Kitabı oku: «El pasado cambiante», sayfa 7

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6. He aquí su testimonio literal (McCloskey, 1990: 73): «La búsqueda de la Verdad es una mala teoría de la motivación humana y no es eficaz como imperativo moral. Los estudiosos de las ciencias humanas buscan la persuasión, la belleza, la resolución del desconcierto, la conquista de los detalles recalcitrantes, la sensación de un trabajo bien hecho y el honor y los ingresos del cargo».

7. En realidad, en una línea parecida, son varios los autores que han vinculado el monetarismo, especialmente impulsado por M. Friedman, a intereses concretos. J. M. Jordán (1979: 55-64), que veía tras esta doctrina una nueva forma de liberalismo y de sublimación –por ejemplo, al explicar la inflación sin valorar el proceso de oligopolización y los estrangulamientos estructurales–, lo conectaba al interés del gran capital estadounidense y de las oligarquías sudamericanas. Al identificarlo como «economía escolástica», M. Bunge (1985b: 109-110) también descubría, tras un aparente análisis científico, una forma de ocultar la realidad y actuar al servicio de intereses bancarios. Al ser uno de los elementos pujantes del neoliberalismo, también los críticos generales a esta doctrina, como J. F. Martín (1995: 201-229) y P. Montes (1996: 87-89), denunciaban distintos tipos de connivencias con los poderes económicos, incluyendo –como manifestación primaria de la lucha de clases– el propio interés en mantener un marco económico depresivo para minar las reivindicaciones salariales. Mas recientemente, para J. Stiglitz (2004: 44), las políticas de austeridad sugeridas a los países subdesarrollados por el FMI, de base también monetarista, aparecen inspiradas, en el fondo, por los sectores financieros de los países industrializados.

8. Ziman (1981: 21) afirma lo siguiente: «En primer lugar, debido a su educación formal y a su experiencia investigadora, casi todo científico se apoya en la concepción del mundo de su época y felizmente no puede dar su asentimiento a enunciados que están en evidente discrepancia con lo que se ha aprendido y con lo que ha llegado a encariñarse. La consecución de acuerdo intersubjetivo raras veces es lógicamente rigurosa; hay una tendencia psicológica natural en cada individuo a estar de acuerdo con la mayoría y a seguir fiel a un paradigma que anteriormente tuvo éxito, incluso si se encuentra con elementos de juicio contrarios».

9. Por ejemplo, Berger y Luckman (1998) e Ibáñez Gracia (coord.) (1988).

10. Sin embargo, en otra obra posterior, Chalmers (1993) se afanaba en advertir, como matización a su anterior relativismo, que existía la posibilidad de avanzar en el conocimiento siempre falible y mejorable del mundo real.

11. Para Feyerabend (1982: 102-103), el avance que en determinadas direcciones logran los científicos bloquea el progreso en otras. Por eso, con referencias a autores como Galileo, cuyo desconocimiento de teorías asentadas pudo resultar positivo en su investigación, concluye: «Así pues, la ciencia necesita tanto la estrechez de miras que pone obstáculos en el camino de una curiosidad desenfrenada como la ignorancia que hace caso omiso de los obstáculos o es incapaz de percibirlos. La ciencia necesita tanto al experto como al diletante».

12. El testimonio de Feyerabend (1989: 129-130) adquiere aquí un carácter dramático: «Un especialista es un hombre o una mujer que ha decidido conseguir preeminencia en un campo estrecho a expensas de un desarrollo equilibrado. Ha decidido someterse a sí mismo a standards que le restringen de muchas maneras, incluidos su estilo al escribir y al hablar. [...] Esta separación de ámbitos tiene consecuencias muy desafortunadas. No sólo las materias especiales están vacías de los ingredientes que hacen una vida humana hermosa y digna de vivirse, sino que estos ingredientes están también empobrecidos, las emociones se hacen romas y descuidadas, tanto como el pensamiento se hace frío e inhumano. En verdad, las partes privadas de la existencia sufren mucho más que lo hace la propia capacidad oficial. Cada aspecto del profesionalismo tiene sus perros guardianes; el más ligero cambio, o amenaza de cambio, se examina; se emiten advertencias, y toda la maquinaria de opresión se pone inmediatamente en movimiento con objeto de restaurar el statu quo».

13. Esta serie de reflexiones no le impide a este autor confiar en las posibilidades de un conocimiento objetivo. En una obra posterior a la considerada hasta aquí, Ziman (1986: 72-73), tras presentar la labor científica como una creación de «mapas convencionales» sobre la realidad, afirma que el convencionalismo «no explica la experiencia vívida de la investigación como exploración, en la que se descubren –y no meramente se estudian o se construyen de manera artificial– reinos de hechos y conceptos que antes eran desconocidos». Más adelante, Ziman (1986: 132) se opone al relativismo extremo del «programa fuerte»: «Los científicos no se limitan a “fabricar” conocimiento por encargo y a “negociar” esquemas interpretativos como si fueran contratos comerciales. La naturaleza no es tan maleable y la comunidad académica no funciona del mismo modo que un bazar oriental, donde se puede hacer que todo pase».

14. Al descubrir en la teoría de Kuhn la idea de que la «ciencia normal» no tolera la disidencia o el desacuerdo básicos, Katouzian (1982: 149-150) deduce una serie de implicaciones o hechos: «El primero es que una idea aparentemente inusual será probablemente rechazada con desprecio; en segundo lugar, que la publicación de tal idea tendrá buenas posibilidades si la reputación del autor ya ha sido establecida; tercero, que cualquier sinsentido de un autor “establecido” puede tener mayores probabilidades de ser publicado que cualquier contribución razonable de un autor desconocido». Después, suma otra posibilidad: aunque la idea «amenazante» de un autor establecido sea publicada y contestada sin fortuna con argumentos propuestos por el colegio invisible, la comunidad científica seguirá aferrada al paradigma dominante como si nada hubiera ocurrido.

15. Noiriel explica el éxito de Febvre y el fracaso de Bloch en el Colegio de Francia por su recurso a estrategias distintas. Mientras el segundo se niega a realizar concesiones, el primero lo hace, sobre todo, mediante la adopción de un título de proyecto que lo presenta como defensor de la tradición de la historia moderna francesa. En el apartado siguiente a estas consideraciones, este autor (Noiriel, 1997: 264-267) describe Combates por la historia, la conocida recopilación de artículos de Febvre, como una vasta operación de reescritura y reacomodación de trabajos que, en su presentación original, se corresponden con una figura menos inconformista que ha tenido que suscribir compromisos con el poder para ocupar posiciones dentro de él. Tras observar las peripecias de la trayectoria profesional de Bloch en París, C. Fink (2004: 183) también advierte de los límites que en sus aspiraciones pudieron suponer tanto las actitudes antijudías como su inconformismo intelectual. En toco caso, esta autora manifiesta la gran dificultad que suponía entrar en el codiciado Colegio: se necesitaba, en sus palabras, «una combinación de prestigio intelectual, contactos profesionales y buena suerte».

16. Por ejemplo, Linares (1966), Cámara (1984), Gómez Herráez (1993) y Capitán (2000).

17. Aunque parece atribuir al sistema educativo un poder coercitivo independiente del sistema social, Feyerabend (1982: 207) todavía llega más lejos en esta crítica: «Lo que descubren al cursar sus estudios es que el “pensamiento responsable” es en realidad falta de perspectiva, que la “competencia profesional” es en realidad ignorancia y que la “erudición” no es más que estreñimiento mental. De este modo, la enseñanza primaria se une a la enseñanza superior para producir individuos sumamente limitados y esclavizados en sus perspectivas, aunque no por ello menos resueltos a imponer límites a los demás en nombre del conocimiento».

18. En realidad, F. di Trocchio consideraba consustanciales al desarrollo científico el recurso a la mentira y la adulteración personal de los datos, pero no simplemente por ese interés privado, por la búsqueda de prestigio o por el afán de desacreditar al adversario, que abocarían a lo que él designa como «estafas vulgares» de fácil desenmascaramiento. A partir de la idea popperiana de que nunca resulta posible demostrar de forma concluyente la veracidad de una teoría, este autor estima también característico el recurso a la falsificación por parte de «genios desinteresados» que sólo así pueden lograr la aceptación de sus ideas en interés de la ciencia. Se trataría, en estos otros casos, de sublimes argucias, de recursos retóricos para convencer en aras del progreso científico, por lo que merecen el mejor juicio por parte de este ensayista.

19. Horkheimer, en Lenk (comp.) (1982: 247), Berger y Luckmann (1998: 23) y Mulkay (1995: 19).

20. Entre los textos que observan esta aportación desde distintos prismas, figuran Bernal y otros (1968), Medina (1995: 73), Mulkay (1995: 19), Bunge (2000: 230-231, 247) y Pardo (2001: 180-182).

21. Este libro apareció por primera vez en plena Guerra Fría, en 1954. Bastante antes, en 1939, Bernal ya había publicado otra obra, La función social de la ciencia, donde defendía la necesidad de planificación en este ámbito. Sostendría sus reflexiones en publicaciones, conferencias y encuentros diversos. En la introducción del libro de homenaje que se le dedicó en 1964 (Bernal y otros, 1968), Goldsmith y Mackay presentaban su departamento en Londres como centro de celebración de «consejos de paz y de guerra, académicos, políticos y científicos».

22. Con este criterio, a propósito de la experiencia del valle del Tennessee, coincidían Baran y Sweezy (1973: 134) al considerar que había sido su éxito, precisamente, el que condujo al desarrollo por parte de los grupos oligárquicos de una política de crítica, obstrucción e impedimento de iniciativas similares. Al hablar de experimentación en ciencias sociales, Bernal piensa, como se ve, en el ensayo de fórmulas alternativas al capitalismo liberal.

23. Latour aplica esta situación tanto a las ciencias naturales como a las sociales. De este modo, a propósito de la economía, concreta lo siguiente (Latour, 1992: 242): «El estado de la economía, por ejemplo, no puede emplearse de forma no problemática para explicar la ciencia porque él mismo es el resultado tremendamente controvertido de otro tipo de ciencia: la económica» (obtenida a partir de cientos de centros de estadística, de cuestionarios, de encuestas e investigaciones y de un procesamiento de los datos en centros de cálculo). Del mismo modo, la definición de sociedad se gesta en los departamentos de sociología, en los periódicos y en los centros de estadística: cuestionarios, archivos, investigaciones, artículos, congresos... y es el acuerdo emergido de esos espacios el que cierra las controversias. «Esos resultados –nos dice– también perecerán si salen al exterior de las finas redes tan necesarias para su subsistencia». Un símil final resulta aclarador (Latour, 1992: 243): «La situación es exactamente la misma para las ciencias que para el gas, la electricidad, la televisión por cable, el suministro de agua o el teléfono. En todos los casos tienes que estar conectado a costosas redes que a su vez deben mantenerse y extenderse».

24. Bunge (1985a: 42) observa una especie de farsa en el comportamiento de los relativistas (antirrealismo en el mensaje de su cátedra, cordura y realismo en su vida cotidiana). Bajo su perspectiva altamente dicotómica en torno al dilema realismo-antirrealismo, tampoco entiende la aceptación recibida por este grupo: «Permítaseme insistir en esta curiosa dualidad o esquizofrenia intelectual. Mientras en la vida diaria desconfiamos de los fantasistas y proyectistas, en el terreno filosófico tratamos respetuosamente a quienes no creen en la realidad del mundo exterior o en la posibilidad de conocerlo. En particular, tratamos con deferencia a los colegas que niegan que la ciencia y la técnica modernas sean superiores a la superchería. Para peor, hay quienes interpretan el antirrealismo filosófico como signo de ingenio y profundidad, no de desequilibrio mental, de ignorancia, o de deseo de llamar la atención».

25. Pese a que no valora la existencia de tradiciones rivales, E. Primo (1994: capítulo 4) examina la variedad de circunstancias y problemas que conllevan tanto la presión para publicar (el «publica o perece») como los filtros ideados para su logro (el sistema de referees, especialmente gravoso para investigadores noveles y desconocidos). Más adelante, este autor (Primo, 1994: 246), que entiende que dicho sistema inhibe de abordar trabajos con resultados a largo plazo o con riesgos altos de fracaso, propone una alternativa no basada sólo en estos criterios, aunque no desprovista de problemas: «Así, la evaluación del mérito de una labor no puede basarse exclusivamente, ni aun principalmente, en criterios bibliométricos; nada puede sustituir a la visita, la entrevista, la conversación y la estimación directa del trabajo que se realiza. Un investigador experimentado aprecia rápidamente si un grupo trabaja bien o mal, poco o mucho, si lo hace con entusiasmo, si sus objetivos son elevados o mezquinos y si los medios que tiene se aprovechan con alto o bajo rendimiento; y esto es lo que hay que juzgar principalmente, independientemente de que publique poco o mucho».

26. Por ejemplo, algunas colaboraciones en Nombela (ed.) (2004). En la introducción, el propio editor se refiere, entre los posibles efectos adversos de la ciencia, a su capacidad destructiva, su contribución a la acumulación de poder o su acentuación de las diferencias sociales.

II. LA HISTORIA, UNA ABSTRACCIÓN DE DIVERSOS CONTENIDOS

El quehacer histórico viene siendo vislumbrado, de forma común, bajo las coordenadas de la «concepción heredada de la ciencia». Aunque los grados y matices varían según los autores, se halla muy extendida la idea de que el conocimiento histórico es objeto de progreso acumulativo, renovaciones provechosas, revisiones desenmascaradoras, debates unidireccionales y perfeccionamiento, en definitiva, en la aproximación al pasado. Y todas esas tareas serán desarrolladas por un cuerpo uniforme de profesionales que, en lo esencial, comparten su lenguaje, sus técnicas y sus objetivos de esclarecimiento. Particularmente, estas visiones dominan a nivel popular, pero, aunque difieran al enjuiciar lo que representa progreso, aportación o debate, también participan en ellas ampliamente los propios investigadores, que ven así más legitimado su trabajo. En el fondo, la propuesta positivista del historiador que de manera totalmente imparcial se limita a observar una realidad dada, expresada en los documentos, no tiene un seguimiento pleno entre los especialistas, o al menos no alcanza el rango que en la imagen más difundida. Los historiadores no se sienten como meros técnicos que hacen hablar a los documentos o a otras fuentes en su propio lenguaje, pero sí contemplan su labor como el seguimiento de una serie de reglas uniformes para aproximarse al máximo a ese ideal. El enriquecimiento y la revisión de puntos de vista se conciben como procesos derivados del tratamiento intensivo de las fuentes primarias, del aprovechamiento de la última bibliografía y de la participación oportuna en las líneas de investigación más prometedoras. Por tanto, tienen un fundamento último externo al propio autor, que debe limitarse a fijar su atención en lo relevante, mejorar sus métodos, no dejarse llevar por prejuicios personales, absorber ideas sugerentes y agudizar su ingenio para captar más diáfanamente esa realidad. De la indagación sistemática, con las herramientas y las ideas adecuadas, resulta una superación de deficiencias, un relleno continuado de lagunas y una presentación de panoramas nuevos, más fieles al pasado, que habrían escapado más o menos ampliamente a los historiadores precedentes, a los menos diestros y a los que van por caminos equivocados. Se trata, pues, de aspectos que responsabilizan enteramente al investigador y preservan la idea de que existe una verdad externa que cualquiera, siempre que posea el adiestramiento y la pericia adecuados, puede captar.

Pese a la exigencia de trascender de lo consabido, el historiador no suele presentar sus aportaciones como grandes agregados o fuertes remociones de las verdades aceptadas, sobre todo si carece de gran autoridad. Los resultados principales se muestran, normalmente, como matices o cambios de tonalidad de creencias muy arraigadas, aunque el éxito del estilo personal y el respaldo de otras investigaciones ajenas pueden permitir afrontar una ruptura mayor. Por otra parte, el especialista puede suscribir las oportunas pólizas de seguros manifestándose abierto a la crítica, subrayando sus pretensiones básicas de sugerencia o afirmando que su trabajo supone una tentativa provisional o una aproximación susceptible de enriquecimiento y revisión a la luz de nuevos materiales o de mayor refinamiento metodológico.

Pero, bajo estas pautas tan afincadas, ¿cómo afrontan los historiadores la existencia real de tradiciones distintas y hasta inconmensurables con la propia, que pueden romper con esa idea de uniformidad básica en lenguajes y objetivos? Aunque se pueden desarrollar críticas y descubrir imperfecciones en esos otros trabajos haciendo abstracción de la distancia existente, caben otras dos posibilidades quizá más ostensibles: ignorar su presencia y actuar como si no existieran o produjeran visiones carentes de valor, meros deslices intrascendentes y prescindibles, o traducir sus resultados «positivos» a los del paradigma propio con más o menos sutileza. Esta segunda opción encierra una aparente contradicción: si los otros estilos resultan irreconciliables con el propio, ¿cómo es posible dicha reconversión? El proceso exige operaciones de transformación y remozado que pueden implicar una gran artificialidad y desfigurar el sentido original de la idea planteada bajo otras líneas. Ambas vías, la de ignorar y la de traducir, son muy distintas, pero coinciden en una funcionalidad básica: la de permitir mantener la ficción –ante el exterior, pero también ante sí mismos– de que el camino por el que personalmente se transita hacia la verdad es el más viable y correcto.

El seguimiento de las diversas pautas de investigación y reflexión dentro de la historia permite observar una gran variedad de paradigmas, estilos o tradiciones en el tiempo. En parte, como con carácter general afirmaba Kuhn en su marco de las «revoluciones científicas» (2002: 121-122), la aparición de nuevas especialidades o campos de conocimiento induce al desarrollo de líneas singulares, con sus particulares léxicos, sus sofisticadas herramientas y una consecuente limitación en la comunicación entre ellas. Pero la variedad de «estilos» en la historia, como en otras disciplinas, no sólo se debe a su fragmentación en ámbitos temáticos, puesto que también dentro de cada una de sus ramas –como manifiesta claramente el caso de la historia económica o incluso de sus subcampos específicos, de principal interés en nuestro trabajo– se encuentran trayectorias paralelas muy distintas entre sí. Las parcelas aprehendidas de la realidad por cada corriente no son exactamente las mismas, como tampoco lo son los elementos que se consideran sustantivos para entender la evolución de cada problema en el tiempo. Y ese enclave en uno u otro estilo condiciona de manera básica las posturas ante los trabajos de los demás. En función de ello, será distinto el valor ofrecido a las ideas centrales, se estará dispuesto a prestarles más o menos atención y se tolerarán de distinta forma los errores, las deficiencias y las insuficiencias que se observen y no resulten de virtuales incompatibilidades de «estilo». En esencia, las distintas tendencias difieren también al juzgar lo que es natural o social, determinante o coadyuvante, lícito o ilícito, conveniente o inconveniente, fundamental o accesorio, insoslayable o prescindible, exógeno o endógeno, etc... Lo que en unas tradiciones es significativo y crucial, en otras puede no percibirse o no existir, aunque el investigador también muestra uno u otro grado de atención en función de su orientación temática. Lo que para unos es importante y llega a absorber gran parte de su tiempo, para otros puede no pasar de constituir la referencia rápida de un manual, una nota que comentar de forma sumaria o algo que eludir entre tanto material potencial de análisis. En general, por todo ello, como ocurre en otras especialidades, la comunicación resulta especialmente difícil y aparece muy condicionada por la línea ideológica, metodológica y temática en que se participa.1

La diversidad de tradiciones y de enfoques en la historia no ha cerrado totalmente las posibilidades de diálogo ni ha constituido un obstáculo en su consolidación como ciencia. A fin de cuentas, la variedad de líneas es consustancial a toda rama científica y, si se desarrollan mayores niveles de comunión interna respecto a conceptos, métodos, esquemas de interpretación, temas, etc... no es por un supuesto grado de madurez alcanzado en función de una lógica inmanente, sino como resultado de las propias negociaciones, de la búsqueda de consenso y, en algunos casos, sobre todo en las ciencias naturales, de las características intrínsecas de las parcelas seleccionadas como objetos de investigación. Pero, por otra parte, tampoco existe ningún criterio natural, dado de antemano, que permita discernir, a modo de árbitro inapelable, lo que es científico de lo que no lo es. Ni la capacidad de predicción, ni la posibilidad de desarrollar experimentos, ni el uso de técnicas cuantitativas ni otros de los elementos usualmente concebidos como criterios de demarcación de la ciencia resultan definitorios en sí mismos, puesto que se adoptan también a partir de decisiones colectivas. Entre los autores consultados, un relativista moderado como A. F. Chalmers termina uno de sus libros más arriba citado, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia? (1993: 234), cuestionando la propia validez de su título, por rechazar una categoría intemporal y universal de la ciencia, como también del método científico: «No es lícito –nos dirá– defender o rechazar áreas de conocimiento porque no se ajustan a algún criterio prefabricado de cientificidad». Pero esto no significa, a su vez, para este autor, que un área de conocimiento sea inmune a recibir críticas por sus formas de aproximarse a la realidad.

Desde estas perspectivas, también pierde relevancia, como criterio de rigor del conocimiento, el uso de técnicas matemáticas y, en general, de procedimientos cuantitativos. Si algunos aspectos son susceptibles de cuantificación y formulación matemática, otros no lo son o sólo lo hacen de forma muy artificial. Reducir determinadas parcelas o fenómenos de la realidad a esos lenguajes puede implicar fuertes distorsiones. Dos pensadores de entre los más arriba citados, J. Ziman y M. Martínez Miguelez, han reflexionado detenidamente sobre este tipo de formalización en el conocimiento científico general. El primero observa las matemáticas como una vía de expresión de carácter universal por el recurso común, por parte de sus cultivadores, a definiciones y axiomas que permiten intercambiar mensajes de forma inequívoca. Se trata de huir de las escapatorias y ambigüedades que en el lenguaje oral inducen a desviarse de una línea de razonamiento y de evitar así conclusiones no deseadas. Pero las expresiones matemáticas no sólo conducen a falsedades, trivialidades y sinsentidos, sino que, además, tienen una capacidad descriptiva limitada. Este problema se observa con claridad en las ciencias sociales, dada la resistencia de los datos y conceptos sobre el comportamiento humano a su plasmación y manipulación matemáticas.

No muy distante resulta el juicio de Martínez Miguelez en su búsqueda de un nuevo paradigma científico global. Para él, con otros aspectos, el excesivo apoyo en las matemáticas es, precisamente, uno de los elementos que reclama un cambio de actitud. La característica definitoria de las matemáticas es la propiedad aditiva, de modo que todas las operaciones giran en torno a sumas, sus operaciones inversas y complicaciones de las mismas. Esta propiedad hace contemplar todos los fenómenos a la luz de sus aspectos cuantitativos, que no sólo distan de ser los únicos significativos en la realidad, sino que resultan insuficientes o inapropiados para entender varios procesos donde son esenciales la ubicación y los nexos de los distintos factores.

El uso de axiomas previos y de métodos matemáticos llevó a los miembros de la conocida como «nueva historia económica» o «cliometría» a erigirse como verdaderos científicos frente al resto de la historiografía, que, al margen de su diversidad, era tachada de forma global como narrativa, vaga y excesivamente generalizadora. Dentro de lo que puede contemplarse como un nuevo neopositivismo, desde esta tendencia se consideraba posible reproducir la realidad prescindiendo de los elementos subjetivos, gracias a la inherente cualidad objetiva de los datos. La ideología, las preocupaciones morales y los esfuerzos de estilo perdían toda vigencia, según se concebía, frente a la neta orientación científica. El perfeccionamiento gradual de las estimaciones, mediante un continuado debate interno entre profesionales, aseguraría unos resultados más provechosos que el trabajo aislado, de pretensiones literarias y edificantes, de los forzosamente agrupados como «historiadores tradicionales». De este modo, se ignoraba el modo como las premisas de partida de cualquier modelo de interpretación –en su caso, muy inspiradas en planteamientos neoclásicos– se ligan a unas determinadas pautas ideológicas e intereses sociales, aunque logren distanciarse en su forma del discurso político equivalente de otros medios.

A través de un ordenado debate, R. W. Fogel y G. R. Elton (1989) abordaban directamente varias de estas últimas cuestiones. El primero, pionero y representante prestigioso de los cliómetras, no negaba cierta heterogeneidad entre los historiadores «tradicionales», pero les achacaba unas tendencias comunes al eclecticismo, a captar sólo lo particular y a acudir a testigos «literarios», presenciales de los hechos, para probar un argumento o desaprobar el de un oponente. Elton le respondía que el historiador que él, de forma muy globalizadora, llamaba «tradicional», mostraba mayor interés por las fuerzas sociales, económicas y políticas que por factores contingentes o por personalidades particulares e incluso aventajaba al cliómetra al poder formular mayor número de preguntas. Y para ello, añadía, tales especialistas no sólo utilizan textos secundarios, sino variedad de fuentes y documentos impersonales relacionados con los procesos que analizan. Además, los métodos cuantitativos, válidos en determinadas áreas de economía, demografía e historia electoral, no lo son para varios temas como los de pensamiento, donde sólo pueden abocar a abstracciones artificiales que impiden captar las diferencias de ideas. A su juicio, en este último terreno la cliometría crea «estereotipos» más que «individuos verdaderos». En su valoración general de la capacidad de las fuentes para reflejar el pasado, Elton adopta un marcado tono relativista al juzgar que ningún historiador, de una u otra tendencia, puede contar con pruebas estrictamente verificables, dado que ni siquiera la evidencia cuantitativa y cuantificable se encuentra completa. Este rasgo general confiere a todo trabajo histórico un carácter de aproximación, impide la objetividad pura y convierte la disputa y la revisión en aspectos comunes, tanto entre «tradicionales» como entre cliómetras.

En realidad, ni la «nueva historia económica» ni su tendencia matriz, la «historia económica cuantitativa», han conformado los primeros paradigmas historiográficos en reivindicar la importancia de los datos numéricos, aunque les han dado un papel más exclusivo y lo han hecho mediante métodos más sofisticados. Desde el periodo de entreguerras, en espacios como el de la revista francesa Annales, se abordaron estudios de datos en lo que, precisamente, en diferenciación de la historia económica cuantitativa de raíz anglosajona, pasaría a conocerse como «historia serial» (Cardoso y Pérez Brignoli, 1986: 28). P. Vilar (1983: 59) secundaba esta designación ofrecida por P. Chaunu al observar que, pese a la gran acumulación de cifras, primaban «series útiles» antes que «cantidades absolutas». Sin embargo, esta modalidad, que no descuidaba los elementos no numéricos en sus análisis interpretativos, no escaparía a la categoría de «tradicional» en la asignación de los cliómetras.

El carácter científico o no del estudio histórico y sus posibilidades de captar objetivamente el pasado han marcado gran parte del debate entre los teóricos de la historia. Es así como se han abierto paso algunas reflexiones de carácter relativista que, sin alcanzar el nivel de la sociología del conocimiento científico, han venido a erigir como elemento importante, desde presupuestos distintos entre sí, la presencia del subjetivismo. En el área de la filosofía se han desarrollado desde fines del siglo XIX algunas visiones que, bajo la impronta que imprimen paradigmas especulativos animados a veces por ideales sublimes, sin un correlato fundamental en labores personales de exploración histórica ni siempre en la observación detenida del trabajo de los historiadores, reivindican el protagonismo activo del sujeto investigador. Fue desde Alemania, especialmente en el periodo de entreguerras, tras el rastro de las elucubraciones de Wilhelm Dilthey, cuando se difundió una filosofía de la historia que suponía un cierto alejamiento de las pretensiones cientifistas del positivismo al considerar la investigación del pasado marcada por la intuición y por la captación de lo singular (Barraclough, 1981: 303-314). La historia –una historia concebida más desde una perspectiva narrativa que analítica– aparecía como rama del saber distanciada de las ciencias naturales y de su posibilidad de encontrar leyes generales. Bajo su interés personal, aunque movido también por grandes valores flotantes en el ambiente social, el historiador se aproximaría a temas trascendentes como la libertad, la nación o la religión. El talante relativista así adoptado dista del posterior vinculado a la sociología del conocimiento científico, que asimila las pautas de actuación en todas las ramas científicas y las explica en función de intereses sociales y profesionales y no de vagas e indefinidas orientaciones subjetivas.

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