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Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 4

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Por lo demás, continúa siendo el hombre dado a las grandes frases y al aplomo en el decir, y no ha enriquecido su erudición ni reformado su ortografía; pero aquélla no la necesita en la vida que trae, ni ésta le es indispensable, dictando, como dicta, hasta su correspondencia particular. Y en cuanto a sus peroraciones frecuentes, ¡vayan ustedes a conocer que aquellas palabras culminantes de su oratoria, que son su delicia, las escribe con q!

Lejos de perjudicarle esto en su importancia, todo el mundo se la concede para todo; así es que, al creer lo que afirma la opinión pública, don Simón es una gran persona, es decir, prudente en el consejo, elocuente en emitirle, rico de hacienda, honra del comercio, provecho de la ciudad, benemérito patricio, y cuanto ustedes quieran. Añádase a esto que sonríe muy poco, y que jamás se ríe; que se afeita todos los días, y gasta una ropa muy fina y muy holgada; muy destacados el pecho, los cuellos y los puños de su camisa, y muy abarquilladas las alas del sombrero; añádanse, digo, estas gravísimas circunstancias, y se comprenderá mejor por qué don Simón ha llegado a ser, en la región que habita, el hombre indispensable: indispensable en las juntas, indispensable en las comisiones de dentro y fuera, e indispensable en el Municipio, que ya no sabe qué hacerse si él no lo preside.

Don Simón, pues, es ya todo UN HOMBRE DE PRO; y para que nada le falte, hasta tiene la conciencia de su importancia.

Y la tiene, no porque se lo dicen los que le inciensan, sino porque una vez, viéndose tan alto, dió en mirar a su alrededor, y observó que así en la plaza como fuera de la plaza, los hombres que daban vida a los pueblos modernos e imprimían carácter a la época, ni eran de más noble estirpe, ni más sabios ni más ricos, ni tenían mejor ortografía que el. Entonces, penetrado de la grandeza de su alta jerarquía, perdió hasta aquellos pocos arranques que le quedaban de expansiva franqueza, y se hizo solemne y ceremonioso aun en los actos más triviales de su vida.

Y aquí enlaza, lector amigo, el asunto de que tratábamos en el capítulo anterior; es decir, concluye la digresión y continúa la historia.

CAPÍTULO VIII

Había en aquella ciudad, como hay en casi todas, un centro o círculo o casino para esparcimiento del espíritu de ciertas personas que pasaban la vida bregando por enderezar la varia suerte de los negocios de lucro; y había entre los socios muchos que, no gustando del juego, aunque lícito, ni de otras recreaciones toleradas en el establecimiento, formaban una camarilla sui generis, especie de senado moderador de la ebullición que reinaba constantemente en gabinetes y pasillos; el cual senado, auctoritate propria, se instalaba siempre en el salón principal. Componíanle los hombres más serios de la banca, del foro y de la prodad urbana; y con decir que eran muy serios, dicho queda, conforme al rigorismo de la moderna bourgeoisie, hasta qué punto era entre ellos poco menos que un pecado mortal la risa franca y desenvuelta. Pero no así la sonrisa, que la conocían y la usaban, aunque sobriamente, en todos sus caracteres y expresiones. Porque es de advertir también que aquellos señores no aceptaban más que el justo medio de todas las cosas.

Con esto creo excusado decir que en político eran todos «hombres desapasionados, de orden y de progreso racional», implacables enemigos de toda afirmación absoluta, o según su lenguaje, «de toda exageración». De esto se desprende, a su vez, que esa misma política sólo la aceptaban como un motivo más de conversación en sus expansiones amistosas. Y para que la tarea les fuera aún más fácil, tomaban por base de sus disertaciones los ingeniosos conceptos de cierto periódico, al cual habían subordinado ciegamente su criterio. El tal periódico no asentaba jamás un principio sin un pero; no mostraba un color que no pudiera confundirse con otro a la más leve interposición de una frase artificiosa, que nunca faltaba a la mano. Pasaba por reaccionario entre los liberales, y entre los reaccionarios por liberal; no había situación política bastante buena para él mientras imperasen sus ideas, ni bastante mala cuando no imperaban. Era su estilo ampuloso, sonoro, claro en apariencia, turbio en el fondo, meloso siempre y seductor por estudio; y saltaban a la vista, en el momento de fijarla en sus columnas, las pa labras orden, progreso, paz, religión y patria ... Era, en substancia, la representación escrita del espíritu yerto de la época en que se daba a luz; pero hasta el punto de dudarse si procedía de tal padre, o, al contrario, si era él quien había formado ese espíritu; quien alimentaba y nutría el alma de esa nueva raza, verdadera plaga del siglo que corre; raza sin convicciones, sin fe, sin entusiasmo; que llaman orden a todo cuanto le garantiza una tranquila digestión, y progreso a cuanto redunda en aumento de su caudal; que entiende por patria su hogar doméstico, y por sociedad, un conjunto de ciudadanos matriculados para vender y comprar, tranquilamente, fardos de algodón, harinas de Castilla o papel del Estado; raza que transige con todo, menos con que se suba un cuarto la libra de pan.

A esta raza pertenecían los hombres de la citada camarilla, en la cual se daba siempre a don Simón la butaca de preferencia, no tanto por la importancia mercantil de éste, cuanto porque nadie leía mejor que él, con voz más recia y sonora, ni con mejor sentido, los artículos de fondo del periódico, todas las noches, a los congregados.

Pero vamos al caso. Aquellos hombres, que habían visto sin alarmarse, durante muchos años, cómo cundían y se propagaban ciertas tendencias niveladoras, y cómo se iba rebajando poco a poco el carácter nacio nal, corromndo aquel conjunto de cualidades que un día hicieron del tipo español «el modelo proverbial de los caballeros»; aquellos hombres, digo, que habían visto todo esto y mucho más, sin temblar por el día siguiente, observaron una vez que las predicaciones, que las tolerancias, que las concesiones, que toda aquella política de ancha base que encomiaban a destajo y en la cual creían sin conocerla, estaba dando ya sus frutos naturales y lógicos; que aquellas muchedumbres por las que nada habían hecho ellos nunca, y de las que jamás se habían acordado sino para explotar su trabajo a cambio de uu mezquino pedazo de pan, se alzaban imponentes, en virtud de las alas que les prestara una libertad mal entendida; que aquella canalla, como ellos llamaban a la multitud desheredada cuando ésta era dócil, se aprestaba, con la tea en la mano, a imponerse al mundo entero y a transformar, en un instante dado, el modo de ser de la familia y de la sociedad.

¡Y allí fué el temblar de la voz y el crujir de los dientes!… Porque temieron por sus casas, por sus campos, por sus fábricas, por sus tesoros; es decir, su Dios, su patria, su alma.

– ¡Pero es preciso defenderse!– exclamaron, resueltos a hacer una hombrada.

Y ¡poder del egoísmo! Aun en aquella triste situación, pensaron, ante todo, en sacar la sardina con la mano del gato.

Nada diré del temple del arma que eligieron para tan ruda batalla. El lector va a conocerle, y dirá de él lo que mejor le parezca. Yo, mero historiador, a los hechos me atengo, y ésos voy a referirle.

Abríase, a la sazón, una campaña electoral para padres de la patria; y, según los sujetos de quienes vamos tratando, nada más eficaz contra la tormenta que les amenazaba, que enviar al Parlamento hombres de orden, de progreso racional, enemigos implacables de toda exageración, y ricos e independientes, por contera.

Pero, concretándose a aquella localidad, ¿quién, entre todos ellos, era bastante rico, bastante abnegado, bastante generoso, y aun bastante elocuente, para aceptar tamaño compromiso con buen éxito, y capaz de abandonar, sin partírsele el alma, la dirección de los propios negocios y las comodidades de su casa?

Ni siquiera se puso en tela de juicio: don Simón, y nadie más que él.

Una noche se le hizo la proposición en plena tertulia; y, francamente, no podía habérsele hecho otra que más le halagara. Quizá se anticipaban sus amigos a un deseo que le embriagaba el alma mucho tiempo hacía. No se olvide que don Simón se creyó siempre capaz de todo; y téngase presente que cuando llegó a la posición social en que ahora le hallamos, los límites de sus aspiraciones se perdieron de vista. Por lo demás, que en el fondo de su conciencia se creía agudo, elocuente, sutil y travieso, ya lo sabemos. ¿Cómo dudar que fué el primero en comprender que nadie era más digno de ejercer el cargo que quería confiársele? Pero se guardó muy bien de darlo a conocer.

Al contrario, hízose el pequeño y el indigno, y hasta pidió toda aquella noche para reflexionar.

Cuando volvió a su casa, llamó a su mujer y le dijo solemnemente:

– Juana: la patria reclama mi cooperación, y necesito hacer por ella el sacrificio de prestársela.

– ¿Que la patria te reclama…, qué?…– preguntó la oronda señora, dudando si la palabrilla se comía o se sembraba.

– Que el país desea que yo le represente en las Cortes— añadió don Simón con parsimonia.

¿Y qué es eso?

– Pues bien claro está, mujer. Se trata de que yo sea diputado por esta provincia.

– ¡Carácholes!– exclamó, fuera de sí, la gran dama, olvidándose en aquel instante de todos los miramientos que la esclavizaban desde que era rica.

Frunció el entrecejo el marido al oír aquella interjección espontánea en boca de su mujer, y dijo a ésta severamente:

– Te alvierto que esa palabra no es del mejor gusto para dicha por una señora de tus… contingencias.

– Déjate ahora de eso, que ya se arreglará— repuso doña Juana con un desdén admirable— . Y dime: si llegas a ser diputado, ¿te sentarás en aquellos bancos de terciopelo que veíamos desde la trebuna?

– Es claro.

– ¿Y te llamarán de Usía?

– Naturalmente.

– ¿Y te codearás con los ministros?

– Es de razón.

– ¿Y viviremos en Madrid?

– Regularmente.

– ¿Y nos publicarán en los papeles?

– Puede que sí.

– ¿Y casaremos a Julieta con un embajador?

– No te diré que no, si a mano viene.

– ¡Ajaá! Y con eso espantaremos de una vez tanto moscón como nos zumba aquí alreguedor de las talegas de tu hija.

– Ese será uno de los motivos que más me animen a llevaros conmigo.

– Pues mira, Simón: por si se vuelve atrás y no te ves en otra, coge a ese país por la palabra.

Y como don Simón opinaba lo mismo que su mujer, no durmió aquella noche, contando las horas que faltaban hasta la en que pudiera presentarse al país para decirle que aceptaba su proposición… «por no desairarle».

Amaneció al cabo; y como los instantes son preciosos en tales ocasiones, nuestro personaje no esperó a la noche para ver a sus amigos. Buscólos en sus casas acto continuo; citáronse para el mediodía en la del candidato, y en ella se discutieron ampliamente los preliminares de la batalla.

Para darla con mejor éxito se eligió un distrito rural; designóse a cada uno el puesto que le correspondía, conforme a sus relaciones en aquellos pueblos, o a sus influencias, y se disolvió el cónclave, a fin de poner en práctica, sin pérdida de un solo momento, el discutido plan.

CAPÍTULO IX

Los trabajos preliminares fueron un aluvión de cartas que inundó el distrito. Para todos hubo: para el que debía, para el que deseaba y para el que valía, y a cada cual se le hablaba en el tono conveniente.

Las que escribió don Simón, menos relacionado que sus auxiliares con la gente del distrito, venían a decir, salvas ciertas contingencias y otras pequeñeces de estilo, lo siguiente:

«Muy estimado amigo y señor mío: Las aflictivas circunstancias por que atraviesa la nación, obligan a los hombres independientes y de recta voluntad a hacer grandes sacrificios. En tal concepto, y cediendo además a las exigencias de mis amigos y de otras muchas personas de saber y de arraigo, me he decidido a presentarme candidato independiente para diputado a Cortes por ese distrito, en las próximas elecciones; y como usted es uno de los hombres que más legítima influencia ejercen en ella, a usted acudo en demanda de su cooperación, en la esperanza de que me la prestará cumplida; por lo cual le anticipa las gracias y se ofrece nuevamente de usted afectísimo amigo y seguro servidor q.b.s.m.,

SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»

Las respuestas más placenteras que obtuvieron estas y otras cartas, fueron como la siguiente:

«Muy señor mío y amigo de toda mi consideración y respeto: Grande ha sido mi complacencia y la de mis amigos al tener conocimiento, por su grata del tantos de los corrientes, de que usted se presentaba candidato por este distrito; y desde luego puede contar con nuestra escasa importancia. Pero debo advertirle, para su gobierno, que ya se le han anticipado a usted otras influencias que pesan mucho entre esta gente, por lo cual temo que el éxito de nuestra batalla no sea tan cumplido como deseara.

»De todas maneras, y por aquello de que «al ojo del amo engorda el caballo», será muy conveniente que usted se decida, sin pérdida de un momento, a recorrer el distrito. A este fin, y para cuanto le ocurra, me ofrezco de usted, como siempre, afectísimo amigo y seguro servidor q.b.s.m.,

CELSO LÉPERO.»

Hecho el primer estudio del terreno por medio de estos y otros datos parecidos y no más lisonjeros; oído el dictamen del centro electoral, y corridos los indispensables propios con las necesarias cartas e instrucciones, arregló don Simón la maleta; rellenó todos sus huecos con cigarros del estanco; vistióse un traje coquetón de camino, hecho ad hoc; adornó las manos con sus sortijas más voluminosas; echó sobre el pescuezo la cadena más larga, más gorda, más relumbrante de cuantas tenía; y cabalgando en un rocín de mal pelo, pero de mucha resistencia, partió de la ciudad al amanecer de un día, quince antes del en que habían de dar comienzo las elecciones.

Llegó al primer pueblo del distrito, y allí le esperaban, a la puerta de un viejo mesón, a cuyos postes y rejas estaban atados otros tantos caballejos enjaezados a la usanza del país, hasta seis agentes electorales de nota. Recibiéronle los seis sombrero en mano; alargó don Simón la suya a cada uno, con el aditamento de afectuosa sonrisa; y abriéndole después ancha y respetuosa calle, obligáronle a pasar, delante, al comedor, donde había una mesa preparada para docena y media de convidados, y hasta doce nuevos personajes envueltos en burdas capas, que, al ver entrar al candidato, se levantaron y se descubrieron. Estos doce eran los edecanes, como si dijéramos, de los otros seis, que bien pudieran llamarse el estado mayor del aspirante a diputado.

Olía el salón aquel punto peor que una caballeriza; pues de esencia de ella, de aguardiente, de tabaco de hoja común y de otras no más suaves ni voluptuosas, se componía el ambiente que allí se mascaba; pero de ámbar y ambrosía le pareció a don Simón, juzgándose ya electo con el esfuerzo de aquellos auxiliares, todos famosos en el país por sus gloriosas campañas electorales.

Dióse al candidato, por aclamación, la presidencia de la mesa, y sentáronsele a cada lado tres de su estado mayor y seis de los subalternos. Cumplido este requisito, y dichas las indispensables agudezas, y hechos los acostumbrados restregones de manos, sirvió una Maritornes, en abismo de sopera, media arroba de fideos; vertióse negro y abundante mosto en los vasos al efecto; circuló el cucharón de estaño de plato en plato; y entre sorbos, resoplidos, eructos y taconazos, dióse comienzo a la discusión del punto que allí reunía a tan insignes personajes.

Según las noticias traídas por los doce en capotados, que conocían el distrito como la palma de la mano, y acababan de recorrerle todo, cumpliendo previas y acertadas instrucciones de los seis jefes, presentes también, la batalla iba a ser muy reñida, y ofrecía un éxito muy dudoso.

Tres eran los candidatos que habían de luchar. Uno ministerial, otro de oposición radical, y otro, don Simón, indefinido, independiente. El primero, aunque desconocido en el país y sin arraigo en ninguna parte, era el más temible, porque con la tenaza del Gobierno tenía cogidos por los cabezones a casi todos los Ayuntamientos. El de oposición se llevaba las grandes masas inconscientes; y en cuanto a don Simón, no contaba en aquel instante más que con lo que le rodeaba; pero así y todo, bien sabía él que no era el más desamparado de los tres. Había sonrisas a su lado que valían media elección, y gestos y caras y, sobre todo, antecedentes que, cuando menos, le garantizaban una lucha a muerte y una derrota gloriosa.

Hízosele saber, como dato muy importante, que el candidato de oposición daba, a cada elector que le votara, media libra de pan y un trago de vino. Del ministerial nada se sabía, porque corría la elección por cuenta de los Ayuntamientos, al decir de la fama. Era, pues, necesario, para ganarse simpatías y prosélitos, hacer por los electores un poqui to más que el más rumboso de los candidatos; y como don Simón era rico, y en ciertas ocasiones no se paraba en barras, autorizó a sus agentes para que hiciesen saber en el distrito que él daba a sus votantes lo mismo que el candidato de oposición, más dos docenas de castañas, y, en caso de apuro, un cigarro de dos cuartos.

Estas larguezas, en opinión de sus auxiliares, podían facilitar algo más el triunfo. Pero si, en último caso, la batalla ofrecía ciertas dificultades, ¿no era don Simón candidato independiente? ¿No podía, sin mengua de su dignidad, declararse, in extremis, adicto, y obtener de este modo los auxilios del poder, que se los daría con preferencia al otro candidato, simple aventurero político?

En éstas y otras, y devorados por los comensales, amén de los pucheros bien atacados, dos docenas de pollos en salsa, media arroba de carne estofada y una calderada de arroz con leche, repartió entre ellos don Simón un mazo de puros del estanco; encargó a cada uno de los doce subalternos el mayor esmero en el cumplimiento de la comisión que se les había dado; los favoreció con un afectuoso apretón de manos; pagó la comida a los diez y ocho, y los nsos de otros tantos caballos, más algunas herraduras que hubo que poner a tres o cuatro de los últimos; y seguido de la consabida media docena de personajes que formaban su estado mayor, bajó al corral. Allí montaron los siete, y partieron a trote menudito, entre las sombreradas de los que quedaban en el mesón y la afanosa curiosidad del vecindario, que había acudido en masa a las inmediaciones de la venta para conocer al candidato, de cuya riqueza se contaban maravillas en el pueblo.

Allí empezaba para don Simón, si no lo más difícil, lo más penoso de la campaña electoral.

CAPÍTULO X

Según lo acordado en la mesa, en ciertos pueblos del tránsito no había necesidad de apearse, pues no ofrecían la menor dificultad; a lo sumo, detenerse un momento a saludar, por una atención que sería muy agradecida, a tal cual influyente. Pero, en cambio, había que echar el resto en aquellas localidades dudosas o adictas al enemigo.

Y con estos propósitos, caminando en ala los siete donde el terreno lo permitía, o en hilera si el sendero no daba más de sí, pero ocupando siempre don Simón el puesto de preferencia, ensanchábasele el pecho al pobre hombre a impulsos de su vanidad, creyendo de buena fe que todas aquellas deferencias con él guardadas eran hijas de una adhesión espontánea y desinteresada a su persona. ¡Y estaba cansado de oír hablar de ciertos caciques de aldea, perpetuos muñi dores electorales, para quienes es una fiesta acompañar candidatos, y comer acá, y cenar allá, y desayunarse en el otro lado con ellos y a sus expensas, y frecuentemente un negocio cada elección después de cada paseo! Pues de todo esto se olvidaba don Simón al verse rodeado de tanto caballero.

Dirigía la cabalgata uno de los seis caciques, hombre enjuto, moreno, largo de nariz y penetrante de mirada; casi imberbe, aunque ya picaba en viejo; poco hablador, pero al caso, y desconfiado hasta de su sombra. Conocía, uno a uno y con sus méritos, vicios, resabios y necesidades, a todos los electores del distrito, y, por consiguiente, el modo de interesarlos o de reducirlos. Esta circunstancia era la que más fuerza y realce le daba como muñidor incomparable e irresistible. Era, además, alcalde perpetuo de su pueblo, y consejero nato de media docena de Municipios limítrofes, y estaba muy bien relacionado con gentonas de Madrid, que le debían favores semejantes al que estaba dispensando a don Simón. Llamábase don Celso Lépero, y era el autor de la carta que dejamos reproducida más atrás.

Los otros cinco auxiliares eran por el estilo; pero no tan famosos ni tan fuertes, aunque lo eran mucho, como don Celso.

Y volvamos a la historia.

Al pasar cerca de un pueblecillo, después de tres horas de marcha continua, dijo Lépero a don Simón:

– Aunque a esta gente la conceptúo nuestra por completo, será muy conveniente que se detenga usted un instante a saludar al que la maneja a su gusto. El tal Mayorazgo, que así se le llama, es hombre algo bruto, pero muy pagado de que le mimen y le soben. Al despedirse, dele usted un cigarro; no de los que nos ha repartido en la mesa, sino de los que lleva usted en la petaca para su uso particular.

Sin fijarse don Simón en la indirecta de don Celso, púsose a sus órdenes; dejaron todos la senda que llevaban, y se encaminaron hacia la casa del Mayorazgo, que estaba en lo más escondido del pueblo. Salió a abrirles la puerta del corral un muchacho muy sucio, que se asustó al ver tanto caballero; y entre limpiarse los mocos con una mano y rascarse las nalgas con la otra, les dijo de mala gana que su padre estaba en el cierro.

Dióle las señas de éste como pudo; y los expedicionarios tuvieron que desandar parte de lo andado, trepar por un escarpado, y subir a la meseta de una montaña, donde hallaron al Mayorazgo presidiendo la roturación de un gran terreno que acababa de adquirir en aquellas alturas. Era hombre joven todavía y de rostro desengañado. No mostró gran curiosidad al verse acometido por el pequeño escuadrón. Limitóse a con testar fríamente al caluroso saludo que le dirigió don Celso en nombre de los demás, y especialmente de don Simón, a quien presentó al impávido, diciendo:

– El señor es nuestro candidato, don Simón de los Peñascales; persona ilustrada, con treinta mil duros de renta y mucho talento. Viene exprofeso a dar a usted las gracias por el apoyo que ha de prestarle en las elecciones, mientras tiene ocasión de pagarle su atención de otra manera.

– Para servir a usted— dijo lacónicamente el Mayorazgo, mirando hacia el presentado.

– Muy señor mío— respondió don Simón, descubriéndose la cabeza y tendiendo su diestra al del cierro— . ¿Está usted bueno?

– Yo bien, gracias a Dios— dijo el Mayorazgo sin hacer un gesto.

– ¿Usted fuma?– le preguntó el candidato sacando la petaca.

– Algunas veces, si el tabaco es bueno— respondió el otro.

– Pues ahí va uno de la Vuelta de Abajo.

– Se estima— refunfuñó el obsequiado mordiendo la punta.

– Y ¿qué tal andamos por acá?– preguntóle el candidato, deseando arrancar siquiera un gesto de interés a aquel pedazo de bárbaro.

– Pues… allá veremos— contestó éste, gastando media caja de fósforos en encender el puro al aire libre.

– Eso no hay que preguntarlo, don Simón— observó Lépero— , que de cuenta del señor corre dejar a usted satisfecho.

– Pues en ese caso— repuso don Simón comprendiendo a don Celso— , y toda vez que nos falta mucho que andar hoy todavía, ya que he tenido el gusto de conocer al señor, sólo me resta ofrecerme a sus órdenes para cuanto desee, ahora y siempre.

– Lo mismo digo— murmuró el Mayorazgo, tocando apenas con una mano la que le tendió don Simón, y volviendo a mirar a sus cavadores.

Cuando la cabalgata se alejó de allí, don Simón no pudo menos de decir a don Celso, con desencanto:

– Si éste es de los que me apoyan en el distrito, ¿cómo serán los que me combaten? ¿Qué puedo prometerme de los dudosos?

– No haga usted caso de palabras ni de semblantes, señor don Simón— respondió don Celso— . Ese hombre, como usted le ve, donde pone la intención mete la cabeza. Esté usted seguro de que en este Ayuntamiento han de votarle a usted hasta los difuntos. ¡Algo más duro de pelar es el otro mozo que vamos a visitar en seguida, en ese pueblo que se ve a la derecha! Es hombre que no da nunca el brazo a torcer, ni se decide hasta el último momento.... Y a propósito: ¿tiene usted alguna buena recomendación para la Audiencia del territorio?

– Absolutamente ninguna.

– ¿No conoce usted a nadie que conozca a alguno de los magistrados?

– Le digo a usted que no.

– ¿Ni siquiera a un mal portero?

– Aguarde usted.... ¡Pero quiá!

– Siga usted, siga usted…

– Calle usted, hombre, ¡qué majadería! Recordaba ahora que estando paseando, tres meses hace, con un amigo, llegó a saludarle un forastero; y al separarse éste de nosotros, supe que era un primo tercero de la cuñada de un amigo del regente.

– Pues tenemos cuanto nos hace falta.

– ¿Para qué, don Celso?

– Ya lo verá usted. Ahora tenga presente que la persona que vamos a saludar es muy arisca y muy agarrada; pero que se lleva a las urnas a todos los electores del Ayuntamiento, y a algunos más.

– ¿Y de qué procede esa influencia?– preguntó don Simón con curiosidad.

– De que el sujeto ése vende vino y tabaco; razón por la que no hay un vecino que no le deba algo; como no le hay del Mayorazgo que no se lo deba a éste por razón de arrendamiento o de préstamos…, o de otra cosa peor. Así se ejercen en los pueblos las grandes influencias, y con ese criterio se hacen siempre las elecciones, como usted irá viendo poco a poco. Pero vamos al caso. Como nuestro hombre es avaro, conviene que se quite usted los guantes para que brillen bien las sortijas, y que se desabroche las solapas para que relumbre la cadena.

Don Simón comenzó a obedecer como un recluta, y luego dijo:

– ¿Y cree usted que será conveniente que yo pronuncie algún discursito?

– ¿Trae usted alguno bien estudiado?

– ¡Hombre!, estudiado precisamente…– repuso don Simón un tanto resentido— . Pero creo que no me saldría del todo mal.

– Pues si es bueno, diga usted poco.

– ¿Y el cigarro?

– También de los de la petaca; que para malos, ya los tiene él, como estanquero.

En éstas y otras, y después de trasponer un breñal casi inaccesible y de vadear un río y de saltar tres estacadas, llegó la comitiva a la primera casa del pueblo que se buscaba; la cual casa mostraba lo que era, más bien por el ramo que ostentaba sobre la puerta, que por el rótulo ilegible que se había trazado con almazarrón y alguna escoba, en un lienzo de la fachada.

– Aquí es— dijo don Celso.

Al mismo tiempo apareció a la puerta de la taberna, y la tapó casi toda, un hombre, especie de tonel de grasa, en forma, tamaño y aseo.

Hundía los brazos hasta los codos en los enormes bolsillos de sus mugrientos pantalones, y asomaban entre sus gruesos amora tados labios las húmedas y requemadas hebras de una punta de cigarro, que destilaba, por la barbilla abajo, un regato de negruzca saliva, y, en tanto, fijaba el tal, con expresión estúpida, sus ojuelos verdes en los recién llegados.

– Ese es nuestro hombre— dijo don Celso por lo bajo a don Simón.

Y mientras éste se echaba las solapas hacia atrás y destacaba cuanto podía sus dedos cuajados de anillos, don Celso, apeándose, abrazó al tabernero, que apenas se movió del sitio en que estaba, ni sacó las manos de los bolsillos. Echaron a tierra también los otros cinco de la comitiva; y cuando lo hubo hecho don Simón, tomóle don Celso de la mano, y dijo, mostrándosele al hombre gordo de la puerta:

– El señor es el candidato a quien votan todas las personas decentes del distrito. Se llama don Simón de los Peñascales; es de arraigo, como a usted le gustan los hombres; tiene treinta mil duros de renta, y además mucho talento.

– ¡Ya, ya!– gruñó por toda respuesta el tabernero.

– El señor— dijo don Celso, señalando a éste y hablando con don Simón— es don Zambombo, como le llamamos los que nos honramos con su amistad íntima, o don Jeromo Cuarterola, como le llaman en el pueblo y fuera de él cuantos le conocen y le quieren, porque se lo merece; y por eso le sirven a ojos cerrados.... En fin, que el señor es el jefe electoral de toda esta comarca.

– ¡Ya, ya!– volvió a gruñir el tabernero.

– Muy señor mío y mi dueño— díjole don Simón, doblándose, descubriéndose y tendiéndole una mano; atenciones a las cuales correspondió Cuarterola tocando apenas el ala de su grasiento sombrero hongo con la extremidad del índice de su diestra, que sacó perezosamente del bolsillo, volviendo a hundirla en él en seguida.

– Nosotros— añadió don Celso, atropellando la humanidad de don Zambombo— tenemos que hablar despacio, y nos colamos como Pedro por su casa. Conque venga la mejor habitación y el mejor vino, y síganme todos, caballeros.

Siguiéronle, en efecto, los aludidos, después de amarrar afuera, como mejor pudieron, las cabalgaduras; y precedidos de Cuarterola, instaláronse ante una mesa larga, estrecha y sucia, que se sostenía mal en el interior de la taberna, cerca del mostrador, sobre el cual no había más que una vasera de hoja de lata con cuatro jarros de arcilla; una aceitera, capaz de media arroba; un pedazo de yeso para apuntar; dos vasos para aguardiente, y un botellón de cristal conteniendo vino tinto. Detrás del mostrador se alzaba penosamente un mal estante con media docena de mazos de cigarros, envueltos en papel de estraza; algunos libritos de fumar, y un paquete de cerillas.

Mientras los recién llegados se sentaban en los duros y estrechos bancos contiguos a la mesa, don Zambombo entró en la bodega, de la que salió al cabo de un cuarto de hora con un gran jarro de vino blanco en una mano, y en la otra un vaso de vidrio sucio.

– Aquí hay que hacer un esfuerzo, don Simón— dijo Lépero mientras el tabernero volvía— . Es preciso, aunque sea con repugnancia, beber, y beber de largo.

– Pero, hombre— respondió don Simón asustado— , ¡si yo no pruebo jamás el vino!

– Es que nunca ha sido usted candidato.

– En fin, haremos un esfuerzo— exclamó éste con heroica resignación.

Llegó al cabo don Zambombo, y puso lentamente sobre la mesa el jarro y el vaso. En seguida volvió a meter las manos en los bolsillos, y se colocó de a un lado de la mesa, haciendo descansar su panza sobre el tablero.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
170 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain