Kitabı oku: «Jesús explicado hoy», sayfa 3
6. HISTORIA DE MOISÉS
La Biblia cuenta que una mujer israelita tuvo un hijo varón, lo ocultó en su casa durante tres meses y después lo metió en una cesta y lo depositó entre los juncos a orillas del Nilo. La hija del faraón descubrió a este niño, lo adoptó y le puso el nombre de Moisés, que significa “salvado de las aguas”. Moisés fue educado como un príncipe en la corte del faraón, pero al llegar a la mayoría de edad tuvo que huir de Egipto porque mató a un egipcio que estaba pegando a un hebreo, y este suceso llegó a conocimiento del faraón. Moisés se refugió en Madián, una zona situada al oeste de la actual Arabia, y fue acogido por un hombre llamado Jetró. Allí se casó con Séfora, hija de Jetró, y se dedicó a cuidar el ganado de su suegro.
El relato nos cuenta que un día, cuando pastoreaba las ovejas en el monte Horeb, vio Moisés una zarza que ardía pero no se consumía y, llevado por su curiosidad, se acercó para ver ese prodigio. Antes de llegar a donde estaba la zarza ardiente, oyó la voz de Dios: «No te acerques; quítate las sandalias de los pies, pues el sitio que pisas es lugar sagrado. Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra sus opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel. (…) Ahora marcha, te envío al faraón para que saques a mi pueblo, a los hijos de Israel» (Ex 3, 5-11).
Moisés se llenó de temor ante la misión que Dios le confiaba, pero el Señor lo ayudó a aceptarla prometiéndole que estaría siempre con él y anunciándole que en ese mismo monte, el Horeb, el pueblo de Israel daría culto a Dios. Cuando Moisés preguntó a Dios cuál era su nombre, el Señor le contestó: «Yo soy el que soy; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros» (Ex 3, 14). Además, Dios le encomendó que reuniera a los jefes de Israel y les dijera que se le había aparecido el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, porque quería sacar a los israelitas de Egipto. Después, tendría que presentarse ante el Faraón y pedirle que dejara salir al pueblo de Israel al desierto para ofrecer un sacrificio a Dios. Y añadió: «Yo sé que el rey de Egipto no os dejará marchar ni a la fuerza; pero yo extenderé mi mano y heriré a Egipto con prodigios que haré en medio de él, y entonces os dejará marchar» (Ex 3, 19-21). A Moisés le costaba creer que los jefes de Israel le hicieran caso y el Señor hizo varios milagros para convencerlo. Finalmente, Moisés le dijo a Dios que él no tenía facilidad de palabra y el Señor le dio a su hermano Aarón para que fuese su portavoz. Cuando Moisés salía de Madián, el Señor le mandó que dijera al faraón: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito. Yo te digo: Deja salir a mi hijo para que me dé culto. Si te niegas a dejarlo salir, yo daré muerte a tu hijo primogénito» (Ex 4, 22-23). Al llegar a Egipto, Moisés reunió a los ancianos de Israel y les contó que el Señor le había confiado la misión de liberar a su pueblo de la esclavitud de Egipto para llevarlo a una tierra que mana leche y miel.
7. LA PRIMERA PASCUA
Moisés y Aarón, conforme les había ordenado Dios, se presentaron ante el faraón para pedirle que permitiese al pueblo de Israel caminar tres días por el desierto para ofrecer un sacrificio al Señor. El faraón les negó esa petición y, además, endureció aún más las condiciones de trabajo de los israelitas. Moisés y Aarón, guiados por el Señor, se presentaron de nuevo ante el faraón para reiterarle su petición, realizando delante de él algunos prodigios y, como el faraón no cedía, Dios ordenó a Moisés que tocase con su bastón las aguas del Nilo y estas se convirtieron en sangre. Murieron todos los peces y el pueblo pasó sed. Esta fue la primera de las diez plagas con las que Dios castigó la obstinación del faraón. Después de cada una de ellas siempre sucedía lo mismo: el faraón cedía si se acababa la plaga, pero, al terminarse esta, volvía a negarle el permiso para salir de Egipto. Entonces el Señor informó a Moisés de la última y definitiva plaga, tras la cual, el Faraón les dejaría salir de Egipto: «Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto» (Ex 12, 12).
Dios ofreció a su pueblo, por medio de Moisés, la manera de salvar esa noche a sus hijos primogénitos de la muerte: «Escogeos una res (cordero) por familia e inmolad la Pascua. Tomad un manojo de hisopo, mojadlo en la sangre del plato y untad de sangre el dintel y las dos jambas; y que ninguno de vosotros salga por la puerta de casa hasta la mañana siguiente. El Señor va a pasar hiriendo a Egipto, pero cuando vea la sangre en el dintel y las jambas, el Señor pasará de largo y no permitirá al exterminador entrar en vuestras casas para herir» (Ex 12, 21-24).
Esta fue la primera Pascua, el primer “Paso del Señor”. Y el faraón, al fin, cedió: «El faraón llamó a Moisés y Aarón de noche y les dijo: “Levantaos, salid de en medio de mi pueblo, vosotros con todos los hijos de Israel, id a ofrecer culto al Señor, como habéis pedido. Llevaos también las ovejas y las vacas, como habéis dicho; marchad y rogad por mí”. Los egipcios urgían al pueblo para que saliese cuanto antes de la tierra, pues decían: “Moriremos todos”. El pueblo recogió la masa sin fermentar y, envolviendo las artesas en mantas, se las cargaron al hombro» (Ex 12, 31-35). Por tener que salir tan de prisa de Egipto, los israelitas no tuvieron tiempo de esperar a que fermentara el pan y por eso lo cocieron sin levadura. El Señor Dios, que había velado esa noche para sacar a su pueblo de Egipto, mandó a los israelitas que, cada año, en la misma fecha en que los había liberado de la esclavitud, velasen también ellos sacrificando un cordero macho de un año, sin defecto, asándolo y comiéndolo de esta manera: «la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano» (Ex 12, 11).
Desde entonces, los israelitas reviven este acontecimiento de salvación, siguiendo las indicaciones del Señor: «Esa noche comeréis la carne (del cordero) asada a fuego, y comeréis panes sin fermentar y hierbas amargas. (…) Y os lo comeréis a toda prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor» (Ex 12, 8.11). La fiesta de la Pascua —su fiesta más importante— dura una semana, en la que comen pan ázimo, sin fermentar. Además, para recordar y agradecer a Dios la liberación de sus primogénitos de la muerte, el Señor les ordenó que le consagraran todos sus primogénitos, tanto de hombres como de animales. «Y cuando el día de mañana tu hijo te pregunte: “¿Qué significa esto?”, le responderás: “Con mano fuerte nos sacó el Señor de Egipto, de la casa de esclavitud. Como el faraón se había obstinado en no dejarnos salir, el Señor dio muerte a todos los primogénitos de la tierra de Egipto, desde el primogénito del hombre al del ganado. Por eso yo sacrifico al Señor todo primogénito macho del ganado. Pero a los primogénitos de los hombres los rescato”» (Ex 13, 14-16).
La Pascua judía fue una preparación para la Pascua cristiana o “Paso del Señor” definitivo, que tendría lugar doce siglos después, cuando Jesucristo, Dios hecho hombre, se ofreciese a sí mismo a Dios en Jerusalén como Cordero inmaculado para liberar a los hombres de la esclavitud del pecado, del demonio y de la muerte eterna, por la entrega amorosa de sí mismo en la Cruz. Los cristianos revivimos la Pascua de Cristo de una forma solemnísima en la fiesta del Domingo de Pascua y, cada semana, en el Domingo, el día del Señor, con el Santo Sacrificio de la Misa.
8. EL ÉXODO Y LA TRAVESÍA DEL DESIERTO DE SINAÍ
Se llama “Éxodo” a la salida de los israelitas de Egipto. Es también el título del libro que cuenta, con rasgos épicos, su caminar por el desierto. Primero se dirigieron hacia el norte y, después de atravesar el mar Rojo, bajaron al sur, siempre protegidos por Dios, que iba delante de ellos para señalarles el camino: por el día los guiaba una nube vertical y por la noche una columna de fuego. Cuenta el libro del Éxodo que, cuando informaron al faraón de que los israelitas se habían ido, se arrepintió de haberlos dejado marchar y ordenó a su ejército que los persiguiera y los obligara a regresar a Egipto para que le sirvieran como esclavos. En ese momento, los israelitas estaban acampados frente al mar Rojo, al norte de Egipto. Al ver los israelitas al ejército egipcio detrás de ellos, se llenaron de miedo y echaron en cara a Moisés que los hubiese sacado de Egipto para traerlos a morir al desierto. Moisés rogó a Dios que los salvase y Dios lo escuchó. La nube que los guiaba se colocó detrás del pueblo de Israel, impidiendo así que los egipcios pudiesen ver a los israelitas. Después, Dios hizo soplar un fuerte viento del este que dividió las aguas del mar y dejó un pasillo seco en medio por donde atravesó el pueblo judío el mar Rojo durante la noche. Los carros del Faraón se lanzaron en persecución de los israelitas entrando en el mar al amanecer, cuando ya todo el pueblo de Israel estaba al otro lado. Cuando las tropas egipcias estaban en medio del mar —cuenta el Éxodo— Moisés extendió su mano y las aguas volvieron a su lugar normal y sepultaron a los soldados del Faraón. Con este milagroso paso por entre las aguas del mar Rojo para liberar a los israelitas de la esclavitud, Dios preanunciaba el Bautismo que, con las aguas consagradas por la Palabra de Dios, nos libera de la esclavitud del pecado y nos hace hijos de Dios y herederos del cielo, la verdadera Tierra Prometida.
Tres días después de salir de Egipto empezó a faltar el agua. Al llegar a Mara vieron una fuente, pero era de aguas amargas y el pueblo comenzó a murmurar. Moisés rezó al Señor, echó un madero al agua y esta se volvió dulce. Reanudaron la marcha, llegaron al desierto de Sin y el pueblo de Israel volvió a quejarse de falta de comida y a añorar el pan y las ollas de carne que comían en Egipto. Entonces, por la tarde, el Señor les envió una bandada de codornices que cubrió el campamento para que comieran carne; y por la mañana, al evaporarse el rocío, apareció en el desierto como un polvo fino parecido a la escarcha, que los israelitas llamaron “maná”. Con este alimento Dios alimentó a su pueblo durante los cuarenta años que duró la travesía por el desierto. Dios mandó a Moisés que tomase una ración de maná y la guardase «para que las generaciones futuras vean el pan con que os alimenté en el desierto, cuando os saqué de la tierra de Egipto» (Ex 16, 32). Así nos preparó Dios para regalarnos el “verdadero pan del cielo”, la Eucaristía, donde el mismo Jesucristo se nos entrega a los cristianos como alimento para que ya en esta vida tengamos una prenda o señal de la vida eterna.
Los israelitas se dirigieron hacia el sur y llegaron a Refidín. Aquí volvió a faltar el agua y el pueblo murmuró contra Moisés diciendo que los había sacado de Egipto para hacerlos morir de sed en el desierto. Moisés elevó a Dios esta queja y el Señor le mandó que tomase el bastón con que tocó el Nilo y con algunos ancianos de Israel golpease la roca de Horeb. Moisés alzó el brazo, golpeó la roca dos veces y brotó tanta agua que pudieron beber todos los israelitas y sus ganados. Moisés llamó a aquel lugar Masa (prueba, tentación) y Meribá (litigio, disputa), porque los israelitas tentaron y disputaron con el Señor. También al propio Moisés le faltó confianza en Dios, a pesar de todos los prodigios que había visto, pues golpeó dos veces la roca. Por esa razón, «el Señor dijo a Moisés y Aarón: “Por no haberme creído, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los hijos de Israel, no haréis entrar a esta comunidad en la tierra que les he dado”» (Nm 20, 12).
En Refidín, el pueblo de Israel fue atacado por los amalecitas. Moisés ordenó a Josué que escogiese a unos cuantos israelitas y atacase a Amalec, mientras él, acompañado por Aarón y Jur, subía a una montaña cercana para orar. Cuando Moisés oraba al Señor con los brazos extendidos, vencían los israelitas; pero si los bajaba por la fatiga, vencía Amalec. Por eso, Aarón y Jur tomaron una piedra para que Moisés se sentase y ellos le sujetaban los brazos para que siempre los tuviese extendidos. Gracias a esta oración de Moisés, vencieron los israelitas. Moisés, con los brazos extendidos orando por su pueblo que lucha contra Amalec, nos recuerda a Jesucristo que, doce siglos después, con los brazos extendidos en la Cruz, consiguió la victoria sobre el poder del demonio.
Los israelitas dejaron Refidín y, a los tres meses de su salida de Egipto, llegaron al desierto del Sinaí.
9. LA ALIANZA DEL SINAÍ Y LOS “DIEZ MANDAMIENTOS”
En el desierto del Sinaí, acamparon al pie del Horeb, el monte en el que Moisés había visto la zarza que ardía sin consumirse y donde oyó por primera vez la voz de Dios. Este monte, que también se llama Sinaí, fue el lugar escogido por Dios para establecer un solemne pacto con el pueblo de Israel. El Señor ya se había servido de esta forma de acuerdo entre reyes o jefes de tribus llamada “Alianza”, en sus relaciones con Abrahán y los demás patriarcas. Ahora volvió a llamar a Moisés a esa montaña y le encargó que transmitiera a los israelitas este mensaje: «Vosotros habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí. Ahora, pues, si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra» (Ex 19, 4-6). También le dijo a Moisés: «Voy a acercarme a ti en una nube espesa, para que el pueblo pueda escuchar cuando yo hable contigo, y te crean siempre» (Ex 19, 9). Por encargo de Dios, Moisés mandó al pueblo de Israel que lavase sus vestidos y se preparasen durante dos días, pues al tercer día escucharían a Dios hablando con Moisés desde la nube; asimismo, Moisés trazó un límite en la base del Sinaí que nadie debería cruzar, pues solo él subiría al monte para hablar con Dios. Al tercer día, Moisés sacó a los israelitas del campamento y los situó de pie alrededor del Sinaí. Al pueblo de Israel reunido en asamblea orante para recibir de Dios el regalo de los Diez Mandamientos y acoger la Alianza que le ofrecía el Señor se le denomina “iglesia” (del griego ecclesia, que traduce el término hebreo qahal). De ahí tomará el nombre la Iglesia de Jesucristo, como nuevo Israel, que se reúne ante el altar de Dios para recibir la salvación que Jesús nos alcanzó mediante la Nueva Alianza, la que ratificó con su sangre cuando fue sacrificado en el altar de la Cruz.
«Al tercer día, al amanecer, hubo truenos y relámpagos y una densa nube sobre la montaña; se oía un fuerte sonido de trompeta y toda la gente que estaba en el campamento se echó a temblar. Moisés sacó al pueblo del campamento, al encuentro de Dios, y se detuvieron al pie de la montaña. La montaña del Sinaí humeaba, porque el Señor había descendido sobre ella en medio de fuego. Su humo se elevaba como el de un horno y toda la montaña temblaba con violencia. El sonar de la trompeta se hacía cada vez más fuerte; Moisés hablaba y Dios le respondía con el trueno. El Señor descendió al monte Sinaí, a la cumbre del monte. El Señor llamó a Moisés a la cima de la montaña y Moisés subió» (Ex 19, 16-21). Primero subió Moisés solo, después bajó y subió, por mandato de Dios, con Aarón. «Entonces el Señor pronunció estas palabras:
“Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud.
No tendrás otros dioses frente a mí. No te fabricarás ídolos, ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, abajo en la tierra, o en el agua debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos, ni les darás culto; porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso, que castigo el pecado de los padres en los hijos, hasta la tercera y la cuarta generación de los que me odian. Pero tengo misericordia por mil generaciones de los que me aman y guardan mis preceptos.
No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso. Porque no dejará el Señor impune a quien pronuncie su nombre en falso.
Recuerda el día del sábado para santificarlo. Durante seis días trabajarás y harás todas tus tareas, pero el día séptimo es día de descanso, consagrado al Señor, tu Dios. No harás trabajo alguno, ni tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu esclavo, ni tu esclava, ni tu ganado, ni el emigrante que reside en tus ciudades. Porque en seis días hizo el Señor el cielo, la tierra, el mar y lo que hay en ellos; y el séptimo día descansó. Por eso bendijo el Señor el sábado y lo santificó.
Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días en la tierra, que el Señor, tu Dios, te va a dar.
No matarás.
No cometerás adulterio.
No robarás.
No darás falso testimonio contra tu prójimo.
No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo”» (Ex 20, 2-17).
El pueblo estaba aterrorizado antes los truenos, relámpagos y fuego que salía del monte, de manera que suplicó a Moisés que fuese él, y no Dios, quien les hablase, pues temían morir. Y así lo hizo Moisés, que volvió a subir el monte para recibir de Dios el llamado “Código de la Alianza”, unas leyes para Israel que regulaban las relaciones con Dios —normas para celebrar el culto a Dios: cómo construir el altar, consagrar a los sacerdotes, etc.– y también la vida social —las fiestas, los delitos que deberían ser castigados con la muerte, normas sobre los esclavos, las lesiones corporales, etc.—. Después bajó de nuevo Moisés del monte y contó al pueblo lo que le había dicho el Señor y todos sus decretos. Y el pueblo respondió con una sola voz: «Cumpliremos todas las palabras que ha dicho el Señor» (Ex 24, 3). Moisés escribió todas estas leyes que había escuchado de Dios, mandó edificar un altar y jóvenes del pueblo ofrecieron sacrificios a Dios; a continuación, leyó el documento de la Alianza ante todo el pueblo, que respondió: «Haremos todo lo que ha dicho el Señor y le obedeceremos» (Ex 24, 7). Entonces Moisés tomó la sangre del sacrificio de los terneros y roció con ella al pueblo, como era costumbre cuando se firmaba una Alianza con otro pueblo, diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha concertado con vosotros, de acuerdo con todas estas palabras» (Ex 24, 8).
Para ratificar solemnemente esta Alianza por la que Israel se comprometía a guardar todos esos mandatos, y Dios, por su parte, a proteger a su pueblo, subieron Moisés, Aarón, Nadab, Abiú y setenta ancianos de Israel al Monte Sinaí y «vieron al Dios de Israel: bajo sus pies había como un pavimento de zafiro, brillante como el mismo cielo. Él no extendió la mano contra los notables de los hijos de Israel, que vieron a Dios y después comieron y bebieron» (Ex 24, 10-11). Los israelitas jamás olvidarían el lugar y el día en que firmaron la Alianza que Dios les ofreció. De hecho, en adelante, celebrarían este importante acontecimiento de su historia con una fiesta llamada “De los 50 días” (en griego, Pentecostés) o “De las semanas” (shavuot, en hebreo), pues la aparición de Dios en el monte Sinaí y la entrega de la Ley (Torá, en hebreo) con los Diez Mandamientos y demás Normas del Código de la Alianza tuvieron lugar a los cincuenta días de la Pascua. En los días de esta fiesta, antes de la Alianza del Sinaí, tenía lugar en los pueblos de alrededor la recolección de los primeros frutos de la tierra, cuyas primicias ofrecían a sus dioses. En esas mismas fechas, doce siglos más tarde, descenderá el Espíritu Santo sobre los discípulos de Jesucristo en Jerusalén, donde Jesús había celebrado su última Cena de Pascua cincuenta días antes. Y el Espíritu Santo, que descendió con estruendo y llamaradas de fuego como en el Sinaí, transformará profundamente a los discípulos de Jesús, iluminando sus mentes, fortaleciendo sus voluntades y encendiendo sus corazones. Así comenzó su andadura la “Iglesia” de Jesucristo, el cual había ratificado en la Pascua anterior la “Nueva Alianza” con su Sangre, derramada en la Cruz cuando entregó por amor su vida para salvarnos.
Los judíos siempre han visto los Mandamientos de Dios como el regalo de la Alianza. Para ellos, esos mandatos divinos son luz que ilumina el camino de la vida, una ayuda imprescindible para acertar al tomar decisiones. Esto se ve en toda la Biblia, pero especialmente en el libro de oraciones que tanto ellos como los cristianos usamos para orar, el libro de los Salmos. Dice así, por ejemplo, el salmo 119: «¡Cuánto amo tu ley!: todo el día la estoy meditando; tu mandato me hace más sabio que mis enemigos, siempre me acompaña; soy más docto que todos mis maestros, porque medito tus preceptos. Soy más sagaz que los ancianos, porque cumplo tus mandatos; aparto mi pie de toda senda mala, para guardar tu palabra; no me aparto de tus mandamientos, porque tú me has instruido. ¡Qué dulce al paladar tu promesa: más que miel en la boca! Considero tus mandatos, y odio el camino de la mentira. Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero; lo juro y lo cumpliré: guardaré tus justos mandamientos» (Sal 119, 97-107).