Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 6
– Crea usted, amigo y señor mío, que mi satisfacción hubiera sido cumplida, si al honor que recibo hospedándole en mi casa, pudiera añadir el placer de servirle en cuanto desea.
– ¿Tan invencibles son los obstáculos que se lo impiden a usted, mi señor don Recaredo?– preguntóle don Simón, en tono compungido y casi con lágrimas en los ojos.
– No tanto como de ordinario— respondió el hidalgo— , porque la verdad es que a ninguna elección me he ligado con menos fuerza que a ésta.
– Entonces— repuso don Simón, apretando más y más las manos de don Recaredo— , ¿me será lícito esperar que logre usted romper, o desatar, esos compromisos de tan poca consistencia?
– Para mí, señor don Simón— dijo el hidalgo con cierta solemnidad— , tratándose de compromisos de mi palabra, lo mismo son las ligaduras de hierro que las de estambre.
– Entonces no insisto— replicó don Simón, aflojando su mano hasta soltar las de don Recaredo.
– Vaya usted en la inteligencia— díjole éste con cierta sonrisilla y dando dos pasos atrás— de que para hacer por usted cuanto me fuera posible, bastaban las cartas de sus amigos.
Si esto fué una pulla, jamás se supo, pues don Simón, que era a quien más interesaba averiguarlo, ni lo intentó siquiera; y en cuanto a sus acompañantes, bien cenados, bien dormidos y bien almorzados en casa y a expensas del hidalgo, ¿qué diablo les importaba una frase más o menos, por intencionada que fuese?
Al salir de la corralada tuvo don Simón la curiosidad de fijar la vista en la fachada del caserón. Era de dra amarillenta, y estaba cubierto de blasones, de musgo… y de rendijas; el alero se caía, y los balcones se desmayaban. Allí no se había gastado un real en reparaciones durante muchos años. ¿Estaría don Recaredo decidido a que fenecieran juntos el solar y el solariego? Todo era creíble en su carácter.
CAPÍTULO XII
La marcha de aquel día fue más penosa que la del anterior; pues a los inconvenientes de la víspera hubo que añadir los que ofrecían una capa de nieve de más de media vara de espesor, con que se hallaron a las pocas horas de camino, y la que continuaba cayendo. Frecuentes veces tenían que apearse los viajeros para descender rápidas pendientes. Entonces, sueltos los caballos y buscando los jinetes los pasos menos inseguros, solían rodar unos y otros, y cada cual por su lado, como troncos inertes; lo que no divertía gran cosa a don Simón, aunque hacía reír más de una vez a sus acompañantes.
Estas peripecias y otras análogas duraron tres días, hasta que, vueltos los expedicionarios al llano, encontraron una regular temperatura, mejores caminos y un sol radiante.
En sus diversos altos y paradas, que dis ponía siempre aquel de los seis caciques más conocedor del terreno electoral que iba a pisarse, no encontró siempre don Simón un albergue tan placentero como el del hidalgo, ni muchos tipos que se le parecieran en la nobleza del carácter. ¡Cuánto abundaban los traficantes en votos y los especuladores en candidaturas!
Durante el largo trayecto de algún punto a otro, departían calurosamente los expedicionarios sobre los azares de la elección, o discreteaban los acompañantes de nuestro candidato, o le pintaban muy lisonjero el desenlace de la campaña, con el fin de hacerle el viaje más divertido. Pero ¡ni por ésas! Don Simón, nuevo en el oficio, hallaba en cada trámite casos y cosas que le aburrían, quizás más que las dificultades materiales del camino.
Tenía encargo especial de su estado mayor de saludar cortésmente a todo viandante que se cruzara con ellos, y así lo hacía el santo varón, por aquello de que «donde menos se nsa se adquiere un voto».
Una vez se le decía, al pasar junto a una choza miserable y solitaria:
– Es preciso que haga usted una visita a la persona que vive ahí.
– ¡Pero si no la conozco, hombres de Dios, ni aunque la conociera valdría el trabajo de detenernos!– observaba don Simón, con repugnancia.
– Déjese usted de remilgos, don Simón, y considere que esta choza, entre padres, hijos y allegados, vale más de cinco votos.
¡Y allí tenían ustedes a todo un capitalista, cargado de oro y diamantes, apeándose entre puercos, terneros y mastines, descubriéndose humildísimo, dando la mano y preguntando por la señora y demás familia a un rústico destripaterrones, que olía a boñiga y aguardiente, y apenas se dignaba responder como sabía a tantas deferencias, no obstante haberle sido presentado el candidato con los títulos consabidos de «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento!.
Otra vez se encontraban en el camino con un par de reses y su conductor.
– Es preciso— se le decía entonces— que pondere usted mucho y muy recio esos animales.
– ¿Para qué?– preguntaba asombrado don Simón.
– Para que lo oiga el que va con ellos.
– ¿Y qué tengo yo que ver con él?
– ¡Friolera!… ¡Es un elector!
– ¡Aunque sea el preste Juan de las Indias!… ¡Yo no hago esas tonterías!
– El que algo quiere, señor don Simón, algo tiene que sufrir.
– Ya, ya; ¡pero hay cosas!…
– ¡Mire usted que cada uno de nosotros es viejo en el oficio, y cuando le aconsejamos algo, con su cuenta va!
Y el soplado personaje, que se sentía dominado por aquellos seis diablillos en cuanto se relacionara con su empresa electoral, no tenía más remedio que parar su caballo cuando se le acercaban los animales, fijarse en ellos, y comenzar a gritar como un energúmeno:
– ¡Oh!… ¡Magníficos! ¡Qué gallardía! ¡Qué cuarto trasero! ¡Qué anchos! ¡Soberbia raza! ¿Son de usted, buen hombre?– preguntaba por remate al conductor.
– Para servir a usted— respondía el interrogado, con cara de recelo.
Acto continuo le asaltaban los caciques; y después de abrazarle y sobarle mucho,
– Tenemos el gusto— le decían— de presentarte a nuestro candidato, el señor don Simón de los Peñascales, «persona independiente, con treinta mil duros de renta y mucho talento».
– Muy señor mío— añadía don Simón, quitándose los guantes, abriendo las solapas y dando un cigarro al campesino, para lucir tres cosas de un golpe: su rumbo, su cadena y sus diamantes.
Tomaba el buen hombre el cigarro, sin hacer gran caso de lo demás; y mientras chupaba para encenderle, decía con mucha calma:
– De la que yo entendí a un señor tan prencipal como éste alabarme tanto las bestias, dije para mí: «¿por qué será?» ¡Mil demonios si me acordaba de la eliciones!
– Pues ya te las han recordado…
– Como si callaran; que nosotros, los probes, vamos por onde nos llevan, ¡y gracias que así y todo!… Conque ¡ea!, se agradece el osequio y la alabanza, y hasta otra.
– ¡Pero oye un momento!…
– No puede ser, que se me van las bestias, y temo que hagan alguna que me cueste los cuartos.
– ¿Lo ven ustedes?– decía don Simón, muy amoscado, volviéndose hacia sus consejeros.
Pero éstos se le reían a las barbas por toda respuesta; y llevados del mejor deseo, y fundados en su experiencia, ni se arrepentían ni se enmendaban.
CAPÍTULO XIII
Si el objeto exclusivo de estas páginas fuera pintar los azares y fatigas de un candidato en vísperas de su elección, yo siguiera paso a paso al de mi historia en su peregrinación por el distrito; pero como son varios los asuntos que abarcan estos capítulos mal pergeñados, me limitaré a decir, en compendio y para gobierno del inexperto lector, que por dondequiera que iban nuestros expedicionarios, hallaban con frecuencia el terreno electoral rebelde a su cultivo, y el más propicio no pasaba del aspecto dudoso que ofrecía el del Mayorazgo. En todas partes aparecían huellas de la influencia moral del Gobierno. Aquí se había ofrecido un juzgado de primera instancia; allá, una carretera; en el otro pueblo, la aprobación de sus cuentas municipales, ¡que ya tenían que ver!; en el del otro lado, la tala de un monte, y en el de enfrente, el repartimiento, entre los vecinos, de ciertos terrenos de propios.
En vano don Simón saludaba hasta a los perros, y mostraba varas de cadena y adoquines de diamantes, y se desgañitaba don Celso para demostrar a las gentes reacias, con el recuerdo de otras muchas elecciones, que el poder oficial hace esas y otras muchas ofertas, y jamás las cumple aunque consiga su objeto. Los jefes de los diversos grupos electorales preferían ser engañados sirviendo al Gobierno, a ser servidos a medias por un charlatán con el desacreditado título de candidato independiente. En cuanto a las masas de electores, que eran los verdaderos árbitros de la contienda, nadie se cansaba en pedirles su parecer: irían como dóciles rebaños a depositar en las urnas una candidatura que se les entregaría cerrada; y ni más sabían ni más sabrán en los siglos de los siglos, aunque siglos dure, que lo dudo, esta comedia.
Siempre que la expedición hacía un alto, y muchas veces mientras caminaba, recontaba los votos seguros, añadía los recaudados últimamente, y acababa por formar un estado general, cercenando una tercera parte de los probables y añadiéndoselos al enemigo, para ponerse don Simón en el peor caso imaginable. El último cómputo que se hizo dejaba muy dudoso el éxito de la lucha; y tener duda en tales casos, equivale a una derrota segura.
Bajo esta triste impresión, y, además, molido, sucio, desgarrado y con la cara roja como un pimiento, volvió don Simón a su casa, ocho días después de haber salido de ella.
Para colmo de angustias, cuarenta y ocho horas más tarde supo por don Celso (que había quedado con sus cinco compañeros recorriendo el distrito, el cual no abandonarían hasta que votará el último elector; tenacidad incomprensible para todo el que no sepa con qué encarnizamiento se lucha en tales batallas), supo, repito, que el Mayorazgo se había pasado al enemigo con armas y bagajes, a cambio de no sé qué ensanche que la administración le permitía dar al cierro que conocemos; otra falange segura de votos se iba detrás de cierto cacique, seducido a última hora con la resolución favorable de un expediente escandaloso; don Recaredo decididamente no le votaba, y tres Ayuntamientos, hasta entonces seguros, habían pasado a la categoría de muy dudosos, merced a ciertas garantías de favores ofrecidas por el candidato ministerial. Y lo peor de todo era que sólo faltaban tres días para dar principio a la elección; y en tan corto plazo no podía conjurarse el conflicto, aunque don Simón echara la casa por la ventana.
Don Celso concluía su carta diciendo que había que decidirse o por la derrota o por transigir con el Gobierno. Según él, esto último era lo más conveniente; pues, bien mirado, el Gobierno no era mejor que otros muy malos, pero tampoco era peor; y, al cabo, para hacer algo por el país, mejor se estaba al calorcillo ministerial, que en el infierno de la oposición o en el limbo de los independientes.
Repugnábale a don Simón perder este último carácter que tanto le halagaba; pero no podía resignarse a no ser diputado, ya que estaba con las manos en la masa. En tan apurado trance, consultó a sus amigos, quienes, por unanimidad, opinaron como don Celso.
A consecuencia de este acuerdo, mediaron negociaciones en ciertos centros oficiales, y don Simón fue admitido en ellos hasta con palio. Jugó el telégrafo; supo el Gobierno que acababa de hacer la adquisición de «uno de los personajes más importantes del país»; dijéronlo así al punto los periódicos oficiosos de la corte; súpolo toda España; desapareció la candidatura del pobre aventurero, a quien se dió en pago una credencial de primera, que es cuanto él ambicionaba, y se le dijo a don Simón:
– Puede usted ir a descansar tranquilo. Ya es usted diputado.
Y así fué. Verificadas las elecciones, y mientras se verificaban, se habló mucho de palizas, de urnas suplantadas, de electores presos, de muertos que votaban, y aun de algunos vivos que por votar murieron; de casas que ardían, y de otros recursos tan usuales y lícitos como éstos, empleados en beneficio de la candidatura de don Simón; pero lo cierto es que a éste se le proclamó diputado electo por el distrito, y se le entregó un acta que así lo declaraba, limpia como el oro.
Diéronsele, pues, las consabidas serenatas por todas las murgas de la población; recibió las acostumbradas felicitaciones, y, ¡oh fuerza de la vanidad satisfecha!, llegó a creerse merecedor de tanto obsequio, y hasta legítimo representante de la libérrima voluntad de sus electores. Y lo creía tanto, que, días después de elegido, se indignaba, con la mejor buena fe, al hablar de las coacciones ejercidas contra él por el pobre candidato de oposición durante las elecciones. ¿Qué más podía pedirse a don Simón?… Estaba en perfecto carácter de diputado independiente.
A todo esto, doña Juana estaba como niño con zapatos nuevos. En cuanto su marido recibió el acta de su elección, se lanzó a la calle y encargó a la modista tres vestidos de lo mejor, y uno de media cola… Iría al Congreso, a las tribunas de preferencia, muy a menudo; a palacio alguna vez; daría rumbosas fiestas a los hombres de Estado; obsequiarían a su hija ministros y embajadores…; ¡quizás obtendría un título de Castilla!…
Todo esto, y mucho más que antes pasaba lentamente y como una ilusión por su fantasía, vió en un momento, palpable y como ya realizado, ante sus ojos. ¡Menudo sofocón iban a pasar las señoras provincianas que habían hecho mofa de sus resabios de lugareña! Pues ¿y cuando La Correspondencia anunciara sus idas y venidas? ¿Y cuando La Epoca historiase sus recepciones entonadas?
Bajo impresiones tan embriagadoras, vestida con lo mejor que tenía, y su hija con lo más elegante de su bien provisto ropero, estuvo una semana haciendo visitas que siempre había desdeñado, y pagando otras que debía de muy atrás, sólo por buscar ocasiones de anunciar su salida para Madrid, adonde la llevaba el delicado cargo con que el país había honrado a su marido.
Entretanto, ordenaba éste sus asuntos mercantiles, para dejarlos bajo la dirección y al arbitrio de un dependiente de su confianza.
CAPÍTULO XIV
Lo que resta de la presente historia, con ser lo más importante por lo que al protagonista afecta, ha de ser lo más soporífero para el lector, que, de seguro, conoce a palmos el terreno que vamos a pisar, y ha de anticiparse con la memoria a mucho de lo que yo le refiera. Y no será poca mi suerte si no me interrumpe más de una vez para decirme: «Y a mí ¿qué me cuenta usted? ¡Si me lo sé de corrido mucho ha! ¡Si ese tipo y cuantos con él se rozan viven en mi calle!…» ¡Desdichado inconveniente que toca todo aquel que falto de ingenio, como yo, para inventar personajes y escenas del otro mundo, busca el asunto de sus prosaicas relaciones en los hechos vulgares y tangibles de la vida real y práctica de los hombres y de los pueblos!
Pero ¿ha de impedirme esta razón, que en mí pesa mucho, seguir narrando los sucesos hasta el fin de la comenzada historia? No a fe; que, después de todo, no está mandado por ninguna ley que siempre que se cuente algo hayan de ser maravillas.
Prosiguiendo, pues, sin más preámbulo el suspendido relato, encontramos ya a Periquito hecho fraile; es decir, a don Simón en Madrid con su augusto carácter de diputado a Cortes, y a su familia acomodada con él en una de las principales calles, y no en la peor de sus casas.
Pero aún no había tomado asiento en el Congreso el flamante político, y ya estaba convencido de una, para él, triste verdad, a saber: que para brillar en Madrid como brillaba en su provincia, no bastaban el caudal del rico negociante y las demás preeminencias que sobre éste habían ido recayendo una tras de otra.
La Correspondencia había anunciado su llegada a Madrid, no solamente como diputado, sino como una de las personas más importantes y beneméritas del país; y no se había sacudido el polvo del viaje, cuando el ministro de la Gobernación, en un atento B.L.M., le había citado a su despacho. Allí, S.E. le había llenado de incienso, asegurándole, entre otras cosas, que con el concurso de hombres tan respetables e ilustrados como el señor de los Peñascales, todos los conflictos políticos y económicos se con juraban, y España estaba de enhorabuena.
Y a pesar de estas y otras deferencias que, dicho sea de paso, él creía merecer, don Simón se echaba a la calle, de intento a , y nadie le saludaba ni le miraba con curiosidad.
Iba al Congreso en los días que precedieron a su solemne apertura, y en sus alfombrados salones y pasillos, y en cada uno de los infinitos grupos de diputados, periodistas, altos funcionarios y otras gentes de mucha nota, que se formaban aquí y allá, hablábase de todo menos de su llegada, de su caudal o de su importancia. Y, sin embargo, allí no había muchos gabanes más flamantes que el suyo, ni muchas camisas más limpias, ni muchas botas más aplomadas. Al contrario, abundaban los paños raídos, los pantalones con rodilleras, las camisas de tres días y los tacones de medio lado.
¿En qué consistía, pues, la indiferencia con que se le miraba allí y fuera de allí? Quizá se necesitase en Madrid algo más que dinero para brillar; tal vez un poco de osadía, o muchas conexiones de familia, o algún triunfo ruidoso; elementos todos hijos del tiempo y las circunstancias, que él adquiriría indudablemente. Pero lo cierto era, y esto le contristaba hondamente, que su caída en Madrid no había hecho el menor efecto en el público. Tenía, pues, que ganar en la corte, grado a grado, la altura que en la ciudad ganó de un brinco. La empresa, a la verdad, era superior a las fuerzas de don Simón; pero él no lo creía así, y esto le consolaba un poco.
Entretanto, se regodeaba con las distinciones que le correspondían por su investidura. Mientras las puertas del Congreso estaban cercadas por una multitud de papanatas, a quienes se prohibía hasta aproximarse a la acera, él las atravesaba erguido entre las reverencias de los porteros, que, al abrirle respetuosamente la mampara de rojo terciopelo, le decían:
– Pase Usía.
Una vez adentro, podía tocar el botón eléctrico que se le antojase, para pedir a un ujier lo que tuviera por conveniente; pasear en el salón que mejor le pareciese; sentarse en el diván más cómodo; escribir en los gabinetes al efecto; pedir en secretaría el expediente más difícil de hallar, y en el archivo el libro más extraño; en fin, hasta beber, de balde, un vaso de agua con azucarillo en la cantina de la casa.
El ministro continuaba citándole frecuentemente a su despacho con otros diputados de la mayoría, y allí, mano a mano y como en familia, se contaban las fuerzas y se discutían las batallas que, por de pronto, necesitaba dar el Gobierno, sin perjuicio de otras más rudas que tendría que librar más adelante.
No se apuraba don Simón por esto, pues no paraba mientes en tan poca cosa. Fijábase únicamente en las distinciones con que se le honraba en aquella alta región. El ministro le pasaba la mano por el lomo; le llamaba «mi excelente don Simón», y hasta le daba un cigarro o se le pedía; y los porteros del Ministerio, esos proverbiales cancerberos, bruscos y desabridos hasta la ferocidad con todo simple mortal, con él se descoyuntaban a reverencias y cortesías.
Muy envanecido con estas y otras parecidas distinciones, a falta de las más populares y solemnes que aguardaba para más adelante, considérese el efecto que le causaría la noticia que se le dió una vez en los pasillos del Congreso, de que las oposiciones iban a hacer una guerra implacable a las actas ministeriales, y que la suya figuraba en primer término como la más escandalosa. Don Simón no había perdido aún la fe en el, para entonces, desacreditado aforismo: «de la discusión nace la luz». No contenía el acta una mala protesta, ni él creía lo que se contaba de su elección sobre atropellos cometidos por sus auxiliares; pero tales cosas podrían decirse en el Congreso; de tal modo podrían presentarse los hechos, que al fin vacilaran los ánimos y se pusiera todo el mundo de parte del vencido, lo cual equivalía a echarle a él de allí y obligarle a volverse a su cosa, como un Juan particular, sin haber llegado a ser inviolable. Esta consideración le aterró; y sin pérdida de un solo momento, acudió con la noticia y sus temores al ministro.
– ¡No haga usted caso, santo varón!– díjole riendo S.E.
– ¡Es que se asegura mucho!
– ¿Y qué?
– Que si realmente me la atacan, tales cosas podrán decir, aunque sean inventadas, que extravíen la opinión.
– ¿Y para qué sirve la mayoría?
– No entiendo…
– Fíjese usted bien. La comisión será nuestra.
– Bueno.
– Y presentará el acta entre las más limpias.
– Bien; pero luego la atacarán…
– Corriente; y hablarán contra ella una hora, dos horas…, ¡tres meses, si usted quiere!
– ¡Canastos!
– Pero vendrá al cabo la votación, y como somos tantos contra tan pocos....
– ¡Ah, ya!.. Pero como yo creía que al discutirse una cosa, para algo serviría esa discusión…
– ¡Medrado estaba el Gobierno entonces, amigo mío!… ¡Cómo se conoce que usted es nuevo en la casa!
– Todo eso es verdad; pero yo tendré que defenderme.
– ¡No, señor! Eso sería dar importancia a un asunto que no la tiene. La comisión se basta y se sobra para dejarle a usted en buen lugar.... Para que usted debute, ya le buscaremos un motivo verdaderamente digno de su carácter y de su talento.
– ¡Oh!, mil y mil gracias, señor ministro— dijo don Simón cayéndosele la baba— ; pero yo no merezco ese concepto…
– ¡Vaya si le merece usted!– replicó S.E. con una sonrisilla y un retintín que acabaron de emborrachar a don Simón; retintín y sonrisa que en aquel personaje y en aquella ocasión venían a significar un pensamiento que podía traducirse en estas palabras:– ¡Qué hermoso suizo!
A todo esto, doña Juana y su hija Julieta, luciendo cada día un traje nuevo en paseos y espectáculos, no pasaban de ser, en espectáculos y paseos, dos señoras más, muy bien vestidas, lo cual halagaba poco la vanidad de la ex tabernera, que aspiraba a mayores triunfos.