Kitabı oku: «Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México», sayfa 4
Ruptura de la etapa intermedia e introducción del neoindigenismo
El indigenismo en sus distintas vertientes puede ser pensado como estrategia estatal encaminada a ordenar su relación con los pueblos indígenas y como disciplina frente al reclamo de derechos indígenas. Ya sea como estrategia estatal o bien disciplina, el indigenismo circunscribe un campo generando un doble efecto: por un lado, inscribe la cuestión indígena en el ámbito de los derechos humanos (más adelante, aludimos a las paradojas que esta delimitación va generando); por otro lado, mediante esta inscripción se produce una esterilización de la acción que limita la posibilidad y capacidad de resistencia de los pueblos indígenas y, por tanto, su politización. De este modo, el postulado que intentará hacer compatible el respeto de las diferencias con la necesidad de integración es el de “justicia social” (Díaz Polanco, 1979: 21) o “derecho indígena”. Sin embargo, se significa y valora la cuestión indígena desde los principios que rigen a las sociedades liberales actuales (el derecho humano y el respecto por la diferencia son algunos de ellos).
La crisis del indigenismo está asociada a una ruptura de una imagen de Estado nacional a favor de otra: la de un Estado diverso en la multiplicidad, resultado de la unión, de la comunicación entre muchos actores heterogéneos. Esta imagen de la nación implica una nueva concepción del indigenismo. Lo que ha cambiado es el paso de una recuperación del indio bajo la idea de un Estado-nación homogéneo, a un realce del indio mediante la idea de un Estado – nación múltiple y diversificado, en el cual el indígena sea el sujeto de su propia recuperación (Villoro, 1996).
Como antecedentes de una perspectiva crítica al indigenismo observamos que durante los sesenta y sobre todo en 1968, un grupo de antropólogos sociales comienza a criticar abiertamente los objetivos del indigenismo mexicano y propone la integración de los indígenas en un desarrollo nacional progresivo que desembocara en un socialismo, y que tal integración fuera delineada y ejercida en la práctica por los propios indígenas, tomando como punto de partida sus necesidades y alianzas. Desde esta postura se sostenía que el indigenismo oficial había planteado la “incorporación” del indígena en el desarrollo nacional que se expresa en la modernización, despojando el sentido político de los reclamos de los pueblos indígenas.
A esta visión luego se sumaría otras vertientes del pensamiento indígena con carácter más institucionalizado, que plantearían que los problema de los pueblos indígenas no son sólo económicos sino fundamentalmente culturales: la falta de comunicaciones espirituales con el medio exterior, la falta de conocimientos científico – técnicos para la mejor utilización de la tierra, la falta de un sentimiento claro de pertenecer a una nación y no sólo a una comunidad (Díaz, Polanco, 1979: 56).
La política indigenista sufrió una ruptura importante en el período presidencial de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), quien impulsó una serie de cambios normativos con propósitos económicos y políticos. Estos cambios significaron el replanteamiento ambivalente del “estatus” de los pueblos indígenas en la sociedad mexicana: si bien se respondió en parte a las demandas culturales de los pueblos indígenas, por otra parte se abrió la posibilidad de comerciar con particulares la propiedad de sus ejidos y comunidades, quitándoles la certeza sobre sus posesiones y herencias históricas.
El reconocimiento del estatus de los pueblos indígenas demandado por sus organizaciones se buscó a partir de una reforma Constitucional. La Comisión Nacional de Justicia para los Pueblos Indígenas creada en 1989 impulsó la reforma y en 1992 se aprobó el siguiente texto:
“la nación mexicana tiene una composición étnica y pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas. La ley protegerá y promoverá el desarrollo de sus lenguas, culturas, usos, costumbres, recursos y formas específicas de organización social, y garantizará a sus integrantes el efectivo acceso a la jurisdicción del Estado. En los juicios y procedimientos agrarios en que aquéllos sean parte, se tomarán en cuenta sus prácticas y costumbres jurídicas en los términos que establezca la ley”.
Sumado a esta reforma, se introdujo una segunda reforma al artículo 27 de la Constitución, con el cual se posibilitó al Estado para negociar y comerciar discrecionalmente con particulares la propiedad de las tierras que comprenden el territorio nacional, cuando así lo considere oportuno. Cabe anotar, que dichos cambios corresponden a las reformas económicas como la privatización y la progresiva desregulación, emprendidas por el Estado, entre otros, para afrontar la crisis económica experimentada por cuestiones como la deuda externa y la hiperinflación.
Como paliativo se estableció el Programa Nacional de Solidaridad Social (PRONASOL), orientado a menguar la pobreza en las zonas indígenas por medio de fondos especiales, el cual no tuvo mucho éxito en su cometido pues
“los escasos recursos destinados a dichos fondos, la manipulación de los mismos con fines políticos, la burocratización, la corrupción, etc., determinaron el fracaso de Pronasol y su nula efectividad de cara a las fundamentales metas propuestas: la pobreza en las zonas indígenas no sólo disminuyó, sino que incluso incrementó” (Sánchez, 1999:103).
Un brote de esperanza surgió con la denominada transición a la democracia y el “gobierno del cambio” en 2000. Sin embargo, el gobierno panista no transformó la situación de los pueblos indígenas al tiempo que dio fin al indigenismo institucional que había existido desde 1940, mediante la desaparición del INI y la creación de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI).
Varios autores denominan neoindigenismo a la política instaurada desde la administración de Vicente Fox (2000-2006); con este concepto buscan dar cuenta de cómo el indigenismo se ha recubierto de un nuevo discurso que exalta la diversidad cultural, al mismo tiempo que busca formar “capital humano” e impulsar el “desarrollo empresarial” en las comunidades indígenas. Así, modernizar y desarrollar es la nueva panacea que plantea el neoindigenismo para las poblaciones indígenas, en lugar de escuchar las voces que solicitan autonomía política y la redistribución económica (Hernández, Paz y Sierra, 2004).
De esta forma, con la transición del gobierno, el nuevo indigenismo se basó en un discurso en el cual el reconocimiento de la diversidad étnica fungió como pieza importante para la cooptación de movimientos y líderes indígenas; es decir, el neoindigenismo, promovido por el Estado parece ser una estrategia encaminada a neutralizar a los movimientos indígenas contestatarios y simpatizantes del zapatismo (Hernández, Paz y Sierra, 2004).
Como se vio a lo largo de estos párrafos, la aculturación y castellanización del indígena, es decir, la conversión en mestizo, fue la misión principal del indigenismo a lo largo de varias décadas, esto pese a las distintas escuelas de pensamiento y etapas institucionales que fueron posibilitando el enriquecimiento del más importante organismo de planificación administrativa y de registro histórico cultural, el INI fundado en 1948 (Gutierrez, 2004). Hoy en día, parece superada esta etapa del indigenismo institucionalizado, pero hace falta una postura clara sobre cómo abordar la relación entre el Estado y los pueblos indígenas; de una u otra forma la cerrazón a escuchar a los indígenas y sus demandas es lo que sigue imperando, una situación en la que el reconocimiento cultural y étnico no ha sido más que una estrategia de marketing por parte de las nuevas administraciones, dado que les ha sido imposible replantear en nuevos términos las relaciones entre los indígenas y el aparato estatal.
Visiones y acciones por fuera del Estado
A estas visiones que se construyen conjuntamente con cierta figura y función estatal, habría que sumar las demandas establecidas por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) que se establecen, justamente, por fuera del Estado9. Gran parte de las declaraciones del movimiento indígena van dirigidas al Estado y a sus políticas, uno de los principales postulados sostiene “el sustento social, lo justo de sus demandas y la dignidad que anima la lucha zapatista” (Segunda Declaración la Selva Lacandona). De esta manera, en el 2006 se lanzaron a llevar adelante la “Otra Campaña” por los distintos estados de México, en paralelo a las campañas políticas de los partidos mayoritarios para las elecciones presidenciales que se celebrarían ese mismo año. En esa ocasión, el movimiento salía de la Selva Lacandona para hacer declaraciones y denuncias a la clase política y al sistema político. El zapatismo es un movimiento de campesinos indígenas que enaltece la identidad indígena, su sufrimiento y la necesidad de resistir construyendo una sociedad paralela con sus propios valores, reglas y formas de organización política y comunitaria. Por lo que, el desarrollo de esta movilización sucede por fuera de las instituciones políticas formales.
La aparición del movimiento armado en 1994 ha buscado el reconocimiento de la desigualdad de oportunidades y el racismo que han dado paso a prácticas discriminatorias hacia los grupos indígenas. Al respecto Soberanes Fernández (2010) señala que en respuesta a dichas situaciones de vulnerabilidad en la que se desarrolla la vida de millones de indígenas, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos creó, en 1994, la Cuarta Visitaduría general como un área especializada en las protección, defensa, promoción y difusión de los derechos humanos de los pueblos indígenas en México conforme a lo establecido por la propia carta magna y los instrumentos internacionales firmados y ratificados por el estado mexicano (como el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes de la Organización Internacional del Trabajo, OIT).
A modo de conclusión
Las diversas reformas del estado mexicano han sido respuestas a fuerzas endógenas y exógenas. Durante los años cuarenta y cincuenta predominó la visión de que el reparto del ingreso podría mejorarse por dos vías: la redistribución más o menos radical, directa, ejemplificada claramente en la reforma agraria y la ingeniería social dirigida a intensificar los procesos de desarrollo y modernización económicos con el fin ampliar la redistribuir y buscando un impacto positivo sobre la productividad y los salarios.
Las vicisitudes económicas, sobre todo la crisis latinoamericana de la deuda externa y las fuerzas del nuevo orden internacional, indujeron nuevas alteraciones en el modo de concebir el tratamiento de los problemas y las garantías sociales. Por un lado, algunos excesos del populismo resultaron insostenibles y, sobre todo, incongruentes con la dirección central de las estrategias dirigidas al desmantelamiento del intervencionismo estatal y a la apertura de fronteras. Por otra parte, los programas de estabilización de los ochenta limitaron los alcances de la ingeniería social y estorbaron la recuperación pronta de las tasas de desarrollo. Todo ello hace perder fuerza a la política macroeconómica macrosocial. Al mismo tiempo la política social se aleja del intento de reducir directa –redistribución– o indirectamente –vía desarrollo– la desigualdad, y se centra en la tarea más limitada e inmediata de abatir los síntomas de la pobreza y su intensa difusión entre los grupos vulnerados, entre ellos los indígenas. Estas políticas tienen como objetivo el alivio de los más desprotegidos, más que corregir las fuerzas que los sumergen en esa situación. Acaso el defecto más serio de las garantías sociales contemporáneas sea el de encubrir la separación de las demandas de una democracia verdaderamente incluyente con respecto a los objetivos ahora estrechos de la política económica. De sumarse, sin duplicaciones, pobres e informales, entre 40% y 50% de la población no tiene voz ni influencia en las decisiones que afectan a su bienestar.
Hay aquí una desarticulación medular de las políticas públicas. La cuestión es seria porque se dejan de lado las metas del empleo y de la distribución, pilares insustituibles de sustentación del bienestar de los países. En consecuencia, la eficiencia que se gana con la supresión de subsidios y la focalización de las erogaciones públicas no basta para compensar la desocupación, la pobreza y las desigualdades derivadas de la situación de cuasi-estancamiento estabilizador que priva desde los años ochenta sin interrupción.
Lograr la aceptación ciudadana del paradigma descrito fue un trabajo arduo que incluso debió incurrir en exageraciones ideológicas. Así, las críticas al Estado de bienestar y al populismo fueron satanizantes de sus políticas sociales por entrañar interferencias estatales en el funcionamiento del mercado y en el logro de la eficiencia productiva.
En síntesis, las instituciones básicas de respaldo a las garantías sociales (gobierno, mercado, familias) se desgastaron peligrosa y simultáneamente sin poder descargar entre sí las responsabilidades que ya no pueden satisfacer algunas o todas. Más aun: las mejoras parciales recientes en las condiciones de pobreza obedecen más a los esfuerzos y sacrificios adaptativos de la población –ocupaciones múltiples, trabajo femenino, migración y remesas– que a los efectos de las políticas públicas. Al mismo tiempo hay que considerar el peso de distintas estrategias vinculadas con las economías solidarias, sobre todo en algunas partes del país (Gracia, 2015).
La crónica crisis fiscal del Estado impide que los órganos gubernamentales asuman funciones sociales en escala suficiente; la prestación de servicios sociales vía el mercado excluye al grueso de los hogares pobres o de ingresos bajos; las familias –y singularmente las mujeres– absorben el costo de la transición económica, pero sus capacidades se ven menguadas ante el embate de la escasez de empleos, los bajos ingresos y los complejos fenómenos sociodemográficos que disuelven los núcleos familiares.
El meollo del problema deriva de la incongruencia entre las estrategias microsociales incluyentes y los enfoques macroeconómicos excluyentes, incapaces de afrontar con verdadera efectividad los problemas de marginación y pobreza. El sector moderno de la economía, sobre todo las actividades industriales, ha dejado de absorber a las oleadas generacionales de nuevos trabajadores y de emplear los excedentes de mano de obra de la agricultura. Es decir, se ha creado un mecanismo macroeconómico y macrosocial perverso de fomento a la exclusión que los programas microsociales alivian pero no son capaces de erradicar.
La situación descrita se viene traduciendo en el crecimiento explosivo del sector informal, en pobreza crónica. En rigor, ganar la batalla contra la injusticia social y los rezagos económicos implica dar un contundente golpe de timón a la orientación de las políticas públicas en varios frentes, incluida la necesidad de hacer paulatinamente exigibles los programas micro-sociales, así como negar aprobación a reformas que, por sus efectos primarios o secundarios, alienten la exclusión y los sesgos concentradores del ingreso nacional.
1 Entre las distintas instituciones que componen al Estado, la literatura contemporánea destaca aquellas dedicadas a la producción simbólica y cultural, que posibilitan pensar en el Estado, no sólo como un aparato burocrático, sino también como una entidad imaginada (Escobar Ohmstede, et al, 2010).
2 El estado liberal surgió en ciertos países europeos y en los Estados Unidos cuando existieron las premisas económicas, sociales y políticas propicias, como cierto desarrollo de la acumulación de capital, excedente económico, así como la incorporación al mercado de la fuerza de trabajo y la tierra (Dabat, 2010).
3 Para un análisis detallado de los distintos modelos de Bienestar tanto en los países europeos como los latinoamericanos véase Alejandro del Valle (2010).
4 El modelo liberal remplaza esa noción de la moral pública basada en la supremacía de la comunidad por otra fundada en las garantías individuales y el respecto a un orden jurídico impersonal (…) lo que en este modelo cívico liberal era la soberanía del individuo, en el modelo agrario era la soberanía de la comunidad. Si para el modelo liberal la noción de bien común significaba garantías de seguridad a una sociedad atomizada, para los pueblos significaba autosuficiencia, conservación de la naturaleza, y protección del patrimonio cultural heredado (Roux: 2005: 70).
5 Este imaginario colectivo de indígenas y campesinos, más adelante, con la nación liberal fue personificado por la figura de Benito Juárez.: el indio liberal presidente.
6 El conflicto que había atravesado toda la historia del siglo XIX, adoptó una forma violenta y concentrada en la revolución de 1910-1920 , conflicto que se prolongó hasta los años veinte y treinta del siglo XX; nació el enfrentamiento entre dos tipos de comunidad, la comunidad agraria recreada en socialidades de tipo personal que hacían de la pertenencia a una entidad colectiva el elemento que daba sentido a la propia identidad y la comunidad del dinero, constituida por individuos autónomos y recíprocamente indiferentes cuyas relaciones se medían a través de las cosas (Roux, 2005: 108-109).
7 La rebelión armada zapatista de las comunidades indígenas organizadas en el EZLN, recuperó símbolos y mitos de la historia mexicana: la resistencia indígena a la conquista, la figura de Hidalgo, Morelos, Juárez, y Zapata, la revolución mexicana, la conversión de Aguas Calientes, la bandera nacional (Roux, 2005).
8 El concepto aculturación hacía referencia a suprimir la cultura indígena y así lograr cambios tecnológicos que posibilitarán el mejoramiento de las comunidades indígenas; al mismo tiempo se pensaba recuperar algunos elementos “positivos” de los indígenas para incorporar a la cultura nacional.
9 El 1 de enero de 1994 se produjo el alzamiento del ejército zapatista que se había creado hacía 10 años. Es así que miles de indígenas mexicanos amanecieron alzados en armas. Esta acción tuvo asidero en los 500 años que los indígenas llevaban en sus espaldas de resistencia licenciosa y tenaz a una aniquilación programada por el poder. Este movimiento se sentía convocado por la humanidad a repensar y reformular su forma de resistir para la construcción de una sociedad más justa, cooperativa y digna. El zapatismo es un movimiento que colabora en la elaboración de una práctica política sin conceptos pevios. De esta manera, en la Segunda Declaración de la Selva Lacandona se intentó evitar el reinicio de las hostilidades y se buscó, por todos los medios, llevar adelante una salida política, digna y justa para resolver las demandas plasmadas.
Capítulo 2
Ser indígena y vivir en la ciudad
En el capítulo previo pudimos observar que la naturaleza mestiza del proyecto nacional mexicano motorizó políticas indigenistas que buscaron incluir de distintas maneras a los pueblos originarios a la nación. Aun en la nueva fase que constitucionalmente reconoce que México es un Estado plurinacional, en general las políticas y las prácticas institucionales desconocen el carácter sociohistórico y político que encierra la problemática étnica-nacional en el país.
Muchas investigaciones antropológicas se han realizado para describir la diversidad y rescatarla como multiculturalidad, es decir “como unidades separadas que deberíamos valorar inspirados en el relativismo cultural” (García Canclini, 2011: 106). Estas preocupaciones necesariamente requieren cambiar ante un horizonte de globalización de la interculturalidad en el que la diferencia no es local sino que supone cuestiones tales como que la segunda ciudad mexicana es Los Angeles (García Canclini, 2011: 106) y que ella forma parte de “comunidades transnacionales” etnopolíticas, nucleadas en torno a la defensa de derechos etnoculturales (Kearney, 1996). Justamente estos cambios hablan de la necesidad de transitar de la multiculturalidad a la inteculturalidad.
“Ambos términos implican dos modos de producción de lo social: multiculturalidad supone aceptación de lo heterogéneo; interculturalidad implica que los diferentes se encuentran en un mismo mundo y deben convivir en relaciones de negociación; conflictos y préstamos recíprocos” (García Canclini, 2011: 106)
Frente a estos cambios, nos preguntamos: ¿Qué condiciones de posibilidad hay para asumir plenamente la diferencia y avanzar hacia prácticas sociales de interculturalidad? A efectos de nuestro problema de investigación observamos que si bien a partir del surgimiento del movimiento social indígena en los ochenta se reconocieron constitucionalmente en 1992 y 2001 sus derechos agrarios, culturales, jurídicos y políticos (aunque solo de manera limitada) (López Bárcenas, 2005), las reformas y políticas públicas siguen considerando a los indígenas sólo en espacios comunitarios rurales, con lo cual desconocen estos derechos para los indígenas urbanos (de la Peña, 2015) que, de acuerdo a los propios datos oficiales del Censo de población de 2010, se pueden estimar en 2 millones 825 mil 736 mayores, es decir, representan el 41 por ciento de la población total de 3 años y más que habla alguna lengua indígena y el 3.49 por ciento de esa población en el total de ciudades mexicanas1.
Un fenómeno recurrente al que se refieren casi todas las investigaciones sobre indígenas que viven o transitan en ciudades mexicanas se vincula con los procesos de discriminación que viven al interactuar en ámbitos sociales e institucionales, sobre todo, en los espacios escolares, las instituciones de salud, los mercados laborales y lugares de trabajo y distintos espacios citadinos (Oehmichen, 2007; Martínez Casas, 2007, Horbath 2008a y b y 2013, entre otros).
La Primera Encuesta Nacional sobre Discriminación en México (ENADI) elaborada por la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL) y el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) en 2005, ilustra que nueve de cada diez indígenas consideró que se los discriminan por su condición étnica. El 90% consideró que tiene menos oportunidades para conseguir empleo; tres de cada cuatro estimaron lo mismo, pero en relación con el acceso a la educación; 45% afirmó que no le fueron respetados sus derechos por el hecho de ser indígena, mientras que uno de cada tres fue discriminado el año anterior y a uno de cada cinco le negaron el trabajo por ese mismo motivo. Finalmente dos de cada tres indígenas manifestó tener pocas o nulas posibilidades para mejorar sus condiciones de vida. Las deficiencias en el ámbito laboral así como la lengua, son consideradas como los principales factores que inciden en el rezago económico y social.
Dichas limitaciones los posicionan en un contexto de pobreza en términos de acceso a satisfactores (Horbath y Gracia, 2013), condición que interactúa con la exclusión y discriminación por la que atraviesan las comunidades indígenas, a pesar de las políticas sociales que se han implementado para la mejora en las condiciones de este sector de la población (Horbath y Gracia, 2012).
Uno de los elementos que pesan en la imagen que se ha construido sobre el indígena, gira en torno al color de piel. Siendo que el 64.6% de las personas en México se consideran a sí mismas morenas, el 54.8% afirma que a las personas se les insulta por su color de piel y el 15% ha sentido que sus derechos no han sido respetados por esta misma razón (ENADIS 2010).
Ortega Villaseñor (2013) presenta la discriminación racial en México hacia los indígenas como un problema histórico desde la época colonial; los indígenas fueron considerados la raza inferior, marcando así una diferencia abismal entre las razas y rechazando a estos sectores de la población, esto como consecuencia de que “… los pueblos indígenas, rigen su vida por costumbres, reglas tradicionales, horizontes y expectativas singulares que no corresponden a esa diáspora cultural…” contrastados estos elementos con los que se conformaban los rasgos de la identidad nacional.
La dicotomía indio-mestizo es el fundamento con el que se construyen otras dicotomías: los elementos asociados a los blancos y mestizos se vinculan con lo positivo, es decir, con la modernidad y el progreso, mientras que los relacionados con los indígenas se relacionan con el atraso, la ignorancia y lo rural” (Oehmichen, 2007). De allí que a pesar de que científicamente se ha comprobado que la noción de raza no tiene un fundamento genético ni biológico –y de que la racionalidad de la modernidad es cientificista– la misma sigue siendo “una idea arraigada, una convicción terca, ligada en lo profundo a las formas en las que hemos construido los Estados-nación, los nacionalismos, los poderes determinados étnicamente que los sostienen y las relaciones socioculturales, económicas y políticas entre naciones” (Gall, 2016: 9), que se sostienen en un patrón de poder colonial moderno que clasificó a la población a partir de diferencias fenotípicas denominadas diferencias raciales (Quijano, 2000).
En este capítulo nos referimos a los procesos de discriminación, estigma y autodiscriminación conectándolos con la dinámica de inclusión-exclusión de las sociedades y a la forma en que, a partir de ella, las personas se vinculan con identidades individuales y colectivas, son o no reconocidas por los otros y se vuelven vulnerables en distintos aspectos y ámbitos. Estas nociones han sido las guías que hemos tenido para la construcción de herramientas de producción de información cuantitativa y cualitativa que analizaremos en la tercera parte del informe.
Algo que es importante mencionar es que estas categorías adquieren distintas connotaciones según el tipo de relación social y de sociedades en las que se inscriban, de allí que la distinción entre sociedad “modernas” y “posmodernas” o “postindustriales” adquiera sentido para varios autores pues, mientras en la modernidad la inclusión se constituye en el principio ordenador de la sociedad, en la posmodernidad la exclusión es la que cumple esa función (Luhman, 1998). Foucault estudia los saberes y las instituciones que conforman ciertos dispositivos a partir de los que es posible volver a integrar y a reeducar a los grupos excluidos.
En este sentido, el orden de las relaciones entre inclusión y exclusión sigue confiándose a dispositivos especiales que todavía permiten considerar esta diferencia como interna a la sociedad; la política de reinserción intenta reclamar al individuo mismo (Luhmann, 1998: 175) objetivo que, en nuestro caso de estudio ha sido operado por medio de la política indigenista.
En la posmodernidad y dado que la inclusión en los sistemas funcionales ya no determina cómo y cuán intensamente se toma parte en los otros sistemas funcionales (por ejemplo, qué derechos se tienen y cómo se regula el acceso a los recursos simbólicos), el resultado es un considerable relajamiento de la integración en el ámbito de la inclusión (Luhman, 1998: 190).