailan las estrofas en bola furiosa de la ostentosa canción-tema pegajosa y castamente lujuriosa: “Corazón de melón, melón, melón...”.

₺163,06

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Yaş sınırı:
0+
Hacim:
802 s. 4 illüstrasyon
ISBN:
9786073035972
Telif hakkı:
Bookwire
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