Kitabı oku: «Ignacio de Loyola, nunca solo», sayfa 4
3 Cuando habla Dios
No falta mucho para que anochezca. El hombre que entra por la puerta de la muralla de Barcelona parece cansado. Los pómulos afilados por el hambre resaltan bajo unos ojos de mirada intensa que mantiene bajos, con modestia pero sin turbación ni inseguridad. Pese a la fatiga sonríe tímidamente a la gente que se cruza en su camino y que le escudriña con curiosidad, tratando siempre de descubrir en el forastero a un viejo conocido, un hijo pródigo de vuelta al hogar o una amenaza de la que protegerse. Un largo báculo le ayuda a caminar. Miradas curiosas, alertadas por su renqueo, buscan furtivas en sus piernas una explicación, pero el largo sayal frustra el indiscreto fisgoneo. Bajo el brazo porta un atado, dentro del que guarda sus pocas pertenencias: un libro, muchos papeles, una imagen de la Virgen y unos trozos de pan. Pregunta por una dirección. «¿Sabría decirme cómo puedo llegar a la calle Cotoners?». Al principio las respuestas son vagas y le confunden más que le guían. Al fin una mujer gruesa y parlanchina que lleva de la mano una niña pequeña le conmina a seguirla. Aunque el parloteo de la mujer no se detiene ni un instante tampoco le incomoda con preguntas, y eso le gusta. Tras un rato de vivaz callejeo, la robusta matrona le deja en una esquina, bien encaminado. Al llegar a su destino respira con calma. Preferiría un lugar más pobre, pero no quiere demorarse más de lo necesario en la ciudad, así que ha aceptado la hospitalidad de buenos amigos. Sólo se detendrá el tiempo necesario para conseguir plaza en un barco que le lleve lejos.
Antes de entrar en la casa se detiene; por un momento parece dudar, y entonces cambia de dirección y camina hacia la costa. Con los últimos rayos de luz contempla con emoción el paisaje que se despliega ante sus ojos. Su corazón late rápido. Dice, en silencio, una breve plegaria antes de volver a la casa. Al fin ha llegado al mar. Ahora sí, está en marcha.
Estamos a mediados de febrero de 1523. La corta distancia que separa Montserrat de Barcelona, apenas 40 kilómetros, le ha tomado a Íñigo casi un año, desde que saliera del monasterio tras velar sus nuevas armas de caminante ante la Virgen morena. En este corto trayecto el viaje ha sido enorme. No imaginaba aquel 25 de marzo de 1522 que los días que pensaba dedicar a la reflexión, antes de continuar viaje, se iban a convertir en semanas, y estas en largos meses. No sospechaba entonces que, en tan corto trayecto, su vida iba a dar un vuelco interior mucho más audaz, profundo y definitivo de lo que había supuesto su convalecencia en la casa torre. Y ciertamente no esperaba encontrar a Dios de una forma que jamás antes hubiese creído posible.
Al salir de Montserrat Íñigo tiene la intención de detenerse, por unos días, en algún lugar tranquilo. La intensidad de su confesión y las palabras de Chanón así lo aconsejan. Al alejarse del monasterio, cumplida la primera etapa de su proyectado viaje, se siente feliz. El benedictino le ha sugerido la localidad de Manresa, aunque esto suponga apartarse de la ruta principal hacia Barcelona. Aunque le provocan ciertas reticencias el desvío y la demora, ansioso como está por embarcar, también es consciente de la conveniencia de un tiempo tranquilo en el que poder recoger por escrito lo que va aprendiendo. Además le parece prudente avanzar por rutas secundarias donde hay menos probabilidad de ser reconocido. Tanto como antes deseaba un nombre ahora valora el no tenerlo. Todas esas razones le inclinan a seguir el consejo del monje.
Se siente extraño y exultante. Ya no es el joven caballero de Loyola, sino un pobre peregrino, caminante, dispuesto a vivir de limosna, a purgar sus pecados, a consagrar su vida a proclamar la grandeza de Dios.
Todavía no nota el cansancio por la noche pasada en vela. La emoción de la última jornada es más fuerte que la fatiga. Tras él se aproxima corriendo un hombre que le pide a gritos que espere. Al llegar junto a él, el hombre, sudoroso y enrojecido le pregunta si ha dado él unas ropas finas a un pordiosero. Evidentemente espera una respuesta negativa, pensando, tal vez, que tan mendicante parece este como aquel. Por eso su sorpresa y su recelo son simultáneos cuando Íñigo confirma el hecho. Pero Íñigo no es persona que se deje cuestionar. Su forma de expresarse es la de un hombre educado. Y su autoridad la de alguien acostumbrado a mandar. Por eso, aunque se niega a revelar su nombre, el emisario del convento pronto se convence de la veracidad del relato de este peregrino que confirma la insólita donación.
A través del hombre, un criado del monasterio, descubre Íñigo que a punto están de castigar al mendigo, acusado de robo. Su alegría entonces se cambia en pena. Por un instante le asalta la comprensión de que en el mundo en que está entrando las reglas son distintas. Se siente culpable. Por su ingenuidad, por su ignorancia de cómo son las cosas y por su ceguera que le ha impedido ver más allá de sus propias intenciones. Ni por un momento se había parado a pensar que el mundo, que no tolera un pordiosero vestido de señor, rápidamente pone las cosas en su lugar. Al continuar su camino las lágrimas corren por las mejillas de Íñigo. Llora por un pobre falsamente acusado y seguramente vejado. Llora también por su propia arrogancia de caballero, que en su teatralidad ha ignorado que el mundo trata distinto a señores y siervos, a ricos y desheredados, a encumbrados y caídos.
Aunque no ha revelado su nombre este episodio supondrá un inconveniente para su deseo de anonimato. El criado, volviendo al monasterio para aclarar la confusión, se lo dirá a otros criados. Estos se lo contarán a viajeros, penitentes, señores, que a su vez lo difundirán en posadas y postas, magnificando la historia, inventando circunstancias extraordinarias, añadiendo brillos y sombras. En poco tiempo el rumor de un gran señor convertido en mendigo se esparce por la región. Cuando el cuento llegue a Manresa no será difícil que algunos de sus habitantes quieran ver en su apuesto penitente vestido de saco a un conde, un duque o un príncipe poseedor de turbios secretos.
La vida en Manresa
Íñigo pregunta, al llegar a Manresa, por un Hospital de peregrinos. Unas mujeres a quienes encuentra en el camino le dirigen al Hospital de Santa Lucía. Entre ellas está Inés Pascual, una viuda de carácter decidido que se va a convertir en estos meses en amiga y protectora de este ermitaño que, de algún modo, trastoca la vida de la ciudad.
Vamos a asistir, en este tiempo, a un doble itinerario de Íñigo. En lo exterior se dibuja el peregrino, el penitente, el hombre de oración que, ahora que está pasando de los deseos a las obras, tiene que aprender a aterrizar los sueños. Y no será un aprendizaje fácil. De entrada va a entregarse a expiaciones atroces, excesos que hoy (y tal vez entonces) nos resultan insensatos y casi trágicos. Tendrá que ir encontrando su propia forma de vivir. Y mientras hace esto en lo exterior, será sobre todo su interior el que irá cambiando, en un sorprendente e irrepetible diálogo con Dios que, ahora sí, tomará las riendas de la vida de Íñigo.
¿Qué hizo durante estos meses de estadía? Si se le pregunta a algún testigo es posible que diga que el peregrino, el «hombre del saco», como lo llegaron a llamar los niños, es un hombre atormentado tratando de encontrar la paz. ¿Tratando, tal vez, de purgar un delito? ¿Cumpliendo alguna promesa? ¿Qué habrá hecho para tener que torturarse como lo hace? ¿Qué infamia le persigue? ¿Qué crimen le atormenta? ¿Es un santo o un demente?
Posiblemente estos y otros comentarios circularon durante aquellos meses, cuando la figura de Íñigo comenzó a hacerse familiar por las calles de la ciudad. Hablan de él los vecinos, lo imitan en sus juegos los niños. Hay quien le busca y quien le evita. A nadie deja indiferente este personaje insólito que ha venido a romper la monotonía de la vida manresana.
En cuanto a lo exterior, ciertamente ha abrazado la pobreza. Lo que soñara entre las comodidades de su cuarto de enfermo puede ahora llevarlo a la práctica, y se entrega a ello con absoluta fidelidad. Vive sólo de las limosnas que le dan, pidiendo de puerta en puerta; no acepta que le den más de lo que estrictamente necesita, y en verdad necesita poco. Come mal. No prueba la carne ni el vino, salvo a veces los domingos. Acude a los hospitales para limpiar a los enfermos y acompañar a los moribundos; esa cercanía con los más atravesados y excluidos será ya constante durante toda su vida.
Descuida su aspecto físico. Intencionadamente. Él, que ha dedicado tantas energías y cuidados a su figura, a sus manos, a su cabello. Él, que ha sido, como tantos de sus compañeros, figurín sediento de halagos sobre su apostura o su donaire decide ahora no cuidar en absoluto su fachada. Deja largo su pelo, que se enmaraña y se ensucia. Deja también crecer sus uñas, que adquieren por ello un aspecto negruzco y desigual. ¿Es un ermitaño loco? ¿Un asceta trastornado? Podría parecer, pero al mismo tiempo lleva una vida relativamente ordenada, y en el trato con él se advierte, sin duda, a un hombre cortés, humilde, bueno. La gente está sorprendida y expectante.
Sobre todo dedica la mayor parte de su tiempo a la oración y el culto divino. Su horario lo enmarcan las celebraciones litúrgicas. Misa mayor por la mañana, oración de vísperas por la tarde y completas por la noche. Todos los días lee, durante la misa, el relato de la Pasión en la Vita Christi que es una de sus escasas pertenencias. Los cantos litúrgicos que acompañan las celebraciones le conmueven y le transportan –sobre todo durante las primeras semanas, antes de que la tormenta estalle en su interior–. Además, la soledad de su aposento –cuando lo tenga–, las ermitas dispersas por los alrededores, una cueva junto al río Cardoner, cualquier lugar un poco retirado es espacio para sus largas horas de oración. Medita, contempla. En el silencio y a veces a voz en grito, escribiendo o imaginando, hablando o escuchando Íñigo reza. Se confiesa regularmente, y cada domingo sin falta comulga.
No es un ritmo fácil. La dinámica es exigente. Una cosa es imaginar, sentado en el lecho de enfermo, en una casa caldeada, cuidado por los tuyos, lo que ha de hacerse por gloria de Dios. Bien distinto es ponerlo en práctica cuando el hambre, la fatiga, la incomodidad o la resistencia interior asoman. Algo así percibe bien pronto Íñigo, que se descubre un día preguntándose, con incertidumbre, si se ve capaz de aguantar esta vida. La solución que encuentra es decirse que no sabe si «esta vida» va a durar décadas, años o minutos y, por tanto, le toca vivir día a día. Curiosa solución, que no deja de ser provisional, pero que en ese momento le permite seguir adelante con paz.
Habla de cosas espirituales con quien se quiere acercar. Y ciertamente hay gente que le busca, intrigada y conmovida por la piedad extrema y austera de este hombre joven, que a medida que transcurre el tiempo va perdiendo el aspecto recio que traía al llegar. Con esas gentes, con frecuencia mujeres inquietas en cuestiones de fe, conversa a ratos; acerca de su amor por Dios, la necesidad de conversión, la vida de santidad, el pecado, la gracia, la penitencia... aunque pronto se le irá viendo más reservado, más recogido. Los que ven esa fachada seria y esa expresión de intensa concentración probablemente ignoran la agonía en que se va sumiendo.
Hasta la «santa» local, una mujer anciana famosa en todo el reino, de la que se dice que ha compartido visiones con el rey Fernando, se ve interpelada por este hombre sobrio y extraño. A veces conversan. En una ocasión, en las primeras semanas de su estancia en Manresa, la mujer le dice a Íñigo: «¡Quiera mi Señor Jesucristo aparecerse a ti un día!». El joven se espanta. Esas palabras le suenan a chifladura o a herejía. Lejos está de sospechar que, en cierta manera ese auspicio se va a cumplir.
Al principio vive en el hospital de Santa Lucía, y después en una celda que le dejan en el convento de los dominicos. Sólo en algunas ocasiones, cuando la mala salud (provocada en buena medida por lo excesivo de sus penitencias) exija cuidados extremos se hospedará en las casas de benefactores como el señor Ferrer o el señor Amigant.
La noche oscura de Íñigo
Mientras todo esto ocurre en lo exterior nadie podría adivinar la increíble lucha que tiene lugar en su interior. Es este, sin duda, el período crucial, el que marca un antes y un después en su vida y su fe. En su autobiografía hablará extensamente de lo ocurrido en esos meses de zozobra y clarificación, de dolor y dicha, de encuentro con Dios.
Algo le condujo a alargar esos pocos días que pensaba quedarse. ¿Qué le ocurrió? ¿Por qué su paso por Manresa, que en principio era un breve alto en el camino, se convierte en una estancia de casi un año? ¿Fue la imposibilidad de llegar a Roma antes de la Pascua de 1522, a tiempo para recibir el permiso pontificio para ir a Tierra Santa? ¿Sería inviable el viaje desde Barcelona, en cuarentena por la peste? ¿Acaso fue su salud? No sabemos cuál sería el primer motivo para permanecer en Manresa un tiempo más largo del inicialmente previsto. Pero, sea cual sea esa razón inmediata, la verdad es que hoy diríamos que se acabó su ímpetu inicial y se encontró desfondado. Es decir, a Íñigo se le apagó la alegría, y con ella la posibilidad de seguir adelante.
Desde el momento, en su cuarto de enfermo de la casa torre en Loyola, en que comprendiera que los planes de Dios eran los que le daban una consolación duradera, ha estado en un estado de constante efervescencia y consuelo. Es cierto que ha sentido remordimiento, pena, vergüenza por su vida pasada. Pero eso no le ha hecho perder la devoción grande, el júbilo profundo al proyectar su nueva vida de peregrino. Durante meses se ha sentido embriagado e ilusionado. Ni la desaprobación de Martín, ni la despedida de los suyos, ni el abandono de su pasado han hecho mella en esa alegría.
Sin embargo en Manresa se encuentra, de golpe, sumido en una tiniebla y una desazón que le deja, a ratos, abatido y desconsolado. A veces toca el cielo y otras está en el fondo de un pozo. Va a atravesar una crisis tan profunda, tan existencial y tan radical que todo su mundo de convicciones y seguridades se irá desmoronando. Todo lo exterior es lo mismo. No hay motivos para tales cambios, se dice. Se extraña. «¿Qué nueva vida es esta que ahora comenzamos?». Se pregunta con incertidumbre qué le pasa por dentro para estar sometido a esos embates.
¿Qué le está consumiendo? Su pecado, que antes le producía vergüenza, ahora le provoca escrúpulo. Cada vez es mayor el dolor y menor el consuelo, hasta que se siente incapaz de mirar hacia Dios. Sólo ve, enorme, brutal, todo el mal que ha hecho antes. De nada le sirve haberse confesado en Montserrat y volver a hacerlo aquí una y otra vez. Ante él se alza, acusadora, la imagen sucia –y posiblemente exagerada– de sus egoísmos, sus afanes de riqueza y gloria, sus noches de lujuria, los años perdidos entre pompas y vanidades. Con implacable precisión revive cada episodio en que ha actuado mal, en que ha utilizado a otros, en que ha insultado o ignorado a un semejante. Tiene la sensación de no haber confesado del todo, de tener algo más que decir. No puede creer que Dios le perdone –y ciertamente él no se perdona tampoco–.
A medida que avanza el verano se va sumiendo más y más en esta espiral de culpa. Llega un momento en que su confesor, tras una nueva confesión escrita, le ordena que pase página, que no se confiese más por todo lo que ya ha dicho. Es algo que el mismo Íñigo ha estado deseando, consciente de que si la orden viene de alguien con autoridad moral sobre él, como es este doctor de la Seo a quien ahora acude, tal vez entonces consiga salir del cenagal en que se está ahogando. Sin embargo, al instruirle, el confesor deja caer una frase que arruina todo. Le dice que no vuelva a hablar de esos episodios, que no hace falta que los mencione más a no ser que sea algo muy claro. ¿Algo claro? Para Íñigo, perfeccionista y obsesionado, todo es diáfano. Su vida anterior le resulta nítidamente pecaminosa. Se desprecia por lo que ha hecho.
Quiere mortificarse, pagar sus culpas, compensar a Dios con sacrificios. Funciona en él la imagen de un Dios ofendido, un Dios medieval que está muy lejos del Dios Padre al que todavía tiene que descubrir. Reza siete horas diarias en su camarilla, en el convento de los dominicos. Pero son largas horas de sequedad y sed insatisfecha. ¿Dónde está Dios? ¿Por qué no viene? ¿Qué tiene que hacer para ganar su favor? Aún no ha descubierto Íñigo que ahí, precisamente, está su trampa. Mientras siga pretendiendo que alcanzar a Dios depende de sus propios esfuerzos seguirá estrellándose contra el muro de su incapacidad.
El dominico que duerme en la celda de al lado se despierta una noche oyendo a Íñigo dar grandes voces de desesperación y súplica. «Socórreme, Señor –le oye gritar–. Dime qué tengo que hacer. Sea lo que sea, lo haré. Si me mandas correr detrás de un perrillo, iré. ¡Pero háblame!». Con esas y palabras similares expresa su angustia el peregrino. Pero no hay respuesta. Oyendo los sollozos desconsolados de su vecino el monje se estremece, incapaz de conciliar el sueño esa noche.
Pasan las semanas. El calor ya no aprieta tanto. La vida exterior de Íñigo sigue sus rutinas: misa, hospital, limosnas y austeridades. Cada vez habla menos con otras personas, siempre cordial, pero ahora sumido en la tristeza. Los amigos y bienhechores que se interesan por él observan con preocupación cómo va perdiendo el peso y el color. Está demacrado y a veces parece perdido.
La batalla interior continúa. Hastiado de no encontrar respuestas, llega a pensar en el suicidio. En su cámara hay un boquete en el suelo, normalmente cubierto con un tablón. Cada noche piensa Íñigo en acabar con todo. Saltar, dejarse deslizar por ese agujero negro, desprenderse, hasta que la dureza de las piedras en el suelo lejano ponga fin a esta agonía que le consume. Si no lo hace es por miedo a una condenación eterna y por el deseo de no aumentar aún más la lista de sus pecados.
Siente como si Dios le estuviese poniendo a prueba. ¿Quieres ver de qué soy capaz? ¿Quieres que te pruebe mi absoluto amor, devoción, arrepentimiento? –parece pensar–. Esa perspectiva le lleva a una nueva locura que se le ocurre un domingo al final de la misa. Dejará de comer. Si se trata de sufrir, no tiene miedo ni medida. Todo, con tal de volver a ganar el favor de ese Dios que parece haberle dado la espalda. No probará bocado. No sólo carne. Nada. Durante una semana entera permanece firme en su propósito. Continúa con su ritmo de oración, oficios divinos... Nadie advierte su debilidad creciente ni su insano propósito. El domingo siguiente, como de costumbre, va a confesar antes de la misa. Transparente con su confesor, le habla de su ayuno. El buen viejo se espanta. Ordena a Íñigo desistir de esa abstinencia, que de ninguna manera puede ser algo querido por Dios. De nuevo Íñigo, fiándose de una palabra autorizada, obedece. Al salir del templo pide limosna y come lo que le dan. No es que esté en el cielo, pero al menos parece hallar un poco de sosiego.
Dos días le dura esta vez la tranquilidad. El martes siguiente en su oración nocturna se ve azotado una vez más por los escrúpulos. De nuevo le asaltan las imágenes de su vida pasada y se inicia su letanía de recriminaciones a sí mismo. Con desesperación percibe cómo la familiar sombra de la culpa va dominándole. Pero esta vez ha llegado al límite. Después de meses de lucha no le quedan fuerzas ni siquiera para martirizarse. No sabe qué más puede hacer. Ha tocado fondo.
Se rinde. En ese momento, y tal vez por primera vez en su vida, brota de él una oración distinta. Siente que él solo, frágil y limitado, nada puede. Comprende que nada va a conseguir por sus propios medios. Por primera vez intuye que seguir a Dios no es cuestión de la propia perfección, sino de dejarse acompañar, sanar, conducir. En esta rendición se está haciendo, por vez primera, absolutamente pobre. En su corazón deja de mirar hacia sí mismo y se vuelve a Dios. Y descubre que Dios está ahí. Que nunca ha dejado de estar. Sólo que él ha estado tan equivocado, buscándolo en otros lugares, persiguiéndolo donde no podía encontrarlo... Vuelve el consuelo, la alegría, más serena que antes, la paz. Siente como que despierta de un mal sueño. La losa que durante largos meses le ha estado oprimiendo parece desvanecerse. Las lágrimas que ahora lavan su rostro hablan de alivio y de humildad, de encuentro, de esperanza y comprensión. Sonríe. Esa noche duerme, por unas horas, como no había dormido en mucho tiempo.
Hay que dejar hacer a Dios
¿Cómo interpretar este episodio? Podría uno pensar, al acompañar a Íñigo en su noche oscura, que Dios ha sido muy duro con él. ¿No hubiese bastado con que mantuviese su corazón cantando y calentito, lleno de fervor y devoción camino de Jerusalén? ¿Era necesaria esta agonía?
De entrada esas preguntas parten de una comprensión equívoca de las cosas. Dios no ha «hecho sufrir» a Íñigo. Cuando, tiempo después, escriba acerca de cómo se desarrolla en nosotros la lucha de diversos espíritus, en sus reglas de discernimiento, el mismo Ignacio afirmará que el desconsuelo es obra del mal espíritu en nosotros, nunca de Dios. Como mucho, Dios lo permite, pero no lo provoca. ¿Qué padre haría algo así con hijos a quienes adora?
Cambiemos entonces la pregunta: ¿Por qué Dios ha permitido esto? ¿Por qué, si Íñigo estaba tan desgarrado, no lo levantó antes, no le llenó de consuelo, de luz, de paz? ¿Por qué no le invadió? (y, tal vez, de paso, ¿por qué a veces nosotros le buscamos y no terminamos de encontrarle?)
Una imagen puede ser ilustrativa para entender el proceso espiritual de Íñigo hasta este momento. En Loyola Íñigo descubre un nuevo camino. Es Dios quien le ilusiona con ello. Y, sin embargo, el joven, aventurero e impulsivo, sintiéndose convertido y curado, cree que ahora ya todo depende de sí. Es como si Dios le hubiese invitado a subir a un carro para llevarle a un lugar soñado, y en vez de montarse en el carro dispuesto para él, Íñigo se empeñara en empujar, incapaz de comprender que se tiene que dejar llevar. Durante las primeras etapas todo marcha bien. Íñigo y Dios empujan el carro en la misma dirección. El peregrino está exultante. Hasta aquí (Montserrat) todo va como la seda.
Sin embargo llega un punto en que el camino se bifurca. Y esta encrucijada es tan compleja que define tu vida, porque lo que hay que elegir es cómo vivir, en qué Dios creer, y si uno está dispuesto (de veras) a ponerse en sus manos. Íñigo se empeña en tirar por el camino equivocado. En el fondo ahí se estrella su espejismo de ser «el mejor santo del mundo». Ahí se estrella su ideal de perfección. Ahí va de cabeza su orgullo. Hasta este momento todavía Íñigo no ha caído en la cuenta de que lo que Dios le pide no es que sea un Íñigo irreal, puro y magnífico; lo único que Dios quiere es que Íñigo, con sus fuerzas y flaquezas, se deje enamorar, seducir por el Cristo pobre y humilde que le está esperando, y que se convierta en testigo y transmisor de ese amor.
¿No es algo familiar, y tristemente frecuente? Ese empeño por tirar del carro, por cumplir, por hacer, por ser... que sólo lleva a clavar la mirada en un espejo en lugar de mirar a Dios. A cargar –heroica e inútilmente– con las limitaciones, empeñándose en corregirlas en lugar de dejar que sea Dios el que sane las heridas y abrace las miserias. Ese empeño por hacerse fuertes en la fortaleza, en lugar de escuchar esa palabra que promete que la fuerza –de Dios– se realiza en la debilidad –la nuestra–.
Ese es el otro camino. El carro no puede avanzar más en la dirección en la que empuja Íñigo. O al menos si avanza es para alejarse de Dios; e Íñigo es, eso sí, suficientemente sensible para darse cuenta de ese alejamiento, aunque no sepa ponerle nombre. Y por eso está clavado en un punto, sin avanzar, sin poder moverse. Dios señala hacia otro lado. Y cuanto más empeño pone el hombre en empujar, más se agota inútilmente. De nada sirven sus sacrificios o sus sufrimientos, porque lo que Dios quiere no tiene que ver con eso.
Sólo cuando finalmente, rendido, haga la pregunta: «¿Adónde quieres que vaya?», sólo cuando mire dónde está Dios, se percatará de que lo único que tenía que hacer era dejarse llevar. Sólo ahora se quita la venda de los ojos. Sólo ahora es capaz de continuar camino, llevado por Dios, adentrándose, por fin, en nuevas profundidades que jamás intuyó.
Como un maestro de escuela con un niño
A partir de este momento se inicia una época en la que Íñigo comienza a avanzar, interiormente, por lugares que hasta el momento le habían sido esquivos. Ahora que, sintiéndose nada, se ha hecho verdaderamente pobre, empieza a comprender mucho más de sí mismo y de su diálogo con Dios.
Es aquí donde empieza a crecer el hombre capaz de analizar el interior con sorprendente finura. Al repasar su recorrido de los pasados meses advierte con precisión cómo ha estado entrampado en un espejismo, un engaño, una quimera. Empieza a reconocer con lucidez cómo actúan en su interior, además de sus propias inquietudes, el espíritu de Dios, que a veces empuja y otras calla; y ese espíritu burlón y engañoso, que a veces te golpea y otras jalea tus insensateces, de modo que por su medio el mal se nos cuela dentro.
Hoy siguen citándose, tanto por parte de creyentes como no creyentes, algunas de las intuiciones de Ignacio de Loyola. Mucho antes de que hubiese psicología y conceptos bien diferenciados para explicar el mundo interior, este peregrino se sumerge en las profundidades de su alma y aprende a distinguir afectos y resistencias, trampas e impulsos, engaños y llamadas, espíritus varios que le llevan en direcciones insospechadas.
Ha comprendido, dejándose la salud en el camino, que sus excesos, sus mortificaciones y ayunos terribles no eran sino trampas, absurdos propósitos que sólo han conseguido mantenerle enroscado dando vueltas en torno a sí mismo. Decide volver a comer carne con tranquilidad, sintiendo en ello que es claramente de Dios el que abandone su anterior privación. Tal es su certeza que ni las reticencias de su confesor –tal vez asustado por un cambio tan tajante– le hacen dudar. Modera sus extremismos. Comprendiendo que tan excesiva es la obsesión por la imagen como su absoluto abandono, vuelve a cortarse uñas y cabellos. Ya no parece el eremita desquiciado, sino, ahora sí, un hombre de Dios, pobre, sencillo, ponderado y reflexivo.
Un episodio es especialmente revelador de cómo Íñigo va adquiriendo una perspectiva distinta, un control interior nuevo, una capacidad de desmenuzar e interpretar lo que le pasa por dentro. Durante varias noches se queda desvelado, con grandes consolaciones y alegrías espirituales que le mantienen radiante. Sin embargo reflexiona y, con una sensatez recién adquirida se dice que, pasando como pasa todo el día en cosas del espíritu, oraciones y conversaciones, ¿no es la noche el tiempo para dormir? ¿No será en el fondo este consuelo una ilusión que sólo le va a conducir a agotarse en unos cuantos días? Decide –con muy buen criterio– utilizar la noche para descansar, consciente ahora de que Dios no juega con uno, y sospechando que esas consolaciones nocturnas no son otra cosa que una falsedad. Es así como descubre que a veces el mal espíritu se te cuela bajo capa de bien, proponiéndote cosas aparentemente irrechazables, que sin embargo resultan tramposas.
Habrá quien diga en el futuro que Ignacio es frío, calculador, metódico, racional... Pero por el recorrido que hemos hecho hasta el momento podemos comprender que lo que hay quien toma por frialdad o cálculo es más bien una sabia moderación aprendida desde los propios excesos. Que si a algo ha tendido el corazón de Ignacio es a dejarse abrasar por emociones e impulsos. Y si termina siendo un maestro en la delicadeza de las emociones, en la sutileza de los afectos o en el discernimiento de los espíritus que nos agitan, es porque ha comprendido que el alma humana es compleja, nuestros sentimientos no son fáciles de interpretar, y el lenguaje de Dios es en ocasiones voz estruendosa, pero otras muchas un susurro sólo perceptible en el silencio.
La expresión palmaria de la experiencia mística de Ignacio en Manresa es lo plasmado en los ejercicios, que se irán completando durante los siguientes años, pero cuyo corazón ya está perfilado en Manresa. En esa escuela vital de oración que es el librito de los Ejercicios Espirituales el peregrino trata de encaminar a otros para que puedan aproximarse a lo que él mismo va descubriendo en sus ratos de oración, en esta segunda etapa de su aprendizaje manresano.
Dios le trata en este tiempo «como un maestro de escuela con un niño». Ahora que se ha puesto en sus manos el peregrino es de nuevo tierra sedienta, preparada para recibir el agua y dejar que la semilla plantada germine. A medida que avanzan los días irá sintiendo, con absoluta confianza y certeza, cómo Dios le ilumina y le hace comprender el evangelio y la fe de una forma personal y nueva. Sus palabras autobiográficas al describir la manera en que Dios va tocando su corazón y su alma nos resultan extrañas, posiblemente porque describen una experiencia tan particular, tan única, que el lenguaje no la sabe capturar. Ignacio hablará, cuando recuerde esta etapa, de visiones interiores, noticias espirituales que Dios imprime en su alma, ver con los ojos del entendimiento, imágenes que se le aparecen en tal o cual figura... ¿Cuánto es aquí imaginación y cuánto sensibilidad? ¿Cuánto es físico y cuánto espiritual? De poco sirve enredarnos en análisis varios de algo que se nos escapa. El caso es que en el tiempo que sigue Íñigo en Manresa se ve constantemente iluminado por Dios, aprendiendo, creciendo y sintiendo. Cuando ya al final de su vida recuerde este tiempo su memoria conservará las lecciones de esta última etapa manresana como claves de su vida.
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