Kitabı oku: «El pasado cambiante», sayfa 6
Pero aquí, obviamente, nos interesan los comentarios de este autor (Bunge, 1985a: 71-74; 1985b: 97-107; 2000: capítulos 8-10) contra el relativismo y, sobre todo, contra lo que llama posturas «sociologistas», que él de antemano desautoriza alegando que, como sofistas dispuestos a discutir temas que no conocen, suponen una fórmula cómoda de profesión y de crítica sin aprender previamente ninguna ciencia y sin seguir los dictados de la razón. Es cierto que las visiones relativistas se han afincado como líneas de investigación capaces de ofrecer sus propias simplificaciones y de garantizar salidas profesionales, pero, mediante ello, no dejan de comportarse como las demás especialidades. Ya J. M. López Piñero (1976: 149-150), al observar la polémica entre «internalistas» y «externalistas» en el estudio de la actividad científica, identificaba las distintas vías interpretativas con lo que, ante todo, serían distintas líneas de especialización en marcha. La sociología del conocimiento científico constituye, en este sentido, una línea ya altamente asentada que cuenta con sus propios esquemas previos para afrontar el análisis. Pero, aun así, las perspectivas relativistas se enfrentan a particulares inconvenientes por su choque con las visiones más difundidas y legitimadoras sobre la ciencia, que Bunge tan bien representa y que colman en mejor medida las esperanzas de la población. Por otro lado, aparte de que las ciencias impregnan tantas facetas de la sociedad que permiten forjarse juicios diversos a los no especialistas en ellas, entre los investigadores relativistas se ha extendido la obligación de penetrar a fondo en áreas muy distintas a aquéllas en que se han formado, por lo que no cabe considerarlos meros especuladores oportunistas y acomodaticios.
Si Feyerabend sugería que fueran los ciudadanos, como pagadores de impuestos, quienes decidieran sobre las materias científicas y no científicas que debían incorporarse al sistema educativo, Bunge (1985b: 67-68) invierte el sentido de la apelación y juzga como un verdadero despilfarro y un engaño al contribuyente una escuela pública con tal orientación. Pero, como decimos, este ensayista no rechaza como imposturas simplemente las tradiciones que el primero considera no científicas, sino también todas aquéllas que, a su juicio, distan de observar y analizar de forma neutral la realidad, como operación noble que verdaderamente da sentido a la ciencia. Bunge agrupa a todos ellos bajo una definición común y simple como charlatanes que sustituyen la creencia en la realidad por convenciones y falsedades similares a las de otros aspectos de la cultura como el arte. Los contempla, por ello, como un grupo oscurantista que se opone al progreso científico con la misma intensidad con que puede hacerlo un fundamentalista religioso o un político meramente pragmatista. Por un lado, rechaza un «realismo ingenuo» que contemple la percepción como mera proyección de la realidad y admite, siguiendo el criterio psicológico inaugurado por Helmholtz, que, con los estímulos externos, también intervienen el estado interno y las experiencias pasadas del sujeto perceptor. Pero esto no significa que quepa negar todo papel a la realidad externa, que ésta no resulte cognoscible ni que tengan similar valor relativo todas las experiencias de percepción. Los propios escépticos, nos dice, se comportan en su vida real dando por sentado que existen conocimientos verdaderos.24 Las creaciones científicas, para Bunge, no pueden ser vistas como el producto convencional de un colectivo, sea la sociedad (al estilo de Hessen) o sea la comunidad científica (al estilo de Fleck). Son individuos dotados de cerebros los que, valiéndose del conocimiento acumulado y aprehendido, desarrollan unas u otras ideas. Existen limitaciones para el desarrollo científico –falta de información, capacidad cerebral insuficiente y, sobre todo, obstáculos sociales e ideológicos–, pero ello no obsta para su perfeccionamiento y desarrollo lineal, sobre todo en la medida que el clima social resulte más favorable. Bunge tampoco acepta, pues, la idea de «inconmensurabilidad» y alude, para ello, al modo como en física se comparan los conceptos de teorías rivales y se comparten, por debajo de los aspectos en desacuerdo, algunos otros elementos. Para él, por tanto, la sociedad condiciona el pensamiento del individuo, pero no lo determina. En nuestro planteamiento alternativo, un colectivo no es tampoco un sujeto pensante y una tradición científica no es una emanación mental, pero sí suponen formas de canalización de las ideas y pautas de trabajo que cada miembro puede desarrollar. En ese marco, caben aportaciones e innovaciones individuales, pero su asimilación, lejos de resultar de la mera evidencia que se desprende del contraste de las teorías con la realidad, exige una disponibilidad positiva en el seno de la comunidad científica. Por ello, el innovador en cuestión debe movilizarse y desarrollar estrategias diversas que lo remiten, básicamente, de nuevo, a la propia tradición de partida, conteniendo las posibilidades de ruptura.
Aunque bajo advertencias, argumentos y grados distintos, la propuesta final de muchos relativistas –incluyendo en cierto grado al propio Feyerabend– no dista tanto de la que planteaba Bunge (1985b: 196-204) al reclamar un protagonismo efectivo de los científicos en las políticas de desarrollo. Unos y otros, al menos, coinciden en presentar al científico como una de las voces autorizadas para debatir sobre problemas, pero sin excluir la participación de otros elementos sociales, como premisa para un funcionamiento democrático efectivo. Bunge no deja de valorar la responsabilidad personal del científico, que debe sustraerse a presiones éticamente reprobables, así como la necesidad, para que las investigaciones resulten provechosas, de que se ejerza el control adecuado y se aplique «una dosis de tecnología social». Considera que esto exige una reorientación ideológica y una mayor participación popular en la administración pública, pero elude prácticamente, señalando «que no viene al caso», el hecho de que existan intereses que se opondrán a esa reorientación.
Por otra parte, Bunge (1985a: 169-170), además de los problemas de despilfarro y otros de índole ética, advierte también de las limitaciones que, de cara a unos programas eficaces, se producen en el seno de la comunidad científica al primar como objetivos prioritarios la obtención máxima de subsidios y la publicación de trabajos para engrosar el currículum. Sin embargo, a diferencia de Latour y otros relativistas, parece concebir estas cuestiones como problemas sobrevenidos, prescindibles, y no como elementos consustanciales al desarrollo de este cuerpo de profesionales en el marco social. Además, en realidad, tampoco la detección del problema es similar, puesto que, a fin de cuentas, el teórico argentino critica la fuerza de tales intereses por entender que merman la originalidad de los trabajos y su contribución efectiva a la sociedad, mientras, para el relativista, estos otros aspectos no resultan claramente discernibles y diferenciables en sí mismos. Ni uno ni los otros coinciden en este punto con la visión más difundida entre los científicos y en el exterior, que, de forma evidente y mientras no se desarrollen actuaciones fraudulentas o actúen otros «factores exógenos», correlacionan el valor de un trabajo con los subsidios recibidos y con las publicaciones logradas, clasificadas según su grado de impacto. De hecho, con los aspectos que vinculan al autor a una u otra tradición, que ya propician un mayor o menor éxito en estos terrenos, ello es lo que priva en los procesos de selección, consolidación y evaluación del personal investigador antes que intentar aquilatar de forma concienzuda –aunque tampoco concebible al margen de criterios subjetivos– el trabajo desarrollado.25
Un autor también muy crítico con las posturas relativistas, aunque de una forma breve, despectiva y a veces irónica, es el también argentino Marcelino Cereijido (1994), que se apoya, en parte, en argumentos de Bunge. Aunque no deja de referirse varias veces a los efectos negativos que la ciencia occidental ha tenido en el planeta, este investigador enjuicia muy positivamente el potencial de la ciencia en la mejora de la sociedad y considera que las posturas que aglutina como «postmodernistas» suponen una nueva forma de oscurantismo, con sabor a Contrarreforma, tanto más paradójicas en países subdesarrollados que no han llegado a estar «modernizados». Precisamente, para él, el problema fundamental en el desarrollo científico de estos países es, antes que el financiero o la falta de reconocimiento en el mundo desarrollado, la insuficiente valoración social y política interior de la ciencia, que las posturas relativistas vendrían a secundar sobre nuevas bases. En el Tercer Mundo, nos dice, como resultado de unas mentalidades reacias al racionalismo, de una falta de «ideología científica», no se ha logrado desarrollar un apartado técnico eficiente y se han acentuado las diferencias económicas respecto al primero. Las corrientes relativistas, en ese contexto, no vendrían a suponer sino una complicación adicional. Para Cereijido (1994: 66) es incuestionable, con M. Polanyi, que en el conocimiento científico de un individuo pesan factores personales como su preparación previa, su entrenamiento, las claves que detecta inconscientemente, etc., pero ello no significa que no juegue papel alguno el mundo externo y no existan puntos en común en las percepciones. La contemplación de la realidad por los intelectuales se ampara en esquemas de origen social que a veces pueden resultar muy estrechos, pero ello no implica que la investigación y el saber sean mera consecuencia de negociaciones, compromisos o «paradigmazos impuestos por mafias académicas». Por otra parte, Cereijido sustituye el criterio básico del amor a la verdad en el científico por otro no menos sublime: el de escapar a la angustia que produce lo desconocido mediante la sistematización de la información y la creencia de que lo que se conoce es lo real.
A nuestro juicio, en primer lugar, la visión de Cereijido parece acentuar demasiado la responsabilidad que en el subdesarrollo económico tiene, de forma autónoma, el menor desarrollo científico. Aunque no deja de incrustar en algún caso el papel que en el atraso tienen las oligarquías interiores y, con más frecuencia, el de los países avanzados, estos factores aparecen bastante desdibujados. En realidad, la insistencia en esa división entre primer y tercer mundo, como categorías muy separadas, impide vislumbrar, por un lado, las semejanzas generales, y, por otro, la variedad de casos en una y otra situación: se trata, de hecho, siempre, en ambos espacios, de países marcados por una estructura y una dinámica capitalistas, que se resuelven bajo manifestaciones diversas tanto por factores internos como por las interacciones externas que se producen. Por otra parte, no queremos dejar de insistir en otra cuestión: el relativismo no supone, básicamente, negar las posibilidades del desarrollo científico, sino que, ante todo, preconiza cautela ante un cientifismo absoluto, promueve un sentido crítico por parte de la sociedad y nubla, eso sí, la idea de la ciencia como ámbito ordenado donde la comunicación interna resulta fluida y el progreso es la meta unívoca e incuestionable.
En general, ante toda esta serie de visiones críticas, queremos concluir enfatizando algunas ideas y formulando algunos comentarios. Es cierto que, en algunos planteamientos, las posturas relativistas diluyen la posibilidad de progreso científico en función de la variedad de teorías alternativas disponibles, como en el caso de Feyerabend, que incluso, aunque quizás de forma más provocativa que efectiva, colocaba en el mismo plano las tradiciones de carácter racional e irracional. La idea de que diversos aspectos sociales y profesionales marcan direcciones distintas en el desarrollo de las teorías constituye, en realidad, un punto poco propicio para comparar y optar por una de ellas como más próxima a la verdad. Con frecuencia, ni siquiera la verdad final constituye una perspectiva única, puesto que a partir de valores diferentes se generan objetivos explicativos distintos. Pero esto no significa un rechazo tajante de las posibilidades de progreso y de discernir entre enfoques ni, menos, que los autores relativistas constituyan, como Bunge alega, un «caballo de Troya» para destruir la ciencia. Por lo pronto, al margen de sus intenciones de autorreflexión, los relativistas deben considerar sus propias visiones, al menos, como mejores y más «objetivas», como reflejan al argumentar minuciosamente en su defensa y compararlas con otras, aunque sea en términos difusos. Pero, además, aunque se destaque la existencia de varias formas de percepción y de pautas previamente trazadas por la comunidad científica en un contexto social, ello no significa que la realidad externa no juegue papel alguno como campo de referencia. Las premisas marcan cauces a la percepción, pero es la realidad externa la que circula por ellos, la que se analiza o se ignora, la que induce también en parte al acuerdo o no permite salir del desacuerdo. Por otra parte, si se considera que son diversas y contingentes las posibilidades de desarrollo del conocimiento científico, no es por una cuestión de voluntades o veleidades en abstracto que puedan desembocar en tantas posiciones como individuos intervengan, sino porque existen diversos elementos –marco social, ideologías, negociaciones, inercias inevitables, rumbos previstos de innovación, etc.– que actúan como condicionantes fundamentales. Las concepciones científicas no se siguen de forma indefectible en función de unas u otras preferencias personales, sino que se relacionan con diversos factores y se aceptan mediante procesos donde juega un papel fuerte el inconsciente. La crítica y el debate, además, vienen a formar parte consustancial de las negociaciones, sin que en ello pueda prescindirse de la realidad, aunque sea para deformarla burdamente.
A nuestro juicio, aceptar el enfoque relativista de la ciencia no supone, contra la opinión y los temores posibles, un abocamiento hacia el caos, hacia la inseguridad y hacia la arbitrariedad. Aunque guiado por su defensa de las tradiciones irracionales, Feyerabend (1982: 91-92) realiza una defensa tan sugestiva como la siguiente:
¿En qué consiste el relativismo, que parece sembrar el temor a la divinidad dentro de cada cual?
Consiste en darse cuenta de que nuestro punto de vista más querido puede convertirse en una más de las múltiples formas de organizar la vida, importante para quienes están educados en la tradición correspondiente, pero completamente desprovisto de interés –y acaso un obstáculo para los demás. Sólo unos pocos están satisfechos de poder pensar y vivir de una forma que les agrada, sin soñar en imponer obligatoriamente a los demás su tradición. Para la gran mayoría (que incluye a los cristianos, los racionalistas, los liberales y buena parte de los marxistas) existe una única verdad que debe prevalecer. La tolerancia no se entiende como aceptación de la falsedad codo a codo con la verdad, sino como trato humanitario a quienes desgraciadamente están sumidos en la falsedad. El relativismo pondría fin a este cómodo ejercicio de superioridad y, por tanto, a la aversión.
No está claro que este planteamiento literal, pese a su talante abierto y democrático, pueda abocar a situaciones menos adversas que las que este pensador deplora por la primacía del sistema racionalista. El irracionalismo abarca vertientes bastante negativas para el género humano o para algunos sectores del mismo. Pero, si se reclama una libertad amplia de pensamiento, que suponga liberación de reglas estrictas, y la ciencia deja de verse como una panacea neutral contra todos los problemas, la sugerencia cobra especial interés. En realidad, Feyerabend no llega en su marcado relativismo a rechazar el papel de los científicos en la sociedad, pero sí contempla la necesidad de que los ciudadanos controlen su comportamiento y participen en las decisiones que les conciernen. En una línea próxima, aunque marcada por el análisis de las conexiones sociales, son varios los autores que, como G. Fourez, han defendido una posición importante para la ciencia, pero sin ignorar el carácter social y político –no susceptible, por tanto, de soluciones meramente técnicas– de los problemas. El científico puede ser escuchado, pero sus criterios no deben prevalecer ante cualquier otra consideración, puesto que, a fin de cuentas, también él esgrime determinados planteamientos políticos bajo sus argumentos técnicos. Las respuestas científicas aparecen, bajo esta nueva luz, como unas posibilidades abiertas al seguimiento, al rechazo, a la matización y a la renegociación en el propio seno social que las ha inspirado. El problema evidente que surge, en cualquier caso, es el de cómo organizar y ponderar la participación de cada elemento, de los científicos y de los no científicos. Por un lado, en la defensa de sus intereses y de sus criterios, los científicos hallan aliados en la sociedad y en las instituciones. Por otro, los ciudadanos se encuentran fragmentados en clases y grupos de interés que condicionan sus posturas ante las teorías y propuestas científicas. Pero, además, por otra parte, aunque del conjunto de la población emerjan colectivos experimentados capaces de plantear contrastes e influir positivamente en algunas alternativas, los criterios de la mayoría respecto a muchos problemas vienen modelados, precisamente, por las visiones que de forma vulgarizada y más convencional que en sus trabajos especializados difunden los propios científicos.
La idea de que los criterios del experto constituyen una postura más en un debate que debe implicar a los afectados se encuentra, en realidad, muy arraigada en sectores profesionales y políticos de orientación diversa que, con sus efectos positivos, también contemplan riesgos diversos en la ciencia.26 Mediante estas ideas, se entra en un terreno donde es difícil hallar el punto idóneo de equilibrio. Puede aceptarse, con Cereijido, que la capacidad de interferencia social explica límites como los que las distintas Iglesias, con sus valores y sus concepciones especiales, han puesto históricamente sobre el desarrollo científico. Pero ello no es óbice para otorgarle a la ciencia un papel privilegiado, al margen del debate político y social. Desde la órbita de la economía, la necesidad de diálogo era resaltada por un autor como Arthur C. Pigou (1973: 124-125) cuando, tras comparar los sistemas capitalista y socialista, trataba de presentar unas conclusiones. En esta fase, el economista británico no rehuía decantarse por una fórmula que, aunque capitalista en sustancia, incluía una serie de elementos de aplicación gradual –nacionalizaciones, planificación de inversiones, impuestos de herencia y de la renta, etc.– para «disminuir las escandalosas desigualdades de fortuna y de oportunidades que afean nuestra civilización». Pero, previamente, no dejaba de presentar tales sugerencias como «cuestiones de fe» personales sobre las que él, como especialista académico más o menos «enclaustrado», no tenía la calificación, experiencia y sensibilidad de quienes afrontaban directamente los problemas.
Además de apoyar esa línea de no considerar infalibles ni neutrales los criterios dimanados de la investigación, el relativismo ofrece unas nuevas perspectivas generales al científico que se enfrenta ante cualquier tipo de realidad, que deja de ser algo perfectamente definible y abarcable. Es difícil valorar las posibilidades y las consecuencias de este nuevo ideario, dado que su eco real, efectivo, ha sido escaso si se exceptúa la repetida observación de sus premisas –aunque mediante cauces al uso, a menudo como un paradigma más– por los propios sociólogos del conocimiento científico y algunos teóricos de otras áreas. Los paradigmas, tradiciones o estilos prosiguen sus andaduras sin relacionarse entre sí, o con pequeños ámbitos de intersección. Las comunidades científicas, o mejor, los colectivos dentro de las mismas, siguen imponiendo sus métodos, sus conceptos, sus esquemas interpretativos, sus vías de trabajo. Las teorías y los argumentos explicativos siguen considerándose mejores o peores en función de su hipotética aproximación a la realidad y no se valora su tránsito por patrones altamente predefinidos y negociados. Por todo esto, resultan características aún las apelaciones al poder independiente de la evidencia, la creencia de la relevancia en sí de los datos, la presentación de una línea como la más prometedora por su propia naturaleza, las acusaciones de reduccionismo y de deficiencias sobre otros enfoques, las peticiones de contraste empírico de las teorías y toda una variada serie más de lugares comunes de una concepción de la ciencia que, pese a sus posibles matices, sigue basada esencialmente en el objetivismo.
Además de parecer atacar la legitimidad de la ciencia entre quienes siguen admitiéndola como conjunto de métodos racionales para interpretar la verdad, el relativismo no puede satisfacer a una sociedad pragmática que aplaude las convicciones sólidas y confía en soluciones claras para problemas plenamente discernibles. Lo que se reclama es encontrar seguridades, certezas, no difundir que caben varios planteamientos alternativos y consolidar la duda como verdad más perentoria. ¿No conduce el relativismo necesariamente a una situación de desesperanza y desasosiego? Si es imposible captar la realidad de forma absoluta, ¿qué se puede hacer? ¿Queda en entredicho la labor de los científicos? ¿Es inútil buscar soluciones a problemas tras identificarlos previamente? La situación no es tan exasperante. No es posible aprehender una realidad absoluta a la que, en principio, ya hay que señalarle unos determinados límites, pero sí se pueden seleccionar aspectos, definirlos y tratar de buscar la explicación más próxima posible, aun a sabiendas de que determinados procesos –especialmente dentro de las ciencias sociales, pero también en las naturales– no podrán aceptarse nunca de forma fehaciente. De la validez de gran parte de las respuestas nunca podremos tener constancia firme, dado que siempre caben otras posibilidades apoyadas con otras «pruebas». Por supuesto, las discordias pueden ser aún mayores, puesto que pueden darse ya en la misma identificación de los problemas y en la ponderación de sus consecuencias. Pero, como en la vida cotidiana, aceptaremos tanto la controversia como la incomunicación como realidades ineludibles del quehacer científico. Aunque defendamos nuestros métodos y nuestras teorías con tesón, no será ya atisbándolos como únicos verdaderamente significantes ni juzgando como prescindible todo lo demás. Entenderemos también que, si utilizamos determinados caminos y defendemos determinadas ideas, es en buena medida porque diversos factores contextuales, inextricablemente unidos entre sí, sustentan nuestro pensamiento.
Bajo este nuevo tono, nuestro trabajo tendrá una menor apariencia de «objetividad» y seguridad, pero representa una postura más realista si consideramos que tales rasgos constituyen meras falacias, meras máscaras, meros productos de un autoritarismo primario. Nuestro trabajo será más libre, menos rígido, y reconocerá el carácter humano que otros no quieren advertir en el suyo propio. La conciencia sobre los grilletes que nos imponen nuestras líneas de reflexión, sobre nuestras inevitables deformaciones y desvíos, nos podrá ofrecer caminos más apropiados para aproximarnos a esa «verdad imposible». Asumiremos que nuestro enfoque no deja de suponer una visión personal y contingente, aunque muy marcada por ideas anteriores. Analizar dentro de las ciencias sociales, en particular, supone generalizar, aplicar categorías y buscar tendencias, procesos lineales, relaciones causa-efecto, conexiones de factores y fenómenos, y todo ello, ante unas realidades caóticas, heterogéneas y confusas por su propia sustancia, implica simplificar en mayor o menor medida, olvidar matices, primar unos aspectos respecto a otros, deformar mediante énfasis y olvidos. A través de la asunción de estas ideas, ganaremos estímulo y de forma paradójica, finalmente, también otra clase de seguridad: la de saber que transitamos por caminos personales y aproximativos, que necesariamente estarán más o menos acordes con los desarrollados por otros investigadores ubicados en sus particulares contextos. El debate, mediante estos nuevos procedimientos, podrá realizarse en mayor medida con los diletantes y, en general, con los no especialistas, sobre todo al aceptar que los «expertos» no están libres de intereses, pautas convencionales, pulsiones irracionales, susceptibilidad ante la propaganda y resortes de sentido común. Incluso el diálogo con autores del pasado podrá ser mayor y no limitarse al que tiene lugar con aquéllos considerados «clásicos» o «más novedosos» en su momento. Las teorías y los argumentos desarrollados en otras etapas de la historia no se repudiarán como modelos superados y barridos por el progreso de las ideas, sino que se contemplarán como visiones condicionadas por sus circunstancias como las nuestras lo están por el marco social y cultural en que nos movemos.
El papel del análisis científico no queda repelido a través de las tesis relativistas, ni siquiera en los términos más iconoclastas de Feyerabend, aunque aparece modificado y convertido en un elemento más de cara a la comprensión del mundo, la solución de problemas y la búsqueda de mejoras. No se está negando validez al hecho de que los científicos formulen sus propias propuestas, pero tampoco se confía en ellas de forma ciega. Se solicita cautela, debate y contraste en un panorama amplio que no incluya sólo a los especialistas. Aunque de ahí no brota una situación altamente optimista, tampoco se ha dibujado un marco de desesperanza. Pocos autores en su pesimismo llegan, como Latour y Woolgar (1986: 305), a restar utilidad a su propio trabajo y estimarlo no convincente a partir de la línea relativista que han seguido. Dos sociólogos españoles, J. M. Iranzo y J. R. Blanco (1999: 29), al presentar el libro que fusionaba sus tesis, manifestaban su confianza en que su estudio, como reflejo de sus personales experiencias y no de verdades absolutas, resultara útil para los lectores en la construcción de sus propias ideas. Al final, estos autores (Iranzo y Blanco, 1999: 386) consideraban que, a la luz de las nuevas concepciones, podía descubrirse una nueva primavera intelectual que aumentaría la participación en la producción y gestión del conocimiento. Feyerabend (1984: 81-83), por su parte, al mostrar su animadversión hacia los científicos, filósofos, políticos, educadores o cuantos tratan de imponer sus esquemas desde los pedestales en que ellos mismos se han erigido, no presentaba sus propuestas como una guía objetiva a seguir, sino como opiniones subjetivas susceptibles de fomentar la libertad y la independencia de los lectores, incluyendo la independencia para rechazar tales sugerencias.
1. En un discurso pronunciado en 1990 en un encuentro de la Philosophy of Science Association, Kuhn (2002: 114-115) manifestó que su idea de inconmensurabilidad había surgido, en realidad, al leer textos antiguos e interpretar que sus pasajes aparentemente sin sentido no se debían a confusiones o errores, sino a los significados específicos que recibían algunos términos, distintos a los actuales. La captación de esos conceptos del pasado y la identificación de sus referentes, por tanto, hacían posible la comprensión desde el presente y propiciaban, con la habilidad requerida, la traducción y la comunicación.
2. Después de la guerra, durante la que permaneció en dos campos de concentración, Fleck se dedicó a la investigación médica, dejando en segundo plano su interés por la teoría de la ciencia. Además, su libro no formó parte del patrimonio intelectual exportado a los países anglosajones, más receptivos a los planteamientos legitimadores de Popper. Sólo al diversificarse la discusión tras la publicación de Las revoluciones científicas por Kuhn en 1962, un año después de la muerte de Fleck, su obra, citada en el prólogo de aquella otra, empezó a despertar interés.
3. He aquí uno de sus más contundentes juicios al respecto (Feyerabend, 1982: 98-99): «Es hora de que nos demos cuenta de que los intelectuales no son más que un simple grupo bastante codicioso que se mantiene unido por una tradición especial y un tanto agresiva, con los mismos derechos que los cristianos, taoístas, caníbales o musulmanes negros, pero carente por lo general de la comprensión humanitarista que éstos tienen».
4. En una línea discursiva distinta, L. Á. Rojo (1984: 52-53) también encontraba la variedad, las ambigüedades y las contradicciones como algo común entre los grandes pensadores y científicos sociales, juzgando que sus obras nunca constituyen totalidades cerradas y coherentes y se muestran especialmente sensibles a las posibilidades que brinda el contexto en cada momento. En concreto, este autor comentaba este aspecto a propósito de las ideas de Keynes, donde encontraba tanto defensas reiteradas del libre comercio como de vías proteccionistas, ataques a la inflación y sugerencias de políticas expansivas que hacían caso omiso de este problema, y referencias favorables a la planificación de los años veinte junto a críticas del New Deal estadounidense.
5. Woolgar (1991: 136) dirá: «La naturaleza y la realidad son los subproductos de la actividad científica, más que sus elementos determinantes. Esto nos capacita también para ver cómo la ciencia está impregnada de política, no en el sentido restringido de las cuestiones de financiación o de los intereses comerciales o gubernamentales, sino respecto a una completa gama de estrategias retóricas, de argumentación, de movilización de recursos, etc. Las negociaciones sobre lo que debe considerarse una prueba en ciencia no son menos desordenadas que cualquier discusión política entre abogados, políticos o científicos sociales».