Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 20
– XX— Al otro día
No podía parar en cosa buena la entrada que don Roque había hecho en su casa volviendo de dejar en la suya al ilustre prócer recién llegado de Madrid. ¡Fue mucha entrada aquélla!
Como todo el que no quiere dar su brazo a torcer en un asunto peliagudo, y se agarra a un clavo ardiendo si no tiene asidero mejor para defenderse en las últimas trincheras, el iluso Brezales, en cuanto se vio dentro del nimbo esplendente del excelso personaje, apagó la candileja a cuya luz mortecina consideraba él las razones con que se le combatía en el pleito de su casa, y se dijo, con el ardimiento y la sublime ceguedad del héroe que se juega la vida en el empeño:
– Lo que deba de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.
Y desde aquel instante, ciego y sordo a los hechos palpables y al retintín, que conservaba en los oídos, de las amenazas de su mujer, ya no pensó más que en empujar la bola de sus antojos para que fuera engordando hasta creerla capaz de asombrar con su volumen y de aplastar con su peso cuantos obstáculos se le pusieran por delante. Y lo consiguió, sin grande esfuerzo de su raciocinio; porque acompañando en su carruaje al duque, y rozándose con él, y oyendo su voz, y aspirando su fragancia… a no sabía qué, pero una fragancia en toda regla; saboreando su palabra y la música de su voz; adorando su prestigio; desvaneciéndose en contemplar la altura y la extensión de su fama, y en medir con la imaginación las fuerzas de su talento, y perdiéndose, por último, en la inmensidad de la consideración de que aquel hombre extraordinario venía… a lo que creía venir, tal absorción fue haciendo de estas cosas, que al cabo se sintió como borracho de todas ellas, y hasta hubo un instante en que, por la fuerza del contagio, se conceptuó ya grande, y elocuente, y afamado, y hasta hermoso, y hasta temible como él. Y este momento fue precisamente el de llegar a su casa, después de haber tratado a su otro acompañante en el landó con el más altivo menosprecio, al volver ambos de la playa.
Así es que el buen hombre se hizo extrañar hasta de Rita, que le abrió la puerta. Pisaba firme; se contoneaba mucho, con la cabeza erguida; hablaba hueco; miraba duro, y entregó el sombrero y el manatí a su doncella para que los colocara en la percha y en la bastonera respectivamente, cosa que jamás había hecho, pero que recordaba él habérsela visto hacer al duque en su casa de Madrid.
– A la señora— dijo al mismo tiempo a Rita, pero sin mirarla,– que tenga la bondad de pasar inmediatamente a mi cuarto.
Pasó él por de pronto con marcial continente, fusilado por la espalda con algunos gestos diabólicos de la doncella, y poco después se le presentó doña Angustias.
El hombre se paseaba a lo largo del dormitorio, recordando la escena ocurrida allí pocas noches antes, para gozarse en el desquite que pensaba tomar inmediatamente.
– Angustias— dijo a su mujer, plantándose delante de ella con la cabeza muy alta y una mano a medio esconder bajo la solapa de su levita abrochada.– El señor duque, nuestro ilustre amigo, ha llegado ya.
– Lo suponíamos— respondió doña Angustias, extrañándose del tono y de la actitud de su marido.– Y ¿qué más?
– ¿Qué más?– repitió Brezales, llamando en su auxilio todas las fuerzas que había ido adquiriendo en la calle y de las que empezaba a desconfiar un poco.– Que venía en un lipicar, lo mismo que un rey; que me dio un abrazo en cuanto saltó al andén; que no ha abrazado a nadie más que a mí, ¡a nadie, Angustias!; que me ha preguntado por todas y cada una de vosotras con un cariño y una llaneza que me avergonzaron; que me ha distinguido entre el túmulo de gentes que le esperábamos allí, yéndose después casi que solo conmigo, hablándome de miles cosas de interés hasta su casa, donde queda rodeado de su ilustre familia…
– Pues salud se os vuelva todo,– dijo doña Angustias aprovechando una pausa de su marido.
– No va el agua por ahí— replicó don Roque con bastante entereza todavía,– sino por otro calce muy distinto.
Doña Angustias se encogió de hombros desdeñosamente.
– Si no te explicas más— le dijo,– mejor será que te calles; porque no tengo el tiempo de sobra.
Don Roque, después de dar media vuelta por el cuarto, detúvose de nuevo encarado con su mujer, y añadió a lo dicho antes:
– Ese hombre, Angustias, viene ignorante de lo que pasa aquí; ese caballero es el honor de su patria, porque es un grande hombre; ese grande hombre no puede fallar, ni equivocarse, ni dejar de ser grande… Lo digo yo, porque conozco el corazón humano y sé medir con mis luces las alturas de esos hombres… De algo me ha de servir el roce amistoso con ellos… ¿Entiendes?… Pues bueno: con ese grande hombre tengo yo una palabra empeñada; cumpliendo esa palabra, yo sería grande también, y tú lo serías a tu modo, y tu hija lo sería mucho más; porque eso es lo que tiene el sol cuando luce de verdad, que alumbra a todos por un simen: yo no lo había visto tan claro como hoy; y por eso, y porque es de justicia y de decencia, quiero y dispongo que la palabra que tenemos empeñada a ese grande hombre, que nos hace el honor de venir confiado en ella, se cumpla como es debido… y se cumplirá, porque yo quiero que se cumpla… Si alguna vez te he ofrecido cosa en contrario de esto, hazte cuenta que oíste llover; porque me vuelvo atrás, como caballero que soy. De cerca es como se ven las comenencias y los compromisos de los hombres, y de cerca acabo de verlos yo… y porque los he visto así, te digo ahora, como me lo ha gritado tantas veces la concencia en el camino: lo que debe de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.
Doña Angustias oyó esta parrafada sin apartar los ojos de su marido; y en cuanto éste hubo acabado de hablar, por toda respuesta y todo comentario le largó esta palabra sola:
– ¡Tonto!
Pero con tal dejillo de lástima y de ira y de burla al mismo tiempo, que resultaba un trancazo.
No necesitó más que este golpe: con él quedó el pobre hombre contundido y tambaleándose; y tan despabilado de la embriaguez que le prestaba aquellas fuerzas postizas, como si le hubieran derramado un cubo de agua por la cabeza abajo. Todos sus bríos desaparecieron en un momento; todo su valor, toda su energía, toda su entereza se disipó como por ensalmo; pero, por desgracia para el infeliz, al abandonarle estos auxiliares, en cuyos bríos confiaba, le dejaron en el meollo la visión de su conflicto, más negra y horripilante que el primer día. Se vio, pues, inerme, solo y comido de espantos, y maldijo la hora en que se le ocurrió atreverse a ser temible y valeroso; y renegó del momento en que, conociendo que sus fuerzas flaqueaban delante de su mujer, no hizo una honrosa retirada, sin dar tiempo a que le vencieran con un garbanzo, que él veía venir en el aire de aquella mirada sutil y entre los pliegues de aquella sonrisa burlona… Le dolió la palabra en lo más hondo del corazón; le escoció la herida como si estuviera el puñal envenenado; se creyó tonto de veras, por primera vez en su vida; se avergonzó de sus bravatas pueriles, y estuvo a punto de llorar, a faltas de una palabra que no se le ocurría para salir del atolladero sin el riesgo de caer en otro mayor.
Doña Angustias fue leyendo claramente todas estas evoluciones de su espíritu; y resuelta a ser implacable allí, porque para las heridas de cierta gravedad no había otra medicina que el cauterio, volvió a decir a su marido, después que le supuso ya capaz de comprenderla:
– Tonto, sí, y tonto de capirote.
– Pero… ¿por qué, mujer?– se atrevió a preguntarla Brezales en tono de súplica, con escasa voz y cobarde mirada, después de aguantar resignado aquella confirmación de la puñalada primera.
A lo que respondió doña Angustias con gesto desabrido y casi de medio lado:
– Por lo que dices, por lo que haces y por lo que piensas; en fin, tonto de pies a cabeza, por afuera y por adentro… ¿Lo quieres más claro?
Don Roque, debajo de aquella bola con que había soñado él para aplastar al mundo entero, si todo el mundo se oponía a que se realizaran sus planes, no sabía por dónde salir ni cómo revolverse para cambiar de postura cuando menos. Al fin, haciendo un esfuerzo heroico que le imponía el suplicio moral en que se hallaba, consiguió replicar a su mujer esto poco en su defensa:
– Yo bien conozco que hice mal en venir hoy metiéndote los puños por los ojos, después de lo convenido entre los dos aquí mismo… Lo conozco y lo confieso: ¿qué más quieres, Angustias? Ésta es la verdad. Pero yo no tengo la culpa de ver las cosas patas arriba que tú… Hoy las he visto… las estoy viendo ahora mismo, tal y como el primer día; creo que para nuestro bien y nuestra honra no hay más que un camino que seguir: vengo con ese pensar en la cabeza, dale que tumba y tumba que le das; quiero que cuaje en la tuya también antes con antes, y cambeo el modo… Éste es el caso… Perdona el equivoco si te ofendió, y vayamos al caso en santa paz y concordia.
– Sobre ese caso— respondió doña Angustias, resuelta a no dejar hueso sano a su marido, con ser tan grande como era la compasión que la inspiraba ya,– se ha dicho en esta casa, y particularmente entre nosotros dos, cuanto hay que decir. Si no has acabado de entender lo que nos conviene, ni han querido entenderlo ellos tampoco, tanto peor para ellos y para ti; porque, como tú me decías antes, y de aquí no se ha de rebajar un punto, duélate o no te duela, haya escándalo o no le haya, «lo que ha de ser, será, aunque se junte el cielo con la tierra.» Conque atente a ello; y a ver cómo te las arreglas para cumplir con tu deber.
Con esto salió doña Angustias, menos iracunda de lo que ella quería aparentar, y se quedó en el cuarto su marido, desaplomado, inmóvil y melancólico.
Pasó el resto de la mañana meditando mucho y sin salir de allí; comió poco, en silencio y a la fuerza; por la tarde vinieron a buscarle sus amigos Vaquero, Gárgaras y Casquete para ir en su compañía a visitar al duque: le pedían ese favor porque, yendo solos, temían cortarse algo delante de él; reavivó un poco las extenuadas fuerzas del pobre hombre el sacudimiento que produjo en su incurable vanidad la pretensión de sus amigos, en cuya compañía no tenía él inconveniente en volver a verse cara a cara con el duque después del fracaso de sus recientes bravatas; aceptó el envite hasta como ocasión de orear un poco sus pesadumbres, y pian, pianino, se fueron los cuatro veteranos del comercio de aquella ciudad en dirección a la playa, donde les ocurrió lo que el lector sabe, y además que se volvieron al anochecer sin saludar al personaje, quizás porque no puso el señor don Roque gran empeño en encontrarse con él.
Al otro día, y tras una noche de lúgubres insomnios y de horrendas pesadillas, bajó al escritorio más temprano que de costumbre: un poco, porque en la soledad de espíritu en que se hallaba, se le caía la casa encima; y otro poco, porque se le hacía siglos el tiempo que faltaba hasta la venida de su amigo Sancho Vargas, a quien tenía citado, como se sabe.
Lo había pensado bien, o, mejor dicho, la idea había brotado en su mente por propio, natural y espontáneo impulso de la razón cohibida y amordazada: había sido una ocurrencia, casi de inspiración divina. Se vio solo y vencido y menospreciado de los suyos, con la carga de sus compromisos a cuestas y ahogándole con su peso. Jamás los había considerado tan serios ni tan grandes. Faltar a ellos, le parecía la mayor de las iniquidades, y la más atroz de las inconveniencias, y hasta el más enorme de los atrevimientos. Pero no bastaba que él lo creyera así y que eso fuera la verdad, si la que había de ser nuera del duque y la madre de la nuera se empeñaban en todo lo contrario; y en este conflicto, el mayor en que podía verse un hombre serio, un comerciante capitalista de primera talla, un padre cariñoso y un marido providente, ¿qué hacer? ¿A dónde volver los ojos en demanda de justicia, o siquiera de un consejo? ¿Qué juez, qué caballero, qué sabio, era bastante de fiar para encomendarle el depósito de un secreto tan delicado y resonante como aquél?… Y al punto oyó una voz en sus adentros que le decía: «¡Sancho Vargas, hombre de Dios! ¿Cómo lo dudas?» Y a Sancho Vargas veía en los dibujos de las cortinillas, y en las siluetas de las mesitas de noche, y en los leones yacentes de las alfombras, y en las niñas de sus ojos, y en las alas de su corazón. Al hombre de los proyectos colosales no podía faltarle el rayo de luz que él necesitaba para salir de la negra oscuridad que le envolvía; y esta persuasión le indujo a buscar a Sancho Vargas cuanto antes; y la misma le seguía confortando mientras, con la visera de la gorra sobre la oreja izquierda, las manos en los bolsillos del pantalón y los pliegues de la bata desceñida zarandeándose de acá para allá, se paseaba al día siguiente a lo largo del departamento que ocupaba él solo en el escritorio.
A las diez en punto llegó «nuestra gran cabeza,» levantándola mucho y acompasando el andar, como aquél que va poseído de la importante misión que lleva y de lo mucho que la merece. Recibiole Brezales conmovido y lacio; estrechole la diestra en silencio; en silencio le obligó a que se sentara en su mismo sillón, ni limpio ni entero, pero al fin amplio y de muelles; en silencio retrocedió para cerrar la puerta con llave; y, sin que ni las moscas le oyeran, volvió hacia su atril y se sentó en una silla de paja contigua al entarimado en que se alzaban más de medio pie sobre el suelo destinado al común de las gentes, el atril y la butaca, y por ende, Sancho Vargas que la enaltecía más y más con sus ilustres y orondas posaderas. De este modo, los rayos de su luz se derramaban sobre la cabeza de don Roque de alto abajo, lo cual daba al de arriba ciertos vislumbres o remedos de olímpica divinidad, que le caían muy bien para el papel que desempeñaba o iba a desempeñar allí.
Preparada la escena de este modo, se descubrió Sancho Vargas, que rojeaba de calor; y don Roque hizo otro tanto, no se sabe si por seguir el ejemplo o por casualidad. Lo que no tiene duda es que con aquellas ceremonias y aquellas cataduras, parecía el de arriba un padre agonizante, y el de abajo un penitente moribundo. Y más lo parecieron cuando Brezales, después de carraspear un poco y de meter las dos manos y la gorra entre las rodillas, comenzó a declarar en voz cavernosa todo su secreto, con la cabeza gacha; mientras el otro la oía con la suya apoyada en una mano, el codo sobre el atril, el oído derecho muy alerta y los ojos casi cerrados.
– ¡Siga, siga!– decía el oyente, sin cambiar de postura, al declarante, cada vez que éste se detenía en su confesión, como si algún respetillo humano le obligara a ello.– Siga, y no le dé cortedad, por gordo que ello sea.
Y entonces el penitente bajaba más la cabeza,– apretaba de nuevo las manos y la gorra con las rodillas y soltaba otro capitulejo de la historia, con todos sus pelos y señales.
– ¡Ánimo, ánimo, mi señor don Roque!– le decía Sancho en la nueva parada,– y ábrame todo su corazón sin reparos de ninguna clase, que yo también vivo en el mundo y conozco bien sus pompas y no me asusto de nada. Confiese ciego a la amistad que le guardo, y no tema que le deje sin los consuelos que necesita, y sin un buen consejo de los muchos que han de ocurrírseme, aunque me esté mal el decirlo…
– ¡Gracias, gracias, señor don Sancho de mi alma!– contestó en este trance el penitente, con la voz temblorosa y los ojos goteando, aprieta que aprieta las manos con las rodillas.
Y por este arte continuó la escena hasta llegar don Roque a la última palabra del último capítulo de la tragedia. Entonces humilló todavía más la cabeza, extremando al mismo tiempo el golpeteo con las rodillas, mientras el de lo alto respiraba fuerte, enderezaba el tronco y se revolvía en el sillón, como si se dispusiera a bendecir al contrito penitente después de perdonarle sus pecados.
– Ésta es la historia, mi buen amigo don Sancho— habló al fin el angustiado Brezales, atreviéndose a levantar un poco la cabeza, pero sin llegar con la mirada más que a la pechera con bordados del de arriba;– historia que sólo es conocida a la hora presente, en toda su verdad, de Dios, de mi familia y de usted, a quien se la he confiado por la estimación de formalidad en que le tengo. Conque usted dirá ahora lo que mejor le parezca.
Carraspeó aquí Sancho Vargas, acomodose nuevamente en el sillón, y habló de esta suerte:
– Comienzo, mi señor don Roque, por dar a usted las más rendidas gracias por el favor y la honra que me dispensa tomándome por confidente y consejero en un asunto de familia tan reservado y espinoso; y dicho esto, paso a examinar el asunto con toda la profundidad y todo el aplomo que por sí mismo requiere. Referido asunto tiene, salvo mejor parecer, tres caras para mí: la conveniencia o inconveniencia para usted y su familia de que se lleve a ejecución ese proyecto; el compromiso contraído por ustedes con el señor duque, y la manera de romperle, caso de que sea necesario y justo que se rompa.
– ¡Ese es el golpe!– exclamó Brezales, irguiéndose de pronto y casi aplaudiendo a su amigo.– «Caso de que sea necesario y justo… ¡y justo! que se rompa.» Usted lo ha dicho.
– Vamos por partes, mi señor don Roque— continuó Vargas, muy satisfecho del éxito de su exordio, pero tratando de disimularlo.– Hay sus más y sus menos, en mi humilde entender, en eso de la honra que le cae a una familia de la posición brillante de la de usted, por entroncar con otra de muchos cascabeles como la del señor duque del Cañaveral. Ya sabe usted que yo tengo mis ideas especiales y bien fundadas, aunque me esté mal el decirlo, sobre el valor real y positivo de ciertas cosas y determinadas gentes; pero dejando esto a un lado, y sin meterme a discutir si es negocio o no es negocio para una chica tan brillante como la Irene, ese muchacho sin posición ni carrera, porque cada cual tiene sus gustos, vamos a lo del compromiso contraído por usted con el señor duque. Si Irene consintiera, aunque de mala gana…
– ¡Primero la descuartizan!
– Ya lo he visto por el relato, ya… Si su madre le ayudara a usted siquiera…
– Pero ¿no me ha oído usted lo que me pasa con ella?
– A eso voy, mi señor don Roque; a eso voy— dijo aquí Sancho Vargas con mucha gravedad para contener el berrinchín de don Roque, que comenzaba a insinuársele, y levantándose del sillón, porque también el otro se había levantado de la silla y se golpeaba un muslo con la gorra.– Y yendo a eso; y porque Irene no quiere, y porque la ayuda su madre. y la Petra se pone al lado de las dos, y porque no hubo mayormente claridad en la manera de hacer usted y su señora en su día la proposición a la interesada; y porque así lo ha reconocido su madre, y se ha echado atrás en su compromiso; por todo esto junto, mí señor don Roque, y cada cosa de por sí, entiendo yo que el tal compromiso, justa o injustamente, que en eso no me meto, está roto por parte de la familia de usted.
– ¡Es que no está roto todavía!– exclamó Brezales casi gritando,– ni quiero yo que llegue a romperse, porque no lo encuentro ni conveniente ni honrado.
– Le estoy dando a usted una opinión que se me ha pedido— replicó Vargas con un poco de altanería;– que se me ha pedido, entiéndalo usted.
– Estoy en ello, señor don Sancho— respondió Brezales con relativa humildad, reconociendo su falta;– y usted me dispense si se me ha ido un poco la burra… ¡Pero está uno tan atribullido de disgustos y pesares!…
– Ya me hago cargo, mi señor don Roque— díjole el otro, deponiendo algo su gravedad;– pero considere usted, para disculparme, que los hombres de seso y fuste, cuando somos llamados a entender en negocios de importancia, estamos obligados a decir nuestro leal parecer, duela o no duela. Si quiere usted que me calle…
– Siga usted, mi buen amigo; siga usted,– respondió Brezales, evidentemente desencantado ya y casi arrepentido de haber puesto su pleito en aquellas manos, que no le enderezaban por donde él apetecía.
– Con ese mandato de usted— añadió Vargas,– sigo para decir, por término y remate del asunto examinado al pormayor, que puesto usted en el caso de romper el compromiso, justa o injustamente, pero obligado a ello por las circunstancias, hay que pensar en el modo de romperle.
– ¡Esa es la negra!– exclamó don Roque con los pelos crispados y los ojos hundidos.– ¿Quién tiene cara para irle a ese gran caballero con esas coplas a estas alturas?
– Usted mismo, señor don Roque— contestó Vargas con gran sosiego;– usted mismo; y si no se atreve, cualquier amigo de usted: ya sabe usted que los tiene que son bien de fiar en ese asunto y en otros de más importancia todavía, aunque me esté mal el decirlo.
Iba don Roque a asirse con avidez a aquel cabo que le echaban en su naufragio, cuando se oyeron unos golpecitos dados a la puerta. Acercose a ella Brezales; preguntó quién llamaba por el resquicio de las dos hojas, y le dieron una contestación que le hizo dar un salto y llevarse las manos a la cabeza.
– ¡Cielo santo!– exclamó al mismo tiempo; y volviendo en seguida de puntillas hasta donde estaba Sancho Vargas contemplándole con asombro, le dijo muy callandito:– ¡No me abandone usted, por el amor de Dios! ¡No me deje usted a solas con él!
– ¿Con quién?– le preguntó Vargas cada vez más admirado.
– Con el duque, que está ahí afuera preguntando por mí,– respondió don Roque entre espasmos y crispaturas.
– Pues que pase cuanto antes— dijo Vargas.– Vaya, hombre: ¡ni aunque se nos viniera el cielo abajo! Arréglese, arréglese algo el vestido— añadió mientras él hacia lo propio con el suyo, aunque no con tanta necesidad como su interlocutor,– y abra en seguida… y alegre un poco esa cara de difunto.
Obedeciole Brezales cuanto le fue posible en su aceleramiento; y antes de acabar de abrir la puerta para que entrara el personaje, ya había empezado a gritar:
– ¡Hombre, hombre!… ¡Tanto bueno por aquí, y nosotros sin saberlo!… Pase, pase, mi ilustre amigo, a honrar esta pobre choza; y perdone lo que le hemos hecho esperar. ¡Estos condenados negocios que le obligan a uno a encerrarse con llave a lo mejor, para tratarlos como es de ley!…
Pasó el duque entre este vocerío, muchos manoteos de don Roque y grandes reverencias de Sancho Vargas; y después de los saludos y excusas y protestas y todo lo de costumbre en un caso como aquél, dijo el personaje sin querer sentarse todavía, por más que se lo rogaban:
– Aunque no soy comerciante de profesión, yo también traigo mi negociejo correspondiente que tratar en reserva con usted, mi señor don Roque, amén del propósito de verle y de saludarle, y muy contados los minutos de que puedo disponer.
Quedose el hombre como si el techo se hubiera desplomado sobre su cabeza, y miró con angustia a Sancho Vargas, que ya se disponía a despedirse por haber entendido bien la indirecta del duque. A duras penas pudo contestarle:
– Estoy siempre a las órdenes de usted, mi ilustre y descomunal amigo y señor.
– Y yo— replicó el duque, celebrando con una sonrisilla picarona la gracia del adjetivo,– apreciándole a usted en todo lo que vale, y no sabiendo nunca cómo pagarle la adhesión y los favores que le debo.
Despidiose de los dos el que estaba allí de sobra; tendiole la mano el prócer muy campechanamente; y como esto pasaba muy cerquita de la puerta, en cuanto salió por ella Sancho Vargas se dignó cerrarla el señor duque con el salero del mundo.
– ¡Muerto soy!– exclamó para sí Brezales al enterarse de ello con espanto.