Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 18
A ello, pues. Se removió un poco en el sofá para quebrarse por los riñones hacia adelante; juntar más una pierna con la otra; pegar bien los codos a los ijares; alargar el pescuezo y poner las manos palma con palma, con los guantes entre las dos hechos una torcida; y con la voz más flauteada, y el mirar más expresivo, y la sonrisa menos antipática que pudo hallar en su pobre repuesto de estos ingredientes, preguntó a Irene, encarándose con ella en la susodicha forma, la siguiente vulgaridad:
– ¿Conque tan famosa ya y tan campante?
A lo que respondió la interrogada con otro lugar común, a medias palabras y tres cuartos de voz.
– Y ¿qué ha sido ello?– insistió Nino, devorando a la joven con la mirada vidriosa.
– Poco más de nada,– respondió Irene, de cualquier modo y por responder algo.
– ¡Ay, la pobre!– exclamó entonces doña Angustias, tomando el caso más a pechos que su hija,– ¡qué amargas las ha pasado!
– ¡Atroces!– añadió Petrilla, acudiendo muy gustosa a reforzar las posiciones de su madre.
– Lo esencial es, para todos— repuso Nino, subrayando muy fuerte esta palabra,– que el mal se haya vencido pronto y hasta casi de repente, para no darle tiempo a que hiciera estragos, que a veces llegan a ser en la convalecencia una nueva enfermedad. Verdaderamente ha sido un fenómeno digno de notarse, y muy feliz… para todos, lo repentino del restablecimiento… ¿no es verdad? porque todavía ayer tarde, según se me dijo en la portería, continuaba usted con fiebre y en la cama…
– Es que— se apresuró a responder Petrilla, temiendo que ni Irene ni su madre lo hicieran enteramente al caso,– la mayor parte de las veces, y ésta ha sido una de ellas, el mejor médico para entender bien una enfermedad y curarla en el aire es el enfermo mismo.
– ¿Quién lo duda?– exclamó el visitante, volviéndose hacia Petrilla y replegándose sobre sí mismo un poquito más todavía.
– Muchos lo dudan— replicó su maliciosa interlocutora enardeciéndose poco a poco,– y aquí se ha visto. Irene, desde que empezó a malear hace ya algún tiempo, ha estado empeñándose en que el único remedio que había para curarse bien y pronto, era el que ella proponía; pero los que andaban a su lado tenían más fe en otro que era todo lo contrario, y así ha venido la infeliz pasando la pena negra hasta esta misma mañana, en que se ha obrado el milagro…
– ¿En virtud del remedio que ella proponía?– la preguntó Nino, escapándosele por los ojos la curiosidad que ya le devoraba.
– Menos que eso todavía— respondió Petrilla valerosamente:– en virtud de la promesa que se la hizo de darla gusto. Con esto sólo… vamos, con oler la medicina, y desde lejos, se puso de repente tan buena como usted la ve.
– ¡Qué exageradora!– exclamaron casi al mismo tiempo, en son de chanza, Irene y su madre.
– Es la pura verdad— insistió Petrilla;– créame usted a mí.
Nino, que, como ya se ha dicho, no era lerdo, al punto caló que lo del remedio de que hablaba la pizpireta chiquilla era pura metáfora, y dio por innegable que en aquella figura retórica andaba danzando él. Pero ¿danzando bien o danzando mal? Esto era lo grave del caso. Si, según sus observaciones anteriores, don Roque se encontraba solo enfrente de toda su familia en el conflicto doméstico que tanto le había preocupado a él, no podía ser él mismo la medicina propuesta por Irene para curarse, sino la que su padre la recetaba; porque el parecer de éste era el único que Nino conocía a las claras en el delicado asunto que le había sacado de Madrid lleno de ilusiones. ¿Se habría equivocado él en sus primeras indagaciones, y estarían los pareceres de la familia divididos de otro modo… por ejemplo, Irene y su padre contra doña Angustias y Petra? Pero ¿cómo se compaginaba esto con la fruición de la última al referirle a él el milagro de la medicina, si la tal medicina era él mismo en cuerpo y alma? ¡Ah! si hubiera podido hablar a solas con Irene, o con las dos hermanas siquiera, como lo traía calculado, pronto saldría de sus dudas mortificantes; pero la presencia de su madre le obligaba a guardar allí ciertos miramientos… Sin embargo, ¿no era él oficialmente, según lo tratado y acordado entre su padre y don Roque, con aquiescencia y beneplácito de ambas familias, el novio de Irene? ¿No había venido de Madrid llamado para terminar personalmente lo que por cartas se había puesto allá a punto de terminarse? Pues siendo esto evidente, como lo era, y aquélla la primera vez que él veía a Irene desde su venida, estaba hasta obligado a conducirse en aquella ocasión de muy distinto modo que un simple amigo de la casa, fuera cual fuese la manera de sentir sobre el delicado tema, de las personas que tenía delante. Si había repugnancias en alguna de ellas o en las tres, él no tenía noticias oficiales de semejante cosa, al paso que las tenía de lo otro toda la familia de don Roque, y a esto debía de atenerse Nino. Y a esto se atuvo para buscar por de pronto una callejuela por donde deslizarse medio a escondidas y caer luego de plano en el asunto, si lo juzgaba oportuno y conveniente.
Con estos propósitos y después del brevísimo tiempo que necesitó para pensar todas estas cosas, volviose Nino otra vez hacia Irene, y díjola, encorvándose otro poco más y manoseando mucho los guantes arrugados:
– De todas maneras, y sean cuales hayan sido la enfermedad y el remedio, me felicito de todo corazón, como deben de felicitarse cuantos a usted la quieren bien, aunque nadie tanto como yo seguramente, de verla a usted libre de cuidados y de dolores y en plena convalecencia.
Se le agradeció la felicitación, pero con demasiada etiqueta, a juicio del felicitante; por lo cual, sin dejar éste que se enfriara el hierro que había puesto sobre el yunque, le descargó a suerte o a muerte este nuevo martillazo:
– Sentiría en el alma que dudaran ustedes de la cordialidad de mis palabras, conociendo, como conocen, los singulares motivos que yo tengo… o debo de tener, para que no puedan salir de otra parte que del fondo de mi corazón.
Diciendo esto, pensaba Nino: «ahora, si las cosas van por los carriles de mi gusto, la madre hará una salida discreta de la sala para dejarnos a Irene y a mí en libertad de entendernos, aurque su hermana esté presente, por el bien parecer.»
Pero también le falló este cálculo. Doña Angustias no se movió de su sitio, ni sus hijas ni ella mostraron en palabras ni en gestos la menor señal de que les inquietara poco ni mucho semejante duda. Antes al contrario, hubiera jurado Nino que hubo en Petrilla un movimiento, algo como sacudida nerviosa de mal agüero, que se conjuró con cierta mirada elocuente y una carrasperilla sospechosa de su madre. Indudablemente, Petra le era hostil; de doña Angustias no sabía qué pensar; pero, en cambio, Irene, por su actitud de sobresalto y de notoria mortificación, le daba racionales bases para otros cálculos más halagüeños. ¿Por qué no había de significar aquella extremada tirantez de espíritu la violencia en que la tenían delante de él, y la mudez a que la obligaban allí su hermana y su madre? Y siendo fundada esta suposición, ¿qué le importaban al hijo del ilustre prócer las repugnancias de aquellas dos mujerzuelas? Con estos alientos (que buena falta le hacían), y apurado ya por las necesidades de la escena, que podía acabar en ridícula para él, se encaró resueltamente con Irene, y la preguntó, disfrazando su despecho con cierto airecillo de broma:
– Con toda franqueza, Irene: usted, que es la más interesada en ello, ¿qué es lo que piensa?
– ¿De qué?– preguntó a su vez Irene con muy escasa voz.
– De la cordialidad de mis palabras, de la calidad de mi satisfacción al verla a usted restablecida… y de los motivos que tengo…
– Pues que supongo— le interrumpió Irene de muy mala gana,– que habrá dicho usted lo que siente.
– ¿Nada más que suponerlo?– insistió Nino trasudando.
– Y ¿por qué ha de pasar de ahí?– saltó de golpe Petrilla, que ya no cabía en su butaca,– ¿ni por qué ni para qué se ha de apurar tanto un asunto que no vale dos cominos?
– Verdaderamente— dijo doña Angustias, disimulando mal con una sonrisa forzada lo que le iba cargando el tema,– que no veo la necesidad de que se ventile con tanto empeño una cosa tan insignificante.
Nino sabía por demás que, tomadas sus palabras como habían sido tomadas allí, enderezar otras semejantes por el mismo camino era caer él en un despeñadero de majaderías. Viose de pronto acorralado en esta asfixiante estrechez; sintió el sudorcillo del bochorno; sublevósele la negra honrilla, y dispuesto a hacer una salida airosa, aunque no saliera triunfante en su litigio, decidió en el acto dejarse de paños calientes y plantear de lleno la cuestión con toda la frescura y seriedad que su importancia requería.
Sin dar tiempo a que se le enfriara la resolución, cambió su postura violenta y afectadamente distinguida por otra más natural y desembarazada, y dijo así, con voz entera y no desagradable continente:
– Señoras mías… ¿a qué andarnos, a estas alturas, con finezas resobadas y circunloquios trasnochados, como si me fueran ustedes conocidas desde ayer tarde, y pretendiera yo ganarme su estimación con travesuras y discreteos de enamorado cursi?… Hace ya mucho tiempo que nos conocemos, y yo no puedo aparentar en esta ocasión, sin hacer un triste papel y sin inferir a ustedes un agravio, que ignoran las especialísimas razones que hay para que a mí me sea muy cara la salud de Irene. ¿Estoy o no en lo cierto, señoras mías?
– Hágame usted el obsequio de explicarse un poquito más— contestó doña Angustias, acudiendo placentera al terreno a que la arrastraba Nino, mientras Irene se estremecía en su sillón y Petrilla se relamía de gusto,– para que de una vez nos entendamos y se le pueda dar a usted la respuesta que pide y necesita. También a mí… y a todas nosotras, nos gustan las cosas claras; y cuanto más entre amigos, mejor.
– Pues con eso sólo— repuso Nino sin amilanarse cosa maldita,– tenemos andada la mitad del camino. Vaya, pues, por lo claro y sin estorbos; a salvo siempre, y por supuesto, la buena, mutua y desinteresada amistad de antes…
– Eso, por entendido,– repuso doña Angustias muy cortés.
– Yo salí de Madrid— prosiguió Nino Casa— Gutiérrez,– pocos días hace, formal y honradamente convencido de que aquí se me aguardaba con parecidas ansias a las que yo tenía de que se sancionaran de palabra entre todos nosotros ciertos planes trazados por escrito poco antes. Si estos planes hubieran sido obra de mi iniciativa o de mi ingenio, yo habría temido siempre que no acabaran en bien, porque no fío nunca gran cosa de la solidez de mis cálculos; pero los habían hilado otras manos harto más diestras, más firmes y más venerables que las mías, y yo no podía dudar de la solidez de la obra; por lo cual la di desde luego por intachable y perfecta; la acogí con todo mi corazón, y hasta me permití fundar sobre ella las ilusiones más nobles, más honradas y más tentadoras que he logrado forjarme en toda mi vida… Porque es lo cierto, y lo declaro con el alma entera puesta entre mis labios, que el beneficio me parecía superior a mis merecimientos, si no se me tomaba en cuenta, como moneda de buena ley, lo inmenso de la gratitud con que le recibía… ¿Me van ustedes entendiendo mejor ahora?
– Póngalo usted más claro todavía, si le es posible,– respondió muy templada doña Angustias, con visible aprobación de su hija Petra.
– Pues allá va como usted lo desea y a mí me gusta— dijo Nino inalterable.– Con estas ilusiones tan disculpables y estas esperanzas tan bien garantidas, llegué…
Aquí se detuvo Nino de pronto, cuando más aguzada estaba la curiosidad de sus oyentes, muy complacidas las tres, y particularmente Irene, en considerar que, con el giro que iba tomando el asunto, se llegaría al fin anhelado por ellas mucho antes de lo concertado entre doña Angustias y su marido. Y se detuvo Nino, porque se abrieron las puertas de la sala y apareció de golpe en escena don Roque Brezales, moviendo mucho estrépito.
– ¡Hombre, hombre!– decía esforzando su extenuada voz y queriendo dar a su cetrino rostro una animación que no le salía de adentro.– ¡Tanto bueno en mi casa y sin saberlo yo hasta que me lo ha dicho la muchacha al abrirme la puerta!… Vaya, vaya… Y ¿cómo va, mi querido don Antonino?
A todos los presentes les supo a rejalgar la interrupción de don Roque en lo más sabroso de la conversación aquella; pero Nino estaba resuelto a terminarla a todo trance, y por eso, mientras daba la mano al recién venido, le dijo por única respuesta a su saludo:
– Estábamos tratando aquí, señor don Roque, un punto delicadísimo cuando usted ha llegado…
Por la cara y la voz de Nino y las actitudes alarmantes de las mujeres, y especialmente porque ya hacía mucho tiempo que todas las caras, y todos los ademanes, y todos los ruidos de este mundo le sonaban a él a una misma cosa, dedujo el pobre hombre que el punto delicadísimo a que se refería el hijo del prócer, era su dedo malo. En esta creencia, muy bien fundada, tembláronle las carnes; y después de pedir a su mujer cuentas de su deslealtad con una mirada de agonía, se desbordó en chanzonetas que le resultaron atrocidades en su mayor parte, con el honrado fin de meter a barato el «punto delicadísimo.» Y lo consiguió; pero con el auxilio de su mujer, que procedió así un poco por caridad, otro poco por justicia, y el resto por muy justificables temores de que su marido se lo echara todo a perder si tomaba cartas con ella en aquel importante juego.
Puestas aquí las cosas y más tranquilo don Roque, dio a todos los allí presentes la gran noticia de que había tenido carta aquella misma tarde de su ilustre amigo, anunciándole su salida de Madrid al día subsiguiente.
– Es decir, mañana,– concluyó don Roque, sacando la carta del bolsillo.
– Ya he tenido el gusto— observó Nino,– de dar a estas señoras la misma noticia. Lo sabía desde ayer…
– De manera— continuó don Roque, sin hacerse cargo de lo dicho por el otro y pasando la vista por la carta,– que en el exprés de pasado mañana…
– Justamente,– interrumpió Nino.
– Tendremos la dicha— continuó don Roque,– de verle entre nosotros. Aquí lo asegura. (Leyendo la carta.) «Mi querido amigo…» ¡Siempre tan parcial y cariñoso!…
– Ya, ya— dijo doña Angustias entonces, haciendo como que echaba a broma la tenacidad de su marido;– ya estamos enterados de que la cosa no tiene duda.
– Cabalmente,– concluyó don Roque entendiendo a su mujer y diciéndola con una mirada que también fue bien comprendida por ella: «¡si tú supieras qué tripas se me han puesto a mí con la noticia de la llegada esa!…»
Nino se despidió poco después, llevándose la promesa de aquellas señoras de ventilar en ocasión más oportuna el tema que quedaba apenas esbozado allí, y sobre el espíritu una abrumadora carga de negros temores y de punzante curiosidad.
– XVIII— El «prócer»
En la llegada de este personaje concurrían aquel año singulares circunstancias que deben tenerse muy en cuenta aquí. Era el cuasi jefe del partido más considerable de la oposición de entonces; las Cortes se habían cerrado un mes antes apresuradamente, con un pretextillo legal de esos que siempre tienen a mano los Gobiernos para un apuro; y el apuro de aquella legislatura fue cierta repentina descomposición de la mayoría, por mal disimuladas y contrapuestas aspiraciones de ciertas y determinadas personalidades «conspicuas» de ella. Estas personalidades se habían desparramado después por las ciudades más renombradas entre las más famosas de las veraniegas de España; con el piadoso objeto de definir claramente sus aspiraciones y tendencias en sendos discursos pronunciados por fin y remate de los respectivos banquetes que darían los partidarios de sus ideas, por noble y espontáneo impulso de su patriotismo y de su adhesión incondicional y entusiástica: todo, por supuesto, con el generoso intento de afirmar la disciplina del gran partido a cuyo ilustre jefe continuaban y continuarían subordinados con alma y vida; nada por miras personales ni «bastardas ambiciones…» No había que confundir estos extremos por falta de reflexión o por exceso de malicia: ellos siempre serían ellos, es decir, los hombres leales y consecuentes, fieles y sumisos a su bandera; pero, por lo mismo, incapaces de sacrificar los sacrosantos intereses de la patria a las conveniencias de un partido.
Así hablaba la prensa ministerial, o, mejor dicho, la parte de ella adicta a los supuestos disidentes de la mayoría; la restante quería creerlo, pero sus trabajillos la costaba disimular que no podía; en cuanto a la de oposición, singularmente la del partido llamado a recoger la herencia del Gobierno cuando cayera, le pintaba tambaleándose ya; y para que acabara de caer, ensanchaba las rendijas entreabiertas, encendía los rencores y enconaba las heridas, mientras sus profetas e inspiradores se dispersaban también detrás de los enemigos para poner púlpito donde le pusieran ellos, con el honrado fin de no dejarles hueso sano y acabarlos de matar.
De los disidentes de la mayoría eran los tres personajes de los hongos feos que el lector ha conocido de vista más atrás. Hasta la fecha de los últimos insignificantes sucesos aquí narrados, no habían roto a hablar todavía con la solemnidad prometida desde Madrid, y tan ardientemente deseada por amigos y adversarios. El periodista que estudiaba la comarca «bajo todos sus aspectos,» y un redactor de El Océano, los habían interpelado, a título de reporters, con la debida oportunidad, y habían dado a luz en sus respectivos periódicos el fruto de sus indagatorias; pero éstas arrojaban poca luz en comparación de la que esperaba la pública curiosidad; y aun de esa poca hubo que quitar algo a instancias encarecidísimas de los interpelados. Menos luz daba todavía lo que traían y llevaban los amigos de la localidad, que los asediaban en la playa y les servían de cortejo en la población. «¿Has visto hoy a Froilán, o a Gorgonio… o a Perico?» se preguntaban unos a otros a lo mejor, porque es de saberse que todos alardeaban de tratarlos con esta llaneza. «¡Ah!… ¡Oh!…» solía responder el preguntado; «¡qué cosas, chico… qué cosas!… Si ese hombre dijera en público lo que se dejó decir en particular, con ese talentazo que tiene y ese pico que Dios le dio,… te digo que la mar, chico, ¡la mar!…» Y nada en substancia, por más que se les tiraba de la lengua por propios y extraños; o porque nada habían dicho con claridad ellos, o por no haber sido bien entendidos de los otros. Indudablemente faltaba el teatro, la ocasión, el banquete. Sobre esto de la falta del banquete, corrían varias versiones. Según unas, de los enemigos, consistía en que los soldados de aquellos capitanes eran pocos y no todos bien vestidos; según los de casa, Froilán y Gorgonio y Perico andaban un tanto melindrosos en el particular, como si hubiera negociaciones pendientes con los de Madrid para su inteligencia mutua, transigiendo en esto los unos y concediendo los otros lo de más allá… Franqueza les sobraba y estimación de veras para decir a sus partidarios «ahora;» y cuando no lo decían, sería por algo, y ese algo debía de respetarse. Entretanto, se vivía alerta y se tomaban medidas para que, en el caso de celebrarse el banquete, concurrieran a él, para hacer a aquellos hombres ilustres los debidos honores, las personas más notables de la población, con un pretexto que no faltaría.
Pues bueno: el marqués de Casa— Gutiérrez, duque del Cañaveral, era, como ya se ha dicho, el cuasi jefe de su partido; el alter ego del jefe indiscutible, y hombre, además, de gran prestigio entre sus fieles, ducho en artimañas y travesuras políticas y de una elocuencia brillante y demoledora. Claro es que con estas prendas personales y en unas circunstancias como aquéllas, la llegada del señor duque debía de ser muy sonada; porque, aunque no lo deseara él, estaba interesado en que lo fuera el pundonor político de sus partidarios de allí, que blasonaban de acérrimos, pasaban y se tenían por gentes adineradas, y rabiaban por echar a Froilán, a Gorgonio y a Perico, los tres gallitos de los otros, otro gallo digno de ellos que les cantara bien claro, y en un lance de compromiso hasta los arrojara del corral. ¡Banquete! No uno, ciento darían ellos al ilustre prócer, si el prócer los deseaba o las conveniencias del partido los pedían. Y banquetes de primera, con comensales abundantes y bien vestidos; elocuentes, los más de ellos; mayores contribuyentes, casi todos; de lustre y prosapia… ¡uf! uno sí y otro no, si bien se miraba.
Se removió, por consiguiente, el partido entero y verdadero en aquella localidad, buscándose, recontándose y codeándose los partidarios; y ésta fue la más negra para don Roque Brezales, el soldado más ardoroso y entusiasta de todos los de aquella benemérita legión. Lo fue primeramente, porque, a pesar de sus talegas y de su amistad íntima con el gran personaje, casi abanderado del partido, todavía no había conseguido capitanearle en aquel apartado confín de la madre patria. Bien sabía Dios que él había hecho todo lo posible porque le otorgaran allí esa investidura que tan desaforadamente apetecía. No daba el pobre hombre en la consistidura de aquello. Su ilustre amigo parecía estar muy de su parte; y, sin embargo, la cosa, con todos sus inherentes relumbrones y prestigios, se deslizaba por sí misma dulce y tranquilamente, como las aguas apacibles por su cauce natural, hacia aquella condenada persona que le había vencido en las luchas de La Alianza y en todos los terrenos en que se habían encontrado frente a frente. Y como se decía en sus grandes nostalgias del empecatado predominio: «ese hombre no es más rico ni mayor contribuyente que yo; ni se viste con mejor sastre, ni paga la ropa más cara ni más a punto que yo; ni tiene más lucida familia ni mejor puesta la casa que yo; ni cuenta arriba con tan poderosos amigos, ni me pone la raya en hablar con sentido en juntas ni en leer de golpe un impreso… y así y con todo, por más que me arrastro y por más que me ayudan a arrastrarme, no acabo de llegar… ¿En qué mil demonches estribará ello?» Pero nunca daba en el hito, o en el ite, como decía él.
Mientras el partido no se movía, menos mal, porque no le tentaban las ocasiones de tremolar en su diestra el glorioso pendón de la falange aquella; pero cuando llegaba la hora de hacer algo, ¡qué sudores pasaba! Porque no acomodándose resignado a desempeñar segundos papeles por creerse con indiscutibles derechos al principal, y siendo como era el partidario más decidido y fogoso, se veía y se deseaba para trabajar con ahínco sin que se trasluciera que trabajaba como simple soldado de filas y no como capitán. Que hubiera allí un comité y que no fuera él quien le convocara y le presidiera, no podía concebirlo ni, en su opinión, debiera tolerarse.
Esto en lo usual y corriente de su vida política; pero en la excepcional ocasión de que se trata aquí, había para don Roque Brezales un segundo clavo que alcanzaba con la acerada punta hasta lo más hondo del depósito en que guardaba él, en confuso revoltijo, sus honrados sentimientos de hombre de bien y sus vanidades de persona visible. El tormento de ese nuevo clavo le sentía don Roque imaginándose que cuantas gestiones hiciera enderezadas a solemnizar la llegada de su egregio amigo, eran a modo de toque a concejo para congregar testigos del desastre que estaba decretado para el negro conflicto de su casa. Pero hay que confesarlo en honra suya: logró sobreponerse a sus flaquezas, y trabajó la partida como un desesperado. Todo programa de honores y festejos le parecía poco, y llamaba pusilámine y roñoso al correligionario de más envergadura, mientras andaba hurgándolos a todos con una agilidad y un entusiasmo, como si no tuviera asuntos de mayor importancia para él en qué ocuparse. Conociendo, como el lector conoce, el estado anormal y borrascoso de sus adentros, cualquiera pensaría que se entregaba el pobre hombre a aquellos ajetreos con el fin de emborracharse con ellos para matar sus pesadumbres; y acaso, acaso no anduvieran esas imaginaciones a dos ápices de la realidad. «Desengáñese usted,» le decía a Sancho Vargas, que le ayudaba mucho en la brega, «aquí no hay más que pico y mucha farsa: todos son unos caballeros muy valientes y muy opíparos, cuando se trata de decir: yo soy el gallito del catarro, y esto dispongo y esto manipulo; o de poner los puntos encima de las haches al hombre de mejor cosmografía; pero dígales usted que se meneen o que se rasquen el bolsillo a contrapelo… ¡cascabeles! ya están torciendo el morro y volviéndose de espaldas… Lo mismo que esa papelería de chicha y nabo: si usted quiere una alabanza bien puesta en letras de molde, ha de escribirla usted a su gusto, como nos acaba de pasar ahora y le está pasando a usted toda la vida. Pues, hombre, lo que yo digo: para estos viajes no se necesitan alforjas… ¡Vaya, vaya!… Ya ha visto usted el asunto estos días atrás: todo les parecía miseria para asombrar a los otros; y si no es por mí, y a todo tirar por usted, esa gran persona llega mañana sin tener quien la reciba más que nosotros dos. No le demos vueltas, señor don Sancho: bien estipuladas las cosas, aquí no hay más que un hombre de agallas, que soy yo, aunque me esté mal el decirlo; y, a todo tirar, otro, que es usted. Ésta es la verdad. Pues verá usted la zurramulta de ellos que le van a hacer a mi ilustre amigo el redibú tan pronto como llegue.»
Algo había de cierto en el fondo de estas duras apreciaciones; pero no tanto ni tan negro como lo pintaba el despechado Brezales. El «egregio prócer» tuvo al día siguiente un recibimiento bien lucido, y no fue todo él obra de los mangoneos de don Roque y Sancho Vargas. Cierto que algunos periódicos no contaron más que lo que se les había dado la víspera puesto ya en solfa; pero, en cambio, el cronista de la Estafeta local de El Océano volcó, por propio y natural impulso, todo el cesto de las lisonjas de los grandes días. ¡Cómo le puso de ilustre patricio, estadista gigante, ciudadano perínclito, talento preclaro y caballero sin tacha! ¡Cómo empalmaban las nubes de incienso unas con otras, y qué bien y con qué arte se extendían después a «la egregia familia, ornamento y gala de la colonia distinguidísima y elegante» que honraba a la sazón con su presencia «nuestra playa incomparable!» Pero ¡ay! ni la alusión más remota a aquello de los «transparentes cendales» y «las gasas tenues» de la otra vez. Bien lo notó don Roque, y bien estimada quedó por él la omisión en toda su terrible elocuencia. El fracaso de su gran proyecto debía de ser ya del dominio público, cuando el lisonjero periodista no aprovechaba aquella ocasión de lucirse en el cumplimiento de un sagrado deber del oficio. De aplaudir era la conducta, como rasgo de prudencia; pero ¡qué prudencia tan mortificante para el buen hombre, por las causas de que nacía! ¡Y qué causas, gran Dios, y qué efectos! sobre todo el que no había estallado aún y debía de estallar muy pronto, y a su presencia, y por su palabra… y entre sus manos. ¡Horror! Pero era preciso, estaba decretado que sucediera eso, y sucedería, costárale lo que le costara. Vencería sus repugnancias, dominaría su flaqueza para arrojar por la ventana la gloria y la felicidad de su familia; pero haría la hombrada, aunque el esfuerzo le costara la vida.
Hubo en la explanada de la estación hasta seis coches particulares de respeto, sin contar el landó flamante de don Roque; y en el andén pasaron de cincuenta las personas que acudieron a dar al duque la bienvenida y tener la honra de estrechar su mano. Allí estaban los hombres más visibles del partido, y lo que pudiera llamarse el estado mayor de cada hombre: unos en concepto de partidarios profesos; otros en el de simples catecúmenos, y tal o cual en el de amigo puramente de los unos o de los otros, pero con estómago bien constituido para alistarse en aquella bandera… o en otra por el estilo, si la ocasión se presentaba, porque las particulares conveniencias lo exigieran. Sancho Vargas no cabía en el andén; pero, en cambio, a Pepe Gómez, que también andaba por allí, porque era de los de don Roque, todo espacio le venía ancho con su modo de ser inconmovible y arreglado. Don Lucio Vaquero, con los hombros y las paletillas cubiertos de caspa (y eso que al salir de casa con la levita nueva le había cepillado bien su señora), no fue de los últimos en llegar. También éste era de los de don Roque, igualmente que don Felipe Casquete y don Anselmo Gárgaras, los tres consocios suyos del gran salón del Casino, y los tres fortísimos capitalistas y principalísimos contribuyentes por lo urbano. Eran asimismo de su cortejo tres concejales simples y un teniente de alcalde; y si no formaba a su lado el Gobernador también, era porque la digna autoridad, como se lo había mandado a decir a última hora, se abstenía de concurrir a aquel acto por el carácter político que le imprimían las circunstancias; pero, como particular, asistía en espíritu al recibimiento y tendría el honor de pasar a ofrecer sus respetos al señor duque tan pronto como llegara a su hotel de la playa. De manera que con esta adhesión y aquellos concurrentes, la falange de don Roque era la más brillante de todas las de sus más «conspicuos» correligionarios, incluso el jefe, que, fuera de la suya propia, no llevaba una representación de cuatro millones de pesetas en efectivo, ni en capacidades otras que la de un procurador que empezaba, y la de un beneficiado de la catedral. Porque los dos canónigos y el magistrado de la Audiencia, que también figuraban entre los concurrentes, habían ido allí de cuenta propia, y no de la del jefe, como se lo aseguró al principio a don Roque el aprensivo don Anselmo Gárgaras. Nino, con su cuñado y Ponchito Hondonada, llegaron al andén los últimos de todos, y a punto de entrar el exprés en la estación.
El gran personaje descendió de un sleepingcarr, y cayó entre los suyos como un Júpiter casero entre diosecillos de tres al cuarto. Todos temblaron un poco, no de miedo, sino de pequeñez, con excepción de don Roque, que tembló además de espanto y consternación por lo que él sabía y el lector no ignora. Y cuidado que el hombre aquel no era para asombrar a nadie por la talla ni por la fiereza; porque presentes estaban otros que le sacaban un buen pico en corpulencia y eran hasta más indigestos de mirar que él; pero aquel aseñorado continente; aquella agradable soltura de movimientos; aquella elegante sencillez de vestido, aquella magistral correspondencia entre el moverse, el hablar y el sonreír; aquella hermosa cabeza tan llena de luz; aquel rostro tan radiante de ideas… y de malicias; aquella voz tan sonora; aquella frase tan limpia y bien acentuada; hasta aquel manejo admirable del sombrero, de los guantes, del reló… en fin, aquel estar en todo, y siempre bien y sin esfuerzo ni violencia… eso, eso y el prestigio de su nombre, y el recuerdo de sus grandes luchas en el poder, y sus batallas en la oposición, era lo abrumador y asfixiante para aquel montón de hombrucos que se creían gigantes en la pequeñez de sus escondrijos. Por más que cerraban los ojos, no dejaban de ver en aquella piedra de toque la alquimia de su oro de baja ley, por lo referente a sus humos de personajes de nota; excepto Sancho Vargas, que se creía siempre tan grande como el más talludo, dicho sea en honor de su modestia.