Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 3
CAPÍTULO IV
Esquina a la plaza y a una de las calles que desembocaban en ella, había una casa más pequeña que cuantas la seguían en la fila. Debajo del balcón del único piso que tenía, y sobre la puerta principal, se leía, en un largo tablero coronado con las armas de España, lo siguiente:
ESTANCO NACIONAL
ESTABLECIMIENTO DE SAN QUINTÍN
LÍQUIDOS Y OTROS COMESTIBLES
Penetrando por aquella puerta, se veía la razón del letrero en un mostrador sobrecargado de cacharros menudos; en una gran aceitera con canilla, y algunas botellas blancas, llenas de aguardiente de otras tantas denominaciones; en una estantería espacio a, ocupada con paquetes de cigarros y de cajas de cerillas, libritos de fumar, grandes pedazos de bacalao, tortas de pan, madejas de hilo, garbanzos y otros artículos, tan varios en su naturaleza como reducidos en cantidad; en algunas mesas simétricamente colocadas fuera del mostrador; en tal cual barrica o hinchado pellejo que se vislumbraban entre la obscuridad del fondo…, y en otros mil detalles propios de semejantes establecimientos, los cuales conoce el discreto lector tan bien como yo.
Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fué favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido. Para convencerse de ello, bastaba echar una mirada a su establecimiento, en una sola de cuyas secciones había más capital empleado que el que representaba toda la antigua abacería…, y permítaseme una corta digresión a este propósito.
Merced al estanco que obtuvo Simón sin dificultad, a los ahorros que trajo de la aldea y al crédito, aunque muy limitado, que no tardó en abrírsele en algunos depósitos al por mayor, en el primer año de estable cido en la villa duplicó su capital. En el segundo se dedicó, por extraordinario, a hacer ligeros préstamos, bien garantidos, a un interés variable, según las personas y las circunstancias: entre una peseta por duro a la semana, si el menesteroso era jugador de afición bien puesta, y treinta por ciento al año, si era artista establecido convenientemente. Esta nueva industria le permitió ensanchar un tanto sus negocios principales; con tan buena mano, que al concluir los dos años de su estancia en la villa, se encontró con un capitalito de más de seis mil duros, libre y desempeñado. Entonces se hizo caldista de veras; es decir, no se anduvo con parvidades de aceite, vino y aguardiente, sino que surtió de estos artículos su establecimiento, por mayor; lo cual le permitió hacer préstamos más en grande, más a menudo y en condiciones de mayor atractivo.– Resultado de estas y otras combinaciones: que el día en que nos hallamos con Simón en las Casas Consistoriales y con Juana en su establecimiento, eran dueños de la casa que éste ocupaba, de lo que la tienda contenía y de un respetable sobrante en continuo movimiento; todo lo cual representaba un valor de muchos miles de duros.
Por este lado, pues, los asuntos de Simón y de Juana habían marchado viento en popa. No así los demás; es decir, aquellos que se relacionaban íntimamente con la vanidad de Juana, y las no más cortas, aunque más disimuladas, aspiraciones de Simón.
Todos los esfuerzos de la primera, todas sus meditaciones, todos sus desvelos y todas sus consultas al espejo antes de darse a luz en los sitios más públicos de la villa, hecha un brazo de mar y cargada de relumbrones, no lograron colocarla en jerarquía más alta que la correspondiente al nombre de la tabernera, con el cual se la designó desde el primer día en que se hizo notar por sus humos estrafalarios. Aunque poco avisada, no desconoció que este descalabro la alejaba para siempre, en aquel centro, de la altura a que había querido trepar de un salto. El primer efecto de una presentación jamás se olvida en la sociedad, máxime cuando ésta es reducida y presuntuosa.
Bien penetrada de esta verdad, Juana la sintió en su alma, como un toro siente en el morrillo el primer par de banderillas; hízose más áspera y brutal que de costumbre, y se prometió arrollar cuanto hallara por delante, creyendo demostrar así, mejor que con dulzura y sencillez, que era tan digna como la más encopetada de ocupar el puesto que no se le concedía.
Con esto consiguió adquirir en la villa cierta celebridad que acabó de exasperarla. Un solo ejemplo dará la medida de la altura a que había llegado la insensatez de Juana. Menudeaban allí los bailes y las recepciones entonadas, a maravilla; y, naturalmente, nadie se acordaba de invitar a la tabernera. Pues estas desatenciones sacaban de quicio a Juana.– Yo bien conozco, decía, que no estoy todavía al corriente de esas ceremonias, y me guardaría mucho de concurrir a ellas; pero la voluntad es lo que se agradece. ¿Por qué no se tiene para mí un mal recado de atención, por lo mismo que soy forastera? ¿Se les caería la venera a algunas de esas fachendosas por acordarse de mí, que soy más rica que muchas de ellas? ¡Pues no parece sino que todas son marquesas! ¡Y el marido de la una vende paño de Munilla y sogas de esparto, y el de la otra pecajuana y engüento de soldado, y me debe a mí hasta la sal con que sazona lo poco que come!… Pues vinos y jabón vende mi marido. ¿Qué más da lo uno que lo otro?
Saturada también de estas máximas su hija, apenas comenzó a concurrir al entonado colegio en que quiso darle educación su madre, hubo que retirarla de él. Era ya la niña medio montuna por naturaleza, y con las predicaciones de Juana llegó a hacerse indomesticable.
En los cuchicheos, en las sonrisas, hasta en los juegos más inocentes de sus compañeras, veía burlas y desprecios; y en esta creencia, las ponía a todas como ropa de pascua; se pegaba con algunas, y concluía por volver a su casa, todos los días, lloran do soñados agravios hasta de sus maestras. De este modo la niña se hizo tan antipática a sus condiscípulas, como su madre a cuantos se la aproximaban. Por eso la retiraron del colegio y la enviaron a la escuela pública, donde, según el parecer de Juana, no la enseñaban tanto, pero se la miraba «con el respeto debido».
Más de tres años de martirio llevaba la mujer de Simón al encontrarnos con ella de nuevo, no porque se fijase en que en la villa se hacía con ella lo que ella había hecho con los demás en la aldea, ni porque suspirara por volver a recuperar su pequeño trono abandonado; no, en fin, porque le atormentasen la memoria los atinados consejos del anciano señor cura, sino porque deseaba un campo más ancho en que explayarse, otro mundo más revuelto en que campar por lo que se era y no por lo que se había sido. Y un día y otro día predicaba a su marido la conveniencia de establecerse en grande en la capital de la provincia, donde, según ella, ni los ricos eran vanos ni los pobres envidiosos.
Oíala Simón sin soltar prenda, y aun haciendo como que no la oía; pero la verdad es que en el fondo de su corazón detestaba de la villa tanto como su mujer.
Simón no podía perdonar a aquella gente el que se le tratase como a persona de poco más o menos, «en los momentos más críti cos para la vida de los pueblos, y, por consiguiente, para la de los ciudadanos», como él decía en más de un monólogo que no llegó a oír su mujer. Se pagaba muy poco de que no se acordasen de él para invitarle a un baile particular, o a una tertulia de más o menos tono; pero que nunca hubiera para su nombre un hueco en las candidaturas de concejales; que no se le agregase jamás a una comisión de respeto que había de representar ciertos intereses del pueblo en el Gobierno de la provincia, o en Madrid, o ante el Municipio mismo de la villa; que no se buscase, ni aun se tolerase de buena gana, su opinión en tal cual corrillo formado en la plaza por personas de importancia, en que no entraba él sino a fuerza de brazo, como quien dice, o poco menos; que se le tuviera, en fin, por un tabernerillo de tres al cuarto, cosa era que le hacía perder su serenidad habitual, y le ponía a pique de echarlo todo a trece, aunque no lo vendiera, y largarse a otro terreno menos ocasionado a esas «miserias de aldea». Pero Simón, que no era tan insensato como su mujer, guardaba estos sentimientos en el fondo del pecho, y, entretanto, iba ocupándose en adquirir alas con que volar.– Por eso se le veía atender con tanta asiduidad a su taberna y a su estanco… y a sus préstamos garantidos. Odiando tanto como Juana aquella sociedad inaguantable, sólo trataba de redondearse lo preciso para darle un adiós de despedida y caer en medio de otra mejor; pero de tal modo, que no lastimasen en lo más mínimo su importancia de actualidad las reliquias del pasado. Estaba convencido de que, sin una precaución por el estilo, en todas partes serían él y su mujer los taberneros de marras, por grandes que fueran sus caudales. Se ve, pues, que, en el fondo de la cuestión, estaban perfectamente de acuerdo Juana y su marido.
Y dejando esto bien consignado, porque importa, volvamos a tomar el hilo de nuestra historia.
CAPÍTULO V
Así que la niña descalabrada en la alameda notó la presencia del perro entre sus implacables ofensoras, por los ladridos del uno y por los gritos de las otras, contuvo su llanto, y con íntima complacencia, se volvió para presenciar los destrozos que el enfurecido animal parecía estar haciendo en las ropas y pellejo de aquellas mal aconsejadas criaturas. Fuera aquél el perro del alcalde o dejara de serlo, era lo cierto que a todas las trataba por igual, y que de todas la estaba vengando a ella cumplidamente.... Pero ¿no era posible que después de concluir con las seis desventuradas niñas la emprendiese con la séptima, por lo mismo que a nadie conocía ni en remilgos se paraba?
Esta consideración tan cuerda, que asaltó de pronto la mente de la pobre chica, hízola retroceder; y menudeando los pasos cuanto pudo, y tornando a recordar su herida y a llorar, por ende, llegó a la villa y no paró de correr hasta el estanco que conocemos, en el cual entró momentos después que nosotros, y al mismo tiempo que llegaba también, aunque por distinto sendero, Simón Cerojo, demudado el semblante y apretando los puños de ira. Tanta, que ni siquiera reparó en la niña, que, por haberse limpiado las lágrimas con las manos después de oprimirse con ellas la cabeza, tenía la cara manchada de sangre. Pero Juana sí, y al punto arrojó la obra en que se ocupaba; saltó por encima del mostrador sobrecogida de espanto, y tomando a la niña en sus brazos,
– ¡Hija mía!– gritó— . ¿Qué sangre es ésa?
Entonces se fijó Simón en la niña; y olvidando por un momento sus disgustos, corrió también hacia ella.
– ¿Te has caído?– la preguntó con cariñoso anhelo— . ¿Te han pegado? ¿Por qué sangras?… ¡Habla, hija mía, por Dios!…
La niña, después de sollozar un rato, refirió, punto por punto, cuanto la había ocurrido.
– ¡Conque la hija del juez, y la del indianete, y la del alcalde— exclamó Simón en seguida, con rencoroso acento— son las que más te han injuriado, porque tenían a menos jugar contigo!… ¡Las hijas de esos personajes que me adulan y me soban cuando ne cesitan un par de duros para comer aquel día, o media docena de onzas para apuntarlas a una carta, o pagar una trampa que podría ponerlos en vergüenza…, si alguna les queda!… ¡Pero yo les juro que, por poca que ella sea, he de sacársela a la cara…, y a algunos más también!
Juana, maldiciendo a su vez de todos y de todo, comenzó a lavar con agua fresca la herida de su hija, que, por cierto, era insignificante.
Y tranquilo ya sobre este punto, Simón refirió a su mujer cuanto había ocurrido en la junta que acababa de celebrarse en la Casa de Ayuntamiento recargando un poquillo los colores, a fin de que resultasen más justificado su enojo y de más efecto sus discursos, que repitió al de la letra.
– ¿Y qué nsas hacer después de tanto desengaño como vas sufriendo y de tanto disgusto como vamos llevando de estos niquitrefes de levita?– preguntó Juana, que no desperdiciaba ocasión de hablar de su pleito.
– ¿Qué nso hacer?– dijo Simón con su poquito de rescoldo— . Lo que estoy pensando tres años hace, desde que conocí que en esta recua siempre había de tocarme ir a la cola; lo que hubiera hecho entonces a tener el remedio entre las manos, como le tengo hoy: sacar a más de cuatro fachendosos a la vergüenza pública, y largarme en seguida con la música a otra parte.
Juana vio el cielo abierto.
– ¡Lo mismo que yo te he dicho tantas veces!– exclamó, retozándole la alegría en el semblante— . ¿Qué necesidad tenemos nosotros de sufrir lo que aquí estamos sufriendo? Con lo que ya conocemos este trato, ¿cuánto no podríamos ganar estableciéndole en la ciudad?
– ¡No, Juana, no!… ¡Basta de taberna! Si con ella entráramos en la ciudad, taberneros seríamos hasta el fin de los siglos. Y si con ser taberneros, aunque ricos, nos conformáramos, yo no saldría de esta villa, donde he ganado en cuatro años una riqueza, y podría ganarla mayor en poco más. Pero hay una noble ambición que manda en ti y en mí con mayor fuerza que los tres ochavos de una buena ganancia; y esa ambición está reñida con las manos manchadas de vino tinto y con las ropas que huelen a anisado. Así, pues, ya que las alas me lo permiten, saldremos de aquí volando por alto, para que en la ciudad se vea cómo caemos, pero no de dónde venimos. Este es el modo; que, según yo llevo observado, desde nada a bastante están los ascos y los reparos; desde bastante para arriba, ya todos somos iguales, y todo nos está bien.... Nosotros tenemos lo bastante: ¿quién será capaz de probar que no tenemos hasta de sobra? No sé lo que diría a esto el cura de mi pueblo; pero llevo corrido ya mucho mundo y tratados mu chos hombres, y a mi experiencia me agarro.
Lo que Simón ignoraba con respecto al señor cura, lo sabemos nosotros. Cuando alguno de sus feligreses le decía:
– ¿Sabe usted, don Justo, que Simón se va saliendo con la suya?…, ¿que ya es hombre rico?
– No lo dudo— contestaba el santo varón— . Pero ¿le dan más importancia?…, ¿es más feliz que aquí? Este es el problema.
CAPÍTULO VI
Para volver a encontrar al protagonista de esta verídica historia, no nos bastaría ya la luz del candil de su taberna. Tal se ha borrado la huella de sus pasos en los quince años que van corridos (y perdonen ustedes el modo de señalar) desde que le oímos hablar lo que fielmente consta al final del capítulo anterior.
Pero es el caso que tenemos que hallarle; y como podría llevar muy a mal que lo intentáramos indagando aquí y allá por los pelos y señales de su vida pasada, lo cual, por otra parte, no nos conduciría al fin que nos proponemos, ya que, por especial privilegio que gozo, me es posible dar con él a la primera tentativa, véngase el lector conmigo para acabar más pronto y evitar un mal rato a nuestro personaje.
Estamos en la ciudad, en una de sus ca lles principales y frente a un portal no muy limpio, pero sí muy espacioso; subimos el primer tramo de la ancha escalera que de él arranca; atravesamos, sin detenernos, la puerta del entresuelo, en la cual se lee, sobre bruñida chapa metálica, el siguiente letrero: SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES; prescindimos de cuanto se halla a nuestro paso al entrar en un salón largo y estrecho; cruzámosle en toda su extensión, y nos detenemos a la puerta de un gabinete. Allí hay un alto escritorio de caoba, sobrecargado de libros y papeles; algunas banquetas de gutapercha, dos mapas, un barómetro, un aguamanil y pocas cosas más por el estilo. Adjunta al escritorio hay una butaca, y embutido en ella, un hombre como de cincuenta años de edad, frescote, de cara ancha y risueña, con recortadas patillas grises, gorro de terciopelo azul, lujosa bata, blanca pechera y leve corbata de raso negro sobre holgadas y relucientes tirillas. Ese hombre, lector amigo, absorto a la sazón en el examen de algunos papeles llenos de números de varios colores, es, para ti y para mí… (pero ¡cuidado con que se lo cuentes a nadie!), Simón Cerojo; para la sociedad en que vive, el señor don Simón de los Peñascales, y para la plaza mercantil en que figura en primera línea, SIMÓN C. DE LOS PEÑASCALES. Aquella carpeta y aquel gabinete son su despacho; y esas personas que trabajan silenciosas en modes tos atriles en el salón en que estamos, los dependientes de su casa.
Pero aun hay más. Cuando don Simón suspende, dos veces al día, sus tareas, sube al primer piso; y atravesando alfombradas estancias, alfombradas, así como suena, entra en un gabinete lujosamente amueblado también, y allí se cambia la bata por un elegante traje de calle; se quita el gorro de la cabeza, en la cual ocasión puede vérsela coronada por una calva nada aristocrática por cierto, y se pone el grave, reluciente sombrero de copa. Antes de salir a la calle pasa a otro gabinete frontero al suyo, con la aparatosa sala por medio; y allí encuentra, ordinariamente solas, y rara vez con visitas, a una señora tan gruesa como él, dura de semblante y rica aunque charramente vestida, y a una joven como de veintidós años, ancha de hombros y caderas; bien destacada de pecho; de ojos y cabellos negros como el azabache; de blancos dientes y moreno cutis; bien proporcionada y airosa de talle, y vestida con todo el rigor de la moda…; una buena moza en toda la extensión de la palabra. Estas dos señoras son la esposa y la hija, respectivamente, de don Simón; dícelas éste «adiós» desde la puerta, si están solas, o saluda cumplidamente a las personas que las acompañan, y sale en busca de sus amigos para dar el acostumbrado paseo. Si no se trata de salir a la calle, sino simplemente de almorzar o de comer, usa el mismo ceremonial, pero sin quitarse la bata ni el gorro; y cuando una doncella avisa que está la sopa sobre la mesa, pasa la familia al elegante comedor, y allí se hace servir una bien sazonada comida; después de la cual, echa don Simón una hora de siesta sobre la cama; descabeza el sueño su señora en una butaca, y medita, o lee, o mira por los cristales a la calle la repolluda muchacha.
Y en este tono todo lo demás inherente a la vida doméstica y social de esta respetabilísima familia.
Amigo lector, me cargan las digresiones; pero hay casos en que no puede prescindirse de ellas, y éste es uno de esos casos. Tú serías el primero en negar la verosimilitud de esta última transformación del abacero de marras; y yo quiero que no se dude de la realidad de mis personajes, sobre todo cuando escribo historia pura. Conque ármate de paciencia, y escucha, que yo procuraré ser breve y hasta entretenido.
CAPÍTULO VII
Firme en sus manifestados propósitos de abandonar la villa tan pronto como le fuera posible, Simón Cerojo, desde el día en que le oímos hablar de ello con su mujer, se consagró exclusivamente a realizar, pero con mucho pulso, sus existencias y créditos; indispensable tarea que le ocupó algunos meses.
Cuando tuvo su caudal entero en el bolsillo, como quien dice, y después de haber sacado a la vergüenza pública a algunos de sus deudores que más le habían atormentado el amor propio; después, repito, de haber puesto en evidencia ante la villa entera los apuros de unos y las perpetuas trampas de otros, dejando, de este modo, encendida una guerra civil entre muchas de aquellas encopetadas familias, tomó de su caudal una pequeña parte, y se dijo:– Esto (el caudal) para las alas, y esto (el pico) para pintar las.– En seguida se metió con su familia y con su tesoro en la diligencia, y se largó a Madrid; buena escuela, como él decía, para tomar aire y tono que lucir después en la ciudad.
Ya en la corte, puso a su hija en un buen colegio, con promesa de no sacarla de él mientras no estuviera completamente instruida en cuanto podía saber la señorita más encopetada; y con este fin, pagó rumbosamente, por adelantado, las estancias de un año, y prometió hacer lo mismo en los sucesivos.
Libre de este cuidado, consagróse a recorrer con Juana paseos, teatros y toda clase de espectáculos, estudiando aquí las exigencias de la moda, y allá la manera de lucirlas. Pero su entretenimiento favorito era el Congreso; y ya con su mujer, ya solo, rara era la sesión que él no presenciara desde la tribuna pública.– No se habrá olvidado que Simón era muy dado a la política y a la elocuencia.– Por eso buscaba allí una buena escuela en que nutrir sus inclinaciones; no precisamente porque esperase utilizarla algún día desde aquellos lujosos escaños, como padre de la patria, sino porque un buen decir le juzgaba él indispensable para entrar con desembarazo en el terreno al cual pensaba trasplantarse en breve.
Y como si la suerte se complaciera en allanarle todos los caminos que emprendía, dale la corazonada de jugar un billete a la lotería, y le cae, como quien nada dice, más de medio millón.
Este golpe inesperado le puso a pique de desbaratar sus maduros proyectos, excitándole a darse por satisfecho de los mimos de la suerte, y a quedarse a vivir de sus rentas en Madrid. Pero como en Simón había algo ingénito que le obligaba a caminar siempre, aunque sin fijarse en el punto de parada, desechó la tentación fundándose en que Madrid era demasiado grande para que nadie reparara en un hombre como él; y él quería, por más que no lo intentara en una forma concreta, descollar, un poquito siquiera, sobre el común de las gentes que le rodearan.
Lo único que hizo, que no había pensado hacer al salir de la villa, fué permanecer en Madrid cuatro meses en lugar de uno, y adquirir esos tres grados más de civilización que lucir en la ciudad.
Cuando, tanto él como su mujer, creyeron bastante borrados en sus personas los rastros de la taberna, tomó Simón letras sobre la capital de su provincia; y bien provistos de ropa los baúles, salió con Juana de Madrid, dejando muy recomendada a la niña en el colegio.
Su única pena al abandonar la corte fué el no haber podido encontrar en ella a su general, que, sin duda, se hubiera alegrado al conocer la rápida transformación ocurrida últimamente en la fortuna del humilde asistente; pero Su Excelencia había andado aquella vez más torpe que de costumbre en el pronunciamiento que fraguaba para adquirir honradamente el segundo entorchado; sorprendióle el Gobierno, y le desterró a Filipinas, pocos días antes de llegar Simón a Madrid.
Calculen ustedes el efecto que causaría en una plaza mercantil de segundo orden la aparición de un hombre que se anuncia con letras de cambio, a cargo de las principales casas de comercio, por valor de ochenta mil duros, pagaderos a tocateja. Excitada vivamente la pública curiosidad, hablóse largamente del suceso, suponiéndose, no sin fundamento racional, que persona que tales recursos traía a la mano, mucho más debía de tener en reserva. Hubo quien, puesto ya el caso en el terreno de las indagaciones, aseguró haber oído algo muy parecido a lo que el lector y yo sabemos de la historia de nuestro personaje; pero como los nombres de uno y de otro no coincidían exactamente, y había quien aseguraba muy formal que el recién llegado era un rico negociante de Madrid que había trasladado su residencia, calló la murmuración y tomósele de buena gana, a pesar de ciertos resabios de mal género que de vez en cuando le asomaban, y sobre todo a su mujer, por un señor de importancia, muy rumboso además y muy atento.... Y esto sí que era la verdad pura.
Veamos ahora por qué no coincidían los nombres del Simón de la ciudad y los del Simón de la aldea.
Observó éste, viviendo en la villa, que cuando su apellido Cerojo (sinónimo de ciruelo en el país) se pronunciaba recio en ciertas solemnidades, causaba en el público un efecto desgraciadísimo; y queriendo evitar en lo sucesivo los inconvenientes a que esta circunstancia pudiera dar lugar, resolvióse, al salir de la villa, a firmar en adelante con otro apellido que, sin dejar de ser de su familia, fuera menos vulgar que el primero de los de su padre. Tarea harto difícil, en verdad; pues al pasar revista, de memoria, a toda su ascendencia por ambas líneas, se encontró con que ésta parecía formada en un bosque virgen, según eran sus antepasados Carrascas, Bardales, Cajigas y Abedules. Al cabo, entre lo más remoto de su progenie, halló ciertos Peñascales que le convinieron, pues sobre salirse este apellido de la rutina forestal de los demás, amén de ser muy sonoro, tenía sus ribetes de empingorotado. Pero no era cosa de prescindir totalmente del que había usado hasta entonces, por más de una razón que tuvo presente. Así es que, en sus propósitos de conciliario todo, resolvióse a adoptar en adelante, para todo documento de carácter particular y privado, la firma a secas de Simón de los Peñascales; y para los que tuvieran relación con su vida pública, es decir, para nombre de guerra, el más aparatoso de Simón C. de los Peñascales.
Como el ya don Simón no conocía bien al pormenor el carácter de la plaza mercantil en que se había establecido, dedicóse el primer año, y mientras la estudiaba a fondo, a descuentos ventajosos y préstamos sobre fincas; negocios que le proporcionaron cómodas y pingües utilidades. Al siguiente, ya se matriculó como comerciante capitalista. Al tercero, botó dos barcos a la mar. Al cuarto, todo lo anterior, más dos magníficas casas en construcción en lo mejorcito de la ciudad. Al quinto, era su firma una de las más respetables de la plaza, y de las más respetadas fuera de ella.
Entonces le avisaron de Madrid que su hija estaba al corriente de cuantas materias de utilidad y adorno podían enseñarse a una joven de la buena sociedad, y fué con su señora a recogerla. Mas en lugar de volver directamente a casa, hicieron los tres un rodeo por París; y con la disculpa de que el padre deseaba resarcir a su hija de la larga reclusión en que la había tenido, estuvo la madre un invierno entero perfeccionando su civilización en la capital de Francia, escuela que no desaprovechó el marido para tomar nuevas tinturas de hombre del día.
De retorno de este viaje es cuando, verdaderamente, se ve darse a luz a la familia de don Simón.
Éste, muy afecto siempre a estudiar en el libro de su experiencia, recordando lo ocurrido en la villa con las intemperancias de su mujer, trató de que, en lo posible, no se reprodujera en la ciudad. Y digo en lo posible, porque demasiado conocía el ex tabernero que, a pesar de todas las podaderas de la civilización, doña Juana había de soltar las bellotas en cuanto se la sacudiera un poco. Proponíase don Simón sacar partido del caudal de nociones de cultura que indudablemente traería su hija del colegio para dar a sus salones y a su señora cierta entonación que doña Juana no podía prestarles, y tener siempre en la joven una especie de tribunal de consulta para los casos de apuro.
Quiero decir que hasta la vuelta de París de toda la familia, no se estableció ésta a la altura de sus recursos, ni don Simón consintió a su mujer que abriese sus salones ni adquiriese otras visitas que las más indispensables. Por supuesto que, así y todo, por debajo de los damascos de la gran dama asomó más de una vez el mandil de la taberna. Pero ¿qué se le había de hacer? En cambio, se declaró aquella casa, desde entonces, el centro de la buena sociedad del pueblo; y a doña Juana se le caía la baba de placer con las atenciones de que era objeto: sinceras unas, es verdad, por tratarse de gentes no mucho más avisadas que ella, e hijas otras de la diabólica intención de dar pábulo a las majaderías de la en cumbrada lugareña; pero interesadas todas, porque, al cabo, en aquella casa se bailaba mucho y se cenaba bien, lo cual en ninguna parte se desdeña en estos tiempos.
Felizmente, Julieta (no sé si he dicho antes de ahora que así se llamaba la niña) era sumamente precoz en su desarrollo físico, y no atrasada en el intelectual; de modo que su madre tuvo en ella, no sólo un auxiliar activo, sino un prudente consejero para hacer los honores de su casa desde el momento en que ésta se declaró, como se ha indicado, centro del buen tono de la ciudad.
Y así fueron corriendo los años. Don Simón, acrecentando en cada uno prodigiosamente su caudal, sin duda por aquello de «dinero llama dinero»; doña Juana, sudando placer y vanidades por todos los poros de su cuerpo, y Julieta transformándose en una arrogante moza, desesperación de imberbes, codiciada de talludos y obsequiada de todos.
En esta época floreciente es cuando el carácter de don Simón hace crisis; o mejor, cuando don Simón entra en carácter.
Ya no es hombre que ama las situaciones eminentemente liberales «porque en ellas cada uno puede hablar de cuanto le acomode, aunque no lo entienda»; al contrario, es apasionado defensor de los gobiernos de orden, que sin negar al tiempo las libertades que le corresponden, sostengan a cada uno en su esfera, y no alimenten, en ciertas clases, insen satas ambiciones. Odia toda suerte de tiranías; y por lo mismo, no dejándose imponer de sus braceros y empleados, después de regatearles cuarto a cuarto sus jornales, les paga religiosamente lo convenido. También es filántropo; y si no se le ve pródigo con los pobres que llegan a su puerta, no es por falta de buen deseo, ni por sobra de economía, sino porque no quiere alimentar vicios ni fomentar la vagancia. Cree en el progreso moral de los pueblos; pero bajo la dirección paternal de los gobiernos, y con el esfuerzo… de los años. En cuanto al progreso material, le protege rumbosamente; pero alrededor de su casa, como, en su concepto, debe hacer todo ciudadano, a fin de que el progreso llegue a sentirse y a palparse en todas partes.– Ha comprado muchas tierras en su aldea, y las ha distribuído entre sus antiguos convecinos… a renta; pero dispensando a éstos el favor de no embargarles la manta de la cama cuando, por bien probada necesidad, dejan de pagarle… un año; al segundo ya varía de conducta, si el abuso se repite; y esto, únicamente por respeto a su derecho, no porque necesite para nada las míseras economías de aquellos pobres campesinos. No ha reformado con una mala teja su antigua casita de la plaza, ni ha vuelto a poner en ésta los s; y se comprende en un hombre de sus circunstancias; muerto el señor cura, don Justo, ¿qué otra persona que daba allí con quien «pudiera entenderse» él?