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La identidad indígena

Una vez señaladas algunas de las características generales del concepto identidad, es necesario abordar la noción ahora en términos más específicos, vinculándolo con los sujetos de estudio, es decir los individuos y colectivos indígenas que residen en las ciudades del sureste mexicano y de Guadalajara.

En primer lugar es necesario destacar que la construcción de la identidad indígena, como otras identidades, es un proceso específico mediante el cual los sujetos se diferencian de otros usando (expresando) ciertos elementos o atributos culturales bien específicos que han interiorizado a lo largo de muchos años y que les posibilita la acción dirigida hacia otros grupos.

El concepto indígena o indio ha sido pensado en algunos momentos como sinónimos, sin embargo es preciso remarcar que la categoría indio es todavía más cercana a una imposición que la de indígena pues dicha categoría

“… nace cuando Colón toma posesión de la isla Hispaniola a nombre de los Reyes Católicos. Antes del descubrimiento europeo la población del Continente Americano estaba formada por una gran cantidad de sociedades diferentes, cada una con su propia identidad, que se hallaban en grados distintos de desarrollo evolutivo: desde las altas civilizaciones de Mesoamérica y los Andes, hasta las bandas recolectoras de la floresta amazónica… No había “indios” ni concepto alguno que calificara de manera uniforme a toda la población del Continente”. (Bonfil Batalla, 1972: 110-111).

En realidad indígena ha sido indebidamente relacionado a indio, voz cuyo significado propio es originario de la India. Si bien la categoría indígena también podría considerarse una especie de imposición externa a cada uno de los grupos “autóctonos” del continente americano, también es cierto que hoy día, y desde hace ya unas décadas, han sido los propios sujetos pertenecientes a los distintos grupos étnicos quienes han abanderado la categoría indígena como forma reivindicativa de su ser, de sus organizaciones y de su pertenencia a determinados territorios. Históricamente la categoría indígena ha poseído un sentido peyorativo al aplicarse a las gentes o pueblos sometidos política, lingüística y racialmente; explotados y obligados al servicio o trabajo forzado, sin acceso a educación formal, impedidos de usar su lengua y de gozar de derechos políticos, económicos y sociales.

Precisamente ante esta situación y producto de la lucha por parte de los propios grupos indígenas, es que en las últimas décadas, determinados organismos internacionales se han abocado a la responsabilidad de reivindicar a estos grupos y en este intento también se han visto en la tarea de definirlos, en cuanto se vuelve necesario determinar quién es y quien no es indígena.

Tomando en cuenta el tema de la identidad señalada anteriormente, se entiende que para determinar quién es y quien no es indígena debe existir una parte de autodeterminación, es decir, que los sujetos tengan la posibilidad de autodefinirse. De cualquier forma, en la mayoría de las ocasiones en que se ha definido al ser indígena o a los pueblos indígenas se han adoptado criterios ajenos a los que ellos mismos pueden señalar o enarbolar.

Se han utilizado una diversidad de criterios para definir al indígena: el racial, el legal, el cultural, el de considerar su desarrollo económico y la autodefinición étnica (Fran Espinoza, 2011: 4).

El criterio racial está asociado a lo físico-corporal, al fenotipo opuesto o diferente a los conquistadores europeos; de cualquier forma es un criterio difícil de establecer debido a que históricamente ha existido una mezcla entre indígenas con blancos y con negros también.

El criterio legal, tuvo sus orígenes en la administración colonial y a expensas de que se ha ido transformando a lo largo del tiempo, la premisa fundamental es la existencia de ciertas características definidas por la ley para clasificar a quien es indígena y quién no.

Un tercer criterio utilizado es el cultural, que toma en cuenta mayormente el idioma, el cual también representa un problema, ya que no es posible equiparar el idioma hablado a la identidad del indígena, es decir, el ser indígena no se puede definir por un solo atributo o rasgo.

Lo relativo al desarrollo económico también es problemático, debido a que equipara o incluso eclipsa la parte indígena con la situación social del o los indígenas en cuestión. Y dada las condiciones de acumulación y el lugar donde quedaron relegados y expoliados, esto significa en muchas ocasiones solo considerar su condición de pobreza o de carencia y no desconocer su capacidad de producir un desarrollo endógeno a partir de sus capacidades y conocimientos tradicionales específicos.

Como último criterio de aquellos señalados por Fran Espinoza (2011) se encuentra el criterio de autodefinición, que esta autora recomienda tener como criterio para decidir o establecer quién es indígena. Este criterio se vincula con la manera en que los indígenas se identifican a sí mismo y se diferencian de los demás, es decir, se relaciona con la identidad que van construyendo a lo largo de su vida.

Hemos visto en este apartado que la noción de identidad es un proceso ligado con la socialización y la integración, con la posibilidad de formular acciones sociales y de establecer compromisos. Esto significa que la identidad es dinámica y relacional por lo cual para que un sujeto se pueda autoidentificar se requieren otros sujetos que lo reconozcan como tal. De allí que sea importante analizar también la manera se define esta identidad en los espacios públicos.

El ejemplo más claro de la definición del indígena por parte de los organismos internacionales es aquella enunciada en el Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, donde la Organización Internacional del Trabajo (OIT) manifiesta que un pueblo es considerado indígena:

“… por el hecho de descender de poblaciones que habitaban en el país o en una región geográfica a la que pertenece el país en la época de la conquista, de la colonización o del establecimiento de las actuales fronteras estatales y que, cualquiera que sea su situación jurídica, conservan todas sus propias instituciones sociales, económicas, culturales y políticas, o parte de ella” (CDI, 2003: 5).

Los pueblos indígenas y los indígenas son aquellos que descienden de los pueblos originarios del territorio. Claramente, esta forma de entender y definir a los grupos indígenas no se contrapone con la autodefinición que puede llevar a cabo una persona; es decir, que la autodefinición se encuentra muchas veces posibilitada por la toma de conciencia del individuo en cuestión de que efectivamente o simbólicamente desciende de ancestros que habitaban el territorio antes de la llegada de los europeos.

En la mayoría de los tratados que buscan definir o establecer quién es miembro de un grupo indígena se establecen, al menos, dos posturas: 1) una que los define como grupos sociales en función de un conjunto de rasgos y características identificables en el tiempo y en el espacio, que pueden ser los rasgos físicos o culturales observables (el color de la piel, los apellidos, la ascendencia, la lengua, vestimenta y el territorio) y 2) otra que prioriza la autoidentificación, es decir, una definición de pertenencia de las propias personas como expresión de una identidad (Schkolnik y Del Popolo, 2005).

A expensas de que la mayoría de las ocasiones estas dos posturas se utilizan por separado, consideramos que pueden unificarse al momento de entender que la identidad, como se caracterizó previamente, necesita de un momento de expresión donde precisamente los sujetos acuden a esos rasgos físicos y culturales observables para autodefinirse y diferenciarse del resto de los grupos sociales con los cuales tienen interacción.

Y es que la mayoría de las formas de definir al indígena poseen ya un contenido identitario; tal es el caso de la definición elaborada por Martínez Cobo (1987) quien habla de las comunidades o pueblos indígenas como aquellas que:

“… teniendo una continuidad histórica con las sociedades anteriores a la invasión y pre coloniales que se desarrollaron en su territorio, se consideran distintos de otros sectores de las sociedades que ahora prevalecen en su territorio o en partes de ellos. Constituyen ahora sectores no dominantes de la sociedad y tienen la determinación de preservar, desarrollar y transmitir a futuras generaciones sus territorios ancestrales y su identidad étnica como base de su existencia continuada como pueblo, de acuerdo con sus propios patrones culturales, sus instituciones sociales y sus sistemas legales” (Martínez Cobo, 1987: 29).

En la definición anterior, queda claro el criterio de diferencia respecto de otros sectores sociales más amplios para definir al indígena; esta postura aparece también en otras definiciones.

Con lo señalado hasta ahora, se puede intentar establecer una definición del ser indígena; para este ejercicio queda claro que no se puede ubicar, identificar o definir al sujeto indígena si no es en relación a una comunidad indígena, esto en el entendido de que la posibilidad de que el sujeto sea identificado o que él mismo se identifique como tal, solo puede surgir en cuanto pertenece a una colectividad que le transmite una serie de elementos y atributos culturales para llevar a cabo el proceso reflexivo que implica la identidad y la constitución del yo. Entonces, el ser indígena puede ser definido siempre y cuando esa definición no se contraponga del todo con la autodefinición que el mismo sujeto puede hacer de sí mismo; aun así, es claro que los sujetos cuando no están en contextos de politización de sus identidades no toman plena “conciencia” de sus atributos culturales, por lo cual es factible decir que la necesidad de establecer una definición externa es importante.

En términos operativos, definiremos como indígena a todo aquel sujeto que se sienta perteneciente a una comunidad indígena histórica que le haya dotado de elementos y atributos culturales (lengua, tradiciones, vestimenta).

Nuestra definición enfatiza el componente organizativo e identitario observando que la posibilidad de autoreconocimiento requiere de un colectivo que tenga los atributos que posibilitan tal autoreconocimiento.

Warman sostiene que “la organización mayoritaria de los indígenas mexicanos es comunal y no existen instituciones tradicionales permanentes y representativas que las agrupen más allá de ese nivel” (2003: 281). Sobre esta base, se concibe a la comunidad indígena como el espacio en donde no sólo se manifiesta plenamente la identidad indígena sino también el vínculo esencial con la tierra y la territorialidad, es decir, como espacio material pero también simbólico o sagrado. Díaz Polanco, por su parte, advierte que si bien se acepta que las etnias indígenas constituyen parte de un patrimonio cultural que debe preservarse, de manera menos frecuente se sostiene que la organización comunal misma es el principal patrimonio a considerar (1995: 236).

La cultura de los pueblos indígenas se ve pronunciada por el uso de lenguas autóctonas, sus creencias, tradiciones, vestimenta, modales, gastronomía, actitudes, folclor, entre muchas otros elementos que los caracteriza como comunidad.

La forma, contenido, uso y función de la comunidad indígena que, generalmente, recibe la denominación de “pueblo” reúne una serie de características como ya se ha señalado; en la estructura del pueblo indígena no existe una marcada estratificación social, se trata de una unidad cooperativa de producción autosuficiente. Además, constituye una entidad cultural autónoma con lengua propia o bien con un dialecto o variación dialectal suficiente para distinguirlo de los otros pueblos. El “pueblo” conforma una unidad política independiente con sus autoridades y con pautas, normas y reglas particulares que regulan la conducta y la vida social. Asimismo para mantener el control social, el pueblo utiliza fundamentalmente los instrumentos de integración que le suministran las prácticas y creencias mágico – religiosas que satisfacen las necesidades de expresión de los sentimientos colectivos y que se exteriorizan en la cúspide de la pirámide ritual. Para sustentar la cohesión social, el pueblo indígena despliega dos fuerzas: por un lado, crea un sistema de seguridad basado en la mutua asistencia, constituido mediante el desarrollo de sentimientos colectivos de solidaridad, lealtad y sacrificio.

Por otro lado, se estimula un sentimiento antagónico y de adversidad ante las comunidades vecinas como una manera de exaltación de lo propio y el desprecio ante lo extraño (Aguirre Beltrán y Pozas Arciniega, 1981: 26-46). La actitud de discriminación se relaciona también con una fuerte intolerancia en la que es posible reconocer un mecanismo psicológico y social de auto afirmación del grupo que ejerce la discriminación. Establecer la diferencia con el otro grupo es una forma de afirmar la propia identidad. Es así que el etnocentrismo no sólo se da del no indígena respecto al grupo indígena sino entre los mismos pueblos indígenas.

Esta necesidad de establecer diferencias puede asociarse con la búsqueda del reconocimiento de una autenticidad, la cual es fundamentalmente emocional y moral, siguiendo la idea de Bendix (1997), esta noción implica la existencia de lo opuesto, lo falso, esta dicotomía constituye el verdadero problema de la autenticidad. Por tanto, al identificar elementos culturales auténticos de un grupo o comunidad en particular, implícitamente se entiende que existen otros ilegítimos por ello muchas veces se genera la negación de reconocimiento.

Las diferencias que observamos entre “comunidad” y “pueblo” son de orden empírico y no tanto conceptual, la primera se sustenta principalmente en la cuestión territorial y el funcionamiento de los pueblos/comunidades indígenas en su cotidianeidad. Es posible que en una comunidad (definida por su asentamiento físico) coexistan indígenas provenientes de distintos pueblos (tzeltales, choles, mayas peninsulares y mixes), situación que se observa generalmente en las ciudades o asentamientos distintos a los territorios de origen.

Por su parte el “pueblo indígena” remite, como ya definimos, a la existencia de una lengua propia, una historia y cultura común. Si bien el “pueblo indígena de origen” tiene su inscripción territorial, forma productiva y organizativa en materia social y política; una vez que sus miembros emigran hacia las ciudades “pierden” esta inscripción, la que sin embargo intenta ser recreada por los indígenas en aquellos lugares a los que emigran. Así como seguir manteniendo contacto directo con su pueblo de origen, recuperando el sentido de comunidad tanto en la ciudad como en el territorio de origen. Es decir, mantienen una doble residencia ya que aunque residen en la ciudad temporalmente retornan a sus pueblos de origen principalmente en épocas festivas.

Pradilla (2002: 6) observa que los cambios en lo económico, en lo social y en lo territorial generan nuevas formas culturales a través de la hibridación entre lo tradicional, representado por lo rural y lo nuevo -que viene siendo lo urbano; el cambio no se presenta sólo en las actividades laborales, sino también en las de consumo y en las relaciones que los sujetos establecen entre sí, con los otros citadinos y con sus comunidades de origen. Todo este proceso trae como resultando modos de vidas cambiantes, que implican nuevas concepciones respecto a la vida, a la comunidad, a sí mismos. Arias y Ramírez, para quienes lo rural y lo urbano debe ser visto como “las relaciones socioespaciales que permiten descubrir mejor que antes, la combinación de viejas y nuevas estrategias socioculturales por parte de los actores sociales que van quedando involucrados en nuevas relaciones socioeconómicas y culturales”

La población indígena que se ubica en las ciudades de estudio puede diferenciarse entre pueblos originarios, comunidades indígenas residentes e indígenas jornaleros que reside de manera intermitente en la ciudad.

Exclusión, discriminación y estigma desde la mirada amplia de la identidad e imagen de sí.

Consideramos que la “identidad” y la “otredad” constituyen el vehículo teórico conceptual pertinente para abordar el análisis de intolerancias, discriminaciones y racismos de diverso tipo. Se trata de dos caras de la misma moneda, pues ningún grupo se auto percibe y autodefine más que por oposición a la manera como percibe y define a otro grupo humano, al que considera diferente de sí. En este sentido, la identidad no es previamente determinada por el origen y la pertenencia puramente étnica sino que se sitúa desde la conciencia y la voluntad de los hombres (Gall, 2004: 4).

A partir de estas ideas ahora podemos tener una visión más amplia de la exclusión, la podemos pensar como “la negación sistemática, en la historia, de la idea y de la política a ella asociada, de que los otros son simplemente otros”. Desde esta concepción, es la perenne tendencia de los seres humanos de todos los tiempos y culturas a equiparar iguales e indiferenciados distinguiéndolos de los diferentes, por el hecho de que la indiferenciación es vivida como la pérdida de la propia identidad (Castoriadis, 1985 citado en Gall 2007).

La intolerancia es planteada como un mecanismo psicológico de autoafirmación del grupo social que se percibe como diferente, pues la identificación de la diferencia en el “otro” es una manera de asegurar la propia identidad. Cuando esta diferencia se sostiene en un atributo particular podemos hacer referencia a un estigma (Goffman, 1963). Este término es utilizado para aludir a un atributo profundamente desacreditador; aunque, en realidad, lo que necesita es un lenguaje de relaciones y no de atributos debido a que este valor negativo se construye según pautas y valores de esa sociedad.

El medio social establece las categorías de personas que en él se pueden encontrar, las cuales constituyen construcciones sociales y culturales por parte de una mayoría con capacidad de imponer su discurso en la sociedad y con pretensiones de perpetuar su esquema de vida en el tiempo. Es así que el intercambio social rutinario nos permite tratar con “otros” previstos sin necesidad de dedicarles una atención o reflexión especial. Entonces, las primeras apariencias nos permiten prever en qué categoría se hallan y cuáles son sus atributos, es decir, su “identidad social”. El estigma y la actitud de discriminación, si bien apelan a sentimientos y afectos, son socialmente construidos y digitan nuestras acciones, actitudes y miradas frente al “otro” diferente. La discriminación se apoya en el rechazo individual o colectivo hacia el otro u otros en razón a la diferencia- política, económica, de clase, de origen, de apariencia física, de religión, etc.- manifiesta en una minoría aunque a veces sea una “inmensa” minoría.

Estas consideraciones se observan en las relaciones que se establecen entre el no indígena respecto al indígena, de este último respecto del primero y además, de los distintos grupos de indígenas entre sí.

La discriminación desde la imagen de sí que construye

Una de las dimensiones posibles implicadas en tan complejo proceso social es la de la corporalidad o, más específicamente, la forma en que percibimos y designamos a los “diferentes”, a los “excluidos”. Para poder acercarnos a un concepto de “discriminación por apariencia física” que sea agudo, tanto teórica como metodológicamente, haremos, en primer lugar, un recorrido por las principales líneas investigativas que puedan aportar a una “sociología del cuerpo”.

Entre los autores más representativos en el desarrollo de la denominada “sociología del cuerpo” encontramos a David Le Breton (2002) quien ha explorado los distintos niveles relacionados con la disciplina, tales como las emociones, técnicas corporales, gestos, sentidos corporales y reglas de etiqueta, entre otros.

Buscando vincular la teoría social y el problema del cuerpo, Bryan Turner ha buscado en autores como Georg Simmel, Max Weber, Erving Goffman, Michel Foucault y Pierre Bourdieu una “sociología implícita” del cuerpo (Turner, 1989)

Asimismo, en los últimos tiempos han aparecido sub-disciplinas vinculadas a la problemática del cuerpo, tales como la “sociología de la enfermedad”; “sociología de la muerte”; “sociología médica”; “sociología de la obesidad” y “sociología de la vejez”, entre otras.

En esta investigación consideramos que es imprescindible realizar una lectura interdisciplinaria sobre el componente corporal que posee un proceso social tan complejo como la discriminación. Para ello, no sólo es menester superar dicotomías clásicas como mente/cuerpo o razón/pasión sino aproximarnos a la comprensión de lo que significa realizar una lectura corporal de la sociedad, teniendo en cuenta que la dimensión de la corporeidad es un aspecto imprescindible para la explicación de la constitución de la sociedad. La reapropiación y la secularización del concepto de “encarnación” ayudan a ver en la corporalidad el lugar donde se funden y diluyen muchos de los dualismos modernos (Sélgas García, 1994). Desde esta perspectiva se ve al cuerpo como la materialidad significativamente conformada, como la estructura dinámica de interacción con el medio que alimenta nuestros procesos cognitivos y volitivos, y como el asiento de estructuración social (la discriminación no está exenta de este proceso cognitivo y volitivo). Es posible pensar el cuerpo como la “encarnación” que permite estudiar la relación entre lo cognitivo, lo experiencial y el mundo de la vida, así como asiento de la constitución de los marcos de sentido de la acción.

En este marco, nos planteamos la necesidad de identificar y distinguir las distintas dimensiones presentes en la discriminación: su componente cognitivo, la experiencia, y el mundo cotidiano. Con el primer aspecto referimos a la manera de conocer y el acceso a los ámbitos y espacios sociales. Con el segundo, las experiencias que confrontan y devuelven cierta imagen de sí; finalmente, la tercera cuestión plantea la modalidad cotidiana de construcción de ambos aspectos. El análisis cualitativo de los materiales relevados nos permitirá ir tejiendo y definiendo la dinámica e interrelación de estas tres cuestiones; poniendo el acento en la imagen de sí que se va construyendo. Es decir, consideramos a la noción de cuerpo una categoría abstracta que no pretendemos operacionalizar; aunque sí nos proponemos relevar la imagen de sí que la población indígena entrevistada construye en interrelación con la otredad.

Otra manera de aludir al estigma y a la subjetividad que se produce, generando cierto campo cognitivo y de experiencia, es mediante la noción de etiquetamiento. Esta es una noción sociopsicológica que consiste en asignar al individuo etiquetado una categoría de status más bajo al estilo outsider. En efecto, la etiqueta prescribe y justifica el trato que el individuo etiquetado recibe de los demás y, al mismo tiempo, altera la concepción que el mismo individuo tiene de sí mismo y de su destino según la lógica de la profecía autocumplida (Giménez, 2007: 49). En otras palabras, no sólo hay un sistema que nomina, circunscribe y, de esta manera, reproduce la situación desfavorable de aquellos grupos vulnerables (de aquí la idea de vulnerados por un sistema); sino que, los mismos sujetos ubicados en ese lugar social, comienzan a reproducir esos valores y mecanismos consolidando ese estigma social. Seguramente, la posibilidad de construir o habitar un espacio social de mayor valorización es proyectada en las generaciones futuras. Si bien esto genera una utopía y por tanto un horizonte, un proyecto a futuro ubicado en los hijos, restringe la posibilidad de resistencia, de reclamo por un presente mejor, y no una postergación del mismo.

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