Kitabı oku: «Anti-Nietzsche», sayfa 4
La masa, que ha de estar ocupada en labores productivas y reproductivas, solo es depositaria de la obligación de servir a dichas élites. Es más, lo que Nietzsche sugiere en repetidas ocasiones es que resulta perentoria una declaración de guerra de los «hombres superiores» a la masa, puesto que los mediocres se coaligan. La visión trágica del mundo se tiene que traducir, por lo tanto, en un orden social marcadamente elitista; un orden que aparecerá como antagónico de todas las instituciones políticas propias de la «civilización socrática»: democracia, sufragio universal, igualdad ante la ley, derechos del trabajador o instrucción pública. Todos estos elementos, que de forma genérica podríamos identificar con el programa político-cultural de la Ilustración, fueron detestados por Nietzsche hasta el fin de sus días13. Es el mismo Nietzsche, enfaticémoslo, el que establece —no sin razón— una íntima afinidad entre todos esos elementos y el «socratismo». También la «emancipación de la mujer», obviamente, merecía su desprecio. Una vez le dijo a su hermana, por carta, que todos los que participan del entusiasmo por la emancipación de las mujeres han caído en la cuenta de que él es su bestia negra14. El aforismo 232 de Más allá del bien y del mal resulta especialmente misógino. Que las mujeres quieran ahora ilustrarse y acceder a la ciencia, advierte, no es más que otro de los terribles síntomas del afeamiento general de Europa. Es de muy mal gusto que ellas —seres superficiales, vanidosos y enemigos de la verdad— profieran tales exigencias15. Hay que leer, de igual modo, esos enervantes párrafos en los que Nietzsche clamaba contra la institución del «matrimonio moderno» y contra la unión matrimonial «por amor». ¡Semejante cosa era una ignominia, un despropósito mayúsculo! El matrimonio premoderno albergaba un «centro de gravedad», a saber, «la responsabilidad jurídica única del varón»; aquella forma de matrimonio, lamentablemente desaparecida en las sociedades modernas, se fundamentaba en una lógica profunda: el «instinto de propiedad», es decir, mujer e hijos como propiedades del varón. En ese modelo familiar sí se plasmaba un saludable instinto de dominación16. Tomen nota las feministas nietzscheanas.
La unificación de Alemania en 1871, que en un principio representó para Nietzsche un horizonte ilusionante, no cristalizó en lo que a su juicio hubiese sido deseable porque rápidamente sucumbió a la pérfida «influencia francesa». El segundo Reich no cumple con las expectativas de una revivificación de la Kultur, puesto que, inmediatamente, se lanza por la misma senda que vienen recorriendo todos los países del Occidente «civilizado»: instituciones de cuño liberal, desarrollo económico e industrial, filosofía utilitarista, ciertos niveles de bienestar social otorgados por la protección estatal… El desesperante resultado será, en definitiva, que el «espíritu alemán» permanecerá enajenado y extraviado. La nueva Alemania se estaba convirtiendo en otra nación «burguesa», en una más, siendo así que las auténticas «profundidades de su ser» quedarían olvidadas y pisoteadas. De lo que Nietzsche se estaba lamentando, en definitiva, es de la pérdida de un hecho diferencial. En efecto, la cultura alemana era interpretada por él, en esta época, desde un prisma particularista y excluyente; en las profundidades del «espíritu alemán» latían un magma y una fuerza que lo diferenciaban esencialmente de las otras naciones europeas, sumidas todas ellas en una secular decadencia propiciada por el milenario socratismo. Más adelante veremos que, en sus coordenadas filosófico-políticas, Ilustración, democracia y socialismo no eran sino una suerte de «socratismo moderno». Porque en esta época de juventud es Sócrates el archienemigo a combatir; Cristo se sumará después. En cualquier caso, Nietzsche se siente muy defraudado con el segundo Reich, pues, si había un pueblo en la decadente Europa capaz de recuperar o restaurar el espíritu de una cultura trágico-dionisíaca, ese era el pueblo alemán.
En El nacimiento de la tragedia proclamaba, en efecto, la perentoria necesidad de alentar el renacimiento de una nueva edad trágica, pues solo así podría el «espíritu alemán» retornar a sí mismo. Este espíritu, mediante tal reverdecer de la sabiduría dionisíaca, podría regresar a las «fuentes primordiales de su ser» después de haber quedado desnaturalizado por el influjo nocivo de fuerzas infiltradas desde «fuera». Lo alemán, durante demasiado tiempo siervo de la «civilización latina», podría recuperar al fin su potencia originaria17. Ahí estaba Wagner, como ejemplo paradigmático de tan terrible «rejuvenecimiento». Otros «educadores trágicos» del pueblo alemán serían imprescindibles para promover una comunidad cultural capaz de vehicular el genuino espíritu germánico. Sin embargo, la deriva política de Alemania no permitió el surgimiento pletórico de esa potencia trágica. La Kultur, que encarnaba la autoconciencia profunda del pueblo alemán, estaba siendo traicionada. Porque el auténtico y genuino espíritu de lo alemán nunca podría ser «moderno»; la «democratización» advenida con la Revolución francesa siempre sería una intrusa en territorio germano, algo postizo. Y si la Alemania de Bismarck resultaba finalmente «democratizada», «aburguesada» y «modernizada», como de hecho estaba ocurriendo, solo lo sería mediante una torsión violenta de su ser profundo, mediante un envenenamiento de su hálito espiritual con sustancias narcóticas y deletéreas inyectadas desde geografías foráneas. Al final de su vida, estas actitudes germanófilas fueron mitigándose e incluso diluyéndose; es más, recayó en algunas ocasiones en una verdadera germanofobia. De hecho, en sus últimos años valoró más bien lo meridional; e incluso acarició la idea de viajar a Túnez18. Reivindicó el soleado Sur frente a las plomizas brumas del Norte; en un sentido literal, climatológico, pero también en un sentido espiritual y cultural. Recuérdense, si no, los dos primeros parágrafos de El caso Wagner, donde observamos cómo se despide del «húmedo» Norte —esto es, de Richard Wagner— para zambullirse en la cálida sensualidad y en la serenidad meridional de Bizet19.
La Modernidad, para Nietzsche, no es la inauguración de un tiempo inédito; la Modernidad es, más bien, un punto de llegada, la culminación decadente de un largo devenir; es crepúsculo, más que aurora. Porque el devenir de Europa ha venido determinado y definido por una lucha sempiterna entre la «consideración teórica» y la «consideración trágica» del mundo. Sócrates, y todo lo que él representaba, logró una primera victoria de la «consciencia moral», que retumba hasta hoy. Todos los «instintos» del arte trágico fueron derrotados, reprimidos con dureza, y aquella Ilustración ateniense fue el aldabonazo inicial de un racionalismo que fue replicándose y ampliándose durante siglos20. La Ilustración moderna no es más que un eco tardío de aquella otra, acaecida en la Grecia clásica. Lo dionisíaco ha venido padeciendo, desde entonces, los gélidos rigores de esa apisonadora cultural denominada «socratismo». La «pulsión de verdad» se tornó omnipotente porque ya se presuponía que la razón humana podía conocerlo y dominarlo todo. Ciencia y técnica ocuparon la reluciente cúspide. El «hombre teórico», con su impecable optimismo cognoscitivo, se sintió poderoso. La totalidad de lo real era un lugar que, potencialmente, no guardaba secretos u oscuridades; la racionalidad humana podría iluminar todos los ángulos del ser. Los instintos artísticos quedaron, así, domesticados; el arte se tornó «lógico», apacible y pedagógico.
En La filosofía en la época trágica de los griegos, otro texto de juventud (1873), Nietzsche realiza una suerte de apología de los filósofos presocráticos o preplatónicos (ocupando Heráclito un lugar muy destacado), precisamente porque estos todavía eran capaces de realizar una captación intuitiva de lo sensible, aunando pensamiento y poesía; la ulterior hipertrofia intelectualista arruinó ese modo de estar en el mundo, de interpelarlo21. Esa es la huella de Sócrates, que ha perdurado durante siglos. Europa terminó siendo socrática hasta la médula, hasta la náusea. La vida instintiva, asfixiada por una racionalidad titánica y tiránica, palideció hasta límites insoportables. Bien es cierto que Thomas Mann encontró aquí una crucial —y justísima— objeción a su querido filósofo, preguntándose si acaso podíamos afirmar que la «vida instintiva» había quedado abrasivamente sojuzgada y aplastada por el poder omnipotente del frío intelecto. Mann negaba rotundamente esa premisa nietzscheana. ¿Dónde veía Nietzsche un mundo gobernado despóticamente por la razón? Muy al contrario, objetaba el literato alemán, la «débil llamita de la razón» apenas encontraba quien le prestara atención en este mundo violento y despiadado, atravesado todo él por pasiones egoístas, por relaciones de fuerza y por ansias de poder22. En cualquier caso, Nietzsche entendía que una cultura socrática es antiartística, antitrágica, antimítica, antipoética y antiestética. Y ya sabemos que ese socratismo, metálico y atroz intelectualismo, se moduló e intensificó —con la llegada del Crucificado— hasta condensarse en un moralismo antipasional, antisensual, antibelicoso, antibiológico y antivital. Solo el «espíritu alemán», pensaba el joven Nietzsche, era depositario de elementos o fibras capaces de oponer alguna «resistencia trágica» a ese discurrir arrollador de la civilización socrático-cristiana. Sin embargo, como acabamos de ver, también estas esperanzas fueron quedando truncadas. También el ser profundo de lo alemán sucumbió, finalmente.
No obstante, y a pesar de esa enorme decepción experimentada por Nietzsche, creemos apresurada la tesis de Deleuze cuando sostiene que a principios de la década de los setenta se había desprendido ya de sus últimos «fardos», en lo que al nacionalismo y al prusianismo se refiere23. Habrá que esperar, en todo caso, a su crisis existencial y filosófica de 1876, aquella lacerante ruptura con el universo wagneriano que, al mismo tiempo, propiciaría un creciente desencanto con los abismos ideológicos del germanismo y de la Kultur. Nietzsche, en esos momentos, dispara contra el antisemitismo y contra todas las puerilidades del nacionalismo24. El parágrafo 475 de Humano, demasiado humano será una muestra fehaciente de su alejamiento de esa enfermedad llamada «nacionalismo chauvinista»; en ese mismo pasaje, por cierto, ensalzará múltiples virtudes de la perseguida cultura judía25. Bien es verdad que, hasta ese momento, había mostrado un fuerte apego a las tendencias románticas que apelaban a una suerte de «ser alemán» (deutsche Wesen), concebido como un reservorio espiritual todavía no contaminado por la decadente «civilización». También es cierto, debemos puntualizar, que el nacionalismo del joven Nietzsche estaba más próximo a las formas de un cierto «nacionalismo cultural», al modo de Herder o Fichte, y no tanto a un nacionalismo explícitamente político (aunque, en realidad, estos «nacionalismos culturales» no dejarán de tener efectos políticos de largo aliento). Lo alemán, en esa perspectiva, apelaba más a una comunidad orgánica, lingüística y espiritual; a un «pathos del Norte» diferenciado de la sureña civilización latina.
Sin embargo, no podemos eliminar todo componente político de su visión de lo alemán, al menos en aquellos años «juveniles». Cuando da comienzo la guerra franco-alemana, el 19 de julio de 1870, el joven profesor de la Universidad de Basilea no duda en presentarse como voluntario al servicio del ejército alemán. El 8 de agosto escribía la siguiente petición, dirigida a una de las autoridades que habían de concederle el permiso pertinente:
En la situación actual de Alemania, no puede resultarle inesperada mi decisión de cumplir yo también mis deberes para con la patria. Con esta intención me dirijo a usted para pedir del ilustre Consejo de Educación, a través de su mediación, dispensa de trabajo para la última parte del semestre de verano. Mi decisión está ahora tan robustecida que sin vacilación alguna me puedo hacer útil como soldado o como enfermero. Nadie como una autoridad suiza en materia de educación puede encontrar tan natural y tan justo que yo deba echar el pequeño óbolo de mi aportación personal en las arcas de la patria, como ofrenda. Si recapacito en las obligaciones de las que soy responsable en Basilea, me resulta claro que, ante la tremenda llamada de Alemania a que cada uno cumpla con su obligación alemana, solo violentándome penosamente y sin auténtico provecho podría sujetarme a ellas.26
El 11 de agosto recibió la dispensa solicitada, si bien únicamente como enfermero, en consideración a la neutralidad suiza. Nietzsche, imbuido de ferviente patriotismo, salió el 12 de agosto rumbo al conflicto. Su voluntad de sacrificarse por Alemania era, en esos instantes, verdaderamente irresistible.
1 Sánchez, D., El itinerario intelectual de Nietzsche, Tecnos, Madrid, 2017, pp. 83-99.
2 Colli, G., Introducción a Nietzsche, Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 211.
3 Idem.
4 De Santiago, L. E., Arte y poder. Aproximación a la estética de Nietzsche, Trotta, Madrid, 2004, p. 312.
5 Ibid., pp. 296-304.
6 Nietzsche, F., Schopenhauer como educador, Biblioteca Nueva, Madrid, 2009, pp. 105-122.
7 Nietzsche, F., Sabiduría para pasado mañana. Antología de fragmentos póstumos (1869-1889), Tecnos, Madrid, 2009, p. 354.
8 Fichte, J. G., Los caracteres de la edad contemporánea, Guillermo Escolar Editor, Madrid, 2019.
9 Fichte, J. G., Discursos a la nación alemana, Tecnos, Madrid, 2002.
10 Nietzsche, F., Fragmentos póstumos sobre política, Trotta, Madrid, 2004, pp. 102-103.
11 Nietzsche, F., Fragmentos póstumos (1869-1874). Volumen I, op. cit., pp. 150 y 167-168.
12 Nietzsche, F., Fragmentos póstumos sobre política, op. cit., p. 104.
13 Esteban, J. E., El joven Nietzsche. Política y tragedia, Biblioteca Nueva, Madrid, 2004, pp. 61-71.
14 Nolte, E., Nietzsche y el nietzscheanismo, op. cit., pp. 73 y 196-198.
15 Nietzsche, F., Más allá del bien y del mal, op. cit., pp. 235-237.
16 Nietzsche, F., Crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, pp. 122-123.
17 Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1973, pp. 159-160.
18 Ross, W., Friedrich Nietzsche. El águila angustiada, op. cit., p. 590.
19 Nietzsche, F., El caso Wagner. Nietzsche contra Wagner, Siruela, Madrid, 2002, pp. 23-25.
20 Nietzsche, F., El nacimiento de la tragedia, op. cit., pp. 108-130.
21 Nietzsche, F., «La filosofía en la época trágica de los griegos», en Obras completas. Volumen 1. Escritos de juventud, Tecnos, Madrid, 2011, pp. 571-607.
22 Mann, Th., Schopenhauer, Nietzsche, Freud, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 115-116.
23 Deleuze, G., Nietzsche, op. cit., p. 11.
24 Quesada, J., Ateísmo difícil. En favor de Occidente, Anagrama, Barcelona, 1994, pp. 142-144.
25 Nietzsche, F., Humano, demasiado humano, op. cit., pp. 266-267.
26 Janz, C. P., Friedrich Nietzsche. 2. Los diez años de Basilea (1869-1879), op. cit., pp. 86-87.
4. No hay metáforas inocentes. Una justicia naturalizada, una moral biologizada
A la contrafigura mórbida de Sócrates se sumó otra gigantesca contrafigura: el Crucificado. Funesto momento. Pero, como certeramente apuntó Lukács, debemos fijarnos muy bien en «el contenido ético-social de la polémica de Nietzsche contra el cristianismo»1. ¿En qué sentido? La clave de bóveda de dicha polémica radicaría, a juicio del marxista húngaro, en ese entrelazamiento indisociable del cristianismo con los modernos movimientos democráticos y socialistas. Afinidad, untuosa y meliflua, que podríamos observar y rastrear en las líneas maestras que componen la «genealogía» de la moral occidental. Ese trabajo de «desvelamiento» genealógico puede ser comprendido, a su vez, como una sutil prospección trazada al modo de una «psicología profunda». Sea como fuere, Nietzsche habría descubierto una pestilente vinculación, íntima y soterrada, entre ambos movimientos, pues en ambos hallaría una misma forma de valorar —o infravalorar— el mundo. El socialismo, aseguraba, debía comprenderse como una suerte de moderna reformulación de la ética cristiana, o como un cristianismo tibiamente secularizado, toda vez que un mismo «instinto» —tóxico y miasmático— subyacía en sus entrañas.
La ruinosa historia europea, a partir de la hegemonía cultural cristiana, vino determinada —tristemente determinada— por un levantamiento exitoso de los impotentes y por una continua «revolución de la plebe». La democratización rampante, y enfaticemos que en su concepción el socialismo no era sino uno de los efectos más deletéreos de la misma, aparecía a ojos de Nietzsche como una espuma enfermiza depositada en la arena de la playa… entendiendo que la ola que allí rompió —que venía de muy lejos, mar adentro— era el judeocristianismo. Los promulgadores modernos de la «moral de esclavos», esos abyectos socialistas que tomaban las plazas europeas de una forma cada vez más significativa, estarían conectados a las milenarias raíces de la reactiva moral judeocristiana (y al socratismo, no lo olvidemos). Más allá de sus proclamas retóricamente ateas o anticlericales, sentenciaba nuestro filósofo, el moderno socialismo compartiría con el cristianismo un mismo pathos; un horripilante y pestífero pathos. Por consiguiente, cuando Nietzsche se presenta como el Anticristo, a lo que aspira en realidad es a combatir la democracia y el socialismo, destruyendo las raíces morales —la forma de valorar— de ambos. Es una tesis harto contundente, desde luego, pero muy plausible. El propio Nietzsche insiste en tal aspecto una y otra vez.
En El anticristo (1888) Nietzsche alcanzará sus mayores dosis de beligerancia verbal. Por momentos, sus terribles imprecaciones resuenan con tonalidad fanática y desesperada. Hay gritos en esas páginas, alaridos proféticos, y uno casi se imagina una boca repleta de espumarajos. Allí establecerá con claridad qué «bueno» debería ser todo aquello que eleva o incrementa el propio poder; y en ello radicaría la verdadera felicidad. ¡Soy realmente feliz cuando acumulo y atesoro poder! Y «malo» debería ser todo aquello que procede de (o conduce a) la debilidad. Ese es el binomio categorial en el que Nietzsche se mueve, y por ello sentencia sin ambages: «Los débiles y malogrados deben perecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres»2. Compadecerse de ellos es extremadamente nocivo, como siempre hizo el cristianismo, que así tomó partido por lo débil. Por ello, a quien más odio profesa es a la «canalla socialista» y al «Estado democrático», porque ambos pretenden otorgar derechos iguales a los naturalmente desiguales. El cristianismo, que constituye la matriz espiritual y moral de todos los socialismos modernos, hizo del hombre un animal corrompido, puesto que sus instintos vitales más esenciales quedaron difamados, aletargados y adormecidos. «La vida misma es para mí instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder: donde falta la voluntad de poder hay decadencia»3. La vida es poder. Y el cristianismo, que representa una colosal apoteosis de la antivida, encumbra el mayor de los valores nihilistas: la compasión.
La compasión es antitética de los afectos tonificantes, que elevan la energía del sentimiento vital: causa un efecto depresivo. Uno pierde fuerza cuando compadece […]. La compasión obstaculiza en conjunto la ley de la evolución, que es la ley de la selección. Ella conserva lo que está maduro para perecer; ella opone resistencia con el fin de favorecer a los desheredados y condenados de la vida; ella le da a la vida misma por la abundancia de cosas malogradas de toda especie que retiene en la vida, un aspecto sombrío y dudoso.4
Este pasaje es una perfecta cartografía de su pensamiento, y las lecturas políticas que de aquí pueden extraerse son, desde luego, poco halagüeñas para cualquier discurso de signo emancipador. Un párrafo como el que acabamos de leer admite pocas piruetas interpretativas. La píldora es explosiva, se mire como se mire. La debilidad, dice, ha de ser arrollada por la fuerza… los débiles jamás deben ser socorridos, y lo más conveniente es que se ahoguen en su propio fracaso vital.
¿Cómo empezó esa debacle de los instintos fuertes? Fue una sibilina estrategia, un meticuloso y sigiloso ardid de los débiles. Estos pasaron al ataque de una forma corporal cuando fueron capaces de confabularse para organizar una rebelión antiesclavista; pero lo más pavoroso fue la subversión en el orden espiritual, esto es, la inversión del rango de los valores. Ese sí fue su verdadero triunfo. Una victoria ante la cual, y a pesar de todo, Nietzsche no dejó de sentir cierta reverencia porque hubo de reconocer que la transvaloración realizada por el cristianismo (completando e intensificando un proceso que el socratismo y el platonismo solo habían iniciado) fue un episodio tremendo, profundo. «Un platonismo para uso del pueblo», eso era en cierto modo el cristianismo5. Se trató de una transvaloración antivital, a ojos de Nietzsche, y ante ella solo podía experimentar aversión y desprecio; pero, al mismo tiempo, era capaz de admirar la titánica envergadura de aquel acontecimiento. Karl Jaspers, en ese sentido, quiso mostrar cómo Nietzsche se sintió en todo momento fascinando por la enormidad de su contrincante, del cual nunca pudo desasirse por completo6. No podíamos agradecerle nada al cristianismo, pues con él empezó —o se aceleró— la terrible decadencia; pero lo cierto es que aquella revolución fue portentosa (aunque pérfida y dañina hasta límites insoportables, a su modo de ver). En cualquier caso, los débiles fueron extremadamente astutos, porque fueron capaces de compensar su debilidad empleando el arma de la compasión; mover a alguien a la compasión es una herramienta de combate utilizada arteramente por los débiles. Nos hallaríamos, entonces, ante un singular juego de espejos: la debilidad de los fuertes es la capacidad de sentir compasión, mientras que la fortaleza de los débiles radica precisamente en su capacidad de provocar compasión en el alma de los fuertes. Cuando culminó el triunfo aplastante de semejante transmutación valorativa, empezó la progresiva decadencia; la debilidad ya había cobrado su venganza. Se hizo de la compasión la virtud por antonomasia, y la vida empezó a quedar mermada en su mismísima médula…
No queremos dejar de consignar que esa olímpica ausencia de piedad ante el sufrimiento ajeno, ese rocoso y gélido desprecio por los otros sufrientes, atraviesa toda la obra nietzscheana; un desprecio que conectaría, como ya vimos en el capítulo anterior, con esa Kultur tan característica de aquel universo ideológico alemán que fue tornándose hegemónico desde, al menos, finales del siglo XVIII7. Pero lo decisivo en este punto es comprender que Nietzsche detestaba con todas sus fuerzas la confraternización de los débiles. Debemos enfocar este asunto con probidad intelectual. Lo «popular» le apestaba; y lo popular organizado políticamente, aún más. Odiaba con indisimulado frenesí toda suerte de hermandad de los frágiles-muchos. Veamos este pasaje de Paulo Freire, e imaginemos cuánto asco hubiese sentido Nietzsche ante cualquier «pedagogía del oprimido»; cuánto desprecio hubiese experimentando leyendo estas palabras: «Es la enseñanza de la disconformidad ante las injusticias, la enseñanza de que somos capaces de decidir, de cambiar el mundo, de mejorarlo; la enseñanza de que los poderosos no lo pueden todo; de que, en la lucha por su liberación, los frágiles pueden hacer de su debilidad una fuerza que les permita vencer la fuerza de los fuertes»8. Los frágiles haciendo de su debilidad mancomunada una fuerza colectiva… he ahí la fórmula exacta de lo que Nietzsche concebía como una venenosa «moral de esclavos» que debía ser extirpada, cuanto antes, de la faz de la Tierra.
El lector también puede imaginar, a partir de lo dicho hasta ahora, lo que habría pensado Nietzsche de un movimiento teórico y político como el de la teología de la liberación, desarrollado en Iberoamérica en los años setenta del siglo XX. En dicho movimiento habría encontrado una combinación perfectísima de todo aquello que él más detestaba, una síntesis de marxismo y cristianismo cuya doctrina principal hablaba de una «opción preferencial por los pobres», por los débiles y por los oprimidos. Ese objetivo fundamental ya retumbaría horrísono en los aristocráticos tímpanos de Nietzsche; y la cosa se pondría aún peor cuando estos teólogos empezaran a movilizar una serie de categorías destinadas todas ellas a visibilizar un orden socioeconómico radicalmente injusto y oprobioso. Tal es el caso, por ejemplo, del concepto de «pecado estructural», puesto en juego por Ignacio Ellacuría9. La verdadera misión de un cristiano, remarcaban estos teólogos, no consiste únicamente en mostrar una fe profunda en Dios, sino en incidir —desde un punto de vista práctico— en un mundo que resulta a todas luces estructuralmente injusto y pecaminoso. Perseguir, en suma, la transformación radical de las relaciones sociales, porque sin «justicia social» no hay verdadera fe, concluían todos ellos. Jon Sobrino, otro teólogo jesuita que reflexionó desde unos parámetros semejantes, promovió una fe que había de practicarse desde ese ángulo en el que se duelen las víctimas de la historia; una fe situada en la óptica y perspectiva de esos otros que sufren y nunca tienen ocasión de filosofar10. Nietzsche, en todo ello, encontraría la mezcolanza más acabada de todo lo despreciable; un suntuoso compendio de todo lo mórbido. Oigámosle: «Los insatisfechos han de tener algo de lo que dependa su corazón: por ejemplo, Dios. Ahora, donde falta este, muchos de los que en otros tiempos se habrían agarrado a Dios aceptan, por ejemplo, el socialismo»11. Y con toda su mordacidad, sentenciaba en otro pasaje:
El Evangelio: la noticia de que se ha abierto un acceso a la felicidad para los inferiores y los pobres, de que uno no tiene que hacer nada más que liberarse de la institución, de la tradición, de la tutela de los estamentos superiores; hasta aquí, el avance del cristianismo no es otra cosa que la típica doctrina socialista […]. En general, todo esto es un síntoma de que los estratos sociales inferiores han recibido un trato humanitario, de que ya saborean con la lengua una dicha prohibida para ellos…12
Desde luego, los teólogos de la liberación asumirían como esencialmente correcta esa simbiosis entre cristianismo y socialismo. Claro está que, para Nietzsche, estaríamos ante la simbiosis más aberrante que cabría imaginar; o, si lo preferimos decir así, ante la condensación más refinada de todas las mediocridades y todas las enfermedades.
Es cierto, qué duda cabe, que las críticas de Nietzsche a la religión (o a la moral religiosa, por ser más precisos) albergan potencialidad emancipadora en lo que tiene que ver, por ejemplo, con la secular mortificación del cuerpo; muchos pasajes de su obra sirven como aldabonazo certero para derribar seculares entramados de biopolítica represiva.
Las pasiones se tornan malvadas y pérfidas cuando se las considera de una forma malvada y pérfida. Así es como el cristianismo logró convertir a Eros y a Afrodita —potencias sublimes y susceptibles de ser idealizadas— en duendes y genios engañadores del infierno a través de los tormentos que provocaba en las conciencias de los fieles ante cualquier excitación sexual. ¿No es horrible convertir sensaciones necesarias y regulares en una fuente de miseria interior, provocando que esta miseria interior la sufran, de un modo necesario y constante, todos los hombres? […] ¿Y con qué derecho se puede llamar enemigo a Eros? […]. ¡Hermanar la fecundación humana con la mala conciencia! Esta demonización de Eros, finalmente, ha acabado teniendo un desenlace cómico. El «demonio» Eros ha interesado paulatinamente cada vez más a los hombres que los ángeles y los santos, gracias al carácter secreto y misterioso que la Iglesia ha conferido a los asuntos eróticos.13
Pero, como añadirá en el siguiente parágrafo (el 77 de Aurora), la historia del cristianismo es la de una permanente aplicación de tormentos anímicos y represiones psíquicas, generando culpa ante las tentaciones de la carne14.
Por lo tanto, una conveniente apología de lo corporal, auténtico «centro de gravedad» de su pensar15, albergará ciertos efectos liberadores. Pero hay en su filosofía una sutil frontera que se traspasa con mucha facilidad. La consigna nietzscheana podría ser esta: volver a la naturaleza, atreverse a ser inmorales como lo es ella. Matar a Dios, en definitiva, para quebrar la última inhibición metafísica que bloquea el paso a un saludable y revivificante salvajismo. Aunque, dicho sea de paso, Nietzsche apuntaría en alguna ocasión que su combate se trababa contra el «hombre cristiano», y no tanto contra el «hombre religioso» en general. ¿Por qué? Porque en el mundo ha habido cultos paganos que no eran contrarios a la vida, dioses precristianos que sí permitían una celebración orgiástica y extática de la existencia. En el parágrafo 23 de la segunda parte (o Tratado segundo) de La genealogía de la moral observará que ha habido formas más nobles de servirse de esa «ficción poética» empleada en la forja de dioses; frente al Dios cristiano, que lleva dos milenios exigiendo la «autocrucifixión» y el «autoenvilecimiento» del hombre, los antiguos dioses griegos eran el reflejo o el correlato de unos hombres que no se devoraban a sí mismos, que no se mutilaban y que aún eran capaces de divinizar su propia animalidad.
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