Kitabı oku: «Ignacio de Loyola, nunca solo», sayfa 2
Podemos imaginar las razones de su persistencia. Era fácil para Martín marchar. Volver a su casa, a su señorío, a su esposa, a su vida. Después de todo, tiene mucho que perder como para arriesgarlo si la causa se ve muy difícil. Pero para Íñigo esto es su vida. No tiene tanto que perder, y en todo caso la huida sería la verdadera pérdida para él. ¿Va a escapar, renunciando a la lucha, después de tantos años de preparación? ¿Es esta la antesala de un nuevo fracaso? ¿Qué le queda, si se aleja ahora de Pamplona? ¿Va a naufragar también en el campo militar? El orgullo y el honor hablan más alto en sus oídos que el sentido común y la prudencia. El cálculo se rinde ante el empuje de la pasión. «Habrá otras ocasiones para luchar», repiten los ciudadanos. «Es necedad el pelear ante tal desproporción», insiste Herrera, el comandante de las tropas de la ciudadela. Íñigo no puede aceptarlo. No quiere. Tal vez no sabe.
La ciudad se entrega sin pelear. Sólo permanecen firmes, por el momento, los soldados de la ciudadela. Parlamentan con el enemigo. Los franceses quieren la rendición. Herrera está dispuesto a negociar una capitulación honrosa. Sólo Íñigo argumenta en contra. Es tan persuasivo, tan convincente, tan apasionado en su discurso que los oficiales y el propio gobernador, antes decididos a entregarse, se ven espoleados a luchar y a continuar resistiendo, encerrados en la ciudadela, por orgullo, por fidelidad a su causa y lealtad a su rey.
Se encomiendan a Dios, cada quien con las palabras que le brotan del alma. La lucha comienza. Es el 20 de mayo de 1521. Pese a la evidencia, la lógica y el número, la defensa resiste. Unos pocos hombres, en una fortaleza no excesivamente sólida, aguantan el tipo ante el empuje de 12.000 soldados, bajo un persistente fuego de bombardas. Íñigo lucha. Le va la vida en ello. Grita, anima, ataca, se detiene para tomar impulso, vuelve a la carga...
Entonces siente un golpe brutal. Al principio ni siquiera se da cuenta del dolor. Sólo mira hacia abajo y ve sangre, y siente que las piernas no le sostienen, y mientras pierde pie y se precipita hacia el suelo, rodeado de humo y alaridos, piensa que al menos le queda esta muerte, esta despedida, este final glorioso digno de su casa y de su nombre.
Una bala de cañón, pasando a través de la almena, ha destrozado su rodilla y le ha causado también daño en la otra pierna. Para él la batalla ha acabado. La fortaleza aún resistirá, pero poco, hasta que la artillería pesada de los franceses termine derribando los muros. La derrota es absoluta. Dentro se amontonan cadáveres y heridos en un horrendo cuadro, como siempre ocurre cuando vence la sangre, cuando el hombre lucha con el hombre, cuando la guerra se convierte en el grito salvaje que sirve a unos pocos para alcanzar sus fines.
Tras la rendición vienen las negociaciones. La celebración de los triunfadores, ebrios de victoria. La entrega de los vencidos que se mantienen en pie. Las primeras curas para los que aún tienen esperanza. Las oraciones para el resto.
Íñigo no ha muerto. Mal que le pese, son las piernas lo que se le ha quebrado. Tal vez han muerto sus sueños y su orgullo. Yace en el suelo de la fortaleza, herido el cuerpo y perdido el ánimo. Ni muerte ni gloria. Sólo derrota. Es un mal balance para el soñador y una dura lección para el hombre.
Sí ha ganado el respeto de sus enemigos, que reconocen en él a un rival digno, a un luchador que ha demostrado valor y energía. Durante unos días le atienden, le tratan los médicos, le visitan amigos y rivales. El herido mantiene el tipo. Sufre en silencio, y únicamente cuando se queda solo una nube de desesperanza y tristeza parece abatirse sobre él. ¿Qué ha hecho en la vida? Nada. ¿Qué ha conseguido? Nada. ¿Qué le queda, tras largos años queriendo labrarse una vida en este mundo? Tan sólo buenas palabras y palmadas en la espalda. Tan sólo elogios compasivos, que son tan hirientes como puñales para quien aspira a ser admirado, no compadecido. ¿Qué ha hecho mal? Nada. A ratos reza, pero mecánicamente. Dios está demasiado lejos de sus inquietudes y los espacios en que su vida se desenvuelve.
Cuando el dolor remite y parece fuera de peligro se decide que vuelva a Loyola. Allá, en su tierra, con su familia, podrá restablecerse despacio. Íñigo duda, pero es la suya una duda vencida de antemano. En realidad no tiene otro sitio adonde ir. Dos hombres preparan una camilla con palos y telas. En ella recogen a Íñigo. Abandonan Pamplona, y el menor de los Loyola siente, al dejar atrás la ciudad, que no le queda nada.
2 El «mejor» santo del mundo
Es de noche. Hace frío en Montserrat. Hace ya tiempo que casi todos los peregrinos se han ido a acostar. Un caballero, noblemente vestido, se acerca a la Iglesia. Lleva en la mano derecha una espada envainada. Una daga cuelga de su cinto, y su mano izquierda sostiene con dificultad un trozo de tela arrugada y un largo bastón con una calabaza. Su andar es lento, casi solemne, y se advierte en su modo de caminar una leve cojera. Algo llama su atención y distrae su camino. Se aleja del pórtico de la Iglesia para acercarse a una pared desde la que ha creído oír una voz. Al aproximarse, distingue, entre las sombras, a un hombre sentado. Se trata, sin duda, de un pordiosero. Uno de tantos, que malviven en las cercanías del monasterio, recitando su letanía mecánicamente, hasta en la quietud de la noche: «Una limosna para este hombre, por caridad cristiana». El caballero se detiene ante el mendigo. Se hace silencio. El pobre espera. El gentilhombre piensa. Esta es, sin duda, una señal de Dios que bendice sus propósitos.
Deja en el suelo las armas y objetos que porta. Lentamente comienza a desvestirse. El mendigo le mira, con una mezcla de temor, sorpresa e incredulidad. Despojado de sus vestiduras, en la noche gélida, el hombre queda, por un momento, desnudo. Entonces se inclina y recoge la tela. Es un traje burdo, un hábito de arpillera que se pone con calma, y que se ciñe con un cinturón de cáñamo. Recoge las hermosas ropas de gentilhombre y se acerca al indigente, que permanece mudo. Las deposita con cuidado, casi con reverencia, ante él. La mirada suspicaz que percibe le incita a hablar, casi en un susurro: «Tómalas. Son tuyas». El pobre hombre parece vacilar, acostumbrado a limosnas bastante más escasas. Entonces el caballero agarra de nuevo los ropajes y los deposita en los brazos del pordiosero. Este aprieta contra su pecho un regalo tan inesperado, murmura apresuradamente: «Dios te bendiga», y se escabulle entre las sombras.
Con su nuevo hábito de peregrino, el hombre recoge las armas y el bastón y se encamina hacia el templo. Entra en la Iglesia. Está vacía a estas horas de la noche. Sólo el altar mayor y la imagen de la Virgen morena permanecen iluminados por lámparas.
El peregrino se detiene frente a la imagen. Su mirada se clava en ella. Se arrodilla y permanece de hinojos, con los brazos caídos a los lados del tronco... De vez en cuando suspira. Pasa largos ratos sumido en una meditación profunda, inmóvil, como una estatua de carne que hiciese compañía a la pequeña virgen negra. En ocasiones se agita, se levanta y camina de un lado a otro, cojeando ligeramente, para retornar pronto a su posición inicial. En algún momento rompe a llorar. Es el suyo un llanto silencioso y conmocionado. Si alguien le viese en este momento no sabría si esas lágrimas hablan de dolor o de alegría, de culpa o de gratitud. Tal vez tienen un poco de todo.
Muy de noche le saca de su recogimiento el canto de maitines de los monjes benedictinos. Durante largos minutos se deja envolver por la música de los salmos que llenan la basílica en oración litúrgica, rompiendo la noche. Después, de nuevo el silencio.
Han pasado varias horas. El hombre se agacha y toma del suelo la espada y la daga. Se acerca despacio a la reja de la capilla de la Virgen, y cuelga de sus barrotes las dos armas. Su paso tiene algo de ceremonial, de danza, de liturgia. Allá quedan, junto con velas y exvotos, con recuerdos y símbolos que tantos creyentes van depositando, día a día, a los pies de la madre, para rezar por los suyos, para implorar favores o agradecer bendiciones. Da dos pasos hacia atrás y de nuevo se arrodilla. Con estas armas está dejando atrás su pasado. En su lugar queda sólo el bastón de caminante, sobre el que posa su mano derecha mientras agacha la cabeza. Le parece un gesto expresivo, un símbolo pleno, una silenciosa declaración de intenciones y una promesa.
La noche va muriendo y comienza el movimiento en el monasterio. La iglesia se llena de monjes y gente que comienza la jornada con misa temprana. Al fin el peregrino se levanta, musita una última oración y con la primera luz del amanecer emprende la marcha. Íñigo de Loyola, convertido en peregrino, siente su corazón cantar cuando avanza, pletórico, hacia Barcelona, hacia Jerusalén, hacia una vida y un futuro que hoy le parecen majestuosos.
Estamos en la mañana del 25 de marzo de 1522. ¿Qué ha pasado en el transcurso de estos diez meses? ¿Qué ha llevado al hombre al que dejábamos camino de Loyola, moribundo y abatido, a convertirse en un peregrino lleno de fervor religioso? ¿Qué extraño proceso ha transformado al caballero vencido en caminante devoto? ¿Adónde va? ¿Qué busca? ¿Por qué?
La cura
La llegada de Íñigo a la casa solariega debió de ser muy triste. Allá estaban su hermano Martín y su esposa, doña Magdalena de Araoz, dispuestos a cuidarle, a atenderle, a consolarle. Pero, ¿cómo animar a quien se ha estrellado? ¿Qué perspectivas u horizontes pueden ilusionar a quien se ha visto derrotado en lo que, hasta el momento, eran sus metas?
La herida de la rodilla es terrible, y las primeras curas recibidas en Pamplona no dejan de ser una solución provisional. Los huesos de la pierna no están bien soldados, ya sea porque no se han tratado bien, o por la precariedad del transporte en camilla. Martín llama a los mejores médicos y cirujanos que puede encontrar. Se decide descoyuntarle los huesos para dejarlos soldarse en la posición correcta. A Íñigo sólo le queda su orgullo, y a él se aferra para pasar esta prueba. No grita. No llora. No se lamenta. Se agarra con fiereza a su hombría, a su valor, a su imagen. Cualquier cosa con tal de no desmoronarse.
Sin embargo su salud está quebrada. El dolor físico le tiene destrozado. No puede comer y va debilitándose. Hasta tal punto es así, que los médicos, visto que no pueden mantenerle en este mundo, recomiendan que se prepare para el otro. Íñigo se confiesa y comulga. Pero no está derrotado todavía. No quiere morir. Aún tiene mucho que hacer, mucho que conseguir, mucho que luchar. Se resiste a rendirse. Los médicos señalan que la situación es crítica. Íñigo reza. Como siempre lo ha hecho. Rezar, encomendarse a Dios, es parte de su vida. En la víspera de san Pedro, se dirige a este santo, a quien siempre ha tenido una devoción particular. Pide, ofrece, promete. En la estancia vecina hacen otro tanto sus parientes, se ora también en los caseríos cercanos y en las iglesias próximas se dicen misas por la salud del hermano menor de don Martín.
El enfermo parece superar la etapa crítica. La fiebre cede. Vuelve el apetito y comienza un lento restablecimiento. Esta mejora devuelve el optimismo y la esperanza al joven. Aún no está vencido. Si ha tenido sueños antes, ¿por qué no seguir teniéndolos ahora? Después de todo, no ha perdido tanto. Simplemente las primeras batallas, las primeras escaramuzas. De esto tendrá que aprender. Se empieza a sentir fuerte, brillante, enérgico de nuevo. Ya habla con Martín sobre el futuro, sobre volver a ver al duque, que ha de estarle muy agradecido, sobre la corte... Ya sueña con mujeres, con damas de alta alcurnia que han de caer rendidas ante el héroe de guerra. ¿Qué más da la derrota? Se ha enfrentado, con otros pocos, a un ejército enorme. ¿No pesa más la fidelidad que el fracaso? El corazón del joven Loyola vuelve a latir con fuerza, al menos a ratos. Porque en otros momentos la zozobra y la amargura parecen tener más peso y le dejan sumido en pensamientos sombríos y tristes.
Entonces llega el golpe. Al ir cicatrizando la pierna y al quitar los vendajes que la cubren, se percatan de que por debajo de la rodilla ha quedado un bulto, un hueso levantado que sobresale, como una protuberancia fuera de lugar. El cortesano se siente incapaz de aguantar la deformidad. Se ve grotesco. Se siente deformado y no consigue apartar de su mente esa pierna herida. Todos sus pensamientos van a parar, una y otra vez, a la fealdad de ese bulto incómodo y maldito. ¿Cómo va a luchar, a danzar, a cortejar o a pavonearse en las cortes el caballero? ¿Quién va a querer a un hombre así? Íñigo habla con los médicos. Exige que arreglen el desaguisado. «La única posibilidad es cortar ese trozo de hueso, y es una operación atroz», le dicen, tratando de desanimarlo. «Pues cortadlo ahora mismo», responde impávido. De nada sirven los ruegos de su hermano y su cuñada, espantados ante la carnicería que se dispone a sufrir. De nada sirven los consejos de los médicos, que le sugieren que, tal vez, con el tiempo, el bulto vaya cediendo. Íñigo es obstinado. Insiste. Amenaza. Suplica. Finalmente convence a médicos y familiares de que es su voluntad la que ha de cumplirse, pues se trata de su pierna y de su vida. La operación es extremadamente dolorosa. Íñigo se somete voluntariamente. Aprieta los dientes y muerde un palo, mientras sus manos agarran con desesperación las sábanas. Magdalena sostiene su cabeza. Martín no es capaz de asistir, y pasea, nervioso, por la habitación vecina.
De nuevo asoma el hombre fuerte y terco, el guerrero orgulloso que prefiere aguantar sin proferir un grito, sin quejarse. El caballero cuya vanidad le hace resistir el dolor más agudo. Cuando termina la cirugía reposa en su lecho, exhausto.
Pasarán meses antes de que pueda levantarse y apoyarse en la pierna. Durante esos meses tendrá que someterse a tratamientos diversos para que la pierna no le quede encogida y más corta que la otra. Pesados armazones metálicos tiran de su extremidad y extraños ungüentos sirven para calmar el dolor...
Al cabo de unos días el joven se siente mejor. Sin embargo la convalecencia promete ser larga. Las horas en el cuarto alto de la casa torre pasan despacio. Fuera de las visitas de los suyos, cada vez más espaciadas, poco puede hacer. La inactividad le exaspera. Pide libros a su cuñada. Un poco de lectura le ayudará a matar las horas. Quiere novelas de caballerías; relatos que le permitan mantener vivos los deseos que, en esta hora de enfermedad, le dan fuerzas para seguir luchando. Doña Magdalena no tiene ese tipo de libros en la casa. Los libros son un lujo escaso en el medio rural, también en las casas de los nobles. La mujer, cristiana fervorosa, sólo dispone de la Vita Christi, un libro de meditación sobre la vida de Jesucristo de Ludolph de Sajonia, y el Flos Sanctorum, un libro de devoción con relatos de las vidas de los santos. Ante la falta de alternativas, Íñigo recibe ambas obras con una mezcla de displicencia y resignación.
Tiene 30 años, una larga recuperación por delante; todos sus proyectos –hasta el momento– se han venido abajo; ha tenido que volver a casa, como si fuese un muchacho; depende de sus parientes; no puede moverse y aunque pudiese, no tiene adónde ir; no hay nada digno de leer, más allá de unos libros religiosos que, honradamente, no le interesan demasiado. Hasta en el siglo XVI el panorama es desolador.
La convalecencia
Aunque las primeras páginas las recorre con desgana, poco a poco le va capturando el contenido de lo que lee. Al principio las palabras le dicen poco. Pero al paso de los días algo cambia. Descubre un Jesús, un Cristo, que le parece más heroico que sus héroes anteriores, más honrado que todo lo que hasta ahora ha valorado; un Dios que, como hombre, le parece valiente, generoso, fuerte..., y, como Dios, le parece más cercano de lo que antes había intuido.
Nunca la religión ha sido para Íñigo algo que le entusiasmara. No es que no le diese importancia. Es, más bien, una dimensión de la vida que tiene asumida, que siempre le ha acompañado. Es, como para todos sus coetáneos, algo tan inmediato y natural como alimentarse, como crecer, como vivir. En su mundo se lucha y se corteja, se ama y se reza, se pelea, se peca, se reconoce el pecado, se admira a los hombres valientes, se idealiza a las mujeres hermosas y se venera a Dios. Todo es parte de una misma dinámica con la que uno se familiariza prácticamente desde la cuna. Sin embargo, ahora Íñigo siente una mezcla de curiosidad, sorpresa y fascinación ante una aproximación a lo religioso que le supone un descubrimiento. A medida que pasan los días, se adentra con avidez en la vida de santo Domingo, de san Francisco... Nunca hasta este momento había pensado en la santidad como una posibilidad.
El carácter inquieto de Íñigo no le permite pasar por la vida a medias. Allá donde toca la realidad lo hace zambulléndose de cabeza, dejándose inundar de imágenes, de palabras, de ideas. Es como una esponja que absorbe lo que ve. En la corte se empapó de ceremonial y educación, de ligereza y vanidad; en aquellos tiempos de Arévalo y en el contacto con los poderosos comprendió muy bien el significado de la autoridad y el poder. Del mundo militar asimiló la disciplina, el arrojo, el afán de conquista, el orgullo, la agresividad y la fidelidad que eran requisito indispensable para poder combatir. Ahora, casi sin darse cuenta, se ve sumergido en un universo nuevo que le cautiva, de alguna manera le posee y le lleva lejos. Ese Cristo recién descubierto tiene algo que le atrae... Pero son sobre todo los santos los que cautivan al soñador, que vibra con sus vidas; héroes con un proyecto increíble, personajes geniales que combinan, en la mente de Íñigo, la bravura y la bondad, el heroísmo y la capacidad de sacrificio, la grandeza y la humildad. ¡Qué admiración suscitan en las gentes! ¡Qué ecos! Se imagina a sí mismo emulando a los más grandes hijos de la Iglesia. Se siente capaz. Se representa santo. Y ese ensueño le llena de alegría.
No pensemos que el joven que convalece ha olvidado todos sus proyectos anteriores. Los días del enfermo son largos. Tiene tiempo para leer y abstraerse en ideales piadosos, pero también tiene múltiples ocasiones para volver los ojos a la vida que conoce y que anhela recuperar cuanto antes. A veces, olvidando su dolor, su pierna herida, su situación actual, se ve en un futuro resplandeciente. Se siente soldado al mando de ejércitos, victorioso en la corte. Se imagina cautivando a la más alta, la más encumbrada dama del reino, por cuyo favor se ve capaz de atravesar mares. La rinde en sus brazos, la colma de atenciones. Se vislumbra envidiado, adulado, aplaudido, triunfante al fin. Y ese ensueño también le llena de alegría.
¿A quién no le ha ocurrido algo semejante? Llenamos nuestra cabeza de proyectos. Empezamos a hacer planes. A menudo ocurre de noche, cuando uno deja vagar la imaginación. Te sientes capaz de vencer las dificultades. Te imaginas manteniendo conversaciones imposibles. Pronuncias cada palabra e intuyes las respuestas. Te percibes lleno de energía, solucionas los problemas, haces propósitos geniales para mañana. Todo va a estar bien, te dices. Y te duermes satisfecho, pletórico, optimista. Con la luz del día la realidad se impone. Te parece ridículo lo que la noche anterior veías sublime. Ves las lagunas y carencias de planes que la víspera juzgabas perfectos. Comprendes que las palabras que ayer creías fáciles hoy te resultan imposibles. Y te queda un regusto amargo o tristón por todo lo que no podrá ser.
Eso le empieza a ocurrir a Íñigo con estos ideales de grandeza en la corte y el mundo. Cuando los piensa se entretiene, divaga, fantasea, ríe. Los comparte con Martín, que se alegra viéndole tan entusiasmado. Los grita en voz alta. Dibuja en su mente escenarios grandiosos y se reserva el papel principal. Él es el galán, gallardo, gentil, exitoso, que una y otra vez conquista a la dama, el poder, la riqueza y el aplauso. Pero cuando cae el telón, o cuando Martín se marcha, o cuando advierte de nuevo su estado de postración y se impone la evidencia de lo que ha sido su vida hasta el momento, entonces todo aparece grisáceo y triste. La ilusión se esfuma y el brillo de sus ojos se apaga mientras se sume en la indolencia.
La emoción religiosa, en cambio, no se desvanece tan rápidamente. También en esos casos Íñigo piensa en voz alta, reza con palabras llenas de respeto y devoción, dirigiéndose a Dios, a María, a esos santos que parecen convertirse en referencia para su camino. Habla de todo eso con Martín y con Magdalena, que, viéndole tan dichoso se dan por satisfechos. Se ve ermitaño, apóstol, predicador, monje. Se adivina consolando a hombres tristes, pacificando lugares divididos y sanando cuerpos heridos. Se imagina caminando a Jerusalén, alimentándose pobremente. Un peregrino austero, viviendo a la intemperie, confiado en manos de Dios. La alegría que le producen estos pensamientos no se disipa tan fácilmente. No le sucede, con estas imágenes, que pase de la euforia al desánimo. Tampoco ve imposibles los proyectos cuando los examina más despacio. Le dejan contento. Los empieza a creer posibles. Le producen paz.
Íñigo siempre ha vivido rápido. De un lado a otro, buscando fuera lo que diese sentido a su vida. La necesidad de hacerse un nombre y de labrarse un destino le ha tenido en constante movimiento, atento a las posibilidades, esperando que se diesen las condiciones para alcanzar una posición, una oportunidad, un reconocimiento, un título... Es ahora, cuando tiene todo el tiempo del mundo y ninguna posibilidad de acelerar su sanación cuando, quizá por primera vez, mira hacia dentro. Se da cuenta de que no es sólo el mundo exterior un escenario donde acontecen drama y tragedia, triunfos y derrotas. También dentro de sí hay vida, humores cambiantes, ideas que le vienen sin saber muy bien de dónde, emociones que le transforman... Íñigo se vuelve hacia dentro. Y comienza a intuir que Dios no habla sólo con las cosas que pasan fuera, sino también con las que acontecen en el interior de cada uno. A veces se siente confundido por sus estados de ánimo cambiantes. Se da cuenta de que sus aspiraciones de triunfo en el mundo y sus ideales de santidad son contradictorios. Y se pregunta, perplejo, cómo puede ser que esté tan confuso, que desee con tanta pasión alcanzar dos metas tan diferentes. Se desespera al no encontrar la respuesta. Y así se le van las semanas, recobrando lentamente las fuerzas, sacudido por esos deseos opuestos que se suceden tercamente.
Una tarde, cuando está sentado meditando sobre estos humores volubles, desesperado por no entender qué le ocurre, todo parece encajar de golpe. ¿Por qué unos sueños le dejan contento por largo tiempo, mientras otros se convierten, de la noche a la mañana, en pesadilla? «Dios me está hablando», se dice. Al principio se asusta de su temeridad. Tiene miedo de decirlo en voz alta. Pero lo siente con absoluta certeza. Es Dios el que pone en su corazón el propósito de seguirle, de hacer el bien... y en cambio no es de Dios toda esa otra vanidad que al final le deja vacío. Las cosas de Dios duran de otro modo, permanecen, te llenan de consuelo. El resto es artificio, una quimera engañosa, un espejismo, un mal espíritu burlón y tramposo. Esta comprensión le deja extrañamente sereno. Contento. Tranquilo. Mira a lo lejos, por la ventana. Y se recoge en una oración silenciosa, con el sentimiento de quien ha descubierto un mundo.
A partir de este momento le gana la alegría; parece triunfar, en los sueños de Íñigo, el deseo de imitar a los santos. A la luz de esos nuevos ideales revisa cómo ha transcurrido su existencia hasta ahora y siente vergüenza y pesar. La vida cortesana con sus intrigas y engreimientos le resulta ahora fugaz y vana. El servicio de las armas le parece de pronto grosero y excesivo.
Íñigo es un hombre de extremos. Ahora que ha intuido un nuevo horizonte aparta todo lo demás. Ya tiene un cometido, una meta. Y se entrega absolutamente a ello. Poco a poco va tomando forma un proyecto que se convierte en certeza: irá a Jerusalén haciendo penitencia por su vida anterior. Nada hay ahora más importante para él. Se ve ya caminante en tierras lejanas. Su mente viaja. Su corazón canta.
La transformación que se ha obrado en él tiene desorientados a sus familiares. Cuando, al caer la tarde, Martín se sienta en la habitación de Íñigo a conversar, las palabras del enfermo le parecen delirios. Pero, ¿por qué sale con estas locuras precisamente ahora que parece que va recuperando la salud? «Temo que esté enloqueciendo», le ha confesado, nervioso, a Magdalena. No sería de extrañar. Después de todo, su hermano menor ha sufrido varapalos considerables en su corta vida. Se ha sometido a operaciones muy dolorosas. Ni siquiera hay certeza de que vuelva a caminar bien. ¿No estará divagando para evitar afrontar un presente sombrío? Martín piensa en esto e intenta ilusionar a Íñigo hablándole de una pronta recuperación y su vuelta al servicio del duque de Nájera. El paciente escucha y calla. Pero, ciertamente, no otorga.
Los meses transcurren despacio. El verano da paso al otoño. Íñigo recobra las fuerzas y la salud lentamente. Comienza a sostenerse sobre su pierna herida, primero con la ayuda de un bastón, y pronto sin necesidad de nada. Como secuela del daño sufrido le queda una leve cojera que le acompañará siempre. Esto, que hubiera sido una tragedia cuando llegara a la casa meses atrás le resulta ahora un inconveniente tolerable que acepta con paz. A veces se atreve a dar un paseo, acompañado por Magdalena. Entonces sale de la casa y se acerca hasta el río o hasta el caserío del herrero. Le gusta ver a la gente trabajando, oír los ruidos del valle, oler la hierba mojada y sentir el aire frío sobre su rostro. Pero esas excursiones le fatigan y su rodilla dolorida protesta, de modo que la mayor parte del tiempo sigue recluido en su habitación.
Pasa las horas leyendo, orando y conversando con los de casa. Con la convicción del converso quiere que sus gentes experimenten la misma hondura a la que él se asoma. A veces les emociona. Otras les satura. Pide papel y pluma y escribe, con delicada caligrafía cortesana, copiando párrafos y plasmando sobre el pliego reflexiones que le suscita la lectura. Esa posibilidad de escribir se convierte para él en una nueva forma de oración; subraya palabras, alterna colores, enmarca párrafos que repite, lentamente, saboreando cada palabra. Así, repasa los libros hasta extraer de ellos cuanto pueden darle. En la noche, cuando se ven las estrellas, pasa largos ratos en silenciosa contemplación.
No cabe duda de que Íñigo es muy radical en su forma de afrontar lo que le trae la vida. No acoge lo novedoso con timidez o a medias. No se enreda en negociaciones consigo mismo. Cuando ha visto claro salta al vacío. Sin seguridades. Sin red. Su nuevo horizonte religioso llena sus pensamientos. Ya no hay futuro fuera de ello. Sólo espera a estar restablecido para echarse al camino. Dos ideas le dominan: purgar su pasado y caminar en las manos de Dios. Desprecia al viejo Íñigo. Su vida anterior le parece ahora miserable y es inmisericorde consigo mismo. Es especialmente duro cuando piensa en sus juegos amorosos, en las mujeres a las que ha utilizado, en la frivolidad de algunas relaciones que ha vivido. Una noche, rezando, se queda absorto. Durante un rato se figura a la virgen María con el niño en brazos. Una alegría honda le asalta. Es una mezcla de devoción y de promesa. Desde aquella hora –dirá muchos años más tarde– «nunca más tuvo ni un mínimo consentimiento en cosas de carne».
¿Qué castidad es esta a la que alude? ¿Una evaporación del deseo? ¿Un extraño silencio de la naturaleza en el hombre? Una lectura rápida de las palabras del viejo Ignacio puede inducir a pensar que desde el momento de la conversión nunca más se sintió tentado por la concupiscencia, por la sensualidad o por el deseo. Pero no es eso lo que cuenta cuando narra su historia, ya en las postrimerías de la vida. Lo que señala es que desde esa noche no cedió a los impulsos carnales. Basta un poco de sentido común y realismo para barruntar que tentaciones, fueran muchas o pocas, alguna vez las habría. No se ha convertido Íñigo en un espíritu puro, alejado de su humanidad. Es un hombre joven. Y, como tal, desea, imagina, siente, vibra. Pero también es un hombre fuerte, y una vez convencido de que ha de mantenerse célibe, vivirá su compromiso con absoluta fidelidad. Algo admirable, sin duda, pero que sobre todo nos descubre su carácter y su voluntad indomables. Toda su vida, desde esta larga convalecencia, va a estar consagrada a la persecución de una meta: vivir en las manos de Dios y cumplir su voluntad. No siempre sabrá cuál es esa voluntad. Le quedan, sin duda, muchos pasos que dar. Todavía tiene que dejar que sea Dios el que tome las riendas. Por ahora, es el propio Íñigo el que parece estar al mando de un nuevo proyecto, el que parece decirle a Dios: «Ya verás lo que voy a hacer por ti». Se trata de un hombre que subordina todo a un ideal. Desde esa consagración total se comprende su fuerza de voluntad para no ceder a las tentaciones que conoce bien.
Jerusalén se convierte en destino. Irá allá, penitente, humilde, desconocido. Hasta empieza a pensar qué hará a la vuelta. A un criado que va a Burgos le manda a informarse sobre la Cartuja, sopesando la posibilidad de llevar vida monacal al retornar de Tierra Santa. En ocasiones sondea a Martín acerca de barcos, de caminos, de los viajes antes emprendidos por sus hermanos mayores. Mantiene silencio sobre su verdadero propósito, sospechando que el hermano mayor, sintiéndose responsable de la familia, tratará de disuadirlo. Sin embargo es imposible ocultar que está planeando algo. Su emoción es palpable. Su alegría tan impenetrable como evidente.