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La orgánica paterañorante
En Ana y Bruno (Altavista Films - Lo Coloco Films - Ítaca Films - Ánima Estudios - Fidecine / Imcine - Argos Servicios Informativos - Eficine 226 / 189, 93 minutos, 2015-2017), congestionado largometraje debutante en dibujos animados del caricaturista y veterano cineasta prácticamente retirado a los 55 años Carlos Carrera (largometrajes con personajes vivos: La mujer de Benjamín, 1990; La vida conyugal, 1992; Sin remitente, 1994, Un embrujo, 1998, El crimen del padre Amaro, 2002, y De la infancia, 2009); cortometrajes animados: El hijo pródigo, 1984; Malayerba nunca muere, 1988, y el galardonado El héroe, 1993), sobre un guion suyo en colaboración de Flavio González Mello y Daniel Emil basado en la novela Ana de este último, Premio Quirino al mejor largometraje de animación iberoamericana en Tenerife 2018 tras haber fracasado aparatosamente en el gran festival de animación de Annecy del mismo año, la enternecedora nenita Ana (voz de Galia Mayer) es abandonada por su cabizbajo progenitor Ricardo (voz de Damián Alcázar) en una clínica psiquiátrica al lado de su madre Carmen (voz de Marina de Tavira) en perpetuo estado de melancolía-ausencia de todo deseo, y de inmediato conoce en el jardín a un simpático títere payasito Piripitín que desaparecerá evaporado para siempre cuando su titiritero sea apresado por dos enfermeros celadores y enviado al temido tercer piso donde dolorosamente una Máquina fabricante de Olvido le borrará cualquier vestigio de memoria, destino terrible que el malvado doctor Méndez (voz de Héctor Bonilla) le reserva también tarde o temprano a la madre de Ana, por lo que la chicuela, auxiliada por un verdoso amigo imaginario con inmensas orejotas de Conejo Loco disneyano llamado Bruno (voz de Silverio Palacios), va a escapar audazmente del lugar, para abordar un tren al lado de una tribu de amigos duendecillos y duendecillas hechos sobre la marcha, entre los que destacan un reloj de relojes que nunca sabe la hora Tic (Mauricio Isaac), la enamoradiza elefanta color de rosa Rosi (con voz y genio y figura de Regina Orozco jejeje) y un impenitente muñequito Borracho ardorosamente enamorado de la anterior, y dirigirse en tropel al pueblo de San Marcos, atravesando por cien peripecias, siempre perseguidos por un maligno monstruo de fuego con dos caras e inasible cuerpo de anguila eléctrica, en indómita y temeraria búsqueda del añorado padre abandonador, quien sólo podrá ser contactado por el pequeño ciego solovino Daniel (Daniel Carrera), un instantáneo mejor amigo con abultadas gafas acojinadas de Ana, éste sí real e inseparable, pues la infeliz chiquitirrina no se ha dado cuenta de que nadie puede verla ni palparla porque se ha convertido en un fantasma que, en compensación, puede meterse en los sueños de los vivos como su propio padre, al tiempo que encabeza una voladora acometida insurreccional en numerosos deltaplanos individuales y proliferantes, hasta que el padre irrumpa in extremis dentro del quirófano donde habría de ser intervenida la madre, y triunfe una vez más el bien sobre el mal, una vez resuelta su compleja orgánica paterañorante.
La orgánica paterañorante no narra en síntesis más que las enredadas vicisitudes medio emocionantemente previsibles medio caóticas de una niñita lidiando con sus desgracias, sus fantasías y sus miedos, para vencer melodramáticamente a un apelotonado pelotón de malditos, redimir al padre salvador e imponer lucidora, que no lúcidamente, el confuso imperio indiscutible de una Ana de gigantescos ojos tan desorbitados como todas las criaturas buenas cuyos dibujos antropomórficamente infantiles la rodean, para así resultar clara y originalmente carismáticas (aunque en realidad plagien a los muñecos ojones de Ojos grandes de Tim Burton, 2014), al cabo de las obligadas persecuciones hartantes y las rutinarias aventurillas rocambolescas, a medio camino acomplejado entre los inalcanzables clichés comerciales impuestos por Walt Disney (en especial su Alicia en el país de las maravillas, 1951) y por Pixar (en especial brincos diera Intensa-Mente de Pete Docter y Ronald Ronnie del Carmen, 2015), sin decidirse cabalmente por ninguno, pero con grandes pretensiones barrocas y siniestras, con un toque erotómano inconfeso, algunos paisajes calcados a José María Velasco, una destruida casa natal donde ha perecido la heroína Ana en un fatal corto circuito inmostrable, una insostenida compasión por los discapacitados, un pintoresco pueblo folclórico-exótico procedente del aberrante Coco (Lee Unkrich y Adrián Molina, 2017), un inconfesable Día de Muertos perpetuo más trastornado y psicótico que el del mencionado Coco, un atropellado ritmo de animación abarrotera ababarrotada que resulta hartante hasta para las percepciones y sensibilidades infantiles, marásmicas reconversiones argumentales rayando en la esquizofrenia ineptonarrativa (“Hay que dejar como nuevo su cerebro”), una evidente misoginia (centrada en el martirio de la imbecilizada madre de Bambi-Ana siempre patéticamente ajena a sí misma y en la grotesca paquiderma Rosi merecedora de cualquier escarnio más por obesa que por tener “la cola en la nariz”) y alguna histérica alusión simiescamente mimética a la retrogradante figura del científico cruento que es un híbrido vergonzante del Dr. Frankenstein y el Dr. Caligari (vuelto aquí feriante de El galimatías del Dr. Caligari), con el añadido gratuito de un avaro puñado de gags más bien consternantes: cada monito con una mazorca porque acaban de tropezar con un campo de maíz y así, al interior de un bodrio aspiracional con incautas pretensiones de obra maestra de autor inefable y rutinaria película infantil sin nada en medio, con diez años de trabajo (que más bien le sobran) y presupuesto megalómano de 104 millones de pesos / 6 millones de dólares que lo convierten en el más alto e irrecuperable de la historia del cine mexicano.
La orgánica paterañorante conserva restos y arrestos, aproximaciones y reintegros del regodeo tremendista-miserabilista del deleznable film oficialmente subvencionado pero con estreno comercial eternamente aplazado De la infancia del mismo Carrera, muy semejantes en su esencia, aunque realizando trastrocamientos y metamorfosis nunca profundos, pues lo que en De la infancia era magnificación dramática de la violencia intrafamiliar supuestamente desde el punto de vista de los niños victimados y dañadazos de por vida, en Ana y Bruno se ha vuelto la subrepticia crueldad culpable aunque contrita desde un primer momento de un padre que ha encerrado en un pavoroso manicomio a su esposa junto con la niña Ana que han engendrado para victimarla y dañarla de por vida hasta en su consistencia material misma; lo que en De la infancia era un intento fútil de poetizar la degradación moral causada por la pobreza (oportuno fantasmita merodeador, intempestivas intervenciones previsibles de soprano lírica en off, estatuas pornovivientes en los altares, rescatista robot gigante vuelto platillo volador que surca las techumbres barriales), en Ana y Bruno se ha vuelto un intento fútil por poetizar la degradación corporal causada de la pobreza moral familiar y la pobreza científica institucional de la salud lindante con la acerba ruindad dirigida incluso contra la condición de realidad de Ana de pronto convertida en fantasma sin conciencia de serlo; lo que en De la infancia era la homologación del irresponsable padre apodíctico drogorratero Basilio Niebla (Damián Alcázar) con el violador padre clasemediero incestuoso Max (Héctor Holter), en Ana y Bruno se ha vuelto la idealización del abandonador padre ausente en pos del cual Ana viaja en tren hasta largas distancias y lo persigue y sucedáneamente se le mete hasta en los sueños y lo solicita como paladín y como salvador imposible aunque él ni la pela ni puede registrarla y ni siquiera verla a causa de su índole onírico-fantasmal; lo que en De la infancia era forzado romanticismo neobarroco shakespeariano con navaja-fetiche cual Aguijón de la Muerte y balcón de Romeo / Francisco (Benny Emmanuel) y ultrajada Julieta / Roxana (Alicia Zapien) suicidándose tras tatuarse con maniática sangre en el vientre “Libre de Max”, en Ana y Bruno se ha vuelto abandono ruin vuelto añoranza irresistible; lo que en De la infancia era incapacidad de profundización caracterológica e íntima, en Ana y Bruno se ha vuelto esquematismo oscurantista de película oscuramente hermoseada; lo que en De la infancia era resentimiento social irreprimible y homofóbico en plausible descarga catártica (“Pinche maricón” y “Puto cobarde” repetidos al infinito y más allá), en Ana y Bruno se ha vuelto juego ominoso de estereotipos que sustituyen el familiarismo nuclear por el familiarismo de pandilla y viceversa para nunca salir de ese vicio circuloso; lo que en De la infancia era un crudo lenguaje verbal siempre agresivo, en Ana y Bruno se ha vuelto irremediable pobreza verbal escueta; lo que en De la infancia era construcción cíclica para dejar atrapado dentro de su fatal cerrazón al hijo deliberadamente acribillado por la policía durante el top shot con grúa del prólogo y al padre ultimado al final por la fuerza pública de idéntica manera, en Ana y Bruno se ha vuelto onirismo con efluvios volátiles sin ambición de consistencia anecdótica-formal-discursiva alguna; lo que en De la infancia era el elogio a un mundo cerrado sin alternativas, en Ana y Bruno se ha vuelto alternativa abierta al vuelo hipercodificado de una triste imaginación tan roturada y cerrada y cancelada de antemano como los estudios mexicanos Huevo Cartoon o Ánima pese a sus pretensiones de esmerada animación de autor, o así.
Y la orgánica paterañorante reconstruye al final la humilde familia nuclear prometida a la dicha imperecedera, quedando ahora integrada por el padre, la madre y el niño ciego Daniel como perfecto sustituto real y tangible de la hija desaparecida, mientras el tranquilizado espectro de Ana vuela con su turbamulta de amigos fantásticos hacia nuevos horizontes celestiales más allá de Valle Feliz, celebrando así, insanamente material / inmaterial las tétricas glorias de una infancia complacientemente infeliz, demasiado lejos tanto de la gracia y la ñerez verdaderas, cuan cerca de las ñáñaras de una insania existencial capaz de dilapidar diez años de arduo trabajo en el miedo a su propia imaginación lúgubremente desatada y vuelta a atar sin término ni sentido, creyendo así cuestionar las concepciones comunes mismas de la locura y la normalidad o la muerte.
La orgánica duplicadora
En Malacopa (El Chilito Enmascarado Films - Eficine 189 - Ágnica Eagle México, 83 minutos, 2018), cuidado y cumplido tercer largometraje del otrora cuequero exdirector del CUEC (hoy ENAC) y exdirector de TVUNAM ahora al frente del Canal 22, regresando colateralmente a la realización fílmica a los 54 años Armando Casas (cortos notables: Los retos de la democracia, 1988; Binarius, 1990, y Para vestir santos, 2004; primeros largos: Un mundo raro, 2001, y Familia gang, 2013), con guion de Rafael Gaytán, Éric Arcos Maldonado, Samantha Guillén y Francisco Villarreal basado en un argumento original de Herminio Ciscomani, el apuesto aunque tímido en exceso Mateo Pino (Luis Arrieta apabullado de antemano) crece aplastado e impelido a la vez por la simpatía desinhibida de su viejo padre frívolo y bailador Don Ernesto (Alfonso Arau interpretándose postrimeramente a sí mismo), quien ya en plena senectud le mostraba y demostraba cómo ligar a fuerza de carisma a la rechazante chica más guapa de un antro, y hoy el buen muchacho se ha convertido en un consistente arquitecto nerd en ascenso dentro de la poderosa compañía constructora japonesa Nisisaki y por fin tiene ante sí la oportunidad de su vida, al vérsele encomendada, nada menos que por capricho de la inaccesible gerente siempre con sable samurái en mano Ayami (Tamara Mazarrasa superbella), la cuenta de un ambicioso desarrollo turístico regional, pero, por más que forme equipo con su amigo colega asertivo David Betancourt (Héctor Kotsifakis) tan preocupado cuan higadazo (“Tenemos la oportunidad de ganar una buena cuenta, así que no la cagues, güero”), por más que su proyecto excite y haciendo temblar de envidia a sus burlones competidores obviamente gays hipercáusticos Los Juanes (Luis Koellar y Saúl Mercado), por más que cuente con la admiración de la guapa güera experta en derechos ecológicos que lo hace babear Paulina Santamaría (Danna García) y por más que lo apoye como cómplice milusos el rastrero ejecutivo homosexual reprimido Tili (Homero Ferruzca con bigotito coqueto), el infeliz Mateo se deshace, desarticula y desencuaderna de miedo ante esa situación para él límite, por lo cual no duda en recurrir al auxilio de una hechicera ánfora de aguardiente llamada pachita que le heredó su crápula padre inolvidable para yacer literalmente emparedada en el sótano de la casa, y entonces, para sorpresa suya, de su mejor amigo, de su postulante a indeliberada noviecita santa y de todo mundo, se ve de pronto duplicado, sustituido y acosado por su doble alcohólico perfecto, un aventadazo e irresistible Malacopa (Luis Ernesto Franco desatado hasta la sobreactuación indigerible) que al momento toma las riendas del asunto laboral, con sorprendente eficacia, pues su locuaz agresividad, prepotente e infinita, se gana de inmediato la soberanamente vulgar complacencia del hegemónico inversionista gringo Mike (Sergio Zurita) camino a la colosal parranda tequilera, cual personaje incontrolable que se atreve a acometer exactamente todas las astucias y fechorías que el cohibido acomplejado Mateo jamás hubiera osado y apenas sin darse cuenta de lo realmente sucedido la noche anterior, como amanecer extenuado y crudísimo en la cama con una rorraza inextirpable (Laura de Ita) y próximo a enterarse de la canallada cometida contra su socio David expulsado de su empleo, como despertarse en otra posorgiástica ocasión poseedor de un maletín repleto con los billetetazos que su jefa Ayami destinaba para acallar a una videobanda los ecoterroristas enmascarados que certeramente amenazaban a su empresa, o como prescindir de los encantos de la aburrida Paulina y acceder a los rendidos favores eróticos de la mismísima millonaria Ayami, a cuyos encantos se ha hecho merecedor después de robarle beso tras bofetada tras beso insistente, perpetuamente en trance de quitarse de encima la abusiva tutela dictatorial del insoportable Malacopa a quien todo se lo debe, descubriendo que entre las manifestantes ambientalistas contra la empresa se encuentra aquella inextirpable exgalana de su primera noche de juerga, deduciendo que sólo eran huestes manipuladas por los vengativos Juanes y haciendo arrestar policialmente a estos presuntos militantes ecológicos una vez desenmascarados, conquistando Mateo así, por añadidura, el triunfo amatorio, el éxito profesional-económico y la liberación aparente del estorboso Malacopa, merced al entramado positivo de esa orgánica duplicadora.
La orgánica duplicadora se salva de ser la rutinaria comedia mexicana babas de la semana destinada a dar el gustosos semanazo, gracias a la buena idea de base y a un imprevisto e impresionante trabajo formal, acaso digno de mejor causa, empezando por el refinado trabajo de la dirección de actores reacia a la asediante chabacanería, y siguiendo por la formidable fotografía de Alejandro Cantú que se ceba en una especie de lirismo sombríamente ocre y acre, por un estilizado diseño de producción de Christian Galindo y Connie Martínez que alcanza sus mejores aciertos en la ambientación de los antros y sus golosas ligadoras con efigie de chicas hooters, por una edición del compactatodo Jorge El Porri García que disfruta al máximo revisando-recapitulando los olvidados ebriosucesos nocturnos (“Oye, ¿estabas ayer un poco tomado, no?”) y dislocando mediante saltos de montaje o posgodardianos cortes sincopados prácticamente todas las intervenciones de Malacopa en la vida del desdichado Mateo, por la sofisticada música vehicular de Alfonso Poncho Toledo nunca negada a someterse a la hegemonía de multitud de tonadas ad usum godínez sin brida u otras estridencias reguladas, y last but not least por las erupciones intermitentes que van formando su construcción general (temblorinas de imagen como en película de horror al irrumpir Malacopa, violentas escenas de acción), si bien nada de eso basta para desviar con provecho la comedia epigonal hacia la impronta autoral de Casas exhibida con mayor sensibilidad en Un mundo raro, aunque muy por encima, justo es decirlo, del caos fársico de Familia gang, cuyas insuficiencias y falta de agudeza en el juego con los clichés temáticos y genéricos se prolonga sin embargo en el presente film, clichés mal asimilados y peor desarrollados, o más bien embotados, en un producto a fin de cuentas básicamente mercantil, o sea, regurgitante y afianzador de prejuicios rancios y juicios desviados.
La orgánica duplicadora resuelve a su manera la dicotomía poético-metafísica que desde tiempos inmemoriales se plantea entre “lo que deseamos ser y lo que somos” ( José Emilio Pacheco), en el enésimo agenciamiento del noble aunque obsedente tema del Doble, el del William Wilson de Edgar Allan Poe y buena parte de las extremas fantasías románticas germanas que culminarían en la obra fílmica completa de Friedrich W. Murnau, redundando en Malacopa en una molestia constante y dictándole un acoso irresoluble al desdichado por partida doble Mateo creyendo así liberarse, casi hasta la hipotética tumba tipo El estudiante de Praga (Stellan Rye, 1913), pues no hay opciones distintas, tal parece que nada hubiese entre los extremos, nada en medio entre la irritada patanería del Malacopa y la irritante pusilanimidad de Mateo, Malacopa es la eufórica parte alcohólica-dionisiaca (“¡Atención, se acabó el día de trabajo, chupe para todos”) y Mateo la amargamente deprimida parte sobria-apolínea, Malacopa es el dador de cachetaditas perdonavidas más besitos de mofa y Mateo el receptor de las bofetadas humillantes más los besos que rebajan, Malacopa es el ademán desdeñoso al lanzar un envase de licor hacia atrás en plena oficina ultramoderna y Mateo el que se abraza a una viga de puente suspendida sobre el vacío, Malacopa es el dominio inmediato sobre los multadores policías de tránsito tocando enérgicos por la ventanilla para ser arrastrados a una descomunal borrachera (“¿Algo de alcohol?” / “Sí, un mezcalito doble y una chela bien fría, por favor”) y Mateo es el que jamás entiende nada (“¿De veras te tengo que explicar cómo funciona esto? Tú y yo somos uno mismo”) porque debe terminar a puñetizas y patadas contra su otro yo / contra el aire en un apocalíptico descenso hiperviolento a las vías del tren, o sea, entre la autoirrisoria caricatura grotesca y la penosa caricatura subordinada / acogida bajo el manto de una compartida excitación vital lamentable (“A veces pienso que eres dos personas” / “¿Y tú cuál prefieres?”), entre el desconcertante discurso arrasador y el pinche discurso desconcertado a morir, cual refrito vergonzante del Don Juan con mayordomo Mauricio Garcés que intercambiaba identidades con su inopinado hermano gemelo cura (en Fray Don Juan de René Cardona hijo, 1969) para que el sacerdote se embriagara sin tocar la copa y el mujeriego empedernido despidiera a sus novias con versículos evangélicos, intentando Malacopa demostrar así otra vez que los extremos se tocan, o me tocan, como solía afirmar André Gide, pues de acuerdo con la mentalidad del guion del film de Casas, la fuerza de todo atractivo viril reside sólo en el arrojo, ser o no ser arrojado, he ahí el dilema shakespeariano-existencial y axiológico, siempre pasándoselas de listo o de zopenco, a cuatro manos y a dos cuerpos que coexisten gracias al nada velado abuso del alcohol (“Malacopa, o la exaltación del alcoholismo como un súper poder; qué asco”: José Felipe Coria en El Universal, 27 de diciembre de 2018), cual héroe recoleto al fin erecto dialogando y riñendo con su pene audaz de la novela ridiculovirilista Él y yo del cinecrítico-narrador italiano Alberto Moravia (tan heterodoxamente filmada en 1987 por la ultrafeminista alemana Doris Dörrie), y llegando a crearse situaciones insinuantes de cierta ambigüedad sexual, sobre todo cuando Mateo y su otro yo se alinean juntos entre escritorios para participar en alguna discusión laboral o físicamente le llegan uno por delante y el otro por detrás a cierta chica ligadora bailando cachondísima.
La orgánica duplicadora considera, de manera correspondiente, a los homosexuales en vilo, sean Los Juanes, Tili y demás (viles residuos de los tres competidores gays del arriba invocado Garcés en Modisto de señoras del mismo Cardona hijo, 1969), como receptores ideales de alguna gracejada o lance facilonamente ridiculizable (la misma tradicional saña contra el rival más débil), y a las mujeres como simples pájaras ansiosas (“Hoola”) o animales de presa ofrecidas al cazador (“Te tiró el calzón”), más o menos alcanzables o inalcanzables (“Esa chinita, chiquita-mamá, cae, porque cae”), como esa sentimental pero a las últimas de cambio desechable interventora Paulina, o como la fascinadora detentadora del sable-falo Ayami (cada quien tiene el falo-significante fundamental lacaniano que se merece) cual reducción al absurdo oficinesco de la Uma Thurman de Kill Bill (Quentin Tarantino, 2003), seductora por el don de mando inapelable porque todos los demás se la pelan a la empoderada chafa (“Esta vez la dinámica va a cambiar, serás tú, Mateo, quien haga la presentación del proyecto”) con ganas de pelarse (“Me voy a reportar enfermo”), más el rechazo matapasiones y el anticarisma usurpador fálico, para plantearse y plantarse como fortaleza inexpugnable, al final tomada, gracias a una misoginia heroica hasta lo prócer y a la capacidad de asombro del propio conquistador romántico casi a pesar suyo.
Y la orgánica duplicadora relega la narración a un segundo plano para concluir cantando las hazañas de un Mateo que se reivindica de cara al castrante fantasma hamletiano de su padre mujeriego y, sin embargo, ya en la gloria del triunfo (“Dentro de ti hay una persona muy especial, una vez que lo descubras no te va a abandonar nunca”), debe asumir de nuevo el asedio de su personificado otro yo alcohólico que surge otra vez de la nada para acompañarlo en su verdadera vida voluntaria, Mateo buscando a Malacopa buscando a su inasible Ayami, por siempre jamás, como condena eterna y cuento de nunca acabar.