Kitabı oku: «Exclusión, discriminación y pobreza de los indígenas urbanos en México», sayfa 5

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Acerca de la dinámica de inclusión-exclusión: zonas de vulnerabilidad, discriminación y grupos vulnerados

En cuanto al concepto de exclusión, es importante señalar que la vaguedad del mismo ha llevado a que su uso abarque situaciones muy disímiles haciéndole perder su especificidad. Por ello resulta importante acotarlo a las situaciones que implican una fuerte acumulación de desventajas. (Minujin, 1999: 173)

El debate actual sobre vulnerabilidad social en las Ciencias Sociales plantea a la misma como proceso que involucra un recorrido desde la inclusión social hasta la marginalidad profunda y desafiliación (exclusión). Esta se encuentra a mitad del mismo y se caracteriza por el acoplamiento de la pérdida de trabajo y el aislamiento relacional.

El ser excluido no es sólo un problema económico sino que implica el quiebre de las redes relacionales: familiares, barriales, comunitarias. Perder el trabajo no es sólo perder el salario sino también una red de relaciones, pertenencias, inscripciones y recursos socio - afectivos (Castel, 2004; Beccaria y Lopez, 1997; Fitoussi y Rosanvalon, 2003). Es decir que el desempleo puede estar acompañado de un proceso de desafiliación social.

Robert Castel plantea que el pasaje hacia una sociedad post-industrial, es decir, en la cual la riqueza generada por la industria no constituyen el pilar de la acumulación, supone una doble desafiliación: de la condición laboral y del lazo social. De este modo, el autor elabora su concepto de desafiliación mostrando que no se trata sólo de una ruptura con el salario sino además con lo que prefiere llamar “lazo social”: hay una pérdida de pertenencia de los individuos (Autes, 2004: 30). Y en la pérdida de las redes informales es donde ubica la posibilidad de pasar de la zona de vulnerabilidad a la de exclusión.

La individualización-emancipación se acompaña de una individualización-fragilización (Fitoussi y Rosanvallón, 2003: 39). Castel ubica esta fragilización en el proceso de descolectivización en la organización del trabajo. Por esto, hay que poner el acento en la ambigüedad profunda de este proceso de individualización-descolectivización que atraviesa las configuraciones más diferentes de la organización del trabajo y afecta a todas las categorías de obreros tanto a los no calificados como a aquellos que están altamente calificados.

Tal como plantea Bauman (2008: 11), no es lo mismo

“ser pobre en una comunidad de productores con trabajo para todos” [que serlo en] “una “sociedad de consumidores cuyos proyectos de vida se estructuran sobre las opciones de consumo y no sobre el trabajo, la capacidad profesional o el empleo disponible. Si en otra época ´ser pobre´ significaba estar sin trabajo, hoy alude fundamentalmente a la condición de un consumidor expulsado del mercado”.

En este sentido, los “parados”, término por el cual se solía describir a los que no podían introducirse en el mercado laboral, mostraban la excepción a la norma de “tener empleo”. En otras palabras, se encontraban temporalmente desocupados y formaban parte del “ejército de reserva de la fuerza de trabajo”. Actualmente “racionalizar” significa recortar y no crear empleo, más bien, implica el cierre de secciones y la reducción del personal (Bauman, 2008). En este nuevo escenario aumentos en la producción no se traducen en más empleo lo cual profundiza la brecha social y la vulnerabilidad social.

El concepto de discriminación (1)

El Diccionario de la Lengua Española proporciona dos definiciones del verbo discriminar: “a) separar, distinguir, diferenciar una cosa de otra y b) dar trato de inferioridad, diferenciar a una persona o colectividad por motivos racionales, religiosos, políticas, etcétera”.

La primera de estas dos acepciones sólo hace referencia al discernimiento y, como tal, no posee un contenido valorativo negativo, mientras que la segunda implica un trato desigual hacia un individuo o grupo social fundado en el prejuicio o estigma social o cultural. Si a esta segunda definición agregamos que el acto o conducta discriminatorio posee “un efecto (intencional o no) de dañar derechos y libertades fundamentales” hacia los discriminados nos acercamos hacia una definición más “técnica” de discriminación propia del “orden jurídico”, es decir, del lenguaje de los derechos contenido en leyes y constituciones (Zepeda, 2006) .

En términos sociológicos, la discriminación es un fenómeno social y cultural vinculado con la dinámica inclusión/exclusión que se expresa en prejuicio y estigma.

El Diccionario Oxford de Sociología señala que “este concepto, que en el uso común significa simplemente ´tratar injustamente´, ocurre más comúnmente en sociología dentro del contexto de las teorías de las relaciones étnicas y raciales” (Marshall, 1998: 522). De acuerdo con Marshall, los análisis sociológicos sobre discriminación se “concentran en patrones de dominación y opresión, visualizados como expresiones de una lucha por el poder y el privilegio” (Marshall, 1998: 163). De acuerdo con esta definición, para adentrarnos al problema de la discriminación es necesario considerar conceptos como el poder y la dominación y pensar de qué forma algunos grupos y personas devienen excluidos y cuáles son las fuerzas sociales que crean, recrean y fortalecen la exclusión social en distintos contextos sociales.

Los franceses Michel Foucault y Pierre Bourdieu pensaron, investigaron y escribieron sobre la relación entre cultura, poder y diferencia. En Vigilar y Castigar Foucault mostró cómo la producción social de la diferencia se relacionaba con regímenes establecidos de conocimiento y poder haciendo evidente cómo la definición de lo “anti-natural” y de lo “anormal” es fundamental para la definición social de lo “natural” y lo “normal” (Foucault, 1976). Para Bourdieu, todos los significados y prácticas culturales suponen intereses y funcionan enfatizando las distinciones sociales entre los individuos, grupos e instituciones y el poder se utiliza para legitimar las desigualdades de estatus dentro de la estructura social. Un concepto fundamental para entender cómo quienes son discriminados en la sociedad a menudo aceptan e incluso internalizan la discriminación es la noción de “violencia simbólica” que hace referencia a los mecanismos simbólicos (palabras, imágenes, conductas y prácticas) que promueven el interés de los grupos dominantes así como sus distinciones y jerarquías (Bourdieu, 1988).

También el alemán Norbert Elias nos proporciona un concepto clave para entender el poder pensado en términos relacionales, más complejamente que en la polaridad dominantes-dominados a la que, tal como él mismo expresa, nos ha confinado muchas veces “la tradición”. Su noción de figuración, que alude a la “constelación de hombres recíprocamente entrelazados”, implica una coacción de unos con otros, una balanza de poder, que se inclina a favor de unos y en detrimento de otros según sea el caso (Elias, 1982: 52).

De acuerdo a lo hasta aquí la discriminación es un problema socio-cultural complejo vinculado a la dinámica inclusión/exclusión que nos habla del problema de la desigualdad (Stearns y Logan) pues pone en juego fuerzas sociales, culturales, económicas y políticas que la reproducen estructuralmente creando y recreando la exclusión social.

Finalmente hacemos referencia a otra acepción, la discriminación positiva, también conocida como acción afirmativa o acción positiva que tiene su origen en el derecho antidiscriminatorio. Esta acción positiva es concebida como una serie de medidas vinculadas, de un modo u otro, al Derecho (fundamentalmente al poder normativo de la Administración) y destinadas a eliminar la desigualdad o discriminación intergrupal. Sería ingenuo afirmar que existen definiciones neutrales de la acción positiva, dado que ellas conllevan supuestos y consecuencias de naturaleza política. Las posibilidades que se han presentado en la historia de la acción positiva han sido variadas: igualdad de trato, igualdad de hecho, igualdad de oportunidades e igualdad plena. Sin embargo, sea cual fuera la perspectiva que se invoque la desigualdad intergrupal entronca con desigualdad estructural (sistémica o institucional) basada en las diferencias de poder social o status. El poder político se observa también en el hecho de que la barrera de la legitimidad o no de la acción positiva se vincula a la gravedad asignada al fenómeno de discriminación. Si se tiene en cuenta que la acción positiva implica una redistribución de bienes y recursos escasos, siempre se exigirá sacrificar intereses de otros grupos (Barrere Unzueta, 2003).

Grupos vulnerados

Observábamos que es posible hacer referencia a una franja de vulnerabilidad social que se establece entre los extremos de inclusión/exclusión de la dinámica social (Castel, 1997) antes de la exclusión o desafiliación se encuentran los grupos cuyas condiciones los vuelve vulnerables a ser desafiliados. Estos últimos se caracterizan por una importante inestabilidad.

Si bien los aportes de Robert Castel aluden al desempleo respecto de una condición salarial, nos interesa resaltar sus definiciones de vulnerabilidad social para la cual resalta el trabajo y las redes sociales. Dichas dimensiones son relevantes al momento de analizar la vulnerabilidad social de los grupos indígenas ya que debido a la inestabilidad que éstos experimentan en estos dos aspectos (aunque principalmente en el trabajo) podemos pensarlos como grupos vulnerable.

Si consideramos las limitaciones de las políticas públicas como al restringido acceso a las mismas por parte de los grupos indígenas podemos hablar de una cristalización de la vulnerabilidad y de la discriminación hacia ellos, lo cual los convierte en grupos vulnerados. Asimismo, cuando se observa una actitud discriminatoria en el mismo indígena por la que establece sus propias restricciones respecto de los espacios y ámbitos a los que puede acceder, es posible hacer referencia a autodiscriminación. Ahondaremos sobre estos aspectos luego de referirnos a la noción de lo indígena y al problema de las identidades.

Hacia una definición operativa de lo indígena

La definición de lo indígena constituye un campo problemático. ¿Qué significa serlo? En México la lengua es un elemento que se ha considerado como determinante para la identificación de los aproximadamente 62 grupos etnolingüísticos que representan más de la décima parte de la población mexicana. Sin embargo, ¿es este el único elemento?

Aun si el atributo de la lengua es importante para la configuración de identidades étnicas, el mismo no alcanza para definirlas pues no tiene en cuenta otras identificaciones de los sujetos, ni sus orígenes y vínculos intergeneracionales e inclusive, aun considerando la lengua, la variable deja fuera a quienes no hablan pero sí pueden entender una lengua indígena (lo cual es muy común en las familias indígenas de México).

Durante gran parte de la historia de México, los indígenas han sido definidos sin tomar en cuenta los criterios que ellos mismos esgrimen para identificarse tanto individual como colectivamente. De allí que en esta investigación consideramos fundamental abordar el tema desde la perspectiva de los propios actores sociales. Para ello requerimos enmarcar la definición del ser indígena desde el tema de la identidad, debido a que esta categoría alude al proceso por medio del cual los sujetos sociales establecen lo propio al mismo tiempo que se diferencian de los demás.

La noción de identidad en las ciencias sociales

La noción de identidad como unidad analítica ha cobrado gran importancia en las ciencias sociales en cuanto posibilita entender muchas de las dinámicas individuales y colectivas de los individuos que componen nuestra sociedad y también permite entender la existencia de una diversidad de adhesiones y sentimientos de pertenencia que las personas tienen respecto de ciertas colectividades. Al referirnos a una diversidad de adhesiones y sentimientos de pertenencia, estamos hablando del mundo de la alteridad, ámbito donde reconocemos la existencia de “otros” diversos con sus formas específicas de mirar la realidad y de sentirse pertenecientes al mundo. Derivado de lo anterior, hablar de la identidad, o mejor dicho de identidades, es también referirse a los distintos colectivos que existen y a las formas autoadscriptivas por medio de las cuales ellos se definen y diferencian de los demás.

La noción de identidad ha ido adquirida cada vez más importancia sociológica a partir de las movilizaciones y movimientos sociales que desde finales de los sesenta y setenta hablan de nuevas configuraciones en la conformación de actores colectivos (Tarres, 2015). Las luchas y los discursos centrados en la explotación económica se han debilitado, ha perdido peso la categoría de clase social y también estas luchas se han vuelto más defensivas (Gracia, 2011), al tiempo que se fueron desarrollando una serie de movilizaciones centradas en la defensa de los derechos de identidad. (Dubet, 1989: 520). Esto es importante mencionarlo pues, como afirma Gilberto Giménez, la teoría de la identidad se inscribe dentro de una teoría de los actores sociales y de la acción en tanto no pueden existir “acciones con sentido” sin actores, y la identidad constituye precisamente uno de los parámetros que definen a estos últimos.

La temática de la identidad en sociología está casi ausente en sus padres fundadores, con excepción de a Mead y Parsons que se refirieron a la personalidad y la constitución de la persona (Dubet, 1989:519). Sin embargo, aun si la categoría no aparece de forma tácita en la obra de los llamados clásicos de la teoría social, es posible decir que algunas de las corrientes y sus máximos representantes han “alimentado” la teoría de las identidades sociales. Esto es así porque, como advierte François Dubet, en su vertiente más usual se reconoce que la “identidad es una manera subjetiva de la integración” y, por tanto, es “inseparable de la socialización y de su eficacia”; al mismo tiempo, también se “asocia a cierta imagen de las relaciones sociales” (Dubet, 1989: 520-21).

Sin duda, así como el trabajo de Durkheim es posible retrotraerlo al debate actual sobre las identidades, también sería posible hacerlo con varios clásicos, que de una u otra forma, formaron el camino para una teoría social en la cual se enmarca al sujeto como actor privilegiado en el análisis de la acción social. Entre estos autores se encuentran: Weber, Parsons, Mead, Schütz y Berger y Luckmann. Si bien entre cada uno de estos autores existe mayor o menos distancia en términos de su concepción de los individuos, la sociedad y la relación entre ambos, es posible señalar que las críticas o aportes que cada uno realizó han posibilitado una teoría social centrada en los procesos intersubjetivos de construcción de la realidad.

Las identidades sociales

La identidad es una categoría conceptual que remite a una diversidad de fenómenos, hechos y procesos que se suscitan en la realidad social en la cual los individuos mediante su interacción social la construyen. De esta forma, la identidad en cuanto categoría, puede ser abordada desde lo más amplio, en términos genéricos, hasta lo más específico, como puede ser la identidad religiosa de determinada iglesia –pensada como comunidad- situada en un tiempo y espacio particular. Por lo anterior, primeramente se vuelve necesario apuntar algunas cuestiones generales sobre la categoría en su sentido más amplio.

El concepto identidad es para Gilberto Giménez (2004) “… uno de esos conceptos de encrucijada hacia donde convergen una gran parte de las categorías centrales de la sociología, como cultura, normas, valores, estatus, socialización, educación, roles, clase social, territorio/región, etnicidad, género, medios, etc.” (Giménez, 2004: 77). Incluso se puede decir que ciertos conceptos de la sociología no solamente confluyen o convergen con el de identidad, sino que forman parte de su tratamiento y categorización. Dentro de estos conceptos ciertamente encontramos nociones como: cultura, socialización, acción social, ideología y sujeto.

En términos analíticos se pueden distinguir a las identidades individuales de las colectivas. Ciertamente, este ejercicio de división entre lo eminentemente individual y lo colectivo es menos claro cuando se necesita aprehender la realidad social, donde lo individual y lo social forman parte de un mismo continuum vivido por los sujetos2. Giménez define la identidad individual como

“… un proceso subjetivo (y frecuentemente auto-reflexivo) por el que los sujetos definen su diferencia de otros sujetos (y de su entorno social) mediante la auto-asignación de un repertorio de atributos culturales frecuentemente valorizados y relativamente estables en el tiempo” (Gimenez, 2004: 85).

A expensas de que ciertamente la identidad individual alude a un proceso subjetivo, este proceso requiere de su inscripción en cierta sociedad. La formación de una persona en sociedad es precisamente lo que el interaccionismo simbólico de George H. Mead destaca al hablar de la constitución del yo. Para este pensador la persona “es algo que tiene desarrollo; no está presente inicialmente, en el nacimiento, sino que surge en el proceso de la experiencia y las actividades sociales”. (Mead, 1999: 167). La distinción particular de la persona y de la constitución del yo, está en la posibilidad de que ella se convierta en objeto para sí, es decir, que sea sujeto y objeto al mismo tiempo. Ser objeto de sí mismo significa que el individuo pueda tener una “conversación interna” por medio del lenguaje que ha adquirido en cuanto perteneciente a una sociedad, lenguaje –constituido por símbolos significantes- que le posibilitará tener una comunicación simbólica dirigida a sí mismo pero a sabiendas de que también tiene significado para los demás miembros de sus sociedad. De esta forma, dado que la identidad individual alude a una persona llevando a cabo un proceso reflexivo, ésta supone incorporar también a la sociedad en la que vive.

Por otro lado, el proceso de autoidentificación presente en la definición de Gilberto Gimenez requiere del reconocimiento de los demás sujetos hacia el individuo que se autodefine de cierta manera (Gimenez, 2004). Un último elemento que posibilita entender que la identidad individual no puede ser aprehendida desde una mirada eminentemente individualista, es la auto-asignación de una serie de elementos o atributos culturales que la persona lleva a cabo para diferenciarse de los demás, esto debido a que en dichos elementos se encuentran los elementos de pertenencia social; es decir, aquellos atributos que el individuo ha adquirido por su pertenencia a grupos y colectivos sociales como grupos barriales, religiosos, políticos, comunidades o colectividades indígenas.

Se puede decir que la identidad individual es una categoría que alude a la idea y expresión que tiene un individuo acerca de quién es él y quienes son los “otros”, lo cual, como ya hemos señalado, no implica pensar en el individuo en cuestión como un ente aislado de toda historicidad o contexto socio-cultural, sino precisamente en un sujeto demarcado por un contexto socio-cultural específico.

Párrafos anteriores se señaló que la categoría identidad puede ser pensada en términos de identidad individual e identidad colectiva, por lo menos para fines analíticos y de explicación. La identidad colectiva, es una categoría diferente a la individual, debido a que los grupos y colectividades a los cuales hace referencia inmediata la identidad colectiva carecen de autoconciencia y voluntad propia (Gimenez, 2004), como es el caso de la identidad individual.

Tomando como referente a Alberto Melucci (2002) se puede decir que las identidades colectivas remiten a un sistema de relaciones y representaciones compartidas por una colectividad, y que dicho sistema es la que conforma y orienta la acción colectiva de los sujetos. Se trata –nos dice el autor- de una definición “interactiva y compartida, producida por varios individuos y que concierte a las orientaciones de acción y al ámbito de oportunidad y restricciones en el que tiene lugar la acción” (Melucci, 2002: 66).

“La identidad colectiva es, por tanto, un proceso mediante el cual los actores producen las estructuras cognoscitivas comunes que les permiten valorar el ambiente y calcular los costos y beneficios de la acción; las definiciones que formulan son, por un lado, el resultado de las interacciones negociadas y las relaciones de influencia y, por el otro, el fruto del reconocimiento emocional” (Melucci, 2002:66)

De lo dicho hasta aquí en torno a la identidad, sea individual o colectiva, se pueden destacar dos cosas: una, que la identidad alude a la vinculación que tiene el sujeto con su sociedad más amplia, y aún al contexto histórico en el cual se enmarca ésta; y dos que la identidad no es una esencia natural, sino que remite a un proceso, proceso mediante el cual los sujetos interiorizan una serie de elementos culturales y representaciones a través de las cuales identificarse y diferenciarse de otros, y también guiar su acción e interpretar la vida y el mundo que les rodea.

Retomando el hecho de que la identidad implica un proceso, es posible pensarla también a partir de esta idea. Como señala Várguez Pasos, la construcción de la identidad

“… es un –llamémosle así- macroproceso que tiene lugar a través del tiempo y en éste hay que distinguir varios procesos particulares que se entrecruzan y articulan, para dar origen a un complejo enramado, el cual no es otra cosa que la identidad misma. Dichos procesos son: la transmisión de los elementos cognoscitivos, ideológicos, axiológicos, simbólicos, organizativos y de actitud que constituyen la identidad del grupo social al que pertenece el individuo; la internalización que de ellos hace este último; su reelaboración por parte de este mismo y la transmisión que posteriormente hace a los integrantes de su grupo y a los individuos con quienes se relaciona” (Várguez Pasos, 1999: 49).

Sin ahondar en cada uno de los procesos enmarcados en el así llamado macroproceso que implica la construcción de la identidad, es posible decir que existe una categoría consustancial a éste que es el proceso de socialización (tal y como mencionábamos trayendo las palabras de Dubet) a partir del cual los sujetos interiorizan una serie de elementos culturales y representaciones en la interacción con otros sujetos. Podemos distinguir entre la socialización primaria, que el sujeto realiza durante su infancia en instituciones como la familia o la escuela, de la socialización secundaria cuando se relaciona con aquellos “otros mundos de sentido” siendo más grande, cuando ya tiene la posibilidad de interactuar con sujetos e instituciones distintas a aquellas con las que se relacionó en su infancia. De una u otra forma, la socialización -primaria o secundaria- posibilita al sujeto interiorizar y aprehender elementos o atributos de los grupos sociales más cercanos, pero también de la sociedad en términos amplios; así, estos atributos serán los que posteriormente el sujeto en cuestión podrá poner en uso para externar, evidenciar su identidad y su pertenencia a un colectivo.

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