Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 5
Entretanto, don Celso escanció el primer vaso de vino y se le presentó al candidato, que, cerrando los ojos, se le bebió sin resollar. El segundo fué para el tabernero, a quien dijo, mientras éste apuraba el líquido, mitad por el gaznate y mitad entre cuero y camisa:
– Señor don Jeromo, el mundo está perdido; los tunantes se nos suben a las barbas, y los hombres de bien andamos por los suelos. Es preciso que la cosa cambie, ¡y cambiará! Para conseguirlo, contamos con usted.
– ¡Ya, ya!– gruñó por tercera vez don Zambombo.
– En efecto, señor de Cuarterola— dijo don Simón enredando con su larga y gruesa cadena de reloj, de modo que se vieran a un tiempo ésta y los anillos de sus dedos— : la sociedad se desquicia si pronto no se le busca el remedio. Los pueblos gimen agobiados por los impuestos más insoportables; la familia está amenazada de un cataclismo, porque las leyes se hacen y se interpretan por gentes sin arraigo, sin moralidad y sin… contingencia. Es preciso, pues, llevar al Parlamento hombres de recta voluntad, de posición; hombres verdaderamente…, ¿cómo lo diré más claro?…, hombres, en fin…, contingentes, que no vayan allí a hacer su propio negocio, sino la felicidad de los pueblos.... Ahora bien: para que un hombre de estas condiciones eche sobre sí carga tan pesada, no basta la abnegación más patriótica; se necesita también el concurso de los demás hombres que como él nsan. Yo, señor don Jeromo, no he tenido inconveniente en sacrificar al bien de mi país la tranquilidad de mi hogar, y hasta el lucro de mis negocios particulares; pero será estéril mi abnegación si los hombres influyentes, de arraigo, de convicciones sólidas y saludables, de contin gencia, en fin, como usted, me niegan su apoyo en estos instantes supremos. He dicho.
– ¡Bravo! ¡Bravo!– gritó a coro su estado mayor.
– ¡Ya, ya!– gruñó por cuarta vez el tabernero, sacando una mano del bolsillo para rascarse el cogote sin quitarse el sombrero.
– ¡Esto es hablar como un libro, don Jeromo!– exclamó Lépero— . ¡Que vaya este hombre a las Cortes; que vayan muchos como él, y España se pone camisa limpia!
– ¡Ya, ya!… Pero…– murmuró Cuarterola.
– Pero… qué, ¡hombre de Dios! ¿Acabará usted de romper a hablar?– le dijo Lépero ya exasperado.
– Vamos a ver qué tiene que objetar el bueno de don Jeromo— añadió don Simón afablemente.
– Pues digo— repuso el tabernero perezosamente y con voz aguardentosa— que todo lo que usted dice está muy bien dicho…
– En tal caso…
– Sólo que— continuó don Zambombo— es lo mismo que me han dicho todos los candidatos que me han pedido el voto.
– Sin embargo…– replicó don Simón algo resentido.
– Y luego que han sido diputados— concluyó Cuarterola— , si te he visto, no me acuerdo.
– Pues precisamente porque eso que usted dice es cierto, los hombres de mi carácter y de mi posición nos lanzamos esta vez a la lucha, resueltos a que sea una verdad el sistema representativo.
– ¡Ya, ya!– volvió a gruñir Cuarterola.
– Conque, amigo don Jeromo— saltó aquí don Celso, persuadido de que toda preparación era ociosa con aquel bárbaro— , estamos al cabo de la calle y nos hemos entendido. Me consta que a usted, de buena o de mala gana, le siguen a las urnas todo el vecindario y algunos votantes más.
– ¡Ya, ya!…
– Díganos usted cuántas candidaturas impresas necesita, para que se las enviemos oportunamente; y no se hable más del asunto.
– ¡Ya, ya!…
– Y antes que se me olvide: ¿cómo va el pleito?
– ¿El pleito?… ¡Ya, ya!
– ¿Está en segunda instancia?
– ¡Ya, ya!… Ya va para tiempo.
– Pues ¿en qué consiste la parada?
– A la vista está.... Soy pobre, no tengo arrimos…
– ¡Y me habían asegurado a mí que se le había ofrecido a usted la absolución libre a cambio de sus votos para el candidato del Gobierno!…
– ¡Ya, ya!… Ofrecer, bien ofrecen; pero…
– ¿Pero qué?
– Que quiero yo cobrar adelantado, y ellos no quieren pagar hasta el día siguiente.
– Justo, para dejarle a usted en blanco, después de haberlos servido… ¡Si anda ahora una pillería!…– concluyó Lépero, fingiendo cierta indignación, como si quisiera conmover al tabernero.
– Y ¿qué pleito es ése?– preguntó don Simón.
– ¡Una verdadera infamia!– le respondió Lépero guiñándole el ojo— . Un supuesto contrabando, por el cual han formado causa a este pobre hombre, y le están arruinando miserablemente.
– ¡Eso digo yo!– suspiró don Zambombo, bamboleando de un hombro a otro su monstruosa cabeza.
– Pues, amigo mío— dijo don Celso— , jamás hallará usted mejor ocasión que ésta para salir airoso en su empeño. Cabalmente tiene usted delante al mejor amigo del regente de la Audiencia.
Al oír esto, don Zambombo abrió los ojos cuanto se lo permitía la carne de los párpados, y clavó la mirada en don Simón.
Este se quedó como quien ve visiones. Y no era extraño.
– Pero, don Celso— dijo sin poderse contener— , ¿cómo es eso?…
– En efecto— repuso Lépero atajándole— : no es el mismo regente a quien usted conoce, sino a la persona que más le domina.
– Repare usted, don Celso…
– Nada, nada, amigo don Jeromo— continuó Lépero desentendiéndose de los escrúpulos del candidato…– Y advierta usted que esto no va como favor, ni mucho menos. Es usted un amigo a quien aprecio muchos años hace, y esto nos basta al señor don Simón y a mí para prestarle de buena gana este ligerísimo servicio. Conque traiga usted papel y tintero, que vamos a escribir una carta, que puede ser la fortuna de usted.
Como nada perdía en ello el tabernero, movióse perezosamente para complacer a don Celso.
Entretanto, dijo éste a don Simón:
– Tiene usted que poner dos letras a aquella persona que saludó a su amigo de usted tres meses hace, y que es pariente de la cuñada de un amigo del regente.
– ¡Pero don Celso!…
– ¡Pero don Simón!…
– ¡Si ni siquiera sé cómo se llama!
– ¡Diablo!
– ¡Ni dónde reside!
– ¡Demonio!… Pero no importa. Antes al contrario, es mejor así.
– ¿Cómo que no importa?
– Lo dicho. Escriba usted a Juan Pérez o a Luis Fernández, y háblele como si realmente existiera.
– ¡Don Celso!… Y ¿he de firmar yo una superchería semejante?
– Y ¿por qué no? Sobre que la carta no ha de salir de la administración adonde vaya a parar.... ¡Pregunte usted en Madrid o en Barcelona por un Juan Pérez, sin más señas! El asunto es engatusar a este bodoque.
– ¡Pero eso es indigno de una persona seria como yo!
– ¡Ay, ay, ay!– exclamó con sorna don Celso— . ¿Esas tenemos? ¿Con escrúpulos de monja nos venimos? Pues cuente usted desde ahora con que le han de ocurrir en el distrito doscientos lances por el estilo, y si usted está resuelto a hacerles ascos a todos, ya puede volverse a su casa en la seguridad de no sentarse en los bancos del Congreso.
– La verdad es que ser diputado a ese precio…
– ¿Pues a qué precio cree usted que son diputados los demás?
Terciaron en la porfía, auxiliando a don Celso, sus cinco camaradas; y al cabo lograron reducir a don Simón, en el instante en que ponía Cuarterola sobre la mesa un tintero de cuerno con pluma de ave, y medio pliego de papel con lamparones de aceite.
Entregóselo todo a don Simón, que, a regañadientes, tuvo que escribir lo que sigue, dictado muy recio por don Celso, no tanto para que lo oyera bien Cuarterola, cuanto para llenar una exigencia del candidato, que de este modo creía echar menor responsabilidad sobre su conciencia:
«Señor don Pedro Gutiérrez.
Madrid.
Mi queridísimo amigo y pariente: Como sé que también lo eres del señor regente de la Audiencia de este territorio, y que es raro el paso que da en el cumplimiento de sus altos deberes sin oír tu dictamen, espero que le recomiendes con todo empeño la pronta y favorable resolución del pleito que pende ante aquélla, contra don Jeromo Cuarterola, de esta vecindad, y persona de todo mi aprecio, sobre un supuesto contrabando.
Te anticipo las gracias, y espero que esta vez, como otras muchas, valga, en cuanto deseo, la recomendación de tu afectísimo amigo y pariente,
«SIMÓN DE LOS PEÑASCALES.»
– ¡Esto es infame!– dijo don Simón por lo bajo, al cerrar la carta.
– Pero muy conveniente— le contestó don Celso, echando polvos en el sobrescrito.
En seguida se la puso en la mano al tabernero, que se quedó mirándola, como distraído, y dándole vueltas.
– Repito— le dijo don Celso, un tanto quemado con aquella actitud— que esta carta no es un favor que queremos vender a us ted.... La hemos escrito porque…, porque nos ha dado la gana; y nosotros somos así.
– ¡Ya, ya!… Pero....
– Pero ¿qué?…
– Que sin sello no correrá…, me parece a mí.
– Verdad es— dijo don Celso riéndose— . Me olvidaba de que esto es también estanco donde se venden los sellos de franqueo. Traiga usted uno por nuestra cuenta.
Obedeció Cuarterola. Volvió con el sello; pególe a la carta Lépero, y al devolvérsela al tabernero, le dijo:
– Ahora veamos cuánto se le debe a usted por todo.
Quedóse el botarga mordiendo la carta por un pico y murmurando:
– Dos del papel, y cuatro y medio del sello…, siete…; siete…, y por la tinta.... Por la tinta, nada. Y luego, el vino: dos azumbres a siete…
Pero enredándose en estos líos muchas veces, fué al mostrador; llenóle con la tiza de números como la palma de la mano; los borró dos veces con saliva y la manga del chaquetón; escribiólos de nuevo, y al fin volvió a la mesa, diciendo en seco:
– Tres pesetas, con la estaca.
La estaca era, lector, el estar los caballos amarrados afuera, aunque sin haber roído un mal grano, ni haber hecho un céntimo de gasto ni de desperfecto.
Echó don Simón un duro sobre la mesa.
– Quédese usted con la vuelta— dijo don Celso, que mandaba hasta en los deseos del candidato.
Guardó el avaro la moneda; pero no dijo una palabra.
– Conque, en resumen, don Jeromo— concluyó Lépero, poniéndose de , en lo que le imitaron los demás de la partida— : quedamos en que, en igualdad de circunstancias, preferirá usted nuestra candidatura a las otras dos, y en que probablemente la votará usted con toda su gente.
– ¡Ya, ya!– respondió con su muletilla de costumbre el tabernero.
– ¡Si usted tuviera la bondad de ser un poco más franco!– se atrevió a decirle don Simón.
– ¡Pssée!– refunfuñó don Zambombo— . ¡Como tampoco ustedes lo son!…
– ¿Cómo que no?
– Es la verdad. Y si no, a verlo vamos. Yo me comprometo a votarle a usted con todos mis amigos…
– Muchas gracias, señor don Jeromo.
– Con tal de que usted se comprometa a otra cosa.
– Nada más justo, señor de Cuarterola. ¿Ve usted cómo al cabo nos vamos entendiendo?
– Ahora lo veremos. Lo que yo quiero es que se haga en todo este año una carrete ra desde esta misma puerta al camino real, que no va muy lejos de aquí.
– Nada más justo, señor don Jeromo; y desde luego me comprometo, si llego a ser diputado, a hacer cuanto pueda por conseguirlo…, y lo conseguiré, de seguro.
– ¿Lo ve usted? Pues esto me van diciendo todos los diputados que me han pedido el voto de diez años a esta parte.
– ¡Ya! Promesas vanas.
– Como las de usted.
– ¡Hágame usted más favor, señor mío, que yo soy una persona de formalidad!
– Que el día en que sea diputado tendrá cien mil cosas en qué ocuparse, más formales que este pobre camino.
– Cuando yo doy una palabra…
– Mire usted, señor don Simón: el camino costará, según presupuesto que se ha hecho, sobre tres mil duros. Deposite usted esa cantidad donde mejor le parezca y con condición de que se ha de emplear en esa obra, y yo le doy a usted la votación de todo el ayuntamiento…, y algo más.
– Eso es desconfiar de mí; y sobre todo, yo no puedo pagar tan cara mi elección.
– ¿No me ha dicho usted que está seguro de que el camino se hará si yo le voto?
– Si llego a ser diputado.
– Que es lo mismo, según yo voy observando. Pues bueno. El día en que el Gobierno, o la provincia…, o el demonio, haga el camino, recoge usted su depósito… y en paz.
– Se pensará, señor don Jeromo, se pensará— dijo don Celso cortando aquel diálogo, con el cual se iba amoscando algo el inexperto don Simón, y con el fin de no desahuciar por completo al tabernero.
– Pues aquí estoy siempre a sus órdenes— concluyó éste— , con la condición que he dicho. Si conviene, bueno; y si no, tan amigos como siempre.
– Esa es la fija, y hasta la primera— contestó don Celso montando a caballo.
– Quede usted con Dios, buen hombre– añadió el candidato, montando también, abrochándose las solapas y poniéndose los guantes, señal de que nada se prometía ya del brillo de sus alhajas para mover el ánimo de aquel pedazo de bruto, con costras de taimado… y de sebo....
Cabalgaron también los otros cinco auxiliares; y bajando callejones, y resbalando sobre lastras, y vadeando regatos, salieron a una senda que se llamaba camino real, por el que continuaron su marcha a obscuras; porque es de advertir que había anochecido una hora antes, y además caía una lluvia menudita que enfriaba hasta los huesos.
CAPÍTULO XI
Debían los expedicionarios ir a pernoctar a un pueblo que aún distaba tres horas, y a cierto caserón medio feudal, perteneciente a un hidalgo solitario que le habitaba. Era éste persona de bastante prestigio en aquel país, aunque de escasas rentas, y estábale don Simón muy recomendado por algunos amigos de la ciudad. Conocíanle además todos cuantos le acompañaban en la expedición, por otras análogas. Y dicho está que el tal hidalgo era experto en los intríngulis electorales. Pero era muy diplomático antes de comprometerse con ninguno. En cambio, una vez comprometido, no podía hablársele más del asunto. Esto lo sabía muy bien don Simón; y para mayor pesadumbre, ignoraba, a aquellas horas, la actitud en que el hidalgo se hallaba con respecto a él; pues la única carta en que había contestado a las muchas que se le escribieron desde la ciudad pidiéndole su apoyo, tanto tenía de dulce como de amarga.
Y caminando siempre, y meditando sobre este y otros puntos, y rara vez hablando, el agua seguía cayendo espesa y muy fría, y el candidato no veía chispa…; digo mal, veía las que sacaban las herraduras del caballo que precedía al suyo, al resbalar sobre los morrillos; y esto sucedía frecuentemente al borde de un precipicio, en cuyo fondo se despeñaba rugiendo un torrente, cada vez más impetuoso con el caudal de la lluvia. Veinte años antes, Simón Cerojo no se hubiera fijado siquiera en estos imponentes detalles, y hubiera caminado impávido a la misma hora y por el mismo sendero, entonando unas seguidillas, a pesar de la lluvia y del frío. Pero la vida regalona y el apego a las comodidades del rico Peñascales, habían enervado los bríos y arrugado el corazón del apuesto cortejante de la arisca Juana. Don Simón, pues, era, enfrente de todo peligro serio, tímido como una liebre. Por eso se estremecía de espanto al considerar la facilidad con que él y su apreciable candidatura podían ir en un momento a contar la campaña al otro mundo. Y no bastaban a tranquilizarle las seguridades que le daban sus compañeros, fundándose en el instinto y la firmeza de las cabalgaduras.... ¡No era mucho, a la verdad, semejante ga rantía, única con que, de tejas abajo, contaban en ciertos pasos peligrosos!
Aterrábale otra vez la tenebrosa soledad de un bosque, impenetrable a la tenue claridad del firmamento, única luz que hasta entonces había visto desde que anocheciera. Asaltábanle allí toda clase de miedos, a los ladrones principalmente; pero de éste se sacudía con alguna facilidad, considerando que hasta para robar era cruel aquella noche, aun en el supuesto de ser creíble que en semejantes soledades habitaran los que viven a expensas de lo que tienen los que jamás pasarían por allí, a no estar tentados del demonio, o del afán de ser diputados a Cortes, que tanto monta. Del miedo a las fieras le curaban sus acompañantes, asegurándole que el lobo y otros animalitos por el estilo no hacen caso del hombre como tengan bestias en que cebarse; y los viajeros llevaban, por de pronto, siete caballos que ofrecer a la voracidad del soñado enemigo.
Con estos y otros consuelos, don Simón hasta se atrevía a toser sin taparse la boca, cuando el frío de la noche le obligaba a ello.
De pronto se encontraba en una poza con el agua hasta las cinchas.
– ¡Afloje usted las riendas— le gritaban desde atrás— , y deje al caballo que siga la calzada!
– Es decir— pensaba, aterrado, don Simón— , que este animal sigue a tientas y por instinto cierta calzada que está cubierta por el agua. De modo que si se sale de ella, porque el instinto no le alcanza, o si troza y cae.... ¡Dios eterno!… Y todo, ¿por qué? ¡Por ir a buscar unos cuantos votos que, de fijo, no han de darme, para una elección que, de todos modos, y si no me agarro a otras aldabas, he de perder, y con el fin de ejercer un cargo que maldita la falta me hace!
Y el buen señor, sincero y cuerdo en aquellos instantes, renegaba de la hora en que se resolvió a luchar en semejante terreno, y se acordaba del amor de su familia y de la paz de su hogar.
Pero salía del atolladero por un esfuerzo de su cabalgadura y un milagro de la Providencia, y hasta que se metía en otro más apurado no volvía a ser cuerdo ni razonable.... Así nos hizo Dios, y no hay que darle vueltas.
De vez en cuando se distinguía una luz muy a lo lejos.
– ¿Es allí?– preguntaba con ansia el candidato, que ya no podía sostenerse en el caballo, de frío, de miedo y de cansancio.
– Un poco más allá— le respondían siempre.
Y para hacer más llevadera su impaciencia, encontrábase de pronto en una hoz, cuyos taludes de escuetos peñascos parecían juntarse sobre la cabeza del aturdido expedicionario, y cerrarle la salida en todas direcciones. Oía los mugidos del río que pasaba a su izquierda; tocaba los jaramagos que brotaban entre las rendijas a su derecha, y sentía en el rostro el fango con que le salpicaban los caballos que le precedían, y el aire sutil y nauseabundo, como el de una caverna, que silbaba al pasar por aquel tubo retorcido y caprichoso. Pero nada veía, si no era la espantosa representación de su cadáver, magullado por las peñas del río y dando tumbos con la corriente.
Salíase también de aquel mal paso, y otra luz se ofrecía a la vista del asendereado candidato.... Pero ¡tampoco era allí!
Al cabo, perdiendo en cada luz una esperanza, como Colón antes de ver la tierra que buscaba; salvando nuevos precipicios y lloviendo siempre y haciendo cada vez más frío, llegó la expedición a puerto de seguridad.
Estaban los viajeros delante de la casa del hidalgo.... Pero esto lo supo don Simón porque se lo dijeron; pues tal era la obscuridad, que, por no ver nada, ni siquiera veía las orejas de su caballo. Oyó que alguien aporreaba una puerta, o cosa así, con algo tan duro como un morrillo, y que a cada golpe respondía, adentro, un ladrido tremebundo. Estos porrazos duraron cerca de un cuarto de hora, y otro tanto los ladridos. Al cabo de este tiempo percibió un rechinamiento, como el de una gran llave dentro de una inmensa cerradura; después el sonido de un barrote de hierro rebotando por un extremo sobre otro cuerpo menos duro; después el chirrido de unos goznes roñosos…, y, por último, vió la luz de un farol muy ahumado, a cuyos débiles resplandores pudo observar que se había abierto enfrente una portalada.
Preguntó el jayán que alumbraba quiénes eran los de afuera; respondieron éstos cumplidamente, y los hizo entrar en una corralada, donde fueron recibidos por un perrazo que se adivinaba por los feroces ladridos, que no cesaban un punto, y por el crujir de la cadena con que estaba amarrado, pues la luz del farol no alcanzaba tres varas más allá del hombre que le sostenía.
En esto apareció en el ancho soportal, con otro farol en la mano, una especie de fantasma envuelto en un largo ropón, y cubierta la cabeza con una gorra de les. Al ver al aparecido los acompañantes de don Simón, corrieron a él; y con el acento del más afectuoso interés, dijeron a una:
– ¡Señor don Recaredo!…
Mirólos éste despacio, arrimando el farol a la cara de cada uno; y cuando los hubo conocido,
– ¡Tanto bueno por acá!– exclamó— . Ya me esperaba yo la visita.
– ¿Se la han anunciado a usted, acaso?
– ¿Qué más anuncio que la proximidad de las elecciones?
– ¡Je, je, je!… ¡Qué don Recaredo éste!
– ¡Siempre el mismo!
– ¡Qué célebre!
– Y a propósito de elecciones— dijo don Celso— : tengo el gusto de presentar a usted a nuestro.... ¡Calle! ¿Dónde está don Simón?
– ¡Aquí está!– respondió desde el corral una voz débil y enronquecida.
Corrieron allá los seis caciques, y encontraron al candidato haciendo los mayores esfuerzos para apearse, ayudado del jayán.
El pobre hombre estaba entumecido, yerto.
Bajáronle entre todos del caballo, y medio suspendido en el aire le llevaron al portal.
– El señor— dijo don Celso continuando la interrumpida presentación a don Recaredo— es nuestro candidato; persona ilustradísima y de gran arraigo, y se llama don Simón de los Peñascales.
– ¡Conque el señor es don Simón de los…! ¡Hombre, hombre! ¡Pues no me le han recomendado poco mis buenos amigos de la ciudad! ¡Cómo había yo de sospechar que venía entre tanta buena za!… Pero ¿se siente usted mal, señor don Simón?
– Nada de eso, mi señor don Recaredo— respondió con dificultad el interrogado— ; sino que con una jornada tan larga a caballo, y la falta de costumbre…, y luego el frío…, ¿está usted?… Pero, ante todo, le ruego que excuse mi poca cortesía al corresponder a sus atenciones, en vista de la dificultad que…
– ¡Pues no faltaba más sino que anduviéramos ahora en cumplidos! Lo que usted necesita es un buen fuego y un regular alimento, y de todo le proveeremos al punto, si Dios quiere. Conque, señores, vamos arriba, que de las cabalgaduras ya cuidará el mozo.
Guió don Recaredo a los expedicionarios por una vieja, ancha y sucia escalera de pocos tramos, y llegaron a un gran pasadizo, cuyo tillado, carcomido a trechos, se cimbreaba al andar sobre él. A uno de sus extremos estaba la cocina, en la cual entraron todos detrás del hidalgo.
Ardía en ella una hoguera enorme, y esta hoguera estaba encerrada por el alto poyo del fondo y tres largos bancos, más un sillón de madera que ocupaba el sitio de preferencia. La cocina era inmensa, y la hacía parecer mayor aún de lo que era el negro brillante de sus paredes, que no permitía ver líneas ni contornos, ni, por consiguiente, dónde concluían el techo y el pavimento y comenzaba la obscuridad del vacío. ¡Y grande necesitaba ser aquella za para contener lo que contenía!
Además de la espetera y medio bosque de leña y otros objetos propios del lugar, se veían allí una montura completa de caballo; dos escopetas, una carabina, un cuchillo de monte y un morral de caza; un banco de carpintero con todas las herramientas; dos ruedas de carro, a medio hacer; madera labrada para otras tantas; tres sacos llenos de grano; una gata con seis hijuelos recién nacidos; varias les de oso; una dra de afilar, de una vara de diámetro, montada sobre su pilón correspondiente…, y ¡qué sé yo cuántas cosas más! En ciertos pueblos se vive en la cocina durante el invierno, y el invierno duraba ocho meses en aquel pueblo. No es extraño, pues, que la de don Recaredo fuera tan grande y estuviera tan provista.
Despojado don Simón de cuantas prendas llevaba encima de sí contra la lluvia, sentáronle en el sillón de preferencia, a media vara del fuego. Sus amigos y el hidalgo, después de dar a sus criados algunas órdenes, se colocaron en los bancos. Y bien lo necesitaban los seis caciques; pues, menos provistos de impermeables que don Simón, estaban calados de agua hasta el pellejo.
Era don Recaredo hombre que pasaba ya de los sesenta; alto, musculoso, de rostro atezado, medio cubierto por una barba muy cerrada y fuerte, pero casi blanca, o más bien amarillenta; el pelo, que conservaba tan espeso como en su juventud, era mucho más blanco que la barba, así como las pestañas y las cejas. Al verle don Simón a la luz de la fogata, con aquella cara, con aquel birrete de l y envuelto desde el cuello hasta los s en un capotón de monte, creyó estar contemplando a uno de los magos que él había visto salir alguna vez por escotillón en el teatro, entre llamaradas de resina. Pero, lejos de ser un personaje siniestro, don Recaredo era todo lo contrario: afable, hospitalario y benévolo como pocos.
Unico resto de una familia antiquísima del país, y poco aficionado a las delicias matrimoniales, había dejado pasar los mejores años de su vida entre los placeres de la caza y las atenciones de su hacienda, que le daba lo necesario para vivir hecho un señor en aquellas soledades. Respetábanle los campesinos por su carácter… y por sus fuerzas, y también por ciertas convidadas que sabía darles oportunamente. Todo sinceridad y franqueza, no se le conocía vicio ni repliegue que tratase de ocultar a sus vecinos; aunque no faltaba mala lengua que asegurase que el tal hidalgo menudeaba demasiado las visitas a cierta cuba de lo añejo que conservaba en la bodega; pero lo cierto es que nadie pudo probarlo…, no el vino, sino el hecho. Sus verdaderas aficiones, bien notorias, eran la carpintería y la caza. Como carpintero, hacía primores; como cazador, no tenía rival en el país. Amaba la garlopa y el escoplo, y se pasaba días enteros sobre el banco; pero amaba mucho más su escopeta y su puñal. Ir al monte con sus sabuesos; seguir la pista del oso; llegar a verle, apuntarle, herirle, ¡oh placer!…, y, sobre todo, rematarle a puñaladas, luchando con la fiera cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, solo, sin más testigos que sus perros, sin otro auxilio que el de su corazón impávido, su puño de bronce y su puñal de acero. ¡Oh embriaguez sublime! Estos lances, de los que contaba muchos en la vida, eran todo su orgullo, toda su gloria.
Por eso creo yo que no debía de ser verdad lo del vino…, ni lo que también se murmuraba sobre ciertos mocetones del pueblo, que, a más de parecérsele en figura como un huevo a otro, recibían de él frecuentísimos agasajos y deferencias, y le llamaban padrino sin haberlos sacado de pila. ¡Buen caso hacía don Recaredo de esas debilidades de la naturaleza!
Como hombre de rancia progenie, estaba muy relacionado en toda la provincia, aunque se pasaba años y años sin salir de su aldea; y como elector de empuje, era uno de los más mimados del distrito. De aquí la intimidad que parecía haber entre él y los acompañantes de don Simón. Todos eran veteranos del mismo ejército.
Cómo pensaba el hidalgo antes de comprometerse en una elección, jamás se supo; y mal podía saberse cuando él mismo lo ignoraba. Y lo ignoraba, porque no era hombre de inclinaciones políticas. Salvos ciertos resabios de estirpe, cualquier color, y aun forma de gobierno, le eran indiferentes; porque, después de todo, para él no presentaba la historia más que un rey digno de haberlo sido: don Fabila; y mientras el tiempo o las circunstancias no trajeran a reinar otro idéntico, y capaz, no sólo de luchar con el oso, sino de vencerle, no pensaba afiliarse en ningún bando.
Por estas y otras razones, o no votaba a nadie cuando de elecciones se trataba, o se iba con el primero que sura pedirle su apoyo con cierta habilidad.
En el caso de que vamos tratando, ¿se había comprometido con alguno seriamente antes de visitarle don Simón? Esta era la duda.
En vano intentaron aclararla el candidato y sus amigos, confortado ya el primero y secos los segundos al calor de la lumbre. El hidalgo no se franqueaba. Esto era un mal síntoma para ellos.
Mientras los unos persistían en el tema, aunque con ciertos rodeos y miramientos, y el otro escurría el bulto, como decirse suele, una mocetona preparaba al fuego un perol de sopas de ajo, media arroba de lomo y otras menudencias por el estilo, que siempre abundaban en casa de don Recaredo.
Cuando la cena estuvo pronta, condujo éste a los huéspedes a un salón tan grande como la cocina, pero no tan amueblado. Allí estaba preparada la mesa. Era alta, de tijera, y supongo que tallada, porque lo estaban, hasta con escudos y motes, los dos bancos de respaldo a ella adjuntos. Cubríala un mantel blanquísimo y fino, pero demasiado raído por el uso; y se conocía por el tamaño, por el peso y por la forma, que también eran de abolengo los cubiertos y dos cucharones de plata que brillaban sobre el mantel, a la luz de un velón de cuatro mecheros que pendía de una tablilla, clavada por un extremo en una vigueta del techo. Con el auxilio de esta luz, cuyo alcance no pasaba de la mesa, parecía distinguirse allá en lontananza, entre las sombras del fondo, dos grandes cuadros al óleo, un armario y un reloj de caja.
Durante la cena, se habló largamente de las aficiones de don Recaredo, de sus ascendientes, de las peripecias del viaje, del tiempo…, de todo, menos de las elecciones.
Concluída la cena, hubo para cada huésped una cama, no muy blanda, pero sí muy limpia, y la mejor para don Simón.
En buena justicia, ¿qué más había de pedir éste al hidalgo, sin ser un grosero? Acostóse, pues, sin saber lo que deseaba; dur mióse al cabo… y amaneció el nuevo día, tan frío, tan lluvioso y tan desagradable como el anterior.
¡Y había que continuar el viaje!; ¡y cuanto más se anduviera, mayor altura se ganaría, y mayores, por consiguiente, serían los rigores de la intemperie!
Con estas reflexiones, se le erizaban a don Simón los pocos pelos que tenía.
Cuando acabó de vestirse salió en busca de su gente; pero se extravió en un laberinto de salones y pasadizos desmantelados y sin orden ni concierto. Por casualidad tropezó con la cocina al cabo de un buen rato, y allí encontró a sus amigos calentándose a la lumbre y almorzando sopas en leche, acompañados de don Recaredo, cuyo sitial de preferencia tuvo que aceptar.
Nada se habló tampoco en aquella ocasión de lo que más interesaba al candidato, por mucho que éste y sus acompañantes buscaron la lengua al hidalgo.
Y el tiempo apremiaba, y era preciso dejar sin tardanza el hospitalario albergue.
Y se dió la orden para que se aparejaran los rocines; y llegó el caso de que los expedicionarios bajaran al portal con las espuelas calzadas; y montaron todos…, ¡y todavía no se cruzaron entre don Simón y don Recaredo otras palabras que no fueran lisonjas, cumplidos y finezas!
Por fin, al ponerse en marcha la gente en el corral, y teniendo entre las suyas el hidalgo una mano de don Simón, dijo al segundo el primero: