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Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 2

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CAPÍTULO II

Esta villa era como todas o la mayor parte de las villas de España: un mal remedo de ciudad, sin dejar de ser aldea; o mejor, todo lo malo de la aldea y de la ciudad, sin tener nada de lo bueno de ellas. No tenía de la aldea la holgura, ni la independencia, ni el horizonte, ni el aire puro, ni el sol esplendoroso, ni los aromas, ni el plácido aislamiento; pero sí sus miserias, sus vecindades, su escasez de recursos, su soledad, su desamparo, su pequeñez. No tenía de la ciudad los monumentos, los espectáculos, la policía, la provisión de todo, la cultura, las comodidades; pero sí sus etiquetas, sus necesidades, sus estrecheces, su esclavitud, sus pestilencias. Regía allí la ley de razas, si no por colores, por posiciones o categorías, y se guardaban las distancias hasta en la casa de Dios, único punto de la tierra en que es un hecho la decantada igualdad social, menos cuando se trata de esos ridículos términos medios entre la confusión de las grandes poblaciones y la tranquila sencillez de la vida campestre.

Remedo de aquella presuntuosa sociedad era el pueblo mismo. Lleno de tiendas de gran fachada, no se vendía en ellas lo más indispensable para la vida que allí hacía la gente encopetada; gruñían y se revolcaban los cerdos en las calles mal empedradas; pastaban las aves de corral en las grietas de las aceras y en los rincones de la plaza, y en el campo inmediato, mitad jardín y huerta, mitad de labranza, ni esponjaban las flores, ni maduraba la fruta, ni el trigo espigaba, ni el heno crecía.

Por todo este conjunto desentonado y angustioso, habían trocado Simón y Juana su pintada casita de aldea, sus hermosos horizontes y sus floridos linderos, cuatro años antes del momento en que el lector y yo entramos en la villa de que se trata.

Corría el mes de mayo a la sazón, y el follaje, los pájaros, las flores y el céfiro que los columpiaba, llenaban toda la campiña. De todos estos primores de la naturaleza, sólo alcanzaba a la villa tal cual penacho de mortecinas flores, que algunos frutales raquíticos dejaban ver sobre los mohosos lomos de esta y de la otra tapia, aun en las calles más céntricas, como anuncio burlesco de una fruta que no había de llegar a la madurez.

Tenía aquel pueblo también, como todos los pueblos, como todos los hombres, su especialidad, su fatalidad invencible, su anankée insuperable, como diría Víctor Hugo. Este anankée era un regato, el cual regato nacía en un cerro vecino; y dejando morirse de sed durante el verano a la pobre campiña que atravesaba, tenía la desvergüenza de inundar varias veces cada invierno, y merced a las aguas que le prestaban las lluvias y las destilaciones del cerro, la parte más baja de la villa a cuya proximidad pasaba.– Aquel regato, los desmanes de aquel regato, el partido que podía sacarse de aquel regato encauzado convenientemente, eran la pesadilla y el tema sempiterno de todos los municipios de la villa y de sus más reposadas deliberaciones.

La cuestión del regato reaparecía nueva y palpitante de interés entre el vecindario a cada Congreso que se constituía en Madrid, a cada municipio que se elegía en la villa, a cada gobernador que se cambiaba en la capital de la provincia. Y dicho queda con esto que la tal cuestión apenas se olvidaba un punto.

¡Y era de oír cómo se hablaba entre aquellas gentes de canalizar, de fecundizar, de obras de fábrica, del curso del río, de empalizadas, murallones y otras magnitudes por el estilo, ni más ni menos que si trataran de dar nuevo cauce al Amazonas, o de poner un dique a los furores del Atlántico, cuando, en rigor, todo estaba reducido a retorcer el cauce del regato, junto a la villa, en un trayecto de cuarenta varas, de dos de anchura por otras tantas de profundidad!

Esta era la necesidad más apremiante; y era otra, bastante urgente, la de abrir algunos canales de riego, por los cuales se distribuyera convenientemente el caudal del arroyo en invierno, a fin de que empapase toda la campiña por igual, de modo que en verano conservara alguna frescura, ya que en tan calorosa estación todo canal era inútil, puesto que se secaba el regato hasta su origen, y no corrían por su cauce otras cosas que las nubes de polvo que levantaba el viento, las lagartijas y las cucarachas.

Cabalmente el día en que nosotros entramos en la villa con esta narración, había en las Casas Consistoriales reunión de contribuyentes para tratar de este perdurable asunto, con motivo de haber ido a las Cortes un diputado natural de un pueblo inmediato, al cual representante iba a encomendarse la tarea, no floja, de conseguir del Gobierno la protección tantas veces intentada en vano por el vecindario de la villa.

Estaba el salón de bote en bote, como decirse suele; pero figurando en los bancos de preferencia, inmediatos a la comisión, el se ñorío, o sea la gente de levita, aunque allí la gastaban casi todos.

Abierta la sesión, y después de leída la exposición de razones que se elevaba a la consideración del Gobierno, dijo el presidente:

– Creo, señores, que en esto todos estaremos conformes. Que las crecidas del río perjudican a la población, y que el canalizarle aprovecharía a la campiña no puede negarlo nadie.

– Conformes— dijeron todos.

– Medios que se proponen para llevar a cabo esta empresa— continuó el presidente— : Que pague el Gobierno la mitad de los gastos calculados, y la otra mitad el pueblo.

– Conformes— contestó la concurrencia.

– Recursos con que cuenta el pueblo para pagar su parte, y cuya aprobación solicita— añadió el presidente hojeando la instancia en borrador, que estaba sobre la mesa— . Primero: la demolición de la capilla de San Roque que se halla a la vera del río… Señores— dijo volviéndose al auditorio, en ademán resuelto— : La comisión ha tenido presente, al hacer esta proposición, la proximidad de la capilla al sitio en que ha de abrirse el nuevo cauce; los sillares y la madera que puede darnos para la obra de fábrica que está indicada allí mismo, y el dinero que han de valernos los ornamentos y las esculturas, sacados oportunamente a remate. Se me dirá por algunos que en esa capilla se dice la primera misa en los días festivos, por lo cual es, hasta cierto punto, una necesidad para el vecindario la conservación de ese pequeño templo; pero, señores, lo cierto es también que esa necesidad es puramente moral, al paso que la otra se toca y se palpa, y afecta a la hacienda y hasta a la vida de muchos de nosotros; de nosotros, señores, que somos muy liberales.... Digo, por tales os tengo… (Voces estrepitosas: ¡Sí, sí!) Pues bueno: si, como liberales que somos, no nos pagamos de ciertas preocupaciones añejas… (Voces: ¡No, no!), ¿a qué desechar ese recurso, cuando con él podemos remediar en gran parte la calamidad que nos aflige cuatro, cinco y seis veces cada invierno, y, en sentido inverso, todo el verano? (Muchas voces: ¡Abajo la capilla de San Roque! ¡Abajo los curas!) ¡No tanto, señores, no tanto!; con la capilla hay bastante por ahora. (Bravos frenéticos en la sala.) Ábrese discusión sobre este asunto.

Momentos de silencio, durante los cuales pudo creerse que todos estaban conformes con la opinión del presidente, o que nadie se atrevía a manifestar otra distinta.

Creyendo lo primero, iba a dar la comisión por aprobada la base, cuando se levantó un pobre cura, viejo ya, y achacoso como viejo, que había obtenido voz, pero no voto, en el salón, por una especial merced de los congregados, a protestar contra las palabras del presidente. Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar. Esto lo demostró como dos y dos son cuatro. Segundo: que aun en el caso de ser ciertos los risueños cálculos del presidente, la fe de un pueblo católico, las santas tradiciones, las exigencias del culto divino, el respeto al derecho de los demás y a la ley común, exigían que no se procediese tan de ligero en un asunto tan grave, siquiera porque no se dijese por algún malicioso que se obedecía a un resabio de partido más bien que al rigor de una apremiante necesidad.

Todo lo cual valió al pobre sacerdote una tempestad de murmullos, entre los cuales tuvo que sentarse, abandonando en seguida el salón, por no autorizar con su presencia la discusión de un punto para él indiscutible.

Por segunda vez iba a darse por terminado el asunto, cuando pidió la palabra un hombre joven, rechoncho, de escasa frente, pero de mucha cara, abultado de pecho, ancho de espaldas, muy atusado de pelo y crespo de bigote, grueso de manos y amanerado en el vestir. Aquel hombre era Simón Cerojo, que tenía ya toda la gordura y todo el lustre, y aun todo el traje, propios de un tratante en caldos que va en próspera fortuna, pero que no ha llegado todavía a la mitad de su carrera.

– Señores— dijo Simón, después de carraspear mucho y de atusarse el pelo no poco— : Yo, el más incompetente y el más… y el más ineto (Risas hacia los bancos de la comisión), y el más ineto, digo, de los presentes que aquí estamos, me levanto a terciar en este debate, ya que nadie ha querido hacerlo después que usó de la palabra el dino señor cura. (Risas y jujeos a su lado.) Sí, señores, dinísimo… (Risas generales.) ¡Dinísimo digo, y circunspecto añado. (Carcajadas.) Pero voy al caso. Dice el señor presidente que el interés moral no es quién contra el interés material y del momento. No diré que no tenga razón el señor presidente; pero tampoco diré que la tenga. (Más jujeos.) Me explicaré, señores; que, por lo visto, aquí todos son eruditos y saben latinidades. (Risas de levita y aplausos de chaquetón) Que es respetable la necesidad de echar el río por otra parte, y respetable la cantidad que valga la ermita después de de rribada, y respetables los materiales que proporcione para la obra: concedido. Pero se dice: «No es respetable el interés moral.» Yo no diré que lo sea; ¡pero las aparencias tan siquiera, señores; las aparencias! (Risotadas acá y allá.)

Reirvos lo que queráis, si eso vos engorda, que yo por ello no he de ser ni menos contingente… (Asombro), ni menos liberal. (Sensación.) Decía, señores, que debemos salvar las aparencias, ya que no pueda salvarse la ermita de San Roque. Yo soy cristiano, tan cristiano como el que más… Rumores. Sí, señores, tan cristiano como el que más; pero más liberal que el primero que se presente. (Estrepitosos aplausos.) Y claro está que mi concencia no se asusta porque haiga una iglesia más o menos…; ¡porque yo no soy de esos fariseos que especulan con la religión!… Frenéticos aplausos, ¡ni tampoco de esos otros que no quieren nada con ella! (Rumores.) Me gusta vivir bien y ser tolerante con todos. Por eso soy buen cristiano… (Murmullos), ¡buen católico!… (Risas) ¡y buen liberal! (Aplausos. El orador se limpia la cara con el pañuelo, y pide un vaso de agua con anisete, que no le sirven.) Repito que si el derribo de la capilla es tan necesario como se dice, que se lleve a efecto; pero que no se desoigan las palabras del señor cura, que, al cabo, todavía hay muchas almas que le escuchan. ¿Cómo yo había de oponerme a ningún proyecto de interés general? Que caiga la ermita, si está de Dios que ha de caer; pero que caiga con el respeto debido a los que se oponen a ello. Esto es lo que quería yo decir…, porque yo soy muy contingente, muy tolerante y muy liberal. He dicho. (Aplausos, risotadas y murmullos. El orador recibe las felicitaciones de algunos colegas; vuelve a limpiarse el sudor con el pañuelo, y escupe pegajoso varias veces en medio de la sala.)

No habiendo quien quisiera ilustrar más el asunto, púsose a votación, y fué aceptado casi por unanimidad lo propuesto por la comisión.

Y continuó el presidente:

– Segundo medio de arbitrar recursos: «Se autoriza al municipio para imponer a los artículos de beber y arder un recargo de seis por ciento.»

– Eso no, ¡voto al demonio!– dijo Simón Cerojo, poniéndose de sobre el banco y echando espumarajos de ira por la boca, contra su mesura, su tolerancia y su contingencia acostumbradas.

– ¡Lo mismo digo!– gritaron otras muchas voces alrededor de Simón— . ¡Fuera ese artículo! ¡Abajo la comisión!

– ¡Orden!– gritaba el presidente dando bastonazos sobre la mesa.

– ¡Afuera la canalla!– vociferaban los señores protarios, encarándose con la masa tabernera.

– ¡Abajo los tiranos!– gritaban algunos caldistas desde lo último de la sala— . ¡Viva el pueblo que trabaja!

– ¡Viva el duque de la Victoria!– gritó un zapatero.

– ¡Orrrden!

– ¡Abajo los de arriba!

– ¡A la calle los de abajo!

– ¡Orrrrrdeeennn!

Y nadie se entiende allí, porque todos gritan y se revuelven y manotean, armándose un tumulto tan espantoso, que me río yo de los que se promueven cada día en el «templo de nuestra Representación nacional».

Al cabo de media hora, y sin duda por cansancio, se calma la tempestad.

– Es digno de observación, señores— dijo entonces el presidente— , lo que acaba de pasar aquí. Un hombre que, según él mismo nos ha dicho, es todo tolerancia, todo moderación y todo contingencia (Risas), es cabalmente quien ha amotinado el salón en cuanto ha visto que se tocaba al pelo, no más, de sus intereses particularísimos. (Simón Cerojo pide la palabra para una alusión personal.) ¡Así es, señores, el patriotismo de algunos hombres! Y no digo más.

– Señores diput…, digo circunstantes: cumple a mi hombría de bien, a mi lealtad y a mi… contingencia (Risas) dejar bien claro este punto. Yo no me he rebelado con tra la base que se ha leído sólo por lo que toca a mis intereses, sino por lo que no toca a los de los demás. (Murmullos.) Me explicaré. Se trata de hacer una obra que beneficie los terrenos que hoy cruza el río, y se propone que la paguemos, en su mayor parte, los que tratamos en artículos de beber y arder…, precisamente los que no tenemos media libra de tierra en la campiña. Contra esto me rebelo, porque no es justo. Pero tampoco es nuevo en este pueblo ese modo de proceder, y por lo mismo que no es nuevo, y ya estoy cansado de arrimar el hombro para que otros suban a lo alto, es por lo que me rebelo con más empeño. (Aplausos hacia abajo. Murmullos hacia arriba.) Yo soy muy liberal, pero no consiento que nadie me pise y me atropelle; y también muy tolerante, pero no a costa de mis intereses, que son el pan, y el sustento, y la… contingencia intelectual… (Jujeos) de mi familia. Yo pagaré la parte que me corresponda para echar el río por otro lado, de modo que no toque a la villa, que al cabo, y bien sabe Dios por qué, en ella vivo; pero el que quiera buenas tierras y bien regadas, que lo sude de su bolsillo. (Aplausos entre los caldistas.)

– El señor Cerojo— dijo con retintín un personaje muy soplado de la sección de protarios— , y los demás taberneros que le rodean, no son muy partidarios de que se aleje el río, o mejor dicho, el agua que lleva, de sus establecimientos. No me extraña.

– Oiga usté, sió pendón— respondió un caldista, asaz mugriento y desengañado— , ¿nsa usté que, aunque pobres, vivimos aquí de estafar a inocentes, como hace algún señorón que yo me sé?

– ¡Al orden, señores!– gritó el presidente deseando torcer el sesgo peligroso que tomaba el debate.

– Yo no sé cómo nsan en esto mis cólegas– objetó Simón, afectando desdén hacia las palabras del protario— ; pero sé cómo nso yo, y por eso he dicho lo que dije; y ahora añado que siempre somos la carne de pescuezo en este pueblo, los pobres artistas; que lo bueno, lo cómodo y lo de lustre, allá se lo reparten los manates. Entonces no se cuenta con nosotros ni para un triste saludo de cortesía, porque lo tienen a menos; pero cuando se trata de sacar dinero… (Protestas de arriba), se nos busca y se nos mima. (Aplausos abajo.) Y esto es insufrible, inominioso para nosotros; y yo reniego ya hasta del día en que puse los s en la geografía de este pueblo.

– ¡Señor Cerojo, señor Cerojo!– gritó el presidente sin poderse contener por más tiempo— , esas palabras son indignas de este sitio y de esta concurrencia, y yo espero que usted las retirará espontáneamente.

– Yo no tengo nada que retirar más que a mi persona, que voy a retirarla de aquí ahora mismo.

– No será sin que antes le demuestre yo, con una prueba sencillísima, todo lo importuno que ha sido su enojo, todo lo inconveniente que ha sido su conducta, ya que no se lo ha dado a entender la muy diferente y digna que han observado otros señores comerciantes que se hallan aquí presentes.

– Es que a esos señores no se les ha pedido nada.

– Eso es lo que usted no sabe.... ¡Señores, para que se comprenda toda la intemperancia del señor Cerojo y sus amigos, baste saber que de la base que tanto le ha sulfurado, no se ha leído más que la mitad! (Atención general.) La otra mitad dice así: «… y otro recargo de tres por ciento sobre la clavazón y quincalla (Protestas de los quincalleros), paños del reino.... (Enérgicos rumores entre los pañeros), y otros artículos de vestir y calzar.» (Alaridos en varias partes del salón.)

– ¡Ahora no soy yo el intemperante, señor presidente!– vociferó Simón, dominando con dificultad el tumulto que empezaba a reinar en la sala.

– ¡Orrrdeeen, señores!– gritó el presidente.

– ¡Justicia era mejor!– le contestaron muchas voces.

– ¡Catalana hay que hacerla en este pueblo!– añadieron otras.

– ¡Orrrrdeeeen!

– ¡Afuera esa gentuza!– gritaron otra vez los protarios.

– ¡Abajo la comisión!

– ¡Y los que quieran engordar a la sombra de ella!

– ¡Vivan los pobres honrados!

– ¡Viva el duque de la Victoria!– volvió a gritar el zapatero.

– ¡Orrrdeeen!

– ¡Canalla!

– ¡Ladrones!

Y se repite el tumulto, y la cosa se pone seria, y los prudentes desaparecen, y el presidente, enronquecido ya, sube sobre la mesa y logra hacerse oír breves momentos.

– Señores— dice— : Por la centésima vez en mi vida presencio este espectáculo, hijo de la misma causa que hoy le ha promovido. Esto me demuestra que los habitantes de este pueblo estamos condenados a sufrir cobardemente, y por los siglos de los siglos, los desafueros de ese mal regato. La comisión, al comprenderlo así también, hace respetuosa renuncia de su cargo y levanta la sesión.

Silbidos, denuestos, un estrépito espantoso y alguna que otra bofetada, fueron el resultado inmediato de esta arenga, y el término de aquella reunión.

CAPÍTULO III

Mientras tales cosas pasaban en las Casas Consistoriales, ocurrían otras de bien distinta naturaleza junto al mismo regato de que se ha tratado, a la escasa sombra que proyectaba el aún no bien formado follaje de dos cortas hileras de chopos, a las cuales se llamaba en la villa la Alameda grande.

Como el día era de trabajo y la hora la menos a propósito para el descanso, eran dueñas absolutas de todo el paseo, para correr por él sin estorbos ni trozos, hasta media docena de niñas, de nueve años la más esponjada; todas risueñas, todas ágiles, todas hechiceras, como son todas las niñas a esa edad, cuando no están cohibidas por la opresión del vestido de gala o de las botitas recién estrenadas.

Tras aquellas niñas tan alegres, que corrían y gritaban sin cesar un punto, no corría, sino andaba a lentos pasos, mustia y como recelosa, otra niña no menos agraciada y no más entrada en años que ellas. Había, sin embargo, notables diferencias entre una y otras. De éstas, las que no eran rubias eran muy blancas; aquélla era morena. Las que corrían eran ágiles como cabritillas, y al correr parecía que no tocaban el suelo con sus diminutos s; la que las seguía con la vista, era de formas más abultadas y de movimientos menos suaves y graciosos; y aunque vestía lo mismo que ellas en forma y calidad, en la combinación de los colores y en el aire de su vestido había algo que no era del mejor gusto. Indudablemente aquella niña no pertenecía, como las otras, al buen tono de la villa, y por eso no tomaba parte en sus juegos más que con la intención.

He observado muchas veces que las niñas de corta edad son muy exigentes en la elección de amigas, por lo cual difícilmente se familiarizan con las que no sean de su categoría social, o de otra más alta si es posible. Los niños son todo lo contrario: parece que tienen a gala asociarse, para sus juegos y empresas, a todo lo más perdido y desarrapado que encuentran en la calle.

La niña rezagada de nuestra historia seguía siempre, y aunque de lejos, las evoluciones de las que corrían, y frecuentemente, al encontrarse con alguna de ellas, corría también, como si se forjara la ilusión de que la perseguían al escondite o la disputaban el sitio a las cuatro esquinas.

Y como estas libertades se las había permitido varias veces, en una de ellas la niña con quien tropezó se detuvo jadeante; y echándose atrás los rizos con ambas manos, exclamó en el tono más desdeñoso que pudo:

– ¡Qué plaga de moco, hija!… ¡Cómo se agarra!

– Eso es de familia— dijo otra, que se paró a su lado.

– Pues vamos a decirla una fresca— añadió otra— , a ver si se va.

– ¡Si yo creo que hasta debe de tener miseria, mujer!– apuntó una delgadita como un mimbre, que oscilaba mucho al andar y se chupaba un dedo en cuanto se paraba— . ¡Cómo se arrasca!

– Oye, tú— dijo al oído de la anterior, abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas, una pequeñuela, muy nerviosa y asombradiza— . ¡Si traerá la navaja!

– ¿Qué navaja?– preguntó la delgadita, no muy segura de su valor.

– Una muy grandona que tenía en la mano el otro día, a la puerta de su casa.

– ¿Y qué nos haría con ella, tú?…

– ¡Madre de Dios!… Como estamos aquí solas y en medio de este bosque…

– ¿Quieres que nos vayamos a casa?…

– ¡Para ella estaba!– dijo con desenvoltura una mayorzuela que había oído estas observaciones— . ¡Miedosas, más que miedosas!…

– ¡Pues juega tú con ella si no!

– ¡Como no juegue yo con ese pendón!… Primero iba y se lo decía a mi papá.

– ¿Vamos a buscar el perro que tenemos nosotros en la huerta, y a hinchársele aquí mismo?– propuso la miedosa.

– ¿Y si se la come toda?

– Que se la coma. Mi papá es alcalde…

– Sí; pero eso lo castiga Dios…, y puede que nos caiga algo malo.

– Pues ¿qué hacemos si no?

– Vámonos a aquel rincón, a ver si se queda aquí sola y después se marcha.

Y esto dicho, las vanidosillas fueron desfilando lentamente y mirando hacia atrás con el rabillo del ojo; llegaron a un ángulo de la alameda, y allí se acurrucaron en el suelo, formando estrecho y apretado círculo.

A todo esto, la pobre desdeñada niña, que había estado observando a las otras durante su breve diálogo, mirando de reojo y mordiéndose las uñas, cuando las vió sentadas se dirigió hacia ellas paso a paso, con la cabeza gacha; y al estar a media vara de las desdeñosas, se dejó caer al suelo lentamente y se puso a deshojar las florecillas del césped, sin arrancarlas, flechando ojeadas de través de vez en cuando al grupo, y sorbiendo muy recio el aire con las narices.

– ¡Hija, qué peste de chica!– exclamó impaciente la mayorzuela al verla a su lado otra vez— . ¡Ni aunque fuera de engrudo!

– ¡Así ella se pega!– observó la más cachazuda.

– ¡Si el otro día la vi yo limpiarse las narices con la enagua!– dijo muy admirada la delgadita, sonándose las suyas con los dedos.

– ¿Vamos a arañarla?– propuso la nerviosa, crispando los suyos.

– Eso no es de tono, hija— respondió la mayor— . Mejor es otra cosa, ahora que me acuerdo.

– ¿Qué cosa es?

– Darla mate, para que rabie de envidia.

– Pues emza tú.

– Verás qué pronto. Amigas de Dios— continuó muy recio, de modo que lo oyera la intrusa— : mi papá vino de las Indias el año pasado…, y trajo cinco fragatas cargadas de onzas…, y un negrito para que le sirviera el chocolate…; y es tan rico, que se cartea con el rey de las Indias…; y a mí me da dos reales cada vez que es su santo…, y yo los echo en lo que me da la gana…; y tengo tres muñecas de resorte, y un muestrario de botones que le regaló a mamá para mí una modista que quitó la tienda…; y tengo dos marmotas de lana para ir al colegio en el invierno…, porque yo voy al colegio, y no a la escuela de zurri-burri, como algunas infelices… que yo conozco…, y puede que no estén muy lejos de aquí. Yo voy a cumplir siete años; y cuando los cumpla, me dará mamá una pechera de imitación, que ella ya no pone, para hacer unos encajes a la muñeca grande; y un señor que viene a casa, me da dos cuartos todos los domingos; y si yo quisiera, me regalaría una almohadilla de coser, con su llave de oro y su dedal de plata…, y… y… (Ahora tú)– dijo a la nerviosa, que la seguía por la derecha; la cual, después de estremecerse y de mirar con ojos espantados a la solitaria niña, continuó:

– Pues mi papá es alcalde de toda la villa, y tiene tres casas como tres palacios, y un primo en la corte del rey; y mi mamá tiene una doncella que es hija de condes, y siete vestidos para cada hora que da el reló, y una cadena así, así, así de larga, que le costó un millón a papá cuando estuvo en París de Francia. Y cuando yo sea grande, me comprarán tres vestidos cada mes, y un reló con diamantes y botas a la emperatriz. Yo voy también al colegio con ésta; y en mi casa se come principio todos los días, y los domingos se toma café; y mi papá tiene un perro en la huerta que muerde a las tarascas pegotonas.

– Yo soy hija de juez— dijo la que seguía a la nerviosilla— ; y siendo hija de juez, a mi papá le sirven cuatro alguaciles, de levita, y le llaman usía; y además le pagan una onza cada día todos los españoles; y cuando va a Madrid, vive en los palacios del rey; y la otra noche me dijo en la mesa que si le tocaba la lotería me iba a comprar una caja de música. Y mi mamá compra los garbanzos por mayor: ayer compró tres libras; y por Navidad nos regalan pavos los señores que van a casa porque tienen pleitos; y yo tengo muchos vestidos, más de tres, y dos pares de botas, con las que tengo puestas y otro par que me harán para San Pedro, si le cae a papá la lotería; y mi papá es tan poderoso, que manda a la cárcel a todo el que quiere, u le manda ahorcar, como ya lo ha hecho otras veces; y si yo le dijera que metiera en la cárcel a una pegotona que yo sé, en seguida la metía.

– Pues en mi casa— continuó la delgadita, dejando de chuparse el dedo— todo es un puro merengue. Mi mamá no come más que pastelillos; mi papá, bizcochos; y yo, jalea; y mi hermana Carmen, suspiros. No queremos puchero, porque no es de tono; y por eso a las muchachas les damos hojaldre. Y mi papá recibe todos los años, de renta, más de doce sacos de harina, quince arrobas de manteca y dos cajas de azúcar de la Habana.... Porque mi papá es indiano, y trae todas las noches mucho dinero a casa, cuando viene de la tertulia, adonde va también el juez, el papá de ésta; y si no comieran tanta inmundicia algunas niñas zanguangas que yo sé, no estarían tan pringosas y tendrían mejor educación.

– Toda mi casta— dijo la más seria y conceptuosa— viene de reyes; y en mi casa las camas son de oro y las ropas de seda de la India; y si mi papá gana el pleito que le defiende el papá de ésta, ensanchará la huerta en más de otro tanto…; y como soy tan fina por principios, cuando me apesta una niña ordinaria, se lo digo, y al sol.

– Pu… pu… pues yo— concluyó la sexta, que era bastante tartamuda— ta… ta… ta… tamién....

Oír esto y soltar la carcajada la niña, hasta entonces taciturna y desdeñada, fué una misma cosa.

– ¡Y se chancea!– exclamaron admiradas las otras.

– ¡Ta… ta… ta!– repetía entre carcajada y carcajada la burlona.

– ¡El demonio de la…!

– ¡El diantre de…!

– ¡Miren si…! ¡Atreverse a burlarse de una niña fina!

– Y sí; y me río. ¿Y qué? «Ta… ta… ta....»

– Ahora mismo voy a decírselo a mi papá— exclamó la que nos dijo ser hija del juez.

– Y dile de paso que pague los doscien tos reales que debe a mi padre— replicó con desgarro la amenazada.

– ¡Ay, qué atrevida!

– Déjate, que yo traeré el perro— dijo la nerviosa.

– ¡Fachenda traerás tú! Y no tendrás tanta cuando le ajusten las cuentas a tu padre en el Ayuntamiento.

– ¡Ay, qué bribona!

– ¡Chismosas!

– ¡Pegotona, aceitera!

– ¡Hambronas! ¡Tramposas, más que tramposas!

– ¡Aldeana! ¡Tarasca!

– ¡Golosas! ¡Relambidas!

– Ta… ta… ta… tab… tabernera!– logró decir la tartamuda, después de un esfuerzo desesperado.

– ¡Tar… tar… tartajosa!– la contestó, remedándola, la otra.

En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar:

– ¡Aquí, chucho, aquí!… ¡Éntrala, éntrala!…

– ¡A ella, chucho, a ella, que aquí está!– gritaron a coro sus amigas.

La amenazada chica comenzó a mirar, asustada, en todas direcciones, y aunque no se veía el perro, como los ladridos se oían cada vez más cerca, dió a correr desespera damente, buscando la entrada de la villa por un atajo.

– ¡A ella, chucho!– seguían gritando las otras— . ¡Cómela, cómela!

Y viendo que el perro no aparecía, siguieron a la fugitiva arrojándole dras, con una de las cuales la descalabraron al fin.

– ¡Que me matan!– gritó la pobre chica llevándose las manos a la cabeza.

Pero cuando, al retirarlas, las vió manchadas de sangre, su espanto no tuvo límites, y sus alaridos pudieron oírse desde media legua.

Entonces retrocedieron aterradas las perseguidoras, cuya intención no alcanzaba más que a meter miedo a la fugitiva; pero al volver a la alameda, se hallaron con el perro que, por desgracia, no era el del alcalde. Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
170 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain